30. – UN MILAGRO PARA FERNANDA
Marco Aurelio se quedó sorprendido con el amor que se tienen y la gentileza con la que se tratan todos los miembros de esta casa, en la que lo incluyeron a él. El vino medicado para el dolor que le recetara Mauro, hizo su efecto y se quedó dormido. Lo despertó un himno extraño que se escucha a través de la ventana y que fue creciendo en intensidad; pero que se oye muy hermoso, porque es un canto de alegría y de triunfo.
Marco Aurelio nunca había escuchado un canto parecido, tan solemne y a la vez tan conmovedor. Por unos minutos, se deleita con él y luego de un rato comprende que son alabanzas a su Dios, entonadas por una multitud. Y alcanzó a distinguir expresiones como:
“Cristo Vive” “Cristo Reina” “Resucitó” y “Él está aquí”
Esas voces parecen estarlo invocando.
Marco Aurelio ha visitado muchos templos de la más variada estructura, cuando estuvo en Asia; en Egipto y en la misma Roma, ha visto muchos rituales. Pero esto es distinto a cualquier cosa que conociera antes. Aquí hay y se siente algo que no puede explicarse…
Ignora lo que hay tras la ventana. Tal vez sea un pórtico o un patio. Cuando se levante, lo averiguará. Por ahora solo escucha que a su Dios lo invocan… ¡Y lo llaman Padre!… ¡Y lo más extraordinario es que en sus súplicas hay confianza y la ternura de los hijos hacia su padre!
El patricio escuchó con más atención… ¡Lo más asombroso es que aquellas gentes no solo le rinden homenaje a Dios! ¡También lo aman con todo su ser! Marco Aurelio está atónito y fascinado, pues jamás había visto nada semejante… ¡Un Dios al que no solo se le reverencia y se le respeta, sino que se le ama con una adoración absoluta!
En los otros santuarios, la gente acude en demanda de ayuda o por miedo. Pero los dioses no son respetados y mucho menos amados. ¡Aquí lo aman y lo adoran! Esto es una experiencia tan única y tan especial. Se siente atraído…Siente su espíritu contagiado por… ¡No sabe por qué…! ¡Pero es una sensación nueva y extraña que a partir de este momento desea ardientemente poseer..!. ¿Por qué será que hasta el aire se siente diferente?…
Enseguida oye que dicen: ¡Pedro! ¡Pedro!, con gran amor y reverencia.
Luego sigue un gran silencio. Y después escucha una voz clara y solemne, que se dirige a todos los ahí reunidos…
Mientras tanto…
En la Puerta del Cielo la Santa Misa ha comenzado. Eduardo el obispo celebrante, se prepara a hacer su Homilía del Evangelio que ha leído el joven diácono Daniel, sobre la Parábola de las vírgenes necias y las prudentes. Camina hacia el púlpito y todos los cristianos lo miran reverentes y expectantes…
El obispo habla así:
“Precisamente de las vírgenes. Esta parábola se refiere a todas las almas. Porque los méritos de la Sangre del Salvador y la Gracia, revirginiza las almas y las hacen como niñas en espera del Esposo.
Sonrían viejos decrépitos. Alzad el rostro, patricios que hasta ayer estuvieron inmersos en el pantano del paganismo corrupto. Miren sin más pesar vuestro cándido mirar de niñas, madres y esposas. No sois en el alma diferentes de estos lirios, entre los cuales transita el Cordero y que ahora hacen una corona en su altar. Vuestra alma tiene la belleza de la virgen a la que ningún beso ha desflorado, cuando reconocéis y permanecéis en Cristo, Señor Nuestro.
Su Presencia la hace más cándida que el alba sobre una montaña cubierta de nieve, al alma que estaba sucia y negra por los vicios más abyectos. El arrepentimiento la limpia. La voluntad la depura. Pero el Amor de nuestro Santo Salvador. Amor que viene de su Sangre que grita con Voz de Amor, le devuelve la virginidad perfecta.
No es aquella que tuvieron en el alba de vuestra vida humana. Sino la que tenía el padre de todos: Adán. Aquella que tenía la madre de todos: Eva. Antes de que Satanás pasara pervirtiendo sobre su Inocencia angélica; el Don divino que los vestía de Gracia, a los ojos de Dios y del Universo.
¡OH, santa virginidad de la vida cristiana! Baño de sangre de un Dios que los hace nuevos y puros, como el Hombre y la Mujer recién salidos de las manos del Altísimo. Segundo nacimiento en vuestra vida, preludio de aquel tercer nacimiento que les dará el Cielo, cuando ustedes suban a la señal de Dios, cándidos por la Fe o púrpuras por el martirio. Bellos como ángeles y dignos de ver y de seguir a Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador Nuestro.
Pero hoy, más que a las almas revirginizadas por la Gracia, me dirijo a aquellas encerradas en un cuerpo virgen: a las vírgenes sabias que han comprendido la invitación de amor de Nuestro Señor y las palabras del evangelio. Y quieren seguir para siempre al Cordero, entre las escuadras de aquellos que no conocieron contaminación y que entonan eternamente en los Cielos, el cántico que ninguno puede decir, sino aquellos que son vírgenes por amor de Dios. Y hablo a los fuertes en la Fe, en la Esperanza, en la Caridad, que se alimentan ahora de la Carne Inmaculada del Verbo y se fortifican con su Sangre como de Vino Celestial, para ser fuertes en su empresa.
Una entre vosotros se levantará de este altar para caminar al encuentro de un destino cuyo nombre puede ser ‘muerte’. Y ella va confiada en Dios, no en la fe común a todos los cristianos, sino en una FE todavía más perfecta que no se limita a creer por sí misma. A creer en la Protección divina por sí misma, sino cree también por los demás. Y espera traer a este altar a aquel que mañana será a los ojos del mundo, su esposo. Pero a los ojos de Dios, el hermano suyo predilectísimo. Doble virginidad del cuerpo y del alma. Perfecta virginidad que se siente segura de su fuerza, al punto de no temer violación. De no temer a la ira de un esposo desilusionado. De no temer a la debilidad de los sentidos. De no temer a las amenazas. De no temer desilusionarse en sus esperanzas. De no tener miedo a la casi certeza del martirio.
Levántate y sonríe a tu verdadero Esposo, casta virgen de Cristo que vas al encuentro del hombre mirando a Dios y que si vas, es para llevar al hombre a Dios. Dios te mira y sonríe. Y te sonríe la Virgen que fue Madre. Y los ángeles te hacen una corona. Levántate y ven a refrescarte en la fuente Inmaculada, antes de ir a tu cruz, a tu gloria.
Ven esposa de Cristo. Repite a Él tu canto de amor, bajo estos rollos que te son más preciosos que la cuna de tu nacimiento al mundo y llévalo como un relicario hasta el momento en que el alma lo cantará en el Cielo. Mientras el cuerpo descansará en el último sueño, entre los brazos de ésta que es tu verdadera madre: la Iglesia Apostólica.”
Terminada la homilía del obispo, los cristianos susurran mirando a la escuadra de las vírgenes, más luego guardan silencio y la Misa prosigue.
Al terminar, los cristianos se reúnen alrededor del obispo, para ser bendecidos también particularmente y para despedirse de la virgen consagrada a la cual se ha referido.
¡Fernanda! ¡Fernanda! De los cristianos, unos la saludan con sonrisas; otros, con lágrimas. Algunos le preguntan cómo es posible que se haya decidido por las nupcias terrenas. Otros, que si no teme a la ira del patricio cuando la descubra cristiana. Una virgen le reclama que ella renuncie a la virginidad.
Y Fernanda dice para responder a todos:
– Te equivocas Ximena. Yo no estoy renunciando a ninguna virginidad. A Dios le he consagrado tanto mi cuerpo como mi corazón. Y a Él permanezco fiel. Amo a Dios más que a los parientes; pero los amo al grado de no quererlos llevar a la muerte antes de que Dios los llame. Amo a Jesús, Esposo Eterno, más que a cualquier hombre. Pero amo a los hombres tanto, que recurro a este medio, para no perder el alma de Nicolás. El me ama y yo castamente lo amo. Tanto, que quiero tenerlo conmigo en la Luz y en la Verdad. No le temo a su ira. Sé que puede llegar a ser un campeón en nuestra Fe. Espero en el Señor para vencer. Espero en Jesús, para cristianizar a mi esposo terreno. Pero si no venciera en esto, el martirio me será dado y tendré más pronto mi corona. ¡Pero No! –Y levantando su mirada hacia lo alto, exclama- ¡Yo veo tres coronas descender del Cielo! Las dos iguales son todas rojas y de resplandecientes rubíes. La tercera tiene dos hileras de rubíes, alrededor de un gran cordón de perlas purísimas. Esas nos esperan. No teman por mí. El poder del Señor me defenderá. En esta Iglesia nos encontraremos pronto unidos, para saludar al nuevo hermano. Adiós. En Dios…
Todos se retiran hablando entre sí.
Al día siguiente Fernanda se prepara para las Bodas.
Se retira a su cubículum y junto con dos doncellas ora fervientemente…
Después la visten y la peinan exquisitamente. Es una novia bellísima. Luego la llevan y se realizan los esponsales con el ritual romano. Enseguida sigue el banquete entre cantos y danzas.
Toda la casa está adornada con gran esplendor y derroche de lujos. Sirven exquisitas viandas y vinos en abundancia. La fiesta se prolonga hasta después del anochecer. En el triclinium principal, Fernanda sonríe al esposo que le habla y la mira con amor. Luego los dos se levantan para despedir a los invitados.
Fernanda se retira a sus nuevas habitaciones nupciales. Con sus doncellas cristianas, oran juntas por unos momentos y después la ayudan a cambiarse, para recibir al esposo que llegará en cualquier momento…
A una señal entra un cortejo de mujeres enviadas por Nicolás…
Y acompañan a Fernanda a la magnífica cámara nupcial, regiamente decorada. La ayudan a recostarse en un lecho, sostenido por un baldaquín púrpura y cubierto por telas preciosas. Luego la dejan sola.
En cuanto salen las doncellas, Fernanda se levanta y se para en el precioso piso de mármol de colores. Entra Nicolás que la mira perdidamente enamorado y extiende las manos hacia Fernanda.
Ella corresponde a su sonrisa, pero no avanza hacia él.
Se queda de pie en el centro de la estancia. Nicolás se detiene desconcertado, cree que las doncellas no la han servido bien y se vuelve iracundo para llamarlas. Pero Fernanda lo aplaca diciendo que fue ella, la que quiso esperarlo de pie.
Nicolás dice intentando abrazarla:
– Ven entonces Fernanda mía. Ven. Yo te amo tanto…
Fernanda levanta las manos para detenerlo:
– Yo también, pero no me toques. No me ofendas con caricias humanas.
– ¡Pero Fernanda!… ¡Tú eres mi esposa!
– Soy de Dios, Nicolás. Soy cristiana. Te amo, pero con el alma del Cielo. Soy una virgen consagrada. Tú no has desposado a una mujer, sino una hija de Dios al que los ángeles sirven. Y el ángel de Dios está conmigo para defenderme. No ofendas a la celeste criatura con actos de amor grosero. Te castigaría.
Nicolás está estupefacto…
Primero el asombro lo paraliza, pero después lo domina la ira por sentirse burlado. Su gallarda figura parece hacerse más alta todavía. Su bello rostro varonil, enrojece por la cólera. Es un hombre violento. Desilusionado en lo más bello y legítimo. Con su corazón herido, estremecido le grita:
– ¡Tú me has traicionado! ¡Tú has jugado conmigo! No creo. No puedo. No quiero creer que tú seas cristiana. Eres demasiado buena, bella e inteligente para pertenecer a esa sucia banda. Pero no…¡Es una broma! ¿Verdad? Tú quieres jugar como una niña. Está bien. Es tu fiesta. Pero la broma es demasiado atroz. ¡Basta! Ven a mí…
Fernanda contesta:
– Soy cristiana. No bromeo. Me glorío de serlo. Porque serlo quiere decir ser grande en la tierra y en el más allá. Te amo, Nicolás. Te amo tanto, que he venido a ti para llevarte a Dios, para traerte conmigo en Dios.
– ¡Maldita seas! ¡Loca y perjura! ¿Por qué me has traicionado? ¿No temes mi venganza?…
– No. Porque sé que eres noble y bueno. Y me amas. No. Porque sé que no te atreverás a condenar sin pruebas de culpa. Y yo no tengo culpa…
– Tú mientes hablando de los ángeles… ¿Cómo puedo creer esto? Necesito ver. Y si viese…si viese…Te respetaría como a lo más sagrado. Pero por ahora eres mi esposa. No veo nada. Te veo a ti. Y estás sola…
– Nicolás. ¿Puedes creer que yo mienta? ¿Lo puedes creer precisamente tú que me conoces? Las mentiras son de los abyectos, Nicolás. Cree a cuanto te digo. Si tú quieres ver a mi ángel, cree en mí y lo verás. Cree a quien te ama. Mira, estoy sola contigo. Tú podrías matarme. Yo no tengo miedo, estoy en tus manos. Me podrías denunciar al Prefecto. No tengo miedo. El ángel me defiende de esos riesgos. ¡Oh, si tú lo vieses!
– ¿Cómo podré verlo?
– Creyendo en esto que yo creo. Mira, sobre mi corazón está un pequeño rollo. ¿Sabes qué cosa es? Es la Palabra de mi Dios. Dios no miente y Dios ha dicho que no tengamos miedo, nosotros que creemos en Él. Qué áspides y escorpiones serán sin veneno bajo nuestros pies…
– Pero también se dice que vosotros cometéis crímenes infames y podréis ser condenados a morir…
– Nicolás. Eso no es cierto. Y no morimos, no. Vivimos eternamente. El Olimpo no existe, el Paraíso, sí. En él no entran los mentirosos y los de las pasiones violentas y brutales. Sino solo los ángeles y los santos en la Luz y en las armonías celestes. ¡Yo lo siento! ¡Yo lo veo! ¡Oh, Luz! ¡Oh, Voz! ¡Oh, Paraíso! ¡Desciende! ¡Desciende y ven a dar esto a tu hijo, a este esposo mío! ¡Tú corona, antes a él, que a mí! A mí el dolor de estar sin su afecto, pero la alegría de verlo amado por Ti, en Ti, antes de venir a mí. ¡Oh, Glorioso Cielo! ¡Oh, Nupcias Eternas! Nicolás, estaremos unidos delante de Dios, esposos y vírgenes con un amor perfecto…
Fernanda está extasiada…
Nicolás la mira, admirado y conmovido:
– ¿Cómo podré?… ¿Cómo puedo tener esto? Yo soy un patricio romano. Hasta ayer parrandeaba y fui cruel… ¿Cómo puedo ser como tú, ángel de mi vida?
Fernanda replica apasionaamente:
– Mi Señor ha venido para dar vida a los muertos, a las almas muertas. Renace en Él y serás igual a mí. Leeremos juntos su Palabra y tu esposa será feliz de ser tu maestra. Después te conduciré con el Pontífice Santo. Él te dará la Luz completa y la Gracia. Como ciego al que se le abren las pupilas, tú verás. ¡Oh, ven Nicolás y oye la Palabra Eterna que me canta en el corazón!
Y Fernanda toma de la mano a su esposo, ahora todo humilde y calmado como un niño. Y se sienta cerca de él sobre dos amplios divanes y comienza a instruir a Nicolás. Fernanda, llena del Espíritu Santo, repite las palabras del Evangelio de San Juan. Le narra el episodio de Nicodemo y el nacimiento en el espíritu…
La voz de Fernanda es como la música de un arpa. Y Nicolás la escucha totalmente absorto. Seducido; con la cabeza apuntalada sobre las manos, posando los codos sobre las rodillas, todavía un poco sospechoso e incrédulo…
Después apoya la cabeza sobre el hombro de su esposa y con los ojos cerrados escucha atentamente la Magna Obra de la Redención.
Y cuando ella se interrumpe suplica:
– Sigue…sigue…
Fernanda abre el rollo y lee fragmentos del Evangelio de San Mateo y de Lucas. Termina relatando los detalles de la Última Cena, el Lavatorio de pies, la Traición de Judas, los Procesos, la Crucifixión y la Muerte. Y luego…La Resurrección.
Nicolás llora con un llanto silencioso y abundante que le baña las mejillas y resbala hasta la tela finísima de su túnica nupcial. Las lágrimas brotan de sus párpados cerrados.
Fernanda lo ve y sonríe… Pero no manifiesta que lo ha advertido. Cuando termina de leer el episodio de Tomás el Incrédulo, ella calla…
Y se quedan así un largo rato, abstraídos…la una en Dios y el otro, en sí mismo; hasta que Nicolás grita:
– ¡Creo! ¡Creo, Fernanda! Solo un Dios Verdadero pudo haber dicho tales palabras y amado de aquel modo. Llévame con tu Pontífice, quiero amar esto que tú amas. Quiero esto que tú quieres. Quiero consagrarme a Él, igual que tú. No tengas miedo de mí, Fernanda. Seremos como eso que tú quieres: esposos en Dios y aquí hermanos. ¡Vamos! Yo también quiero ver lo que tú ves y oír lo que tú oyes: al ángel de tu candor.
Y Fernanda radiante se levanta, abre las ventanas, aparta las cortinas y ya está amaneciendo.
La luz de la aurora entra y al voltear hacia Nicolás, lo ve que él también está extasiado…
Iba a arrodillarse y se quedó a la mitad, totalmente pasmado. Una luz blanca como de perlas fundidas en plata, ilumina toda la estancia. En medio de la luz se ve una figura etérea, con aspecto humano. Tiene cara, tiene cuerpo. Su rostro, cabellos y manos, son humanos, pero al mismo tiempo parecen hechos de pura luz…
La voz es una dulce armonía con arpegios celestiales que le dice:
– No, Nicolás. Solo soy un mensajero de Dios. A Él y solo a Él, hay que dar el culto y la Gloria. Mi nombre es Azarías y soy tu ángel Guardián. Yo velaré para que tú pie no tropiece, hasta que vayas a la Presencia de Dios. Estoy aquí porque has respetado a su virgen-esposa y porque has creído. En el momento oportuno, Él Mismo te hablará, porque ha resucitado y es un Dios Vivo para los que viven. La paz sea con vosotros.
El ángel desaparece y Nicolás voltea a ver a Fernanda sin saber qué hacer, ni qué decir…
Ella lo toma de la mano y lo lleva hacia la ventana abierta, a través de la cual se ve el crepúsculo matutino en todo su esplendor. Abre sus brazos y levanta el rostro hacia el hermoso cielo en el que se ve brillar aún a Venus, el planeta que es una esplendorosa estrella de la mañana. Y que brilla junto a una luna que se diluye lentamente, entre los brillantes rayos de un sol.
Fernanda parece una cruz viviente y luego se persigna comenzando a orar el Padre Nuestro… Invitando a su esposo con la mirada para que lo repita con ella. Ella ora despacio, muy despacio, para que Nicolás pueda seguirla. Y después al finalizar, le hace la señal de la cruz en la frente, sobre el corazón y lo enseña a persignarse. Y llevándolo siempre de la mano, lo conduce hacia la Luz…
Fernanda estuvo segura en la Fe. En las palabras de Jesús. Y dio un paso muy arriesgado a los ojos de los demás, pero no a los suyos. Sumergida en la Oración, con sus ojos puestos en Dios, vio la sonrisa divina y obtuvo el triple milagro:
Fue preservada de toda violencia.
Fue apóstol de su esposo pagano.
Y fue inmune por el momento a toda denuncia…
Fernanda obtuvo lo que esperaba y no solo consiguió la conversión de Nicolás, sino también la de su cuñado, sus sirvientes y toda su familia…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
29.- EL CAZADOR, CAZADO
Marco Aurelio, después de unas horas, se sintió más penosamente mal.
Y estuvo muy enfermo en realidad. La noche llegó y con ella una violenta fiebre. Cuando ésta cedió, no podía dormir y seguía con la mirada a Alexandra a dondequiera que iba. Por momentos caía en una especie de sopor, durante el cual oía lo que sucedía a su alrededor, pero luego se sumergía en febriles delirios.
Y así transcurrieron varios días…
Cuando recuperó la conciencia, despertó y miró alrededor de él. Una lámpara brilla dando su claridad. Todos están calentándose al fuego, pues hace frío y se ve como de sus bocas sale el aliento en forma de vapor. Pedro está sentado, con Alexandra en un escabel a sus pies. Luego Mauro, Lautaro, Isabel y David, un joven de rostro agraciado y cabellos negros y ensortijados… Todos están atentos, escuchando al apóstol que habla en voz baja…
Y también Marco Aurelio concentró su atención tratando de escuchar lo que dice. Entiende que está hablando de la Muerte y Resurrección de Cristo y de las enseñanzas que Jesús les dio durante cuarenta días, antes de ascender al Cielo.
Marco Aurelio pensó:
– Sólo viven invocando ese Nombre.
Y cerró los ojos invadido por la fiebre.
Cuando los volvió a abrir, vio la brillantez de la luz de la chimenea, pero ahora no hay nadie. Trozos de leña se consumen y las astillas de pino que acaban de poner, iluminan suavemente a Alexandra sentada cerca de su lecho.
Y al mirarla se conmovió, ella está velando su sueño. Es fácil adivinar su cansancio. Está inmóvil y tiene cerrados los ojos. Él se pregunta si está dormida o solamente absorta en sus pensamientos. Contempló su delicado perfil; sus largas pestañas caídas lánguidamente; sus manos sobre sus rodillas. Y vio que sobre su belleza exterior que es tan extraordinaria, hay otra belleza que irradia desde adentro de su ser y la hace sobrenaturalmente hermosísima…
Y aunque le repugna llamarla cristiana, tiene que aceptarla con la religión que ella confiesa. Aún más, comprende que si todos se han retirado a descansar y solo ella permanece en vela; ella, a quién él ha ofendido tanto, es sólo porque su religión así lo prescribe. Pero ese pensamiento que causa admiración al relacionarlo con la religión de Alexandra, le fue también muy desagradable…
Hubiera preferido que la joven obrara así, tan solo por amor a él.
Alexandra abrió los ojos y vio que él la miraba. Se acercó y le dijo con dulzura:
– Estoy contigo.
Marco Aurelio murmuró débilmente:
– Y yo he visto lo que en verdad eres en mis sueños. Gracias. –y volvió a dormirse.
A la mañana siguiente despertó. Débil, pero con la cabeza fresca y sin fiebre.
Bernabé hurgaba en la chimenea apartando la ceniza de los carbones encendidos. Marco Aurelio recordó como este hombre había destrozado a Atlante. Y examinó con atención su enorme espalda y sus poderosos brazos. Sus piernas sólidas y fuertes como columnas. Y pensó: “¡Gracias a los dioses que no me ha roto el cuello! ¡Por Marte! ¡Si los demás partos son como éste, las legiones romanas no cruzarán sus fronteras!
Luego dijo en voz alta:
– ¡Hola esclavo!
Bernabé sacó la cabeza de la chimenea y sonriendo con expresión amistosa, le dijo con cordialidad:
– Que Dios te de buenos días y mejor salud. Pero yo soy un hombre libre y no un esclavo.
Esto le hizo una impresión favorable, pues su orgulloso temperamento le impedía el alternar con un esclavo. Éstos sólo son objetos sin índole humana. Esta respuesta le facilita interrogar a Bernabé acerca del lugar en donde Alexandra había nacido.
– Entonces ¿Tú no perteneces a Publio?
Bernabé respondió con sencillez:
– No. Sirvo a Alexandra como serví a su madre. Por mi propia voluntad.
Y se puso a agregar trozos de leña al fuego de la chimenea. Cuando terminó, se irguió y declaró:
– Entre nosotros no hay esclavos.
– ¿Dónde está Alexandra?
– Salió. Y yo voy a hacerte de comer. Ella te estuvo velando toda la noche.
– ¿Y por qué no la relevaste tú?
– Porque ella quiso velar a tu lado y mi deber es obedecerla. – Pasó por sus ojos una expresión sombría.- Si la hubiera desobedecido, tú no estarías vivo ahora.
– ¿Entonces lamentas el no haberme dado muerte?
– No. Cristo nos manda no matar.
– Pero… ¿Y Secundino y Atlante?
– No pude evitarlo. –murmuró Bernabé.
Y miró con tristeza sus manos. Luego puso una olla sobre la rejilla y se quedó contemplando el fuego, con mirada pensativa. Finalmente declaró:
– La culpa fue tuya. ¿Por qué levantaste tu mano contra la hija de un rey?
Una oleada de orgullo irritado ruborizó las mejillas de Marco Aurelio, ante el reproche del parto…
Más como se sentía débil, se contuvo. Especialmente porque predomina el deseo de saber más detalles sobre Alexandra. Más aún con la confirmación de su linaje real, pues como la hija de un rey ella puede ocupar en la corte del César una posición igual a las de las mejores y más nobles patricias romanas.
Cuando se calmó, pidió al parto que le contase como era su país.
Bernabé contestó:
– Vivimos en los bosques, pero poseemos tal extensión de territorio, que no se pueden saber los límites, pues más allá se extiende el desierto…-y siguió describiendo sus ciudades, la familia de Alexandra…
Sus gentes, sus costumbres y como se defendían de los que trataban de invadirlos.
Concluyó diciendo- Nosotros no les tememos a ellos, ni al mismo César romano.
Marco Aurelio respondió con tono severo:
– Los dioses han dado a Roma el dominio del mundo.
– Los dioses son espíritus malignos. –replicó Bernabé con sencillez- Y donde no hay romanos, no hay supremacía de ningún género.
Y se volvió a avivar el fuego de la chimenea revolviendo con un cucharón, la olla donde se cocinaban los alimentos. Cuando estuvo listo, vació en un plato grande y esperó a que se enfriara un poco. Luego dijo:
– Mauro te aconseja, que aún el brazo sano lo muevas lo menos posible. Alexandra, me ha ordenado que te dé de comer.
¡Alexandra ordenaba! No había ninguna objeción que hacer. Así pues, Marco Aurelio ni siquiera protestó.
Bernabé vació el líquido en un tazón, se sentó junto a la cama y lo llevó a los labios del joven patricio. Y hay tal solicitud y tan afable sonrisa en su semblante, que el tribuno no da crédito a sus ojos. Aquel titán tan terrible que había aniquilado a Atlante y que luego se había vuelto contra él como un tornado ¡Le habría hecho trizas si no hubiera intervenido Alexandra! Ahora es un delicado enfermero, tan solícito como gentil, al tomar el tazón entre sus dedos hercúleos y acercarlo a los labios de Marco Aurelio.
En ese momento apareció Alexandra, vestida con el camisón de dormir y con el cabello suelto.
Marco Aurelio sintió que su corazón se aceleró al verla y la amonestó suavemente por no estar descansando.
Ella dijo con acento afable:
– Me preparaba para dormir y vine a ver cómo estás. Dame la taza Bernabé. Yo le daré de comer.
Y tomando entre sus manos el recipiente, se sentó a la orilla del lecho, dio de comer al enfermo, que se siente a la vez rendido y gozoso. Cuando ella se inclina hacia él, percibe el tibio calor de la joven y le rozan sus cabellos ondulados y negrísimos. Se siente desfallecer de felicidad. Está pálido por la emoción.
Al principio tan solo la había deseado y ahora siente que la adora con todo su ser. Antes solo prevalecía su egoísmo y ahora reconoce haber sido tan insensible y tan ciego, que empieza a pensar en ella y en lo que ella necesita y desea.
Como un niño obediente se tomó la mitad el contenido del tazón. Y aun cuando la compañía de Alexandra y el contemplarla lo extasían de dicha, le dijo:
– Basta ya. Vete a descansar, diosa mía.
Ella replicó ruborizada:
– No me llames de ese modo. No está bien que me digas así.
Sin embargo lo mira sonriente y le reitera que ya no tiene sueño, ni fatiga. Y lo insta para que termine de comer. Y finalizó diciendo:
– No me retiraré a descansar hasta que llegue Mauro.
El la escucha encantado y se siente invadido por una gran alegría y una gratitud sin límites. Emocionado le dice:
– Alexandra… Yo no te había conocido antes. Hasta hoy me doy cuenta que quise alcanzarte con medios reprobables. Así pues ahora te digo: regresa a la casa de Publio y descansa en la seguridad de que en adelante, no habrá ninguna mano que se levante contra ti.
Una nube de tristeza cubrió el rostro de la joven y contestó:
– Dichosa me sentiría si llegara a verlos aunque fuera de lejos, pero ya no puedo volver a su casa.
Marco Aurelio la miró asombrado y preguntó:
– ¿Por qué?
Alexandra le contempló por unos segundos, antes de responder:
– Los cristianos sabemos por Actea lo que sucede en el Palatino. ¿Acaso no sabes que el César, poco después de mi fuga y antes de partir para Nápoles, hizo comparecer a su presencia a Publio y a Fabiola? Y creyendo que me habían secundado los amenazó con su cólera. Por fortuna Publio pudo decirle: ‘Majestad, tú me conoces y sabes que no te mentiría. Nosotros no hemos favorecido su fuga e ignoramos igual que tú, que suerte ha corrido ella.’ Y el césar creyó y enseguida olvidó. Por consejo de mis superiores, jamás les he escrito comunicándoles donde estoy, a fin de que siempre puedan decir la verdad y que ignoran dónde me encuentro. Acaso tú no comprendes esto, Marco Aurelio; pero has de saber que entre nosotros está prohibida la mentira, aunque para ello debamos arriesgar la vida. Esta es la Religión que da norma hasta a los afectos de nuestro corazón. Y por lo mismo no he visto, ni debo ver a mis padres. Desde que me despedí de ellos, solo de vez en cuando, ecos lejanos les hacen saber que estoy bien y que no me amenaza ningún peligro. – Al decir estas palabras la añoranza la invadió y las lágrimas humedecieron sus ojos. Pero se recuperó rápidamente y añadió- Sé que también ellos languidecen por nuestra separación. Pero nosotros disponemos de un consuelo que los demás no conocen.
Marco Aurelio está anonadado: ¡Actea cristiana!…
Y dice lleno de confusión:
– Sí, lo sé. Cristo es vuestro consuelo. Más yo no comprendo eso.
– ¡Mira! Para nosotros no hay separaciones, dolores, ni sufrimiento, que Dios no transforme luego en gozo. La muerte misma que ustedes consideran como el término de la vida, para nosotros es solo el comienzo de la verdadera Vida. Considera cuán regia es una Religión que nos ordena amar aún hasta a nuestros enemigos.
– He sido testigo de lo que dices. Pero contéstame: ¿Ahora eres feliz?
– Lo soy. Amo a Dios sobre todas las cosas. Y todo el que confiesa a Cristo, no puede ser desgraciado.
Marco Aurelio admiró su convicción, pero no alcanza a comprenderla y le dijo:
– ¿Entonces no quieres volver a la casa de los Quintiliano?
– Lo anhelo con toda mi alma. Y he de volver algún día si esa es la Voluntad de Dios.
– Pues entonces yo te digo: ‘Regresa’ Y te juro por mis lares que no alzaré mi mano contra ti.
– No. Me es imposible exponer al peligro a los que se encuentran cerca de mí. El César no quiere a los Quintiliano. Si yo volviera…y ya ves que rápido se extiende por toda Roma una noticia, mi regreso al hogar haría ruido en la ciudad. Nerón lo sabría, castigaría a Publio y a Fabiola. Por lo menos me arrancaría una segunda vez de su lado.
– Es verdad. Eso podría suceder. Y lo haría tan solo para demostrar que sus mandatos deben ser obedecidos. –Y cerrando los ojos exclamó- ¡No soportaría saberte otra vez en el Palatino!
Y él sintió como si se abriera ante sí, un abismo sin fondo. Él es un patricio. Un tribuno militar. Un potentado. Pero sobre todos los potentados del mundo al que pertenece, está un loco cuyos caprichos y cuya malignidad, son imposibles de prever…
Solamente los cristianos pueden prescindir absolutamente de Nerón o dejar de temerle, porque son gentes que parecen no pertenecer a este mundo, ya que la misma muerte les parece cosa de poca monta. Todos los demás tienen que temblar en presencia del tirano. Y las miserias de la época en que viven se presentan a los ojos de Marco Aurelio, en toda su monstruosa malignidad. Y pensó que en tales tiempos, solo los cristianos pueden ser felices.
Y sobre todo, aquilató por primera vez la dimensión del daño que le había hecho a ella. Y una honda pena se apoderó de él. Bajo la desalentadora influencia de ese pesar; lleno de impotencia, le dijo:
– ¿Sabes que eres más feliz que yo? tú estás en medio de la pobreza, viviendo con gentes sencillas, pero tienes tu Religión. Tienes tu Cristo. Pero yo solo te tengo a ti. Y cuando huiste de mi lado, me convertí en una especie de mendigo en medio de mi riqueza.
Ella lo miró atónita y sin saber qué decir.
Marco Aurelio prosiguió:
– Tú eres más cara a mi corazón que todo lo que hay en el mundo. Yo te busqué porque no puedo vivir sin ti. Hasta ahora solo me ha sostenido la esperanza de volver a verte. No anhelaba ni placeres, ni fiestas. No podía dormir, ni descansar, ni comer. Y no encontraba alivio para mi dolor. Si no hubiera sido por la esperanza de encontrarte, me hubiera arrojado sobre mi espada.
Alexandra replicó conmovida:
– No digas eso Marco Aurelio. Ningún ser humano debe idolatrar a otro hasta ese punto.
– Pero pensé que si moría, ya no te volvería a ver. Te estoy diciendo la verdad pura, cuando te afirmo que no podré vivir sin ti. Hasta ahora solo me ha sostenido la ilusión de volver a verte como ahora lo hago y hundirme en la mirada de esos ojos tuyos bellísimos, que son mi anhelo.
La mira con un amor tan intenso que ella se ruboriza y no le contesta nada.
Él agrega apasionado:
– ¿Recuerdas nuestras conversaciones en casa de Publio? Un día trazaste un pescado en la arena y entonces yo no sabía su significado. ¿Recuerdas que jugamos a la pelota? Yo te amaba ya más que a mi vida y trataba de decírtelo, cuando Publio nos interrumpió. Y Fabiola al despedirse de Petronio, le dijo que Dios era Uno, Justo y Todopoderoso. Yo no tenía ni la menor idea de que Cristo era su Dios y el tuyo. Yo no conozco a tu Dios. Tú estás sentada cerca de mí y sin embargo, solo piensas en Él…
Marco Aurelio calló, palideció y cerró los ojos, mientras ardientes lágrimas silenciosas se deslizaron por sus mejillas…
Es apasionado tanto en el amor como en el odio. Y dejó salir sus palabras con sinceridad, desde el fondo mismo de su alma. Puede percibirse al oírlo: la amargura, el dolor, el éxtasis, los anhelos, la adoración. Acumulados y confundidos por tanto tiempo, hasta que se desbordaron en un torrente de ardorosas frases.
Alexandra está sorprendida y su corazón empezó a palpitar con fuerza. Sintió compasión y pena por aquel hombre y sus sufrimientos. Se siente conmovida por la adoración que ha descubierto… ¡Él la ama!… ¡La adora!… Sentirse amada y deificada por aquel hombre que hasta ayer era tan peligroso e indomable y que ahora se le está entregando totalmente, en cuerpo y alma. Rindiéndose como si fuera un esclavo suyo. Esa conciencia de la sumisión de él y del poder que le ha dado a ella, la inundaron de felicidad y regresaron por un momento los sentimientos y los recuerdos de otros días.
Ahora ha vuelto a ser para ella, aquel espléndido Marco Aurelio; hermoso como un dios pagano. El mismo que en la casa de Publio le había hablado de amor y despertado como de un sueño, su corazón virgen al amor de un hombre. Pero es también el mismo de cuyos brazos Bernabé la había arrancado en el banquete del Palatino y rescatado del incendio en que su pasión la envolviera.
Y ahora que se ven pintados en su rostro imperioso, el éxtasis y el dolor. Que yace en aquel lecho, con el rostro pálido y los ojos suplicantes. Herido, quebrantado por el amor, rendido y entregado a ella; se le presentó a Alexandra como el hombre que ella había deseado y amado. Como el hombre grato a su alma, como nunca antes lo fuera. ¡Y de súbito comprendió que ella también lo ama! Y que ese amor la arrastra como un torbellino y la atrae hacia él, como el más poderoso imán.
Y en ese preciso momento llegó Mauro que viene a ver a su paciente, para revisarlo y seguir atendiéndolo.
Marco Aurelio suspiró derrotado, porque la respuesta de la joven, no alcanzó a llegar.
Alexandra se retiró con el alma llena de ansiedad…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
28.- NÉMESIS
Un hombre como de cuarenta años, alto, atlético. Con un rostro en el que resaltan unos ojos castaños de mirada dulce y bondadosa, examina con delicadeza y movimientos expertos…
Y luego declara:
– Sí, Lautaro. Fui médico militar. La guerra es una buena escuela. La herida de la cabeza es leve. Cuando éste, -señaló a Bernabé- lo aventó contra la pared, el joven extendió el brazo tratando de protegerse y al caer pegó contra la balaustrada y se le desarticuló. Así fue como se fracturó también las costillas, pero por lo mismo, salvó la cabeza y su vida.
El anciano replica:
– Sabemos que eres un buen médico y por eso mandé a buscarte.
Y mientras platican, Mauro empezó a reducir el brazo para entablillarlo…
Y Marco Aurelio se desmayó. Lo cual lo favoreció, pues así no sintió el sufrimiento causado al volver a articular el brazo y la reducción de los huesos rotos. Terminada la operación, Marco Aurelio recuperó el conocimiento y vio delante de él a Alexandra.
Ella está a su cabecera, sosteniendo una palangana, donde Mauro introduce una esponja y humedece la cabeza de su paciente.
Marco Aurelio no puede dar crédito a sus ojos. Creyó estar soñando y después de largo rato, musitó como un suspiro:
– ¡Alexandra!
La palangana tembló en las manos de ella, al escuchar ese llamado. Lo miró con tristeza y le contestó en voz baja:
– ¡Que la paz sea contigo!
Y permaneció allí de pie, mirándolo con compasión y mucha tristeza.
Marco Aurelio a su vez la mira anhelante, extasiado ante ella, deseando grabarse su imagen. Ve su rostro pálido, las hermosas trenzas de negros cabellos, vestida con su ropa de esclava. Sus ojos bellísimos y preocupados mientras le atienden…
El tribuno la envuelve con una mirada tan intensa, que la hace ruborizar. Mientras la contempla, reflexiona que esa palidez y esa pobreza en que ahora la ve, son obra suya. Que ha sido él, el que la arrancara de una casa en la que ella vivía rodeada de amor y comodidades. Él le había quitado su bienestar para arrojarla en aquella mísera estancia, vistiéndola con aquella pobre túnica de lana oscura.
Y le dijo emocionado:
– Alexandra… Tú no permitiste mi muerte.
Ella contestó con dulzura:
– Quiera Dios devolverte la salud.
Para Marco Aurelio, que ahora ve todos los agravios que le ha inferido; esas palabras fueron como un bálsamo, que le llegó hasta lo más íntimo del alma. Y si poco antes el dolor le había debilitado, ahora lo desfallece la emoción… Y una especie de languidez profunda, a la par que inefable, se apoderó de todo su ser, con un gozo incomparable.
Mientras tanto, Mauro después de lavarle la herida en la cabeza, le aplicó un ungüento. Bernabé se llevó la palangana y Alexandra le dio al herido, una copa con vino medicado para el dolor; sosteniéndole con delicadeza, mientras se la acerca a los labios. Más tarde ella llevó la copa vacía al aposento contiguo.
El ya casi ha recuperado sus facultades y Lautaro, después de hablar con Mauro, se aproximó al lecho y dijo:
– Dios no te ha permitido ejecutar una mala acción y te ha conservado la vida a fin de que reflexiones y te arrepientas. Él ante quien el hombre es solo polvo, te entregó indefenso en nuestras manos… Pero Cristo en quién creemos nos ha ordenado amar aún a nuestros enemigos. Por eso hemos curado tus heridas y como Alexandra te lo ha dicho, imploramos a Dios para que te devuelva la salud. Más no podemos permanecer consagrados a tus cuidados… Piensa con calma y medita bien si es digno de ti, continuar en tu persecución contra ella. Ya lo ves: has dejado a esa joven sin tutores y a nosotros sin techo. Pero te perdonamos y te devolvemos bien por mal.
Marco Aurelio preguntó:
– ¿Me abandonaréis acaso?
Lautaro declaró:
– Vamos a abandonar esta casa, para escapar de la persecución del Prefecto. Tu compañero murió. Tú que eres poderoso entre los tuyos, estás herido. De todo esto nosotros no tenemos la culpa, pero puede caer sobre nosotros la cólera de la ley de Roma.
– No temáis que os persigan, yo os protegeré
Lautaro se calló que no se trataba solo de ellos. Sino de proteger a Alexandra de él y de su porfiada persecución personal.
Y solo dijo:
– Señor, tu brazo derecho está sano. Aquí tienes tablillas y un stylus. Escribe a tu casa para que tus sirvientes traigan una litera y te lleven a donde tendrás comodidades que no podemos ofrecerte en medio de nuestra escasez. Vivimos aquí con una pobre viuda que vendrá más tarde acompañada por su hijo. Éste podrá llevar tu carta. En cuanto a nosotros, tendremos que buscar otro lugar…
Marco Aurelio se puso pálido.
Comprendió que lo que quieren es separarlo de ella y que si ahora la pierde otra vez, no volverá a verla nunca. Mil ideas cruzaron por su mente en unos segundos. Necesita evitarlo e influir desesperadamente en Alexandra y en sus guardianes, pero no sabe cómo. Lo esencial es verla. Gozar de su presencia, aunque solo fuese por unos pocos días y luego decidirá qué hacer. Y por esto, reuniendo con esfuerzo sus pensamientos, dijo:
– Escúchenme cristianos. Antes yo no os conocía y vuestros hechos me demuestran, que sois gente buena y honrada. A esa viuda que ocupa esta casa, decidle que permanezca en ella. Quédense también ustedes y déjenme que los acompañe. Este hombre que es médico, sabe que no es posible que me traslade hoy fuera de aquí. Estoy enfermo. Tengo un brazo y las costillas rotas. Debo permanecer inmóvil, al menos unos días. Por consiguiente os declaro que no saldré de esta casa, a menos que me arrojéis por la fuerza… –y aquí se detuvo porque la respiración le faltó.
Lautaro respondió:
– No emplearemos ningún género de violencia contra ti, señor. Deseamos tan solo salvar nuestras vidas.
Marco Aurelio no está acostumbrado a las objeciones. Frunció el ceño y dijo:
– Permitidme tomar aliento…
Luego de unos instantes, declaró:
– Por Atlante a quién mató Bernabé, nadie ha de preguntar. Él debía partir hoy a Benevento a donde fue llamado por Haloto y todos creerán que se ha ido. Cuando entramos en esta casa, nadie nos vio, a excepción de un griego que estuvo con nosotros. Les indicaré donde vive ese hombre; tráiganlo aquí. Comunicaré en una carta que también he partido para Benevento. Si el griego dio algún aviso al Prefecto, declararé que fui yo quien mató a Atlante y él, quién me rompió el brazo. Esto haré. Os lo juro por las sombras de mi padre y de mi madre. Podéis permanecer aquí con la seguridad de que nadie os hará ningún daño. Haced venir a ese hombre, ese griego cuyo nombre es Prócoro Quironio.
Lautaro contestó:
– Entonces Mauro se quedará contigo y te atenderá la viuda.
Marco Aurelio replicó frunciendo todavía más el ceño:
– Fíjate bien anciano, en lo que te estoy diciendo. Yo te debo gratitud y tú me pareces un hombre bueno y honrado, más no me dices lo que verdaderamente piensas. Tienes miedo de que yo haga venir a mis esclavos y se lleven a Alexandra. ¿No es verdad?
– Así es. –contestó Lautaro con acento severo.
– Entonces ten presente esto. Hablaré a Prócoro delante de todos vosotros. Y escribiré a mi casa una carta, donde anuncio mi viaje a Benevento. No me valdré en lo sucesivo de otros mensajeros, más que de ustedes. Tened esto en cuenta y no me irritéis más.
Y Marco Aurelio tiene contraído el rostro por la indignación. Y luego añadió con exaltación:
– ¿Crees que negaré que mi deseo de permanecer aquí es para verla? Aunque tratara de ocultarlo, eso lo adivinaría un necio. Pero ya no volveré a intentar llevármela por la fuerza. Te diré más: si ella se niega a permanecer aquí, haré pedazos con esta mano que tengo sana, los vendajes que habéis puesto sobre mi cuerpo. No tomaré alimentos, ni bebidas. Y dejaré que mi muerte caiga sobre ti y tus hermanos. ¿Para qué me has atendido entonces? ¿Por qué no has dado orden de que me maten?
Y al decir estas últimas palabras, tiene el semblante pálido de ira y de agotamiento.
Alexandra al oírlo, está segura de que Marco Aurelio cumplirá lo que dice y se quedó anonadada, ante la amenaza de estas palabras. Ella no quiere que muera. Indefenso y herido, ya no le tiene miedo, sino compasión. Marco Aurelio ejerció en su suerte una influencia demasiado trascendental y ha intervenido de tal forma en su vida, que nunca podrá olvidarlo.
Días enteros ha pensado en él e implorado de Dios que lo guíe a la Luz y lo convierta. Que le diera una oportunidad para que ella pueda devolverle bien, por el mal que de él recibiera. Perdón y misericordia a cambio de su persecución, ablandándole el corazón y ganándolo para la causa de Cristo. Dándole la gracia de la salvación…
Y creyó que éste era el momento preciso y que sus plegarias habían sido escuchadas. Se acercó a Lautaro y le dijo con serena dignidad; con tanta majestad, que el anciano presbítero comprendió que una Voluntad más alta, era la que hablaba por su boca.
– Permanezca él entre nosotros, Lautaro. Con él nos quedaremos hasta que Cristo le devuelva la salud completa.
– Sea como tú lo dices. –dijo el anciano respetuoso.
Marco Aurelio, que en todo ese tiempo no había apartado la vista de Alexandra, quedó impactado.
La obediencia reverente del anciano, ¿A qué? ¿A quién?… Le causó una impresión avasalladora. Alexandra apareció ante sus ojos como una especie de sacerdotisa, en medio de los cristianos. Por un momento irradió una Presencia, que la iluminaba toda. Y él se sintió subyugado a la emanación de aquella Presencia, aquella especie de Luz invisible que se percibió en la doncella. Y al amor que hasta ese momento le había arrastrado hacia ella, se unió algo así como un temor reverencial. Y su pasión le pareció por mi primera vez, algo rayano en la insolencia.
Jamás hubiera creído que las relaciones que hay entre ella y él, tomarían un giro de ciento ochenta grados. Ahora no es ella la que depende de su voluntad. Es él, el que está en aquel lugar, quebrantado y enfermo. Ha dejado de ser una fuerza ofensiva y conquistadora hasta quedar indefenso, entregado por completo a la merced y a los cuidados de la joven. Para su índole altiva y dominante, con cualquier otra persona que no fuera Alexandra, esto hubiera sido una tremenda humillación. Pero en lugar de sentirla, creció su admiración, su respeto y su reconocimiento hacia la que ahora es su dueña absoluta.
Desea manifestarle su gratitud desde el fondo de su corazón, junto con todos los sentimientos que él alberga y que jamás mujer alguna le había inspirado. Pero con todo lo que ha pasado está extenuado y no le es posible hablar. Con la mirada le expresa todo y también el inmenso júbilo que lo invade, porque va a permanecer a su lado. Va a poder verla y tenerla cerca. Su único temor es perder más tarde, lo que por fin ha conquistado.
¡Todo es tan sorprendente! Y lo más inusitado es la timidez. Pues cuando ella se acercó a darle de beber, no se atrevió ni siquiera a tocar su mano. Y ella lo notó.
Por primera vez se analizó a sí mismo y vio que era tiránico, insolente, corrompido hasta cierto punto y en caso necesario, también era inexorable e implacable. La vida militar le había dejado con su disciplina, unos resabios de justicia, de religión y de conciencia suficientes, para discernir que no puede ser ruin, con quién le está dando una lección de magnanimidad y de bondad tan regios.
Cuando se enoja es muy impulsivo y en su furia puede arrasar como un huracán. Pero ahora se siente dominado por una ternura insólita, está enfermo y desvalido. Lo único que le importa es que nadie se interponga entre él y Alexandra. Advirtió también con asombro que desde el momento en que ella se puso de su parte, todos se rindieron. Es como si estuvieran confiados en que son protegidos por un poder sobrenatural.
Marco Aurelio le pidió nuevamente a Lautaro que fuesen a buscar al griego y él mandó a Bernabé. Después de tomar el domicilio, éste tomó su manto y salió apresuradamente.
Prócoro fue despertado por la esclava, que le anunció que una persona pregunta por él y desea verlo con urgencia. El griego se levantó, se aseó rápido y fue a ver quién lo busca. Y se quedó petrificado.
Mudo por el asombro, mira al colosal parto.
Bernabé declaró:
– Prócoro Quironio, tu señor Marco Aurelio te ordena que vengas conmigo a donde se encuentra él.
Más tarde, Prócoro y Bernabé cruzaron la entrada y el primer patio. Llegaron al corredor que conduce al jardín de la casita y entraron en ella. La tarde está nublada y fría.
En la semipenumbra, Marco Aurelio adivinó, más que reconocer a Prócoro, en aquel hombre encaperuzado.
El griego vio en el extremo de la habitación junto a una ventana, un lecho y al tribuno acostado en él. Se le acercó y sin mirar a ninguno de los presentes, le dijo:
– ¡Oh, señor! ¿Por qué no has…?
Pero Marco Aurelio le cortó en seco:
– Silencio y escucha con atención. – Y mirando a Prócoro fijamente; de manera enfática y pausada; como queriendo significar al griego que cada una de sus palabras es una orden, agregó- Atlante se arrojó sobre mí intentando robarme y en defensa de mi vida, yo le maté. ¿Entiendes? Estas gentes curaron las heridas que recibí en la lucha.
Prócoro comprendió al punto. Y sin demostrar duda ni asombro, levantó los ojos hacia lo alto y exclamó:
– ¡Pérfido malhechor! Pero yo te advertí señor, que desconfiases de él porque era un pícaro. ¡Ah! Pero ¡Caer sobre su benefactor, sobre un hombre tan magnánimo…!
Marco Aurelio lo miró interrogante y le dijo:
– ¿Qué has hecho hoy?
– ¿Cómo? ¿Qué?… ¿No te he dicho señor, que hice voto por tu salud?
– ¿Nada más?
– Me preparaba a venir a visitarte, cuando este buen hombre llegó a mi casa y me dijo que enviabas por mí.
– Aquí tienes una tablilla. Con ella irás a mi casa. Buscarás a Dionisio, mi mayordomo y se la darás. En esa tabla le comunico que he partido para Benevento. De tu parte le dirás que me fui esta mañana, llamado por una carta urgente de Petronio –y aquí recalcó- He ido a Benevento, ¿Entiendes?
– Te has ido, señor. Esta mañana te despedí en la Puerta Capena. Y desde el momento de tu partida se apoderó de mí tal nostalgia, que si tu magnanimidad no viene a endulzarla, he de llorar hasta morir.
Marco Aurelio, aunque enfermo y habituado a las artimañas del griego, no puede reprimir una sonrisa. Está contento de que Prócoro le haya comprendido inmediatamente.
Así que dijo:
– Entonces también escribiré, que te enjuguen las lágrimas. Dame la vela.
Prócoro se adelantó unos pasos hacia la chimenea y tomó una de las velas que ardían junto a la pared. Pero mientras hizo esto, se le cayó el capuchón y la luz le dio de lleno en la cara.
Mauro saltó de su asiento. Y poniéndosele al frente, le preguntó:
– ¿Nicias, no me reconoces?
Y había en su voz una entonación tan terrible que todos se volvieron a mirarle, asombrados.
Prócoro alzó la vela y se le cortó la respiración. Horrorizado la dejó caer al suelo y empezó a gemir:
– ¡Yo no soy…! ¡Yo no soy…! ¡Perdón!
Mauro se volvió a los cristianos allí reunidos y les dijo:
– ¡Éste es el hombre que me traicionó! ¡Y que nos arruinó a mí y a mi familia!
La historia la saben todos, hasta Marco Aurelio.
Prócoro gimió:
– ¡Perdón! ¡Oh, señor Marco Aurelio! ¡Sálvame! Yo he confiado en ti. Ayúdame… tu carta… yo la entregaré… Por favor, señor…
Pero el patricio que conoce muy bien al griego, declaró:
– ¡Entiérrenlo en el jardín! Otro puede llevar la carta.
Prócoro escuchó esta sentencia de muerte y mira aterrado las manos de Bernabé, que lo ha tomado por el cuello mientras él se arrodillaba diciendo:
– ¡Por vuestro Dios! ¡Tened piedad de mí! ¡Seré cristiano!¡Mauro! ¡Hazme tu esclavo pero no me mates! ¡Ten piedad!…
Un silencio denso siguió a estas palabras…
Mauro cerró los ojos y aspiró profundamente. Se vio el esfuerzo que hizo para dominarse. Oró en silencio y después de una larga pausa, dijo:
– Nicias… ¡Qué Dios te perdone como yo te perdono los crímenes que cometiste contra mí! Yo te bendigo e imploro de Dios que te bendiga con tu conversión.
Y Bernabé soltó al griego diciendo:
– ¡Que el Salvador tenga piedad de ti, así como yo ahora!
Prócoro se desplomó en el suelo y miró a todos lados, aterrorizado, sin poder creer lo que está sucediendo.
Lautaro dijo:
– Vete. Arrepiéntete para que Dios te perdone, como nosotros te hemos perdonado.
Prócoro se levantó sin poder hablar. Se aproximó al lecho de Marco Aurelio. Éste acaba de condenarlo a pesar de haber sido su cómplice. Y los demás, que son los ofendidos, le perdonaron y le dejan ir. Esta idea estará fija en su mente más tarde. Y sin poder asimilar lo sucedido, le dijo a Marco Aurelio con voz quebrantada:
– Dame la carta, señor…Dame la carta.
Y tomando la carta que el tribuno le alargó, hizo una reverencia a todos. Y salió despavorido.
Cuando se sintió a salvo en la calle, se preguntó una y otra vez:
– ¿Por qué no me mataron?
Y no encuentra una respuesta a esta pregunta.
Marco Aurelio está tan asombrado como Prócoro. Que esas gentes le hayan tratado de aquella manera, en lugar de tomar venganza por el asalto que él mismo había perpetrado a su hogar. Y le hubieran curado sus heridas con solicitud, es algo que atribuye en parte a la doctrina que todos ahí profesan. Pero la conducta que han tenido con Prócoro, es algo que está totalmente fuera del alcance de su comprensión, porque rebasa los límites de la magnanimidad a que puedan llegar los hombres. Y aturdido se pregunta al pensar en los crímenes que Prócoro había cometido: ¿Por qué no mataron al griego?
Habrían podido hacerlo con absoluta impunidad. Bernabé lo habría enterrado en el jardín. O podía tirarlo por la noche al río Tíber, ya que durante ese período de asesinatos nocturnos, algunos cometidos por el mismo César en persona; el río arroja por las mañanas cuerpos humanos con tanta frecuencia, que nadie se preocupa por averiguar de dónde proceden.
En su concepto, los cristianos tienen no solo el poder, sino el derecho de matar a Prócoro. Porque la venganza de una ofensa personal y más siendo tan grave como la que recibiera Mauro, le parece no solo natural, sino totalmente justificada. El abandono de tal derecho, le parece totalmente inconcebible. ¡Y no logra entenderlo!
Lautaro había dicho que se debía amar a los enemigos, pero nunca había visto la aplicación de esta teoría que le parece imposible. Y todavía no logra asimilar lo que ha ocurrido. ¡Ni siquiera entregaron al griego al tribunal!
Prócoro le infirió a Mauro el más terrible agravio que un hombre puede hacer a otro. El solo pensamiento de que alguien matase a Alexandra y vendiese a sus hijos como esclavos ¡Le subleva el corazón como una caldera! ¡Él…! ¡No existe tormento que no fuera capaz de aplicar en satisfacción de su venganza! ¡La crucifixión le parece poco! ¡Aunque Prócoro muriese un millón veces, nunca pagaría lo que hizo!
Pero Mauro ha perdonado. Bernabé, que había matado a Atlante en defensa propia; le había perdonado. La única respuesta es:
Los cristianos al abstenerse de matar a Prócoro, le han dado una prueba de bondad tan grande, que no tiene paralelo en el mundo. También han demostrado el amor por sus semejantes que les lleva a olvidarse de sí mismos; de las ofensas recibidas, de su propio bienestar o infortunio. Porque viven solo para su Dios. Y lo más sorprendente es que después de que Prócoro se fue, en todos los semblantes parece resplandecer una íntima alegría. Y hay una paz tan contagiosa, como Marco Aurelio no la había experimentado jamás.
Lautaro se aproximó a Mauro, le puso la mano en el hombro y dijo:
– Demos gracias al Altísimo, porque Cristo ha triunfado una vez más.
Mauro levantó la cara y sus ojos reflejan una serena bondad. ¡Y su rostro irradia la misma extraña Presencia, que el de Alexandra cuando le permitió quedarse!
Marco Aurelio, que solo conoce el placer o la satisfacción nacidos de la venganza, lo mira con curiosidad; sin poder evitar pensar, que aquello es una locura. Y en lo profundo de su corazón sintió un indignado asombro, cuando vio a Alexandra posar sus labios de reina sobre las manos de aquel hombre. Y le pareció que el orden del mundo está totalmente trastornado.
Lautaro declaró que aquel era un día de grandes victorias.
Y cuando Alexandra regresó a llevarle una bebida caliente, Marco Aurelio la tomó de la mano y le dijo:
– ¿Entonces tú también me has perdonado a mí?
Alexandra lo miró con compasión y dijo:
– Somos cristianos y no nos está permitido guardar rencor en nuestro corazón.
Marco Aurelio la miró con una mayor admiración… Y dijo:
– Alexandra, Quienquiera que sea tu Dios, le rindo homenaje solo porque es tu Dios.
– Le alabarás desde el fondo de tu corazón, cuando lo conozcas y hayas aprendido a amarle.
Marco Aurelio cerró los ojos, pues se siente demasiado débil. Ella se fue y regresó más tarde para ver si él dormía. Pero al sentirla, Marco Aurelio abrió los ojos y le sonrió.
Alexandra puso su mano sobre su rostro mientras le dice suavemente:
– Duerme y descansa.
Marco Aurelio experimentó y se dejó dominar por una sensación de dulcísimo bienestar. Pero luego se sintió más penosamente mal.
HERMANO EN CRISTO JESUS: