Archivos diarios: 21/03/12

20.- Y SIN SALIDA…

Y efectivamente. La casa de Marco Aurelio estaba arreglada como para una boda. Con el verdor del mirto, la hiedra, las flores. Todo había sido preparado para una recepción regia.

Marco Aurelio se sintió tan mal por la resaca, que había seguido meticulosamente los consejos de Petronio y por eso mandó a Secundino a buscarla, llevando el permiso otorgado por el César.

Petronio le había dicho:

–           Ayer te vi y estabas borracho. Te comportaste con ella como un rufián. En el amor,  no solo hay que atacar la plaza, hay que conquistarla. No seas majadero y recuerda que el buen vino debe beberse poco a poco.

Sintiéndose en un estado deplorable, mientras bebió una pócima para mejorarse, sólo atinó a contestar:

–           Pasaron muchas cosas y ya no sé lo que sucedió, me siento muy indispuesto. Sólo dime que será lo mejor que debo hacer.

Petronio prosiguió implacable:

–           Entérate también de que es muy dulce el desear, pero es más dulce aún el ser deseado. Gánate su confianza. Sé magnánimo. Júrale por los hados que la devolverás a la casa de Publio y dependerá de ti el que mañana sea ella, la que prefiera quedarse aquí contigo…

Marco Aurelio recuerda todo esto y su corazón palpita intranquilo, bajo sus elegantes atavíos.

¡Oh, dioses inmortales! ¡Si tan solo no se hubiese embriagado, ya tendría a Alejandra en su casa! Se la hubiera llevado desde el mismo banquete…

¡Pero no!…

¡Oh! ¿Por qué tiene la desesperante sensación de haber cometido un terrible error?

¡Rayos! ¡Si tan sólo no le doliera tanto la cabeza!…

–           Ya deben haber salido de palacio.-pensó.

Se levantó y comenzó a pasear muy nervioso, lamentándose por haberle hecho caso a Petronio y no haber ido personalmente por ella.

Mientras tanto…

La comitiva viene recorriendo el Vicus de las Carenas. Las calles cercanas al palacio están casi desiertas, pero más adelante hay un movimiento inusual. Casi desde todas las calles, afluyen grupos de tres o de cuatro individuos, que se han ido agregando a la comitiva de la litera, mezclándose con los esclavos acompañantes.

Otros más numerosos vienen en dirección opuesta. Algunos se tambalean como si estuvieran borrachos y empieza a ser difícil avanzar.

Los esclavos gritan:

–           ¡Paso al noble tribuno Marco Aurelio Petronio!

Alexandra va notando a través de las cortinas como aumentan los transeúntes y en su corazón se alterna la esperanza y el miedo.

El mismo Secundino que al principio no receló nada, comienza a alarmarse, pues hay en todo aquello algo muy extraño.

Se dificulta cada vez más el paso de la litera. La multitud prácticamente la ha rodeado hasta el punto que Secundino se ve obligado a ordenar a los esclavos que rechacen a golpes a toda esa gente…

De pronto se oye un grito entre los que encabezan la comitiva y en un instante se apagaron todas las luces.

Y alrededor de la litera se produjo un movimiento de empuje, un tumulto, una lucha. Secundino comprende al punto que es un ataque y se llenó de miedo.

Todos saben que el César con una turba de servidores, acostumbra dar asaltos por sorpresa por pura diversión y quién sea que resulte responsable por defenderse, tiene pena de muerte aunque fuese senador.

En tales casos los guardias cuyo deber es velar por el orden en la ciudad, fingen ser sordos y ciegos.

El tumulto sigue alrededor de la litera.

Secundino trata de proteger a Alexandra, huyendo con ella y dejando a los demás entregados a su suerte.

Cuando la tomó en sus brazos en medio de la oscuridad, ella gritó:

–           ¡Bernabé! ¡Bernabé!

La joven viste de blanco y es fácil distinguirla.

Secundino acababa de cubrirla con su manto, cuando se sintió levantado por el cuello y luego se desplomó como si lo hubiese herido un rayo. Los esclavos en su mayor parte están derribados por el suelo, han escapado o se mantienen pegados a las murallas. En el lugar, solo ha quedado la litera completamente destrozada desde la primera embestida. Bernabé se llevó a Alexandra y sus camaradas le siguieron dispersándose gradualmente en el camino.

Más tarde…

Los esclavos llegan a la casa de Marco Aurelio con el cuerpo de Secundino. Se detienen a la entrada de la domus…  Deben dar cuenta a su amo de lo que sucedió.

–           Que lo declare Lucio, -dijeron en voz baja algunos- la sangre brota de su rostro, tanto como del nuestro y el amo lo quiere. Lucio corre menos peligro que cualquiera de nosotros.

Lucio, un antiguo esclavo galo que había criado a Marco Aurelio y había sido heredado a éste por su madre, dijo:

–           Yo se lo diré. Pero venid todos conmigo. No caiga solo sobre mi cabeza, la cólera del amo.

Mientras tanto en el triclinium, Marco Aurelio está ya completamente impaciente:

–      ¡Ya debían estar aquí! ¿Por qué no llegan?

De pronto se oyeron pasos en la entrada. Los esclavos se precipitaron al atrium y se detuvieron bruscamente. Levantaron los brazos, lamentándose.

Marco Aurelio corrió hacia ellos:

–           ¿Dónde está Alexandra? –preguntó con voz alterada.

Entonces Lucio se adelantó con el rostro ensangrentado y exclamó lastimero:

–          ¡Ved nuestra sangre señor! ¡Hemos luchado! ¡Algunos han muerto! ¡Luchamos por ella! ¡Ved nuestra sangre!

Pero no dijo más porque Marco Aurelio cogió una estatuilla de bronce y con un golpe, destrozó el cráneo del esclavo.

Luego se tomó con ambas manos la cabeza y se mesó los cabellos con desesperación. Se le puso cárdeno el rostro y ordenó que azotaran a los esclavos. Y en aquella casa engalanada para una fiesta, solo se escucharon los alaridos de dolor y el chasquido de los azotes. Pero los gemidos de los esclavos no calmaron ni su dolor, ni su cólera. Reunió a otro grupo de siervos y salió a buscar a Alexandra, en una pesquisa sin éxito. A su regreso ordenó que se llevaran el cadáver de Lucio, que nadie se había atrevido a tocar.

A los esclavos de cuyas manos Alexandra fue arrebatada, los envió a las prisiones rurales, castigo más terrible que la muerte. Luego se desplomó sobre una poltrona y se puso a planear los medios para encontrar y recuperar a Alexandra. Perderla, renunciar a ella, no verla nunca más… Le pareció imposible porque ya no podía vivir sin ella.  Estos pensamientos lo envolvieron en un loco frenesí. Por primera vez en su vida, la voluntad imperiosa del joven guerrero, encontraba la resistencia inquebrantable de otra voluntad. Y no podía comprender qué había sucedido, que lo hacía sentir tan impotente y hasta cierto punto derrotado, al ver tan contrariados sus deseos en lo que más había anhelado jamás.

Marco Aurelio habría preferido ver hundirse el mundo entero en ruinas, antes que ver fallidos sus propósitos. La copa de la felicidad le había sido arrebatada casi de los labios. Lo que le había ocurrido era algo tan inaudito, que además clama la más terrible de las venganzas.

Por momentos sentía una irritación tan grande contra la joven, que casi se aproximaba a la locura y sentía deseos de destruirla. Pero luego le atormentaba el ansia de volver a verla, de perderse en sus ojos. Y se sentía dispuesto a rendirse a sus pies y darle lo que ella le pidiera con tal de que volviese a su lado. Recordaba sus besos embriagadores…

Y finalmente lloró como un niño, al ver su sueño destruido.

Luego mil ideas descabelladas cruzaron por su mente: Tal vez Publio era el responsable de raptar a Alexandra y en todo caso. Él debía saber dónde encontrarla. Y se levantó bruscamente, dispuesto a ir a la casa de Publio. Pero un nuevo pensamiento le paralizó y le llenó de pavor: ¿Y si había sido el mismo César, quién se había apoderado de ella?… Todo mundo sabe que Nerón para disipar el tedio, hace incursiones nocturnas. Y en esos ataques se apodera de mujeres y las mantea en la capa de un soldado hasta que se desmayan.

El propio Nerón llama a estas expediciones ‘caza de perlas’ porque se han dado casos en que ha sido una verdadera perla de belleza y juventud. Entonces la rapta y la ‘perla’ es enviada a una de las casas de campo, donde se divierte con ellas. Y cuando se cansa, la cede a sus íntimos. ¿Y si fue esto lo que sucedió en el caso de Alexandra?… El César la miró en la fiesta y Marco Aurelio no tuvo la menor duda de que se dio cuenta, de que es infinitamente más hermosa que la misma Popea.

Petronio dice que Nerón es un cobarde para obrar abiertamente y comete sus crímenes en forma clandestina. ¿Y si no fue  el César? Entonces ¿Quién ha tenido el atrevimiento?… ¿Habrá sido el gigante de ojos azules que tuvo la osadía de sacarla del triclinium imperial y se la llevó de la fiesta en sus brazos?

¡NO! ¡Es imposible que un esclavo se atreva a tanto! El único capaz es el propio César. Si esto es lo que sucedió, Alexandra está perdida para él. Podría recuperarla de cualquiera, pero del César, ¡No! ¡Imposible!

La imaginación le presentó a Alexandra en brazos de Nerón…

Y por primera vez entendió que hay pensamientos imposibles de soportar dentro de la resistencia humana.

Y entonces comprendió en toda su plenitud, la magnitud y la intensidad de su amor por ella. Y recordó todas las escenas desde que la viera por primera vez, cada una de sus palabras, sus gestos, sus ademanes. La contempló en la fuente, en la fiesta. Volvió a sentir su calor, su perfume. La delicia de los besos que le diera en sus labios inocentes. Y le pareció cien veces más dulce, más hermosa, más deseable que nunca. Era la única mujer en todo el Universo. La elegida entre todos los mortales y las divinidades. Para él no existe nadie más que ella. La tiene metida en su mente, en su corazón, en su sangre y corre por todas las venas de su cuerpo. Alexandra es su vida, su todo, el único tesoro que desea poseer. Nada le importa más que ella.

El solo pensamiento de que Nerón pudiera poseerla, le hace sentir la muerte. No puede soportarlo, ¡NO! Por un momento teme volverse loco de dolor. Ya no puede vivir sin ella. Y un sentimiento de venganza se apoderó de él. Decidió ir al palacio y hablar con Actea. Y ordenó que tengan listo su Cisio.

Cuando llegó al arco de la entrada, el centurión lo recibió con una amable sonrisa.

–          Salve, noble tribuno. Si deseas presentar tus homenajes al César, no has venido en momento propicio. Es imposible que te sea permitido verle ahora.

Marco Aurelio preguntó sorprendido:

–           ¿Qué ha sucedido?

–          La Infanta Augusta enfermó repentinamente ayer. El César y la Augusta Popea, la están atendiendo, junto con los mejores médicos de la ciudad.

Ese es un suceso importante. Cuando nació esa hija, el César estaba loco de alegría.

Ama a esa niña con un amor sin límites. Y por esto, para Popea la niña le es doblemente preciosa, porque afirma su posición y aumenta su influencia sobre el emperador.

Marco Aurelio le contestó:

–           Solo deseo ver a Actea.

El centurión le hizo el saludo militar y le franqueó el paso.   Y entró al palacio.

Pero Actea estaba ocupada también cerca de la Infanta y Marco Aurelio tuvo que esperarla. Cuando regresó, la palidez de su rostro se intensificó al ver al tribuno.

–           ¡Actea! –Exclamó Marco Aurelio, tomándola de la mano- ¿Dónde está Alexandra?

–           Yo iba a preguntarte lo mismo.-contestó ella, mirándolo de frente y con una expresión de reproche.

Pero aun cuando Marco Aurelio se prometió a sí mismo conservar la calma, dijo con el rostro descompuesto por el dolor y la cólera:

–           ¡Me fue arrebatada en el camino a mi casa! ¡Oh, Actea! Si no deseas ser causante de infortunios que tú ni siquiera puedes imaginar, dime la verdad ¿Se apoderó de ella el César?

Actea contestó con firmeza:

–           El César no ha salido de Palacio.

–           Por la sombra de tu madre. Por todos los dioses, dime ¿Entonces Alexandra no está en el palacio?

–           Por la sombra de mi madre, Marco Aurelio; yo te lo aseguro que ella no está en el palacio y que no ha sido el César quién te la ha interceptado. La Infanta augusta está enferma desde ayer y Nerón no se ha movido de su cuna.

Marco Aurelio suspiró aliviado, esa amenaza desapareció. Se sentó en el banco y dijo con los puños apretados:

–           ¡Ah! Entonces ha sido Publio, el raptor. ¡Ay, de él!

–          Publio Quintiliano, estuvo aquí esta mañana y preguntó por Alexandra a Epafrodito y a otros sirvientes del César. Les dijo que regresaría para verme, porque yo estaba ocupada y no pude atenderlo.

Marco Aurelio ´levantó los puños y dijo con ira:

–           Desea alejar de sí las sospechas. Si no supiera lo que ha sucedido, habría ido a buscar a Alexandra a mi casa.

–           Dejó escritas unas palabras en una tablilla. Por ellas te darás cuenta que sabía que Alexandra había sido sacada de su casa por el César, a petición tuya y de Petronio. El esperaba que te la enviaran y esta mañana estuvo en tu casa, donde le participaron lo ocurrido.

Y le mostró a Marco Aurelio la tablilla que le dejara el general.

El tribuno leyó y guardó silencio. Actea adivinó los pensamientos que se ocultaban bajo su tétrico semblante y le dijo:

–           No, Marco Aurelio. Lo sucedido se ha verificado por voluntad de la misma Alexandra.

Marco Aurelio exclamó atónito:

–           ¡Entonces tú sabías que se proponía huir!

Actea le contestó un tanto severa y pausando las palabras:

–           Yo sabía que ella no sería nunca tu concubina.

–           ¿Y tú? ¿Qué fuiste tú durante toda tu vida?

Actea respiró profundo y contestó con serenidad:

–           Yo… Fui ante todo, una esclava.

Pero no por esto se calmó la cólera de Marco Aurelio. El César le había dado a Alexandra. La buscaría, la encontraría y dispondría de ella a su antojo. ¡Así lo haría en verdad! Ella sería su concubina. Se fue exaltando más y más.

Y Actea comprendió que eran su dolor y su ira las que en realidad hablaban. Pudo haber sentido compasión hacia él; pero le agotaron la paciencia los arranques del joven y le preguntó:

–           ¿A qué debo el honor de tu visita?

Marco Aurelio contestó:

–           Pensé que tú me podrías dar algunas respuestas. Alexandra al emprender la fuga se está oponiendo a la voluntad del César y voy a solicitar una orden para buscarla por todo el imperio, si es necesario. Petronio apoyará esta petición y el registro comenzará hoy mismo. Así tenga que hacer uso de todas las legiones, la encontraré dondequiera que se haya ocultado.

Actea le advirtió:

–           Ten cuidado. No vaya a suceder que la pierdas para siempre, por disposición del César, desde el momento en que la encuentres.

Marco Aurelio frunció el ceño:

–           ¿Qué quieres decir?

–           Escúchame Marco. Ayer Alexandra y yo estábamos en los jardines de Palacio. Allí encontramos a Popea con la Infanta Augusta que era conducida por una africana. Por la tarde se enfermó la niña y Coralia la nutriz sostiene que ha sido víctima de un hechizo y que la mujer extranjera con la que Popea habló, fue la causante del maleficio. Si la niña mejora, esto quedará olvidado. Pero en caso contrario, Popea será la primera en acusar a Alexandra de hechicería. Y dondequiera que la encuentre, no habrá salvación para ella.

Después de un momento de silencio en el cual Marco Aurelio asimila lo que Actea le ha dicho, exclamó:

–           Pero quién sabe si sea verdad que ha hechizado a la niña ¡Si me ha hechizado a mí!

–           Coralia repite que la niña empezó a llorar desde el momento que pasó frente a nosotras. Y realmente eso es lo que sucedió. Lo cierto es que ya estaba enferma cuando la sacaron a los jardines. Marco, puedes buscar a Alexandra donde y cuando te plazca. Pero hasta que no haya recuperado la salud la Infanta Augusta no hables de tu amada al César, si no quieres atraer sobre ella la venganza de Popea. Alexandra ha derramado bastantes lágrimas por causa tuya. Quiera Dios conservar su pobre cabeza, pues su vida pende de un hilo.

–           Tú la amas Actea. ¿Verdad? –preguntó Marco Aurelio con acento melancólico.

–           Sí. La amo. Es una criatura fácil de amar. –contestó Actea.

Y las lágrimas asomaron a sus ojos.

–           A ti no te ha correspondido con odio, como a mí.-dijo Marco Aurelio suspirando.

Actea lo miró con duda, antes de exclamar:

–           ¡Hombre necio, apasionado y ciego!…  ¡Ella te amaba!

Marco Aurelio dio un salto.

–           ¡No es cierto! –gritó con dolor- ¡Ella me aborrece!… ¿Por qué dices eso? ¿Acaso ella te confesó sus sentimientos con tan solo un día de conocerla? Y además ¿Qué clase de amor es ese qué prefiere la vida errante, los infortunios, la pobreza, la incertidumbre del mañana y hasta una muerte ignominiosa quizá… a todo lo que yo le ofrecí?…

Y continuó con un borbotón de frases apasionadas que reflejan toda impotencia de sus más caros e íntimos deseos:

Toda su persona la anhelaba. La esperaba con una casa engalanada para recibirla, él que deseaba servirla y la adora como a una diosa. Él, que estaba dispuesto a ser su esclavo si era preciso. Él, que era un amante apasionado que la esperaba con una fiesta… Mejor para él no darle crédito a lo que dice, porque está a punto de enloquecer. No habría cambiado a esa joven por todos los tesoros del César y ella había huido de él.

¿Qué clase de amor es ése que tiene al alcance la felicidad y busca el dolor? ¿Quién podría comprenderlo? Si no fuera por la esperanza que aún abriga de poder encontrarla, ya se habría arrojado sobre su espada.

Y concluye desesperado:

–          El amor rinde, no hace huir. Es verdad que en la casa de Publio hubo momentos prometedores de una felicidad increíblemente cercana; pero ahora estoy convencido de que ella me odiaba entonces, me odia ahora y morirá con el corazón impregnado de odio hacia mí.

Actea, que normalmente es apacible y tímida; al escucharlo exclamó con gran indignación:

–           ¡Cómo te atreves a hablar así! ¿Cómo trataste de conquistar a Alexandra? En vez de inclinarte ante Publio y Fabiola para obtenerla de su mano y convertirla en tu esposa; la arrancaste de sus padres adoptivos, valiéndote de la estratagema de un rufián. Tú no deseaste una esposa, sino una concubina. La humillaste. A la hija adoptiva de una casa honrada.

A la hija de un rey; la trajiste a esta morada de crimen y de infamia. Todavía más: La profanaste haciendo pasar ante sus ojos inocentes, el espectáculo de una fiesta vergonzosa. Y te comportaste con ella, como si fuese una libertina. ¿Acaso olvidaste cómo era la casa de Publio y de Fabiola? ¿No sabías cómo la educaron?…

¿No tienes el suficiente criterio para comprender que hay mujeres distintas a Lucrecia, a Leticia y a Julia Mesalina; a Popea y a todas las demás que acostumbran asistir a las orgías de este palacio? ¿Acaso no te percataste con solo mirarla, de que Alexandra es una pudorosa doncella, que prefiere la muerte a la deshonra? ¿Cómo sabes qué clase de Dios adora ella y si no es más puro y mejor que los que adoran las depravadas mujeres de Roma? ¡NO! ¡Ella no me hizo ninguna confesión de amor actual! Pero sí me dijo que era a ti a quién pensaba recurrir en busca de auxilio y que esperaba de ti que le obtuvieras el permiso para regresar a la casa de Publio.

Y Alexandra al expresarlo, se ruborizó como una virgen que ama y  confía. En el corazón de ella, había latidos consagrados a ti. Pero tú en cambio, la aterrorizaste y la ofendiste. ¡La indignaste tanto!… Bien puedes buscarla ahora, con la ayuda de los soldados del César, pero debes saber que si llega a morir la hija de Popea, las sospechas recaerán sobre Alexandra, cuya destrucción es inevitable.

Marco Aurelio miró asombrado a Actea.

La siempre dulce y apacible Actea le ha hablado con imperial enojo, le ha soltado todas sus verdades y parece una emperatriz más temible que la misma Popea.

La emoción de saberse amado por Alexandra le cayó como un rayo, en medio de su rabia y su dolor. ¡Amado por Alexandra! Saber esto le conmovió todas las fibras de su ser. La recordó con su rostro ruborizado y sus ojos radiantes. Y le pareció que fue cuando ella empezó a amarlo. Y esa sola idea fue como una fresca brisa que le invadió de felicidad. De una felicidad mayor de la que nunca había experimentado y ansiado, hasta ese momento. Pensó que la habría podido conquistar gradualmente, sabiendo que su amor era correspondido. Ella hubiera sido su esposa y hubiera sido suya para siempre. ¿Por qué no lo había hecho así? Al principio lo había pensado y estaba dispuesto a hacerlo…

Pero ella había huido y acaso fuera imposible encontrarla. Y si lo hace, con ello causará su muerte. Y ahora, ni ella, ni Publio, ni Fabiola, le brindarán una acogida favorable…

Entonces su cólera se volvió contra Petronio. Él era el culpable de todo. De no haber sido por él y por haber escuchado sus consejos, Alexandra no se hubiera visto obligada a la fuga. Ella ya hubiera sido su esposa y ningún peligro amenazaría su vida. Pero ahora ya es demasiado tarde y ya nada tiene remedio. Es demasiado tarde…

–           ¡Demasiado tarde! –repitió en voz alta. Y al decir esto sintió que un abismo se abrió a sus pies.

Actea, como un eco repitió:

–           ¡Demasiado tarde!

Y esta frase le sonó a Marco Aurelio como una sentencia de muerte. 

En eso entró en el atrium Fabiola.

Y Marco Aurelio se encontró frente a frente, con su rostro triste. Había venido para tener noticias de Alexandra. Al verlo, palideció y le dijo serena:

–           ¡Qué Dios te perdone Marco Aurelio, el daño que nos has hecho a nosotros y a Alexandra! Y que te lleve a la Luz.

Él se mantuvo de pie con la cabeza inclinada, abrumado por un sentimiento de culpa y de infortunio. Se envolvió en su toga y salió de allí totalmente desconcertado y confundido. Avanzó por las inmensas galerías sumido en tormentosos pensamientos.

Ya no sabe cómo proceder. Por dónde empezar. Qué procedimiento seguir para remediar un mal que no tiene remedio. ¿Adónde acogerse? Una sola idea está fija en su mente: “O busca y encuentra a Alexandra. O algo funesto va a sucederle a él.” Sin comprender todavía lo que Dios debe o puede perdonarle. A su juicio, Fabiola no tiene razón para hablar de perdón. Debía clamar por venganza.

En el patio, en la galería; se ve una multitud de patricios y senadores pidiendo informes acerca de la salud de la infanta, para mostrarse en el Palatino y dar testimonio de su solicitud. Algunos notaron que viene del interior del palacio y le preguntan por la ‘divinidad’. Pero él apresura el paso sin contestar a nadie.

Hasta que Petronio, que viene con el mismo propósito, casi se estrelló con el pecho de Marco Aurelio al detenerlo.

A Petronio le salvó el que el joven viniese tan trastornado al separarse de Actea. Se siente tan deprimido y exhausto que hasta su ira se esfumó. Empujó a Petronio a un lado e intentó seguir su camino.

Pero el dramaturgo lo detuvo casi por la fuerza y preguntó:

–           ¿Cómo está la divina Infanta?

Marco Aurelio se irritó violentamente y contestó muy indignado:

–           ¡Qué los hados se la traguen a ella y a toda esta casa!

–          ¡Silencio, desgraciado! –exclamó Petronio mirando asustado a su alrededor y deseando que nadie hubiese oído. Y tomándolo del brazo para alejarlo, agregó precipitadamente: -Si quieres saber de Alexandra, ven conmigo. Aquí no te diré nada.

Le pasó el brazo por la espalda del joven tribuno. Le llevó afuera del palacio lo más rápido que pudo. En realidad no tenía noticias que darle. Pero a pesar de su disgusto, ama a su sobrino y se siente responsable por todo lo que ha  ocurrido.

Cuando entraron a la litera le dijo:

–           He ordenado a mis esclavos que vigilen todas las puertas de la ciudad. Si Publio y Fabiola intentan ocultarla, también he tomado mis providencias y pronto sabremos en donde está. Y empezaremos a buscarla hoy mismo por toda Roma.

Marco Aurelio le dijo muy deprimido:

–           Publio no sabe en dónde está.

–           ¿Cómo lo sabes?

–           He visto a Fabiola. Ella también la busca.

Petronio exhaló profundamente y contestó:

–          Ha sido una suerte para ti que el César no te la quitara. Estoy al tanto de todos los secretos del palacio.

Pero Marco Aurelio soltó un torrente de quejas, más doloridas que enconadas. Y con su voz quebrantada le refirió a Petronio su conversación con Actea, notificándole los nuevos peligros que amenazan a Alexandra. Peligros tan terribles que va a ser necesario ocultarla a todas las pesquisas de Popea, en el caso de que la encuentren. Él ya no puede vivir sin ella. Luego hizo a Petronio amargos reproches por los consejos que le había dado. De no ser por él, todo sería muy diferente. A medida que le fue relatando, ya no pudo contenerse y lloró amargamente de dolor y de cólera.

Petronio está atónito. Él jamás hubiera imaginado que Marco Aurelio estuviera enamorado hasta ese grado de desesperación. Y ve las lágrimas del valiente soldado con admiración y cierta envidia.

Cuando llegaron a la casa, el mayordomo les dijo que los esclavos enviados a las puertas no habían regresado y se les había enviado alimentos para que permanezcan vigilantes.

Petronio se volvió hacia su sobrino:

–           ¿Ya lo ves? Están en Roma. Los encontraremos. Pero es necesario que órdenes a tu gente, que también ellos vigilen. Envía los mismos esclavos que fueron a buscarla antes, porque la reconocerán más fácilmente.

Marco Aurelio suspira con desaliento, pero contesta:

–           Revocaré las órdenes que di, de enviarlos a las prisiones rurales y los enviaré a las puertas.

Escribió sobre una tablilla y Petronio la envió al punto, a la casa de Marco Aurelio. Luego pasaron al pórtico interior, se sentaron en una banca y empezaron a conversar. Aurora, la de los cabellos dorados; les escanció sendas copas de vino de unas jarras que son unas primorosas obras de arte.

Petronio preguntó:

–           ¿Hay entre tus siervos alguno que conozca a ese gigantesco parto?

Marco Aurelio contestó:

–          Secundino y Lucio lo conocían. Pero Secundino cayó al pie de la litera y a Lucio lo maté yo.

–           Lo siento. Lucio como a ti, también me llevó a mí en los brazos.

–          Pensaba manumitirlo… Pero ya no hablemos de él. Mejor dime como hallaremos a Alexandra. Roma es…

–           Por supuesto que no será fácil y tal vez tardemos un poco. Pero lo seguro es que la encontraremos. Tú acabas de acusarme de haberte aconsejado el procedimiento. Pero éste en sí era bueno. Solo fue malo cuando se arruinó. Tú oíste decir al mismo Publio que pensaba retirarse a Sicilia con todos los suyos. Y en ese caso la joven también estaría lejos de ti.

–           Yo los habría seguido y ella estaría fuera de peligro. Pero ahora, si esa niña muere, Popea creerá que ha sido culpa de Alexandra.

–           Cierto. Y eso me alarma a mí también. –Petronio reflexionó unos momentos y agregó- se dice que Popea sigue la religión de los judíos y cree en espíritus malignos. El César es supersticioso. Si hacemos correr el rumor de que los espíritus arrebataron a Alexandra, esa noticia será creída. Especialmente porque ni César, ni Publio la han interceptado. Su fuga ha sido realmente misteriosa. Ese parto no pudo haberla efectuado solo y ¿Cómo puede un esclavo reunir tantos cooperadores en un solo día?

–           Los esclavos se auxilian mutuamente en Roma.

–           Sí, pero algunos pagan eso con la vida. Es verdad que se ayudan recíprocamente, pero no unos contra otros. Y en este caso sabían que la responsabilidad y el castigo caerían sobre los suyos. Por eso es muy improbable que haya sucedido así.

Después de reflexionar un momento, Marco Aurelio preguntó:

–           Bernabé no pudo hacerlo solo. Entonces ¿Quién lo ayudó?

Petronio contestó:

–           Sus correligionarios.

–           ¿Quiénes son?

–           ¿Cuál es la deidad que ella adora?

–           No lo sé.

–           Habrá que averiguarlo…  

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

19.- ATRAPADA…

Nadie intentó detener a Bernabé. Los sirvientes y los soldados que lo vieron pasar con Alexandra semidesmayada en los brazos creyeron que se trataba de un esclavo que lleva a su ama embriagada.

Además, la presencia de Actea fue suficiente para abrirles el paso. Y así se fueron desde el triclinium, a lo largo de una serie de salas y galerías interiores hasta llegar a las habitaciones de Actea.

Después que recorrieron la columnata, entraron por un pórtico lateral que daba a los jardines imperiales. El aire fresco de la mañana despertó a Alexandra. La aurora pinta el cielo con resplandecientes y cambiantes colores, que se reflejan en las copas de los pinos y los cipreses, a los primeros albores de la mañana.

Esa parte del conjunto de edificios que conforman el Palatino; está casi vacía y solo llegan apagados los últimos sonidos de la fiesta que ya agoniza.

A Alexandra le parece que ha sido rescatada del Infierno y al mirar en aquel hermoso lugar el firmamento, la espléndida aurora, la luz, la paz, el silencio, el sonido de la naturaleza que despierta; llorando busca refugio en los brazos del gigante.

Y exclama entre sollozos:

–           ¡Vámonos a la casa de Publio, Bernabé! ¡Vámonos!

Bernabé contestó:

–           Sí. Nos iremos.

Pero Actea movió la cabeza negando y a su señal, Bernabé depositó a Alexandra sobre una banca de mármol, a corta distancia de la fuente.

Actea se esfuerza por tranquilizarla. Le asegura que por el momento no hay ningún peligro, pues todos están tan embriagados, que dormirán hasta muy tarde.

Alexandra insiste como una niña.

–           Debemos regresar a nuestra casa, Bernabé. ¡Vámonos!

Actea dijo entonces:

–          A nadie le está permitido huir de la casa de Nerón. Quién lo intente ofende la majestad el César. Es verdad, podrían irse. Pero en la tarde un centurión con una partida de soldados, sería portador de una sentencia de muerte para toda la familia de Publio Quintiliano. Traerán nuevamente al palacio al rehén y para entonces no tendrás ninguna salvación. Si Publio y su esposa te reciben les llevarás la muerte.

Alexandra dejó caer los brazos con desaliento: ¡Está atrapada! Debe escoger entre su ruina y la ruina de Publio.

Al saber que Marco Aurelio y Petronio han sido los responsables de su situación, ya no hay solución posible. Solo un milagro puede salvarla del abismo de la degradación: un milagro y el poder de Dios.

Alexandra dijo con angustia:

–           Actea. ¿Oíste cuando dijo Marco Aurelio que el César me había destinado para él y que mandaría por mí esta misma tarde, a unos esclavos suyos para que me lleven a su casa?

Actea contestó lacónica:

–           Sí. En la casa del César no estarás más segura que en la de Marco Aurelio.

Y siguió un silencio más que expresivo.

Alexandra lo comprendió.

Actea le dijo sin palabras: “Resígnate a tu suerte. Eres un rehén de Roma. Tendrás que ser la concubina de Marco Aurelio.”

La joven que todavía siente en sus labios, los besos ardientes del oficial, se ruborizó de vergüenza al recordar la afrenta…

Y exclamó con ímpetu incontenible:

–           ¡Jamás!…  No permaneceré aquí. Ni en la casa de  Marco Aurelio… ¡Jamás!

Actea la miró atónita y preguntó con una gran sorpresa en voz:

–           Pero ¿Entonces tú aborreces a Marco Aurelio?

A Alexandra le fue imposible contestar.

Sintió su corazón hecho pedazos por la desilusión, por el dolor y su llanto brotó incontenible.

Actea la abrazó tratando de consolarla.

Bernabé aprieta los puños, conteniéndose a duras penas.

Actea, que sigue confortando a Alexandra con sus caricias maternales, le pregunta:

–           ¿Tan odioso te es Marco Aurelio?

Alexandra murmura entre sollozos:

–           No es odio. Yo le amaba.

–           Nuestra doctrina, tampoco permite matar.

–           Lo sé.

–          Entonces ¿Cómo puedes querer que la venganza del César, caiga sobre la casa de Publio Quintiliano?

Sigue un largo silencio…

Por primera vez en mucho tiempo, Alexandra siente la dolorosa amargura de la esclavitud.

Actea continúa:

–          Desde que era niña he vivido en esta casa y sé perfectamente lo que es la cólera del César. ¡NO! Tú no estás en libertad para huir de aquí. Lo único que te queda es recordar que solo eres una cautiva. E implorar de Marco Aurelio que te regrese a la casa de Publio.

Pero Alexandra la tomó de la mano y suplicó:

–           Acompáñame a orar.

Y se puso de rodillas implorando al Altísimo Señor del Universo.

Actea y Bernabé hicieron lo mismo.

Y los tres dirigieron sus plegarias al Cielo, en la casa del César, al amanecer.

El sol asoma con sus primeros rayos, iluminando las tres figuras que imploran la protección del Altísimo, en aquella mansión saturada de infamia y de crimen.

Oraron con fervor y al fin, cuando Alexandra se levantó; hay en su rostro una expresión de paz y de esperanza.

Bernabé se levantó también y esperó las órdenes de su ama.

Alexandra exclamó decidida:

–         Que Dios bendiga a Publio y a Fabiola. No me está permitido llevarles la ruina a su casa y por lo tanto, no volveré a verlos nunca más.

Publio no sabrá dónde estaría ella. Nadie lo sabrá; porque va a fugarse cuando se efectúe el traslado y esté en camino hacia la casa de Marco Aurelio.

Él le dijo cuando estaba ebrio que mandaría a sus esclavos a buscarla en la tarde. Nunca hubiera hecho semejante confesión, si hubiera estado sobrio…

Entonces se volvió hacia Bernabé:

–           Por favor avísale al obispo Acacio. Y espera su consejo y su ayuda. Debes estar pendiente de mi traslado, para que organices mi rescate.

Bernabé exclamó con energía:

–           Voy inmediatamente. Por si tardamos demasiado en venir por ti y nos alcanza la noche, por favor vístete de blanco. No te preocupes por nada. Todo saldrá bien.

La realización de este plan, le devolvió la sonrisa y los colores al rostro de Alexandra. Y en un impulso, abrazó a actea diciéndole:

–           Tú no me denunciarás. ¿Verdad Actea?

Actea negó con la cabeza y admiró su increíble intrepidez. Luego confirmó apoyándola:

–          No lo haré. Te lo prometo. Pero ruega a Dios que dé a Bernabé las fuerzas, para poder arrancarte de tus conductores.

Bernabé está feliz y Actea sorprendida. El plan es perfecto.

Al efectuar la fuga en estas circunstancias. El César acaso ni siquiera se moleste en ayudar a Marco Aurelio a perseguirla. Y su huida ya no será crimen de lesa majestad, puesto que ya es propiedad de Marco Aurelio y no del César.

Bernabé se inclinó y dijo:

–           Voy ahora mismo a la casa del santo obispo. –y salió rápido a cumplir el encargo.

Alexandra siente un inmenso dolor por perder a sus seres queridos. Lamenta mucho no poder regresar a su hogar, donde siempre se sintió protegida y amada. Pero piensa que ha llegado el momento de poner en práctica las enseñanzas más difíciles que ha recibido: tiene que sacrificar las comodidades y el bienestar, por el culto a la verdad. Va a empezar una vida errante, pero esa es su prueba de Fe. Creer o no creer. ¿Confía o no confía en Jesucristo?

Decidió confiarle todo su futuro y de allí en adelante, Él Mismo guiará sus pasos. Ella solo será una hija fiel y sumisa a su divina Voluntad.

Y si la esperan los sufrimientos, le ruega a Dios aprender a amarlos y soportarlos, por amor a Él. Todo lo que Él disponga, lo aceptará con amor. Ella cree en la Vida Eterna y sabe que en el Cielo recuperará a sus seres queridos. Él se lo prometió cuando oró. Y ella le creyó. Ella es cristiana y ha llegado el momento de rendir el Verdadero Culto al Dios que ama sobre todas las cosas.

En su corazón se mezcla la alegría, el dolor y el miedo a lo desconocido…  Pero éste último, se desvanece al recordar que Jesús está con ella y cuenta con su protección y la de su Madre Santísima. Ahora es el momento de emprender el camino… Pero…

¿A dónde?

Eso qué importa. Dios lo sabe y es más que suficiente, porque ha puesto su confianza en Él. Volvió a sentirse feliz, segura y protegida. Y todo esto se trasluce en su bello semblante.

Sabe que emprende una aventura que puede tener un desenlace fatal, para huir del amor del apuesto tribuno del que se ha enamorado, pero ¿Y qué? Ama a Marco Aurelio que es un traidor y un mentiroso. Pero ama más a su Dios Uno y Trino y ÉL, le ayudará a sanar su corazón. Esto no es un juego.

La Verdad es Dios. Todo lo demás es vanidad, falsedad y espejismo. Marco Aurelio le ofrece un futuro lleno de vergüenza, de mentira y de dolor como el de Actea… ¿Qué es el Palacio del César? Una cloaca de vicios y degradación. Nunca había sentido tanto asco, como el que sintió la noche anterior. ¿Para qué sirven tanto lujo, riquezas y fastuosidad? Volvió a recordar a Marco Aurelio y la fascinación que ejerció en ella… Y lágrimas de dolor, de vergüenza, de humillación y desilusión bañaron sus mejillas, con un llanto ardiente y silencioso.

Pero también son lágrimas de agradecimiento. Ella es una verdadera princesa. Y  una princesa celestial. Y con su oportuna intervención, Bernabé la ha salvado de ser únicamente una prostituta privilegiada.

Su destino está sellado. Ahora está segura del Amor de Dios que vela sobre ella. Y su resolución se fortalece. Decide enfrentar lo que venga. Su rostro radiante y su sonrisa llena de dulzura, le devuelven la belleza por la que Marco Aurelio se ha vuelto loco.

Actea es demasiado prudente y piensa con terror en lo que pueden traer las próximas horas. 

Pero no se atreve a descubrir a Alexandra sus temores y la invita a ir a sus habitaciones a tomar el reposo que es necesario, después de la desvelada anterior.

Alexandra acepta y llegan al cubículum que es muy amplio y está lujosamente amueblado. Allí se recuestan, cada una en su propio lecho.

Más a pesar del cansancio, Actea no puede conciliar el sueño.

Se vuelve hacia Alexandra para conversar sobre su próxima fuga y la ve apaciblemente dormida, como si no la amenazara ningún peligro. Y a través de la cortina, que no ha sido corrida por completo; llega un rayo de sol en cuya extensión titilan en el aire, unos átomos de polvo, suspendidos en el rayo de oro. A la luz de esos rayos contempla Actea el delicado rostro de la joven, que descansa apaciblemente con la respiración regular de quién duerme con un tranquilo sueño.

Y se dijo mentalmente:

–           ¡Ella es tan diferente de mí!

Al pensar en los peligros que la aguardan, siente una inmensa pena y el impulso de protegerla, pero ¿Cómo? Sin poder contenerse la besa suavemente en los cabellos.

Alexandra siguió durmiendo por largas horas.

Era más del mediodía cuando abrió sus ojos y distinguió en medio de la semioscuridad, la figura de la griega.

Y amodorrada, preguntó:

–           ¿Eres tú, Actea?

La griega contestó dulcemente:

–           Sí. Alexandra.

–           ¿Es muy tarde?

–           No. Pero son más de las doce.

–           ¿Bernabé no ha regresado?

–           No dijo que volvería, sino que permanecería al asecho de la litera.

–           Es verdad.

Abandonaron ambas el cubículum y se dirigieron al baño.

Después de arreglarse otra vez y ataviarse con otros vestidos, almorzaron y enseguida se dirigieron a los jardines del palacio, que se encuentran vacíos, puesto que el César y sus cortesanos todavía están durmiendo, después de la juerga de la noche anterior.

Esta vez, Alexandra pudo apreciar en todo su esplendor, los magníficos jardines. Hay enormes pinos, cipreses, robles, olivos y arrayanes. Muchas flores y una gran variedad de estatuas. Los estanques de aguas cristalinas, parecen espejos. Muchos rosales en plena floración son salpicados por las gotas de las fuentes. Hay grutas, arroyuelos y pequeñas cascadas, rodeados de exuberantes madreselvas, hiedras y vides. Cisnes, gacelas, venados, pavorreales blancos y de vistosos colores. También flamencos y aves exóticas de coloridos y riquísimos plumajes, vagan en total libertad. Bellísimos animales procedentes de todos los países conocidos de la tierra. Muchos esclavos están trabajando en el cuidado de los jardines: cantando, podando, arreglando y regando.

Las dos dieron un prolongado paseo, admirando aquella increíble belleza natural y decorada, que a cada paso les brinda alegría y motivos para alabar al Creador; por la sorpresa de tantos primores que se albergan ahí. Y nadie más que ellas dos pasean por aquel espléndido lugar.

Alexandra piensa que si el César fuera bueno, sería muy feliz viviendo en aquel palacio y rodeado de tanta belleza, en aquellos fantásticos jardines.

Cuando se sintieron un tanto fatigadas se sentaron en un banco de mármol que está  oculto casi por completo detrás de unos cipreses. Y volvieron a conversar sobre el proyecto de la fuga.

Actea está más que preocupada por el éxito de la empresa.

Todo lo contrario de Alexandra, que está convencida de que un milagro la va a salvar…

Actea no oculta su zozobra:

–          Pienso que es un plan insensato que va a ser imposible de realizar. Sería mucho más seguro intentar convencer a Marco Aurelio de que voluntariamente te regrese a la casa de Publio. Por el tiempo que tienes de conocerlo, ¿No crees que sería más probable que tú logres influir en su decisión y que se retracte de lo que ha hecho?

Alexandra niega moviendo con tristeza la cabeza:

–         No. En la casa de Publio, Marco Aurelio era muy distinto. Fue muy bueno y gentil. El hombre de ayer, es para mí un desconocido. Un sátiro protervo y  me causa pavor y prefiero huir hasta el fin del mundo, antes que caer en sus manos.

–           Pero en la casa de Publio, Marco Aurelio era para ti alguien muy especial. Hasta llegaste a amarlo. ¿No es así?

–           Lo fue y lo amo todavía. –esta última frase la musitó con voz casi inaudible- Pero este amor está condenado a morir. El hombre del que me enamoré no existe. –y Alexandra inclinó su rostro y cerró los ojos con dolor. Luego concluyó- No puedo amarlo. Ahora ya no.

–           Pero tú no eres una esclava. –La voz de Actea es reflexiva- Marco Aurelio podría casarse contigo. En tus venas corre sangre real. Tú eres un rehén y la hija del rey Vardanes I. Publio y Fabiola te aman como a su hija, ellos podrían adoptarte y así ya no habría ningún obstáculo legal para que fueras su esposa. Marco Aurelio y tú formarían una pareja y una familia muy respetable dentro de la sociedad romana.

Alexandra la miró con sus ojos angustiados y contestó con voz suave:

–           No. No me casaré con él. Prefiero huir hasta el fin del mundo.

–           Alexandra, por favor recapacita. Si tú quieres yo puedo ir a la casa de Marco Aurelio, hablo con él y le digo lo que acabo de decirte.

Pero ella contestó con dolor y firme determinación:

–           ¡No! Ya no quiero saber nada de él.

Y de sus ojos brota su corazón deshecho en el más amargo llanto.

El ruido de pasos que se aproximan interrumpe su conversación.

Y antes de que Actea pueda hacer ningún movimiento, sorpresivamente tuvieron frente a ellas a Popea Sabina con un pequeño séquito de esclavos.

Dos de ellos sostienen sobre su cabeza, varios haces de plumas de avestruz, sujetos con alambres dorados y con ellos abanican suavemente a la emperatriz y al mismo tiempo la protegen del sol de verano que se deja sentir con fuerza.

Delante de ella, una mujer africana negra como el ébano y con los senos turgentes y rebosantes de leche, lleva en sus brazos a una niña envuelta en un suave manto, púrpura con franjas de oro.

Actea y Alexandra se ponen de pié, creyendo que Popea seguirá adelante, sin fijarse en ellas, pero no fue así.

Popea Sabina se detuvo cuando las vio y se acercó hasta quedar frente a ellas. Luego dijo:

–           Actea, los cascabeles que enviaste a la niña no estaban bien asegurados. La niña cortó uno y se lo llevó a la boca. Afortunadamente Coralia pudo verla a tiempo.

–           Perdón, divinidad. –contesta Actea inclinando la cabeza y cruzando los brazos sobre el pecho.

Pero Popea mira detenidamente a Alexandra…

Y después de una larga pausa, preguntó con voz neutra:

–           ¿Quién es esta esclava?

–           No es una esclava, divina Augusta. Sino la hija adoptiva de Publio Quintiliano e hija de Vardanes I, rey de los partos y entregada a Roma como rehén.

–           ¿Y ha venido a visitarte?

–           No, Augusta. Desde anteayer vive en el palacio.

–           ¿Estuvo anoche en la fiesta?

–           Sí, Augusta.

–           ¿Por orden de quién?

–           Por mandato del César.

Al escuchar esto, Popea contempla entonces con más atención a Alexandra, quién se  mantiene de pié con la cabeza ligeramente inclinada, mirando a Popea con disimulada curiosidad y respeto en sus ojos brillantes.

De repente un ceño de contrariedad se dibuja en la frente de la emperatriz…  Celosa de su belleza y de su poder, vive en continua alerta por temor de que  alguna vez, una afortunada rival, pueda ser su perdición; tal y como ella misma lo había sido para Octavia. De allí que toda mujer hermosa que ve en el palacio, despierta en ella mortificantes suspicacias.

Con verdadero ojo crítico, abarcó de un solo golpe y en conjunto, el cuerpo escultural de la doncella y pudo aquilatar hasta el más mínimo detalle de sus exquisitas facciones; de sus ojos increíbles y de su bellísimo rostro. Este examen minucioso la hizo estremecer y se apoderó de ella un gran sobresalto. Su inteligencia reconoció el enorme peligro que representa esta beldad que la rebasa. Y por primera vez sintió miedo.

–           ¡Es más bella que Venus! –pensó. Y de pronto pasó por su mente una idea que no la había perturbado hasta entonces, en presencia de ninguna otra mujer bella: ¡Qué la edad empezaba a hacer estragos en ella!

Y entonces su vanidad herida palpitó con violencia.

En el alma de Popea, se fue materializando una creciente alarma y varias formas sucesivas de inquietud, cruzaron por su mente como relámpagos: ¿Acaso Nerón no había visto a esta joven ninfa? ¿A través de su esmeralda no había apreciado su portentosa belleza? Más… ¿Qué pasaría si el César contemplara en pleno día y a la luz del sol, semejante maravilla de mujer? Por otra parte no es una esclava. ¡Es una verdadera princesa real! ¡La hija de un rey! “¡Dioses inmortales, es tan hermosa como yo y mucho más joven!”  Con estas reflexiones se hizo más profundo el surco de su entrecejo. Y sus ojos brillaron con un frío fulgor de acero, bajo sus rubias pestañas.

Su voz se endureció al preguntar a Alexandra:

–           ¿Has hablado con el César?

Alexandra respondió gentil:

–           No, Augusta.

–           ¿Por qué prefieres quedarte aquí a seguir en la casa de Publio?

–           No lo prefiero, señora. Petronio indujo al César a que me sacara de su casa.   Mi  presencia aquí es contra mi voluntad.

–           Así que ha sido Petronio… ¿Y tú quisieras volver a la casa de Publio?

Y como Popea hizo esta pregunta en forma más benigna y suave, se despertó una esperanza en el corazón de Alexandra. Y extendiendo suplicante la mano, dijo:

–           Señora, el César ha prometido darme a Marco Aurelio como esclava. Más tú intercede por mí y regrésame a la casa de Publio.

Y con una sonrisa llena de inocencia, Popea repite:

–           ¿Entonces Petronio indujo al César a que te sacara de la casa de Publio y te diese a Marco Aurelio?

–           Precisamente señora. Marco Aurelio va a enviar hoy por mí. Por favor ten compasión y ayúdame a regresar a la casa de los Quintiliano.

Al decir esto se inclinó y tomando la orla del traje de Popea, esperó su respuesta con el corazón anhelante.

Popea la siguió contemplando por unos momentos que parecieron eternos…

Y después, con el semblante iluminado por una diabólica sonrisa, dijo al fin:

–           Entonces te prometo que hoy mismo serás la esclava de Marco Aurelio.

Y prosiguió su paseo soberbiamente fastuosa, como una poderosa deidad maligna. Las palabras de Popea siguieron resonando en el aire como una diabólica sentencia…

Y a los oídos de Alexandra y de Actea, que se habían quedado como estatuas, solo llegaron los gemidos de la niña, que comenzó a llorar de repente.  A Alexandra se le llenaron los ojos de lágrimas, pero respiró profundo, se dominó y tomando la mano de Actea, le dijo:

–           Volvamos. El auxilio ha de esperarse tan solo de Aquel que puede darlo.

Y regresaron al atrium, del cual no salieron hasta la tarde.

Actea reunió parte de sus joyas y las puso en una bolsa de fino paño que dio a Alexandra:

–           Por favor no rechaces este obsequio. Te servirán mucho en tu fuga.

Alexandra la abrazó. Y besándola en la mejilla le dijo:

–           Gracias.

Ya casi era de noche cuando se presentó Secundino, el liberto de Marco Aurelio, a quien había  visto una vez en la casa de Publio. El hombre anciano, pero todavía muy fuerte; hizo una profunda reverencia y dijo:

–           Divina Alexandra te saludo en nombre de Marco Aurelio Petronio, quien te espera en su casa con una fiesta preparada en tu honor.

La joven palideció y contestó:

–           Voy.

Y abrazando a Actea, se despidió de ella.

La griega, mentalmente oró:

“Ay Madrecita protégela, porque su futuro amenaza la más oscura tormenta”

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA