19.- ATRAPADA…19 min read

Nadie intentó detener a Bernabé. Los sirvientes y los soldados que lo vieron pasar con Alexandra semidesmayada en los brazos creyeron que se trataba de un esclavo que lleva a su ama embriagada.

Además, la presencia de Actea fue suficiente para abrirles el paso. Y así se fueron desde el triclinium, a lo largo de una serie de salas y galerías interiores hasta llegar a las habitaciones de Actea.

Después que recorrieron la columnata, entraron por un pórtico lateral que daba a los jardines imperiales. El aire fresco de la mañana despertó a Alexandra. La aurora pinta el cielo con resplandecientes y cambiantes colores, que se reflejan en las copas de los pinos y los cipreses, a los primeros albores de la mañana.

Esa parte del conjunto de edificios que conforman el Palatino; está casi vacía y solo llegan apagados los últimos sonidos de la fiesta que ya agoniza.

A Alexandra le parece que ha sido rescatada del Infierno y al mirar en aquel hermoso lugar el firmamento, la espléndida aurora, la luz, la paz, el silencio, el sonido de la naturaleza que despierta; llorando busca refugio en los brazos del gigante.

Y exclama entre sollozos:

–           ¡Vámonos a la casa de Publio, Bernabé! ¡Vámonos!

Bernabé contestó:

–           Sí. Nos iremos.

Pero Actea movió la cabeza negando y a su señal, Bernabé depositó a Alexandra sobre una banca de mármol, a corta distancia de la fuente.

Actea se esfuerza por tranquilizarla. Le asegura que por el momento no hay ningún peligro, pues todos están tan embriagados, que dormirán hasta muy tarde.

Alexandra insiste como una niña.

–           Debemos regresar a nuestra casa, Bernabé. ¡Vámonos!

Actea dijo entonces:

–          A nadie le está permitido huir de la casa de Nerón. Quién lo intente ofende la majestad el César. Es verdad, podrían irse. Pero en la tarde un centurión con una partida de soldados, sería portador de una sentencia de muerte para toda la familia de Publio Quintiliano. Traerán nuevamente al palacio al rehén y para entonces no tendrás ninguna salvación. Si Publio y su esposa te reciben les llevarás la muerte.

Alexandra dejó caer los brazos con desaliento: ¡Está atrapada! Debe escoger entre su ruina y la ruina de Publio.

Al saber que Marco Aurelio y Petronio han sido los responsables de su situación, ya no hay solución posible. Solo un milagro puede salvarla del abismo de la degradación: un milagro y el poder de Dios.

Alexandra dijo con angustia:

–           Actea. ¿Oíste cuando dijo Marco Aurelio que el César me había destinado para él y que mandaría por mí esta misma tarde, a unos esclavos suyos para que me lleven a su casa?

Actea contestó lacónica:

–           Sí. En la casa del César no estarás más segura que en la de Marco Aurelio.

Y siguió un silencio más que expresivo.

Alexandra lo comprendió.

Actea le dijo sin palabras: “Resígnate a tu suerte. Eres un rehén de Roma. Tendrás que ser la concubina de Marco Aurelio.”

La joven que todavía siente en sus labios, los besos ardientes del oficial, se ruborizó de vergüenza al recordar la afrenta…

Y exclamó con ímpetu incontenible:

–           ¡Jamás!…  No permaneceré aquí. Ni en la casa de  Marco Aurelio… ¡Jamás!

Actea la miró atónita y preguntó con una gran sorpresa en voz:

–           Pero ¿Entonces tú aborreces a Marco Aurelio?

A Alexandra le fue imposible contestar.

Sintió su corazón hecho pedazos por la desilusión, por el dolor y su llanto brotó incontenible.

Actea la abrazó tratando de consolarla.

Bernabé aprieta los puños, conteniéndose a duras penas.

Actea, que sigue confortando a Alexandra con sus caricias maternales, le pregunta:

–           ¿Tan odioso te es Marco Aurelio?

Alexandra murmura entre sollozos:

–           No es odio. Yo le amaba.

–           Nuestra doctrina, tampoco permite matar.

–           Lo sé.

–          Entonces ¿Cómo puedes querer que la venganza del César, caiga sobre la casa de Publio Quintiliano?

Sigue un largo silencio…

Por primera vez en mucho tiempo, Alexandra siente la dolorosa amargura de la esclavitud.

Actea continúa:

–          Desde que era niña he vivido en esta casa y sé perfectamente lo que es la cólera del César. ¡NO! Tú no estás en libertad para huir de aquí. Lo único que te queda es recordar que solo eres una cautiva. E implorar de Marco Aurelio que te regrese a la casa de Publio.

Pero Alexandra la tomó de la mano y suplicó:

–           Acompáñame a orar.

Y se puso de rodillas implorando al Altísimo Señor del Universo.

Actea y Bernabé hicieron lo mismo.

Y los tres dirigieron sus plegarias al Cielo, en la casa del César, al amanecer.

El sol asoma con sus primeros rayos, iluminando las tres figuras que imploran la protección del Altísimo, en aquella mansión saturada de infamia y de crimen.

Oraron con fervor y al fin, cuando Alexandra se levantó; hay en su rostro una expresión de paz y de esperanza.

Bernabé se levantó también y esperó las órdenes de su ama.

Alexandra exclamó decidida:

–         Que Dios bendiga a Publio y a Fabiola. No me está permitido llevarles la ruina a su casa y por lo tanto, no volveré a verlos nunca más.

Publio no sabrá dónde estaría ella. Nadie lo sabrá; porque va a fugarse cuando se efectúe el traslado y esté en camino hacia la casa de Marco Aurelio.

Él le dijo cuando estaba ebrio que mandaría a sus esclavos a buscarla en la tarde. Nunca hubiera hecho semejante confesión, si hubiera estado sobrio…

Entonces se volvió hacia Bernabé:

–           Por favor avísale al obispo Acacio. Y espera su consejo y su ayuda. Debes estar pendiente de mi traslado, para que organices mi rescate.

Bernabé exclamó con energía:

–           Voy inmediatamente. Por si tardamos demasiado en venir por ti y nos alcanza la noche, por favor vístete de blanco. No te preocupes por nada. Todo saldrá bien.

La realización de este plan, le devolvió la sonrisa y los colores al rostro de Alexandra. Y en un impulso, abrazó a actea diciéndole:

–           Tú no me denunciarás. ¿Verdad Actea?

Actea negó con la cabeza y admiró su increíble intrepidez. Luego confirmó apoyándola:

–          No lo haré. Te lo prometo. Pero ruega a Dios que dé a Bernabé las fuerzas, para poder arrancarte de tus conductores.

Bernabé está feliz y Actea sorprendida. El plan es perfecto.

Al efectuar la fuga en estas circunstancias. El César acaso ni siquiera se moleste en ayudar a Marco Aurelio a perseguirla. Y su huida ya no será crimen de lesa majestad, puesto que ya es propiedad de Marco Aurelio y no del César.

Bernabé se inclinó y dijo:

–           Voy ahora mismo a la casa del santo obispo. –y salió rápido a cumplir el encargo.

Alexandra siente un inmenso dolor por perder a sus seres queridos. Lamenta mucho no poder regresar a su hogar, donde siempre se sintió protegida y amada. Pero piensa que ha llegado el momento de poner en práctica las enseñanzas más difíciles que ha recibido: tiene que sacrificar las comodidades y el bienestar, por el culto a la verdad. Va a empezar una vida errante, pero esa es su prueba de Fe. Creer o no creer. ¿Confía o no confía en Jesucristo?

Decidió confiarle todo su futuro y de allí en adelante, Él Mismo guiará sus pasos. Ella solo será una hija fiel y sumisa a su divina Voluntad.

Y si la esperan los sufrimientos, le ruega a Dios aprender a amarlos y soportarlos, por amor a Él. Todo lo que Él disponga, lo aceptará con amor. Ella cree en la Vida Eterna y sabe que en el Cielo recuperará a sus seres queridos. Él se lo prometió cuando oró. Y ella le creyó. Ella es cristiana y ha llegado el momento de rendir el Verdadero Culto al Dios que ama sobre todas las cosas.

En su corazón se mezcla la alegría, el dolor y el miedo a lo desconocido…  Pero éste último, se desvanece al recordar que Jesús está con ella y cuenta con su protección y la de su Madre Santísima. Ahora es el momento de emprender el camino… Pero…

¿A dónde?

Eso qué importa. Dios lo sabe y es más que suficiente, porque ha puesto su confianza en Él. Volvió a sentirse feliz, segura y protegida. Y todo esto se trasluce en su bello semblante.

Sabe que emprende una aventura que puede tener un desenlace fatal, para huir del amor del apuesto tribuno del que se ha enamorado, pero ¿Y qué? Ama a Marco Aurelio que es un traidor y un mentiroso. Pero ama más a su Dios Uno y Trino y ÉL, le ayudará a sanar su corazón. Esto no es un juego.

La Verdad es Dios. Todo lo demás es vanidad, falsedad y espejismo. Marco Aurelio le ofrece un futuro lleno de vergüenza, de mentira y de dolor como el de Actea… ¿Qué es el Palacio del César? Una cloaca de vicios y degradación. Nunca había sentido tanto asco, como el que sintió la noche anterior. ¿Para qué sirven tanto lujo, riquezas y fastuosidad? Volvió a recordar a Marco Aurelio y la fascinación que ejerció en ella… Y lágrimas de dolor, de vergüenza, de humillación y desilusión bañaron sus mejillas, con un llanto ardiente y silencioso.

Pero también son lágrimas de agradecimiento. Ella es una verdadera princesa. Y  una princesa celestial. Y con su oportuna intervención, Bernabé la ha salvado de ser únicamente una prostituta privilegiada.

Su destino está sellado. Ahora está segura del Amor de Dios que vela sobre ella. Y su resolución se fortalece. Decide enfrentar lo que venga. Su rostro radiante y su sonrisa llena de dulzura, le devuelven la belleza por la que Marco Aurelio se ha vuelto loco.

Actea es demasiado prudente y piensa con terror en lo que pueden traer las próximas horas. 

Pero no se atreve a descubrir a Alexandra sus temores y la invita a ir a sus habitaciones a tomar el reposo que es necesario, después de la desvelada anterior.

Alexandra acepta y llegan al cubículum que es muy amplio y está lujosamente amueblado. Allí se recuestan, cada una en su propio lecho.

Más a pesar del cansancio, Actea no puede conciliar el sueño.

Se vuelve hacia Alexandra para conversar sobre su próxima fuga y la ve apaciblemente dormida, como si no la amenazara ningún peligro. Y a través de la cortina, que no ha sido corrida por completo; llega un rayo de sol en cuya extensión titilan en el aire, unos átomos de polvo, suspendidos en el rayo de oro. A la luz de esos rayos contempla Actea el delicado rostro de la joven, que descansa apaciblemente con la respiración regular de quién duerme con un tranquilo sueño.

Y se dijo mentalmente:

–           ¡Ella es tan diferente de mí!

Al pensar en los peligros que la aguardan, siente una inmensa pena y el impulso de protegerla, pero ¿Cómo? Sin poder contenerse la besa suavemente en los cabellos.

Alexandra siguió durmiendo por largas horas.

Era más del mediodía cuando abrió sus ojos y distinguió en medio de la semioscuridad, la figura de la griega.

Y amodorrada, preguntó:

–           ¿Eres tú, Actea?

La griega contestó dulcemente:

–           Sí. Alexandra.

–           ¿Es muy tarde?

–           No. Pero son más de las doce.

–           ¿Bernabé no ha regresado?

–           No dijo que volvería, sino que permanecería al asecho de la litera.

–           Es verdad.

Abandonaron ambas el cubículum y se dirigieron al baño.

Después de arreglarse otra vez y ataviarse con otros vestidos, almorzaron y enseguida se dirigieron a los jardines del palacio, que se encuentran vacíos, puesto que el César y sus cortesanos todavía están durmiendo, después de la juerga de la noche anterior.

Esta vez, Alexandra pudo apreciar en todo su esplendor, los magníficos jardines. Hay enormes pinos, cipreses, robles, olivos y arrayanes. Muchas flores y una gran variedad de estatuas. Los estanques de aguas cristalinas, parecen espejos. Muchos rosales en plena floración son salpicados por las gotas de las fuentes. Hay grutas, arroyuelos y pequeñas cascadas, rodeados de exuberantes madreselvas, hiedras y vides. Cisnes, gacelas, venados, pavorreales blancos y de vistosos colores. También flamencos y aves exóticas de coloridos y riquísimos plumajes, vagan en total libertad. Bellísimos animales procedentes de todos los países conocidos de la tierra. Muchos esclavos están trabajando en el cuidado de los jardines: cantando, podando, arreglando y regando.

Las dos dieron un prolongado paseo, admirando aquella increíble belleza natural y decorada, que a cada paso les brinda alegría y motivos para alabar al Creador; por la sorpresa de tantos primores que se albergan ahí. Y nadie más que ellas dos pasean por aquel espléndido lugar.

Alexandra piensa que si el César fuera bueno, sería muy feliz viviendo en aquel palacio y rodeado de tanta belleza, en aquellos fantásticos jardines.

Cuando se sintieron un tanto fatigadas se sentaron en un banco de mármol que está  oculto casi por completo detrás de unos cipreses. Y volvieron a conversar sobre el proyecto de la fuga.

Actea está más que preocupada por el éxito de la empresa.

Todo lo contrario de Alexandra, que está convencida de que un milagro la va a salvar…

Actea no oculta su zozobra:

–          Pienso que es un plan insensato que va a ser imposible de realizar. Sería mucho más seguro intentar convencer a Marco Aurelio de que voluntariamente te regrese a la casa de Publio. Por el tiempo que tienes de conocerlo, ¿No crees que sería más probable que tú logres influir en su decisión y que se retracte de lo que ha hecho?

Alexandra niega moviendo con tristeza la cabeza:

–         No. En la casa de Publio, Marco Aurelio era muy distinto. Fue muy bueno y gentil. El hombre de ayer, es para mí un desconocido. Un sátiro protervo y  me causa pavor y prefiero huir hasta el fin del mundo, antes que caer en sus manos.

–           Pero en la casa de Publio, Marco Aurelio era para ti alguien muy especial. Hasta llegaste a amarlo. ¿No es así?

–           Lo fue y lo amo todavía. –esta última frase la musitó con voz casi inaudible- Pero este amor está condenado a morir. El hombre del que me enamoré no existe. –y Alexandra inclinó su rostro y cerró los ojos con dolor. Luego concluyó- No puedo amarlo. Ahora ya no.

–           Pero tú no eres una esclava. –La voz de Actea es reflexiva- Marco Aurelio podría casarse contigo. En tus venas corre sangre real. Tú eres un rehén y la hija del rey Vardanes I. Publio y Fabiola te aman como a su hija, ellos podrían adoptarte y así ya no habría ningún obstáculo legal para que fueras su esposa. Marco Aurelio y tú formarían una pareja y una familia muy respetable dentro de la sociedad romana.

Alexandra la miró con sus ojos angustiados y contestó con voz suave:

–           No. No me casaré con él. Prefiero huir hasta el fin del mundo.

–           Alexandra, por favor recapacita. Si tú quieres yo puedo ir a la casa de Marco Aurelio, hablo con él y le digo lo que acabo de decirte.

Pero ella contestó con dolor y firme determinación:

–           ¡No! Ya no quiero saber nada de él.

Y de sus ojos brota su corazón deshecho en el más amargo llanto.

El ruido de pasos que se aproximan interrumpe su conversación.

Y antes de que Actea pueda hacer ningún movimiento, sorpresivamente tuvieron frente a ellas a Popea Sabina con un pequeño séquito de esclavos.

Dos de ellos sostienen sobre su cabeza, varios haces de plumas de avestruz, sujetos con alambres dorados y con ellos abanican suavemente a la emperatriz y al mismo tiempo la protegen del sol de verano que se deja sentir con fuerza.

Delante de ella, una mujer africana negra como el ébano y con los senos turgentes y rebosantes de leche, lleva en sus brazos a una niña envuelta en un suave manto, púrpura con franjas de oro.

Actea y Alexandra se ponen de pié, creyendo que Popea seguirá adelante, sin fijarse en ellas, pero no fue así.

Popea Sabina se detuvo cuando las vio y se acercó hasta quedar frente a ellas. Luego dijo:

–           Actea, los cascabeles que enviaste a la niña no estaban bien asegurados. La niña cortó uno y se lo llevó a la boca. Afortunadamente Coralia pudo verla a tiempo.

–           Perdón, divinidad. –contesta Actea inclinando la cabeza y cruzando los brazos sobre el pecho.

Pero Popea mira detenidamente a Alexandra…

Y después de una larga pausa, preguntó con voz neutra:

–           ¿Quién es esta esclava?

–           No es una esclava, divina Augusta. Sino la hija adoptiva de Publio Quintiliano e hija de Vardanes I, rey de los partos y entregada a Roma como rehén.

–           ¿Y ha venido a visitarte?

–           No, Augusta. Desde anteayer vive en el palacio.

–           ¿Estuvo anoche en la fiesta?

–           Sí, Augusta.

–           ¿Por orden de quién?

–           Por mandato del César.

Al escuchar esto, Popea contempla entonces con más atención a Alexandra, quién se  mantiene de pié con la cabeza ligeramente inclinada, mirando a Popea con disimulada curiosidad y respeto en sus ojos brillantes.

De repente un ceño de contrariedad se dibuja en la frente de la emperatriz…  Celosa de su belleza y de su poder, vive en continua alerta por temor de que  alguna vez, una afortunada rival, pueda ser su perdición; tal y como ella misma lo había sido para Octavia. De allí que toda mujer hermosa que ve en el palacio, despierta en ella mortificantes suspicacias.

Con verdadero ojo crítico, abarcó de un solo golpe y en conjunto, el cuerpo escultural de la doncella y pudo aquilatar hasta el más mínimo detalle de sus exquisitas facciones; de sus ojos increíbles y de su bellísimo rostro. Este examen minucioso la hizo estremecer y se apoderó de ella un gran sobresalto. Su inteligencia reconoció el enorme peligro que representa esta beldad que la rebasa. Y por primera vez sintió miedo.

–           ¡Es más bella que Venus! –pensó. Y de pronto pasó por su mente una idea que no la había perturbado hasta entonces, en presencia de ninguna otra mujer bella: ¡Qué la edad empezaba a hacer estragos en ella!

Y entonces su vanidad herida palpitó con violencia.

En el alma de Popea, se fue materializando una creciente alarma y varias formas sucesivas de inquietud, cruzaron por su mente como relámpagos: ¿Acaso Nerón no había visto a esta joven ninfa? ¿A través de su esmeralda no había apreciado su portentosa belleza? Más… ¿Qué pasaría si el César contemplara en pleno día y a la luz del sol, semejante maravilla de mujer? Por otra parte no es una esclava. ¡Es una verdadera princesa real! ¡La hija de un rey! “¡Dioses inmortales, es tan hermosa como yo y mucho más joven!”  Con estas reflexiones se hizo más profundo el surco de su entrecejo. Y sus ojos brillaron con un frío fulgor de acero, bajo sus rubias pestañas.

Su voz se endureció al preguntar a Alexandra:

–           ¿Has hablado con el César?

Alexandra respondió gentil:

–           No, Augusta.

–           ¿Por qué prefieres quedarte aquí a seguir en la casa de Publio?

–           No lo prefiero, señora. Petronio indujo al César a que me sacara de su casa.   Mi  presencia aquí es contra mi voluntad.

–           Así que ha sido Petronio… ¿Y tú quisieras volver a la casa de Publio?

Y como Popea hizo esta pregunta en forma más benigna y suave, se despertó una esperanza en el corazón de Alexandra. Y extendiendo suplicante la mano, dijo:

–           Señora, el César ha prometido darme a Marco Aurelio como esclava. Más tú intercede por mí y regrésame a la casa de Publio.

Y con una sonrisa llena de inocencia, Popea repite:

–           ¿Entonces Petronio indujo al César a que te sacara de la casa de Publio y te diese a Marco Aurelio?

–           Precisamente señora. Marco Aurelio va a enviar hoy por mí. Por favor ten compasión y ayúdame a regresar a la casa de los Quintiliano.

Al decir esto se inclinó y tomando la orla del traje de Popea, esperó su respuesta con el corazón anhelante.

Popea la siguió contemplando por unos momentos que parecieron eternos…

Y después, con el semblante iluminado por una diabólica sonrisa, dijo al fin:

–           Entonces te prometo que hoy mismo serás la esclava de Marco Aurelio.

Y prosiguió su paseo soberbiamente fastuosa, como una poderosa deidad maligna. Las palabras de Popea siguieron resonando en el aire como una diabólica sentencia…

Y a los oídos de Alexandra y de Actea, que se habían quedado como estatuas, solo llegaron los gemidos de la niña, que comenzó a llorar de repente.  A Alexandra se le llenaron los ojos de lágrimas, pero respiró profundo, se dominó y tomando la mano de Actea, le dijo:

–           Volvamos. El auxilio ha de esperarse tan solo de Aquel que puede darlo.

Y regresaron al atrium, del cual no salieron hasta la tarde.

Actea reunió parte de sus joyas y las puso en una bolsa de fino paño que dio a Alexandra:

–           Por favor no rechaces este obsequio. Te servirán mucho en tu fuga.

Alexandra la abrazó. Y besándola en la mejilla le dijo:

–           Gracias.

Ya casi era de noche cuando se presentó Secundino, el liberto de Marco Aurelio, a quien había  visto una vez en la casa de Publio. El hombre anciano, pero todavía muy fuerte; hizo una profunda reverencia y dijo:

–           Divina Alexandra te saludo en nombre de Marco Aurelio Petronio, quien te espera en su casa con una fiesta preparada en tu honor.

La joven palideció y contestó:

–           Voy.

Y abrazando a Actea, se despidió de ella.

La griega, mentalmente oró:

“Ay Madrecita protégela, porque su futuro amenaza la más oscura tormenta”

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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