15.- DELICIOSA EMBRIAGUEZ…
Los invitados siguen afluyendo desde el Vicus Apollinis. Hay muchos personajes de otros países y sus ricas y coloridas vestiduras permiten adivinar su origen. Se ven rostros oscuros y atezados; como la cara negra de un numídico con su yelmo adornado con plumas multicolores y grandes aros de oro en las orejas. El rumor de las conversaciones crece, mezclado con el murmullo de las fuentes, al caer el agua sobre el mármol.
Actea suspende su narración y Alexandra contempla a la multitud con ojos expectantes y llenos de anhelo, como si buscase algo.
Avanza un grupo de cónsules y de senadores, en alegre algarabía…
De pronto su rostro se cubre de rubor al ver destacarse entre las columnas, las elegantes figuras de Marco Aurelio y de Petronio, que se dirigen al Gran Triclinium. Gallardos y tranquilos como dioses; envueltos en sus blancas togas.
Al ver Alexandra aquellos dos rostros conocidos y especialmente al ver a Marco Aurelio, le pareció como si un gran peso se desprendiera de su corazón…
Y dejó de sentirse sola. La añoranza por regresar a la casa de Publio, dejó de ser dolorosa. Lo único que prevaleció, fue el deseo de estar junto a Marco Aurelio y hablar con él. La sola idea de que pronto iba a escuchar de nuevo su maravillosa voz que le había hablado de amor y de una felicidad digna de los dioses; en palabras que aún resonaban en sus oídos como una dulce melodía inundó su corazón de júbilo, pero también de miedo…
Le pareció como una especie de traición el querer estar con Marco Aurelio, por sobre todo lo demás. Por un momento sintió deseos de llorar.
Pero Actea, en ese mismo instante la tomó de la mano y la llevó a través de los departamentos interiores del palacio, hasta el Gran Triclinium, en donde todo estaba listo para la fiesta.
Entonces una intensa emoción la invadió toda. Su corazón se aceleró como un caballo desbocado y casi le cortaba el aliento. Una sensación extraña pero deliciosa, le aleteaba en el estómago y casi le dio vértigo. Una dulce embriaguez la hace sentir como si flotase en un sueño o en una película de cámara lenta. Todo a su alrededor adquiere un tinte irreal…
Vio un enorme y majestuoso salón. Miles de lámparas brillan sobre las mesas y penden de las paredes. Parece venir de muy lejos la voz de Actea que la hace sentarse ante una mesa y ocupa un lugar a su lado.
Luego se oyen las aclamaciones con que los invitados acogen al emperador. Ella no puede creer el verlo tan cerca y tan magníficamente ataviado; sonriendo complacido por el recibimiento.
Las aclamaciones la ensordecen. Y el lujo deslumbrante la tiene pasmada. La embriagan los perfumes y ya casi ha perdido la conciencia de sí misma, totalmente asombrada por lo que hay a su alrededor.
No se da cuenta, hasta que una voz que reconoce enseguida y casi le paraliza el corazón, se oye detrás de ella:
– ¡Salve a la más hermosa de las vírgenes de la tierra! ¡Salve a ti, divina Alexandra!
Marco Aurelio está a su lado, mirándola totalmente fascinado.
Se ha quitado la toga. Su cuerpo atlético está cubierto por una túnica escarlata sin mangas; con delicados dibujos bordados con hilos de plata. Sus brazos suaves y musculosos, brazos de soldado acostumbrado a la espada y al escudo, están adornados con dos brazaletes de oro, sujetos alrededor y más arriba de los codos. Lleva en la cabeza una guirnalda de rosas.
Ella lo mira a su vez y ve su hermoso rostro sonriente, sus grandes ojos castaños y su tez morena clara. Con su espléndida y varonil belleza, Marco Aurelio es la personificación de la juventud y la fuerza. Y su personalidad es tan avasalladora, que apenas puede contestar:
– Salve, Marco.
– ¡Estoy tan feliz de volver a verte! … De oírte… de tenerte tan cerca… ¡Eres más hermosa que Venus Afrodita!… ¡Oh, diosa mía!
Y contempla a Alexandra totalmente embelesado. Como si quisiera beberse su aliento y hundirse en sus ojos de mar…
Y su fascinación aumenta gradualmente, conforme desliza lentamente la mirada de su rostro a su cuello, a sus brazos desnudos. Acariciándola sin tocarla, en los exquisitos contornos del escultural cuerpo de la doncella que le ha robado el corazón.
La admira envolviéndola con el ardiente deseo de poseerla. La imagina sin esas vestiduras y totalmente lista para recibirlo. Sueña con un anhelo casi doloroso, con escuchar de sus labios que lo ama y lo desea tanto como él a ella… Con un anhelo irradiante de felicidad, de amor y un arrebatamiento casi imposible de reprimir; como el que lo envuelve en estos momentos…
Con un entusiasmo arrollador, Marco Aurelio exclama:
– Yo sabía que te encontraría en la casa del César. En cuanto te vi me llené de júbilo. Y aquí estoy. ¡Oh, diosa mía! Para adorarte para siempre. ¡Oh, Alexandra, te amo tanto!
Ella lo mira totalmente sorprendida, por esta ardiente confesión que la llena de felicidad, porque aunque ella siente lo mismo que él; también la perturba. Se contiene y le pregunta acerca de las cosas que no comprende y que la llenan de pavor.
Alexandra inquiere angustiosamente:
– ¡Oh! ¿Por quién supiste que me encontrarías aquí?
Marco Aurelio sonríe comprensivo y trata de tranquilizarla:
– Publio me dijo como te sacaron de su casa.
– ¿Por qué me trajeron a la casa del César?
– El César a nadie le rinde cuentas de sus órdenes.
– ¿Por qué el César me arrebató de la casa de Publio? Tengo mucho miedo…
– Pero te aseguro que no debes temer. Yo personalmente, velaré por ti. Nunca te abandonaré. Tú eres mi razón de vivir.
– Marco Aurelio, todo mi anhelo es regresar a la casa de Publio. Me moriría de dolor si pierdo la esperanza de que Petronio y tú, intercedan en mi favor ante el César.
– Alexandra, tú ni siquiera imaginas cuanto te necesito: con todo mi cuerpo, mi corazón, mi vida y mi espíritu. Y por eso yo mismo velaré por tu cuidado y tu bienestar, porque tú eres la dueña y señora de todo mi ser y de mi persona.
– Tengo mucho miedo…
Y aun cuando él habla evasivamente, en su voz palpita la verdad, porque son sinceros sus sentimientos:
– Te adoro, vida mía. Y ya que la casa del César te causa tanto pavor, te prometo que solo permanecerás en ella el tiempo suficiente, mientras hago lo necesario para sacarte de aquí…
– Gracias, Marco. Eres tan gentil…
Alexandra lo toma de la mano y oprimiéndola entre las suyas agrega:
– ¡Cuánto te querrán los Quintiliano por tu bondad! Tanto cuanto yo misma te estaré eternamente agradecida y te amaré…
Marco Aurelio al escucharla, no puede dominar su emoción y le parece que jamás en toda la vida, le será posible resistir a una súplica de Alexandra. Se siente lleno de ternura. Su belleza esplendorosa le embriaga los sentidos y aviva sus febriles anhelos, haciéndole comprender cuanto ama y le es tan preciosa, esta bellísima doncella a quién en realidad adora como si fuera una deidad…
Y al oído de la joven, afluyen todas las intimidades de su corazón y el gran amor que siente por ella, en palabras resonantes como dulces armonías y como el zumo de una vid embriagadora.
A pesar del ruido de la fiesta, la verdad que palpita en las dulces palabras de Marco Aurelio, embriagan a Alexandra como el más delicioso de los licores.
En medio de todas aquellas gentes extrañas, él se ha ido acercando más y más. Amante, fiel y totalmente consagrado a ella con todo su ser.
Antes, en la casa de Publio le había hablado ambiguamente del amor y de la felicidad que puede traer consigo. Pero ahora él le declara abiertamente sus sentimientos y la pasión vibra en sus palabras al describirle cuanto le ama y cuán preciosa es para él, ella en su vida.
Alexandra escucha por primera vez de los labios de un hombre, tales declaraciones. Y éstas al llegar a sus oídos arpegian como una música fascinante que despierta dentro de su ser una felicidad tan inmensa; que la envuelve con un intenso júbilo y al mismo tiempo, una desconocida inquietud.
Sus mejillas ruborizadas arden. Su corazón palpita muy fuerte. Sus labios se entreabren al impulso de un extraño asombro… Está asustada por lo que siente al escucharlo. Y sin embargo por nada del mundo querría perderse una sola de aquellas palabras maravillosas. Por momentos baja la mirada y enseguida levanta hacia él, su rostro lleno de timidez, que sin embargo tiene una mirada que parece decir: “¡Prosigue! ¡Por favor no calles! ¡Porque yo siento lo mismo por ti!”
Los acordes de la música, el aroma de las flores y de los perfumes que flotan en el ambiente, le causan un delicioso desmayo y cree estar soñando. Es un sueño maravilloso del que no quiere despertar… Y sin embargo es una realidad tan palpable, como la cálida mano que aprieta la suya.
En Roma es costumbre el reclinarse en los banquetes.
En su casa, Alexandra ocupaba un sitio entre Fabiola y sus hermanos. Ahora es Marco Aurelio el que está reclinado junto a ella y se ve tan hermoso, tan lleno de energía, de amor, de pasión… que ella, al influjo de aquel calor que de él emana, se siente llena de alegría y completamente ruborizada por un deleite hasta ahora desconocido que casi la desvanecen.
Pero la proximidad de la joven hace también su efecto sobre Marco Aurelio.
La contempla totalmente fascinado y el encanto de ella hizo que su corazón latiera con tanta violencia, que él creyó que sus palpitaciones se notan a través de la túnica escarlata. Con su respiración entrecortada y las palabras temblorosas en sus labios, le es imposible reprimir sus emociones. Y es porque nunca la había tenido tan cerca de él. Admirando su piel de seda, su belleza deslumbrante. Aspirando su perfume encantador y sintiendo el calor de su cuerpo de alabastro.
¡Oh! Y su boca desquiciante… aquellos labios que parecen la invitación irresistible de un beso embriagador…Todo esto junto, encendieron una llama y despertaron una sed que corre por toda su sangre y que es vano intentar de apaciguar con vino.
Sus ideas empezaron a perturbarse y lo único que impera es apagar aquella sed de amarla, de acariciarla, de poseerla, de besarla hasta hacerla desfallecer entre sus brazos. Sin poder contenerse más, la tomó del brazo, tal como lo hiciera un día en la casa de Publio y le dijo al oído besándola suavemente en la oreja:
– ¡Te adoro, Alexandra! ¡Mi mujer divina!
Ella se estremeció y un suspiro escapó de su garganta.
Marco siguió acariciando y aspirando con ansia su aroma de flor primaveral. Alexandra tembló en sus brazos, totalmente indefensa ante el mundo de sensaciones nuevas que Marco Aurelio está creando dentro de ella y que ni siquiera sospechaba que pudieran existir.
El amor recorre toda su piel, con escalofríos deliciosos y avasalladores. Asustada por lo que siente, ella trató de resistir:
– Por favor déjame, Marco Aurelio.
Pero él mirándola a los ojos con una infinita ternura, continuó:
– ¡Ámame! ¡Ámame, diosa mía!
En ese mismo instante los dos oyeron la voz de Actea, que estaba reclinada al otro lado de Alexandra y decía:
– El César os está mirando.
Marco Aurelio sintió una súbita cólera contra el César y contra Actea: por la interrupción y el rompimiento del encanto. No soporta la idea de que aquel momento maravilloso se quedó suspendido en el tiempo. Levantó la cabeza por sobre el hombro de Alexandra y después de aspirar profundamente, dijo con ironía a la todavía joven liberta:
– Han pasado ya los días Actea, en que eras tú la que te veías reclinada en los banquetes, al lado del César. Dicen que la ceguera te amenaza ¿Cómo puedes entonces verle ahora?
Actea contesta con suavidad:
– Y sin embargo le veo. Él también es corto de vista y te está mirando a través de su esmeralda pulimentada.
Todo lo que Nerón hace, llama la atención. Y Marco Aurelio se alarmó. Rápidamente tomó el control de sí mismo y se dominó por completo. Sin volver la cabeza y sin cambiar de posición, miró de reojo hacia donde está el César.
Y Alexandra, que al principio del banquete estaba tan deslumbrada, que como entre brumas entrevió a Nerón, al que había olvidado completamente; pues lo único que ocupaba su mente es la presencia y la conversación con Marco Aurelio y no había vuelto ni una sola vez a mirar al emperador. Ahora volvió sus ojos interrogantes hacia él, paralizada por el miedo.
Actea dice la verdad. El César está inclinado sobre la mesa, con un ojo medio cerrado y con el otro, mirando a través de una esmeralda redonda y pulimentada, con la cual los observa atentamente.
Alexandra se aterrorizó aún más.
Y se aferró a la mano de Marco Aurelio como una niña asustada. El tiempo parece detenerse y todos los asistentes al banquete parecieran haber quedados como paralizados, bajo el influjo de un extraño hechizo. O al menos a ella le parece así.
Y se quedó mirando al emperador como si hubiera quedado hipnotizada, mientras pasaron por su cerebro una ráfaga de pensamientos: ¿Es éste el terrible, cruel y monstruoso Amo del Mundo?
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
14.- UNA PRINCESA OLVIDADA
Mientras Marco Aurelio comparte sus planes a Petronio. En el Palatino…
Actea es una princesa griega, hija del rey Artaxias III que se convirtió en esclava cuando fue muerto su padre. Hubo un tiempo en que las más poderosas cabezas de Roma se inclinaban delante de ella, cuando era la favorita de Nerón. Pero ni aún entonces demostró ella el menor interés de intervenir en los asuntos públicos.
Y si alguna vez hizo valer su influjo sobre el joven gobernante, fue tan solo para implorar clemencia en favor de algún condenado. Su carácter apacible y su modestia, se conquistaron la gratitud de muchos y no se granjeó enemigos. Ni la misma Octavia pudo aborrecerla y hasta para los que la envidian, la consideran absolutamente inofensiva.
Todos piensan que sigue amando a Nerón, con un amor resignado y doloroso que ha perdido la esperanza y solo se alimenta de los recuerdos de cuando el César no solo era más joven y amante, sino diferente del hombre en el que se ha convertido. Y como no hay ni la más remota esperanza de que el emperador vuelva a ella, es considerada una persona inocua y por lo mismo, nadie la molesta.
Popea la considera simplemente como una sirvienta pacífica y tan poco peligrosa, que ni siquiera ha intentado alejarla del palacio.
Pero como el César la amó en otro tiempo y la dejó sin agraviarla, de una manera tranquila y hasta cierto punto amigable; se le guarda cierta consideración y un gran respeto.
Nerón cuando la manumitió, le permitió seguir viviendo en el Palatino; le asignó departamentos especiales y una pequeña comitiva de sirvientes.
Y de vez en cuando aún es invitada de honor a las fiestas del César, tal vez porque éste todavía la considera un bello adorno.
La fiesta ya está preparada y Alexandra ha sido llamada para asistir. El miedo, la incertidumbre y una especie de estupor, luchan en su interior, junto con el deseo de no ir. Todavía no logra asimilar su repentino cambio de vida.
Ella le teme a Nerón. Les teme a las gentes del palacio que son tan diferentes al ambiente del cual ha sido arrancada. Le teme especialmente a las fiestas de cuya vergonzosa índole, ha oído hablar a Publio y a Fabiola: “Todo termina en orgía y borrachera”.
Aunque es joven e ingenua, intuye lo que pasa; siente que en este palacio la amenaza su ruina y se siente deprimida.
Actea por su parte, comprende perfectamente el ánimo de la doncella y está buscando la forma de distraerla. Le muestra las preciosas joyas que está sacando de un cofre y habla de la exquisita orfebrería que las elaboró… Aunque es evidente que la mente de su oyente, está muy lejos de ahí.
Están en el peristilo adyacente al cubículum de Actea.
Alexandra, después de muchas cavilaciones y mientras juguetea con un crisantemo, tímidamente pregunta:
– Actea, ¿Puedo preguntarte algo?
Actea se queda con un precioso brazalete de zafiros en la mano y dispone toda su atención. En el tono suave de su voz, vibra el deseo de consolarla:
– Dime. Si conozco la respuesta, con mucho gusto te ayudaré.
El alma de Alexandra se debate entre el desafío y el miedo.
– ¿Qué pasaría si me niego a participar en el banquete?
Actea la mira tan asombrada que enmudece y se queda boquiabierta.
Alexandra, tratando de vencer su miedo, insiste con un tono un tanto desafiante:
– Si. No quiero asistir. Me niego a ir a esa fiesta. No me interesa participar en ella.
Cuando Actea se dio cuenta de estas vacilaciones, la miró con asombro y la creyó víctima de un delirio febril.
¡Cómo es posible! ¿Resistirse al mandato imperial y exponerse desde el primer momento a su cólera? Sólo esta niña que no lo conoce, es capaz de pensarlo y no sabe lo que está diciendo.
Actea comprende por las palabras de Alexandra, que la joven ni siquiera se considera un rehén. Se siente más bien una princesa olvidada por su pueblo y lo más extraordinario: libre de ejercer una voluntad soberana.
Mientras Alexandra expone sus múltiples razones y finaliza diciendo:
-Además creo que tú comprendes mejor que nadie porqué No debo asistir. Los cristianos no participamos de estos eventos que ofenden mucho a Dios.
La griega la escucha pensando en todas las consecuencias de esa temeraria decisión… Ninguna ley de las naciones la protege. Y aunque la protegiera. La voluntad del César es lo bastante poderosa para atropellarla, en un momento de regia cólera.
Nerón la ha reclamado y dispondrá de ella a su imperial antojo. A partir de este momento, es juguete de la voluntad del César; por encima de la cual, no existe nada en el mundo.
Actea le contesta:
– Sí. Yo también soy cristiana y sé que sobre él está Dios Todopoderoso. Pero tienes que tener presente que en este palacio, todo se doblega ante la voluntad del César. No lo olvides Alexandra y sé prudente.
Alexandra insiste con determinación:
– Nuestra doctrina lo prohíbe y tú también lo sabes…
Sí. Es verdad. Nuestra doctrina te prohíbe ser lo que alguna vez yo misma fui. Y sé que entre la deshonra y la muerte se debe elegir ésta última. Pero yo era sólo una esclava ¡Y tú aún no sabes lo que te espera!
– ¿Pueden obligarme?… ¿Crees que sea capaz de sentenciarme, sólo por no ir a un convite?
– ¿No has oído hablar de la hija de Sejano, una doncella que por orden de Tiberio, fue violada por el verdugo antes de ejecutarla; por respeto a una ley que prohíbe que se castigue a las vírgenes con pena de muerte?
– ¿Me aplicará la pena de muerte, sólo porque no quiero ir a su fiesta?
– ¡Alexandra, Alexandra! ¡No provoques al César! Si llega el momento decisivo en que debas tomar una decisión crucial, podrás obrar como el Señor te lo inspire, pero no busques la destrucción por tu propio arbitrio. Y no irrites por una causa trivial a una divinidad terrena que es al mismo tiempo, una cruel divinidad.
Actea dijo estas palabras con una profunda compasión acercando su bello rostro al de ella. Como si deseara convencerla y al mismo tiempo observar el efecto que le causan a la joven rehén.
Alexandra la miró con confianza y le rodeó el cuello con los brazos. Dándole un beso en la mejilla, suspiró y dijo:
– ¡Oh! Actea. Tú eres buena.
Conmovida, Actea la estrechó contra su corazón. Y luego, al desprenderse de sus brazos, le contestó:
– Hubo un tiempo en que lo amé y él era mi alegría. Pero ahora mi felicidad es otra y en mi corazón hay una esperanza… –sonríe y con el dedo dibuja sobre la mesa, la figura de un pez. Y agrega- Ni por un momento pienses en resistir al César. Sería una completa locura. Y permanece tranquila. Conozco bien esta mansión y creo que nada te amenaza de parte del príncipe.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Si Nerón hubiera ordenado que te trajesen para él, no te habría traído al Palatino. Aquí gobierna Popea. Y desde que ella dio una hija a Nerón, su influencia sobre él es casi completa.
– ¿Entonces por qué es tan desastroso que me niegue a ir, si a él yo no le importo nada?
– No. Es verdad que Nerón ha ordenado que vayas a la fiesta. Pero todavía no te ha visto, ni a preguntado por ti. Es muy evidente que tu persona no le preocupa en absoluto.
– ¿Y por qué me reclamó?
– Es posible que te haya querido arrebatar a La Familia Quintiliano, sólo porque está irritado contra ellos.
– Entonces ¿Hasta cuándo voy a estar aquí?
– Petronio me ha escrito que te cuide. Y también lo hizo Fabiola, como ya lo sabes. Es posible que Tito me haya hecho esta recomendación a instancias de ella. Y si es así, ningún peligro te amenaza; pues tal vez el mismo Petronio consiga de Nerón, que te restituyan a la casa de Publio.
– ¿Nerón quiere mucho a Petronio?
– Yo no sé si el César quiera mucho a Petronio. Pero sí me consta que muy raras veces tiene opiniones contrarias a la suya.
– ¡Ay Actea! Petronio estuvo en la casa antes de que me trajeran y mi padre está convencido de que es por instigación suya que Nerón ha ordenado que le sea yo entregada.
– Eso no está bien.
– ¡Claro que no está bien! Y si no me trajo para él, ¿Por qué quieren obligarme a lo que ni siquiera me preguntaron si estaba dispuesta a aceptar?
Actea se pone pensativa un momento. Luego dice:
– El César no quiere a Publio, ni a Fabiola. Ignoro si Petronio es mejor que los demás integrantes de la corte que rodea al César; pero lo que sí sé, es que es muy diferente a ellos. ¿A quién más conoces, que pudiesen interceder por ti y que esté cercano al César? Quizá algún conocido del general Quintiliano…
– Vespasiano y Tito visitaban la casa.
– El César no los quiere.
– También Trhaseas.
– Tampoco a él.
– Séneca es amigo de la familia.
– Si Séneca insinuase algo, eso sería suficiente para que Nerón haga exactamente lo contrario.
Alexandra se ruborizó intensamente al decir:
– Marco Aurelio.
Actea frunció el entrecejo antes de decir:
– No le conozco.
– Es pariente de Petronio y acaba de regresar de Armenia.
– ¿Crees tú que Nerón le quiera?
– Todos quieren a Marco Aurelio.
– ¿Y él intercedería por ti?
– Tal vez… Creo que sí. –afirma segura.
– Entonces lo más seguro es que lo veas en la fiesta y tan solo por eso debes ir.
Alexandra la miró dudosa y dijo:
– ¿Por qué piensas que sea muy indispensable verlo en la fiesta?
Actea insistió:
– Primero porque debes asistir y solo una niña como tú, ha creído poder actuar de otra manera sin pensar en las consecuencias. Y segundo: si deseas volver a la casa de Publio, tienes que conseguir que Marco Aurelio y Petronio mediante su influencia, obtengan para ti el poder regresar a tu hogar. Si ellos estuvieran aquí, te dirían lo mismo que yo: intentar la más mínima resistencia, es locura y ruina.
– Si no voy ¿Se daría cuenta el César?
– Pudiera ser posible que tu ausencia pase inadvertida para el César. Pero si se llega a enterar y juzga que tuviste la osadía de oponerte a su voluntad, no habrá para ti salvación.
Siguió un penoso silencio y ya no hubo objeción alguna.
Media hora más tarde, Actea levantó su bello rostro y exclamó:
– ¡Oye Alexandra! Ya se escucha el rumor en el palacio. Cuando el sol se aproxime a su cenit, los invitados empezarán a llegar.
Alexandra lanza un profundo suspiro de resignación y acepta
– Tienes razón Actea. Voy a seguir tu consejo.
– Entonces vamos, para estar listas cuando envíen por ti. –y la llevó al unctorium.
Actea se ocupó personalmente de ataviarla y se manifestó su espíritu helénico, pues una vez que la desvistió para engalanarla; contempló asombrada su cuerpo escultural y perfecto, que complementa su rostro hermosísimo.
Y quedó muda de admiración pensando que Fidias hubiera deseado tenerla a su alcance, para esculpir a Afrodita. Sus ojos la miraron maravillados y no pudo reprimir una exclamación de sorpresa:
– ¡Alexandra! ¡Tú eres cien veces más hermosa que Popea!
Alexandra, educada en la cristiana casa de Publio donde se observa el mayor recato aún entre personas del mismo sexo; es una virgen bella como un ensueño. De contornos armoniosos como una obra de Praxíteles.
Está de pié, dominada por una extraña alarma, completamente ruborizada. Unidos los muslos, cubriendo sus senos turgentes con las manos y mirando al piso, llena de pudor. De repente y en un súbito impulso; desprendió los broches que sujetan sus cabellos. Y con una ligera sacudida a su cabeza, con sus cabellos negros y ondulados, se cubrió con ellos como un manto.
Actea la contempló por unos momentos pensando en la forma de sacar el mejor partido de aquella belleza y la entregó a dos esclavas que la llevaron a bañar. Después le ungieron el cuerpo con perfumados aceites y le humedecieron el cabello con verbena. Luego le pusieron una bata y la pasaron a otras dos esclavas, para peinarla y vestirla.
En todo han sido dirigidas por Actea; que aunque está supervisando su propio arreglo, no puede reprimir exclamar con admiración:
– ¡Oh! ¡Y qué cabellos los tuyos! No es necesario cubrirlos con polvo de oro. Tienen un brillo propio. Tu cabellera ondulante hace un lindo marco a tu increíble hermosura. ¡Maravilloso debe ser tu país parto, de donde vienen criaturas tan perfectas!
Alexandra se ruboriza y como una niña responde:
– A veces se me pierden sus detalles entre la bruma del olvido… Y sé que no volveré a verlo. Recuerdo sobre todo, sus bosques de maderas preciosas. Y mis padres… –un destello de dolor nublan la mirada de sus ojos verde-azul y calla.
Actea dice:
– Pero brotan gallardas flores en esos bosques. – mientras continúa inspeccionando y dirigiendo los progresos del peinado que le están haciendo las dos expertas esclavas.
Cuando terminan, Alexandra ha sido vestida con una túnica azul pálido, sin mangas. Un peplo blanquísimo que arreglaron en artísticos pliegues. Y unas sandalias bordadas y atadas a sus tobillos, con cordones de oro. Enseguida, Actea le puso las joyas: gargantilla, aretes, brazaletes, anillos, broches en el pelo. Unas verdaderas obras de arte, trabajadas en filigrana de oro y piedras preciosas, que hacen que la joven luzca como una genuina princesa real.
Ya que hubo finalizado el arreglo de Alexandra, se dispuso a concluir el suyo propio y dio las órdenes pertinentes a sus esclavas.
Mientras tanto seguía mirando y admirando a la joven que radiante como una diosa, le sonríe. Sonrisa a la que corresponde Actea, llena de complacencia.
Pronto estuvo lista también Actea.
Y cuando los primeros cisios comenzaron a llegar a la puerta principal del palacio, ella y Alexandra penetraron en el pórtico lateral desde donde se ve el patio principal rodeado por columnas de mármol y hermosas estatuas. Gradualmente aumenta el número de visitantes que pasan bajo el soberbio arco de la entrada principal y sobre el cual, la espléndida cuadriga de Lisias parece querer volar hacia el espacio, llevándose a Diana y a Apolo.
Alexandra contempla asombrada toda esta magnificencia que jamás hubiera pensado que pudiera existir desde la austera casa de Publio.
Los rayos del sol, dan destellos dorados sobre el mármol de las columnas y sobre las magníficas estatuas de las Danaides, los dioses y los héroes, a cuya vera fluyen multitud de personas ricamente ataviadas.
Domina sobre todo esto, el Hércules gigantesco sobre cuya cabeza irradian los rayos solares, aumentando su esplendor.
Actea va señalando a Alexandra, a los que van pasando. Algunos con sus nombres, agregándoles sus historias breves, terribles. Historias que ponen asombro, pavor y admiración, en el ánimo de la joven.
Para ella, éste es un mundo extraño; cuya belleza deslumbra sus ojos, pero cuyos contrastes la asustan y no logra asimilarlos por completo. Mientras caminan despacio, a lo largo de las majestuosas galerías; Actea va develando poco a poco, en voz baja, los terribles secretos de aquel palacio y de aquellas personas.
– Aquí cayó Calígula bajo el puñal de Casio Queroneo y allí fue asesinada su esposa. Allá, estrellaron a su hija y también la mataron.
Siguen caminando, mientras Alexandra imagina horrorizada, las terribles escenas. Llegan a otra ala del edificio y Actea continúa:
– Aquí abajo están las mazmorras. Y en una de ellas, el menor de los Drusos, se devoró las manos en medio de la desesperación, por el hambre. Y aquí, Druso el mayor tuvo las convulsiones postreras, cuando lo envenenaron…
Mientras recorren el vastísimo palacio, Actea continúa con su crónica de horrores:
– Dondequiera que caminemos, por todas partes. Estas murallas han escuchado los gemidos del sufrimiento y los estertores de la muerte. Y esas gentes que ahora se apresuran a la fiesta envueltos en sus elegantes togas, luciendo sus vistosas túnicas y preciosas joyas; después los mirarás coronados de flores y mañana pueden ser víctimas de una condena.
Alexandra pregunta espantada:
– ¿Sin ningún motivo? ¿Cómo puede ser eso posible?
Actea sonríe ante esta inocencia que desconoce la maldad. Y aclara:
– Antes no era así, te lo aseguro. La influencia de Popea ha refinado su crueldad. Todo depende del humor del César y del agravio con el que se sienta ofendido. Míralos bien. En más de un semblante y detrás de una sonrisa; se oculta el terror, la alarma y la incertidumbre del día siguiente. La fiebre, la avaricia, la envidia, están en este momento royendo los corazones de esos coronados semidioses, en apariencia tan ajena y tan feliz mientras disfrutan de lo mundano.
Al escuchar todo aquello, en el ánimo de Alexandra se mezclan la visión magnífica del espléndido Palatino, con los terribles acontecimientos referidos…
Y se agiganta siempre más la añoranza angustiosa, por la amada familia de donde ha sido arrancada: el apacible hogar de la familia de los Quintiliano, en donde el poder dominante es el amor y no el crimen y la traición…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCEL