28.- NÉMESIS20 min read

Un hombre como de cuarenta años, alto, atlético. Con un rostro en el que resaltan unos ojos castaños de mirada dulce y bondadosa, examina con delicadeza y movimientos expertos…

Y luego declara:

–           Sí, Lautaro. Fui médico militar. La guerra es una buena escuela. La herida de la cabeza es leve. Cuando éste, -señaló a Bernabé- lo aventó contra la pared, el joven extendió el brazo tratando de protegerse y al caer pegó contra la balaustrada y se le desarticuló. Así fue como se fracturó también las costillas, pero por lo mismo, salvó la cabeza y su vida.

El anciano replica:

–           Sabemos que eres un buen médico y por eso mandé a buscarte.

Y mientras platican, Mauro empezó a reducir el brazo para entablillarlo…

Y Marco Aurelio se desmayó. Lo cual lo favoreció, pues así no sintió el sufrimiento causado al volver a articular el brazo y la reducción de los huesos rotos. Terminada la operación, Marco Aurelio recuperó el conocimiento y vio delante de él a Alexandra.

Ella está a su cabecera, sosteniendo una palangana, donde Mauro introduce una esponja y humedece la cabeza de su paciente.

Marco Aurelio no puede dar crédito a sus ojos. Creyó estar soñando y después de largo rato, musitó como un suspiro:

–           ¡Alexandra!

La palangana tembló en las manos de ella, al escuchar ese llamado. Lo miró con tristeza y le contestó en voz baja:

–           ¡Que la paz sea contigo!

Y permaneció allí de pie, mirándolo con compasión y mucha tristeza.

Marco Aurelio a su vez la mira anhelante, extasiado ante ella, deseando grabarse su imagen. Ve su rostro pálido, las hermosas trenzas de negros cabellos, vestida con su ropa de esclava. Sus ojos bellísimos y preocupados mientras le atienden…

El tribuno la envuelve con una mirada tan intensa, que la hace ruborizar. Mientras la contempla, reflexiona que esa palidez y esa pobreza en que ahora la ve, son obra suya. Que ha sido él, el que la arrancara de una casa en la que ella vivía rodeada de amor y comodidades. Él le había quitado su bienestar para arrojarla en aquella mísera estancia, vistiéndola con aquella pobre túnica de lana oscura. 

Y le dijo emocionado:

–           Alexandra… Tú no permitiste mi muerte.

Ella contestó con dulzura:

–           Quiera Dios devolverte la salud.

Para Marco Aurelio, que ahora ve todos los agravios que le ha inferido; esas palabras fueron como un bálsamo, que le llegó hasta lo más íntimo del alma. Y si poco antes el dolor le había debilitado, ahora lo desfallece la emoción… Y una especie de languidez profunda, a la par que inefable, se apoderó de todo su ser, con un gozo incomparable.

Mientras tanto, Mauro después de lavarle la herida en la cabeza, le aplicó un ungüento.  Bernabé se llevó la palangana y Alexandra le dio al herido, una copa con vino medicado para el dolor; sosteniéndole con delicadeza, mientras se la acerca a los labios. Más tarde ella llevó la copa vacía al aposento contiguo.

El ya casi ha recuperado sus facultades y Lautaro, después de hablar con Mauro, se aproximó al lecho y dijo:

–           Dios no te ha permitido ejecutar una mala acción y te ha conservado la vida a fin de que reflexiones y te arrepientas. Él ante quien el hombre es solo polvo, te entregó indefenso en nuestras manos… Pero Cristo en quién creemos nos ha ordenado amar aún a nuestros enemigos. Por eso hemos curado tus heridas y como Alexandra te lo ha dicho, imploramos a Dios para que te devuelva la salud. Más no podemos permanecer consagrados a tus cuidados…  Piensa con calma y medita bien si es digno de ti, continuar en tu persecución contra ella. Ya lo ves: has dejado a esa joven sin tutores y a nosotros sin techo. Pero te perdonamos y te devolvemos bien por mal.

Marco Aurelio preguntó:

–           ¿Me abandonaréis acaso?

Lautaro declaró:

–         Vamos a abandonar esta casa, para escapar de la persecución del Prefecto. Tu compañero murió. Tú que eres poderoso entre los tuyos, estás herido. De todo esto nosotros no tenemos la culpa, pero puede caer sobre nosotros la cólera de la ley de Roma.

–           No temáis que os persigan, yo os protegeré

Lautaro se calló que no se trataba solo de ellos. Sino de proteger a Alexandra de él y de su porfiada persecución personal.

Y solo dijo:

–           Señor, tu brazo derecho está sano. Aquí tienes tablillas y un stylus. Escribe a tu casa para que tus sirvientes traigan una litera y te lleven a donde tendrás comodidades que no podemos ofrecerte en medio de nuestra escasez. Vivimos aquí con una pobre viuda que vendrá más tarde acompañada por su hijo. Éste podrá llevar tu carta. En cuanto a nosotros, tendremos que buscar otro lugar…

Marco Aurelio se puso pálido.

Comprendió que lo que quieren es separarlo de ella  y que si ahora la pierde otra vez, no volverá a verla nunca. Mil ideas cruzaron por su mente en unos segundos. Necesita evitarlo e influir desesperadamente en Alexandra y en sus guardianes, pero no sabe cómo. Lo esencial es verla. Gozar de su presencia, aunque solo fuese por unos pocos días y luego decidirá qué hacer. Y por esto, reuniendo con esfuerzo sus pensamientos, dijo:

–           Escúchenme cristianos. Antes yo no os conocía y vuestros hechos me demuestran, que sois gente buena y honrada. A esa viuda que ocupa esta casa, decidle que permanezca en ella. Quédense también ustedes y déjenme que los acompañe. Este hombre que es médico, sabe que no es posible que me traslade hoy fuera de aquí. Estoy enfermo. Tengo un brazo y las costillas rotas. Debo permanecer inmóvil, al menos unos días. Por consiguiente os declaro que no saldré de esta casa, a menos que me arrojéis por la fuerza… –y aquí se detuvo porque la respiración le faltó.

Lautaro respondió:

–           No emplearemos ningún género de violencia contra ti, señor. Deseamos tan solo salvar nuestras vidas.

Marco Aurelio no está acostumbrado a las objeciones. Frunció el ceño y dijo:

–           Permitidme tomar aliento…

Luego de unos instantes, declaró:

–           Por Atlante a quién mató Bernabé, nadie ha de preguntar. Él debía partir hoy a Benevento a donde fue llamado por Haloto y todos creerán que se ha ido. Cuando entramos en esta casa, nadie nos vio, a excepción de un griego que estuvo con nosotros. Les indicaré donde vive ese hombre; tráiganlo aquí. Comunicaré en una carta que también he partido para Benevento. Si el griego dio algún aviso al Prefecto, declararé que fui yo quien mató a Atlante y él, quién me rompió el brazo. Esto haré. Os lo juro por las sombras de mi padre y de mi madre. Podéis permanecer aquí con la seguridad de que nadie os hará ningún daño. Haced venir a ese hombre, ese griego cuyo nombre es Prócoro Quironio.

Lautaro contestó:

–           Entonces  Mauro se quedará contigo y te atenderá la viuda.

Marco Aurelio replicó frunciendo todavía más el ceño:

–          Fíjate bien anciano, en lo que te estoy diciendo.  Yo te debo gratitud y tú me pareces un hombre bueno y honrado, más no me dices lo que verdaderamente piensas. Tienes miedo de que yo haga venir a mis esclavos y se lleven a Alexandra. ¿No es verdad?

–           Así es. –contestó Lautaro con acento severo.

–          Entonces ten presente esto. Hablaré a Prócoro delante de todos vosotros. Y escribiré a mi casa una carta, donde anuncio mi viaje a Benevento. No me valdré en lo sucesivo de otros mensajeros, más que de ustedes. Tened esto en cuenta y no me irritéis más.

Y Marco Aurelio tiene contraído el rostro por la indignación. Y luego añadió con exaltación:

–           ¿Crees que negaré que mi deseo de permanecer aquí es para verla? Aunque tratara de ocultarlo, eso lo adivinaría un necio. Pero ya no volveré a intentar llevármela por la fuerza. Te diré más: si ella se niega a permanecer aquí, haré pedazos con esta mano que tengo sana, los vendajes que habéis puesto sobre mi cuerpo. No tomaré alimentos, ni bebidas. Y dejaré que mi muerte caiga sobre ti y tus hermanos. ¿Para qué me has atendido entonces? ¿Por qué no has dado orden de que me maten?

Y al decir estas últimas palabras, tiene el semblante pálido de ira y de agotamiento.

Alexandra al oírlo, está segura de que Marco Aurelio cumplirá lo que dice y se quedó anonadada, ante la amenaza de estas palabras. Ella no quiere que muera.  Indefenso y herido, ya no le tiene miedo, sino compasión. Marco Aurelio ejerció en su suerte una influencia demasiado trascendental y ha intervenido de tal forma en su vida, que nunca podrá olvidarlo.

Días enteros ha pensado en él e implorado de Dios que lo guíe a la Luz y lo convierta. Que le diera una oportunidad para que ella pueda devolverle bien, por el mal que de él recibiera. Perdón y misericordia a cambio de su persecución, ablandándole el corazón y ganándolo para la causa de Cristo. Dándole la gracia de la salvación…

Y creyó que éste era el momento preciso y que sus plegarias habían sido escuchadas. Se acercó a Lautaro y le dijo con serena dignidad; con tanta majestad, que el anciano presbítero comprendió que una Voluntad más alta, era la que hablaba por su boca.

–           Permanezca él entre nosotros, Lautaro. Con él nos quedaremos hasta que Cristo le devuelva la salud completa.

–           Sea como tú lo dices. –dijo el anciano respetuoso.

Marco Aurelio, que en todo ese tiempo no había apartado la vista de Alexandra, quedó impactado.

La obediencia reverente del anciano, ¿A qué? ¿A quién?… Le causó una impresión avasalladora. Alexandra apareció ante sus ojos como una especie de sacerdotisa, en medio de los cristianos. Por un momento irradió una Presencia, que la iluminaba toda. Y él se sintió subyugado a la emanación de aquella Presencia, aquella especie de Luz invisible que se percibió en la doncella. Y al amor que hasta ese momento le había arrastrado hacia ella, se unió algo así como un temor reverencial. Y su pasión le pareció por mi primera vez, algo rayano en la insolencia.

Jamás hubiera creído que las relaciones que hay entre ella y él, tomarían un giro de ciento ochenta grados. Ahora no es ella la que depende de su voluntad. Es él, el que está en aquel lugar, quebrantado y enfermo. Ha dejado de ser una fuerza ofensiva y conquistadora hasta quedar indefenso, entregado por completo a la merced y a los cuidados de la joven. Para su índole altiva y dominante, con cualquier otra persona que no fuera Alexandra, esto hubiera sido una tremenda humillación. Pero en lugar de sentirla,  creció su admiración, su respeto y su reconocimiento hacia la que ahora es su dueña absoluta.

Desea manifestarle su gratitud desde el fondo de su corazón, junto con todos los sentimientos que él alberga y que jamás mujer alguna le había inspirado. Pero con todo lo que ha pasado está extenuado y no le es posible hablar. Con la mirada le expresa todo y también el inmenso júbilo que lo invade, porque va a permanecer a su lado. Va a poder verla y tenerla cerca. Su único temor es perder más tarde, lo que por fin ha conquistado.

¡Todo es tan sorprendente! Y lo más inusitado es la timidez. Pues cuando ella se acercó a darle de beber, no se atrevió ni siquiera a tocar su mano. Y ella lo notó.

Por primera vez se analizó a sí mismo y vio que era tiránico, insolente, corrompido hasta cierto punto y en caso necesario, también era inexorable e implacable. La vida militar le había dejado con su disciplina, unos resabios de justicia, de religión y de conciencia  suficientes, para discernir que no puede ser ruin, con quién le está dando una lección de magnanimidad y de bondad tan regios.

Cuando se enoja es muy impulsivo y  en su furia puede arrasar como un huracán. Pero ahora se siente dominado por una ternura insólita, está enfermo y desvalido. Lo único que le importa es que nadie se interponga entre él y Alexandra. Advirtió también con asombro que desde el momento en que ella se puso de su parte, todos se rindieron. Es como si estuvieran confiados en que son protegidos por un  poder sobrenatural.

Marco Aurelio le pidió nuevamente a Lautaro que fuesen a buscar al griego y él mandó a Bernabé. Después de tomar el domicilio, éste tomó su manto y salió apresuradamente.

Prócoro fue despertado por la esclava, que le anunció que una persona pregunta por él y desea verlo con urgencia. El griego se levantó, se aseó rápido y fue a ver quién lo busca. Y se quedó petrificado.

Mudo por el asombro, mira al colosal parto.

Bernabé declaró:

–           Prócoro Quironio, tu señor Marco Aurelio te ordena que vengas conmigo a donde se encuentra él.

Más tarde, Prócoro y Bernabé cruzaron la entrada y el primer patio. Llegaron al corredor que conduce al jardín de la casita y entraron en ella. La tarde está nublada y fría.

En la semipenumbra, Marco Aurelio adivinó, más que reconocer a Prócoro, en aquel hombre encaperuzado.

El griego vio en el extremo de la habitación junto a una ventana, un lecho y al tribuno  acostado en él. Se le acercó y sin mirar a ninguno de los presentes, le dijo:

–           ¡Oh, señor! ¿Por qué no has…?

Pero Marco Aurelio le cortó en seco:

–           Silencio y escucha con atención. – Y mirando a Prócoro fijamente; de manera enfática y pausada; como queriendo significar al griego que cada una de sus palabras es una orden, agregó- Atlante se arrojó sobre mí intentando robarme y en defensa de mi vida, yo le maté. ¿Entiendes? Estas gentes curaron las heridas que recibí en la lucha.

Prócoro comprendió al punto. Y sin demostrar duda ni asombro, levantó los ojos hacia lo alto y exclamó:

–           ¡Pérfido malhechor! Pero yo te advertí señor, que desconfiases de él porque era un pícaro. ¡Ah! Pero ¡Caer sobre su benefactor, sobre un hombre tan magnánimo…!

Marco Aurelio lo miró interrogante y le dijo:

–           ¿Qué has hecho hoy?

–           ¿Cómo? ¿Qué?… ¿No te he dicho señor, que hice voto por tu salud?

–           ¿Nada más?

–           Me preparaba a venir a visitarte, cuando este buen hombre llegó a mi casa y me dijo que enviabas por mí.

–           Aquí tienes una tablilla. Con ella irás a mi casa. Buscarás a Dionisio, mi mayordomo y se la darás. En esa tabla le comunico que he partido para Benevento. De tu parte le dirás que me fui esta mañana, llamado por una carta urgente de Petronio –y aquí recalcó- He ido a Benevento, ¿Entiendes?

–           Te has ido, señor. Esta mañana te despedí en la Puerta Capena. Y desde el momento de tu partida se apoderó de mí tal nostalgia, que si tu magnanimidad no viene a endulzarla, he de llorar hasta morir.

Marco Aurelio, aunque enfermo y habituado a las artimañas del griego, no puede reprimir una sonrisa. Está contento de que Prócoro le haya comprendido inmediatamente.

Así que dijo:

–           Entonces también escribiré, que te enjuguen las lágrimas. Dame la vela.

Prócoro se adelantó unos pasos hacia la chimenea y tomó una de las velas que ardían junto a la pared. Pero mientras hizo esto, se le cayó el capuchón y la luz le dio de lleno en la cara.

Mauro saltó de su asiento. Y poniéndosele al frente, le preguntó:

–           ¿Nicias, no me reconoces?

Y había en su voz una entonación tan terrible que todos se volvieron a mirarle, asombrados.

Prócoro alzó la vela y se le cortó la respiración. Horrorizado la dejó caer al suelo y empezó a gemir:

–           ¡Yo no soy…! ¡Yo no soy…! ¡Perdón!

Mauro se volvió a los cristianos allí reunidos y les dijo:

–           ¡Éste es el hombre que me traicionó! ¡Y que nos arruinó a mí y a mi familia!

La historia la saben todos, hasta Marco Aurelio.

Prócoro gimió:

–           ¡Perdón! ¡Oh, señor Marco Aurelio! ¡Sálvame! Yo he confiado en ti. Ayúdame… tu carta… yo la entregaré… Por favor, señor…

Pero el patricio que conoce muy bien al griego, declaró:

–           ¡Entiérrenlo en el jardín! Otro puede llevar la carta.

Prócoro escuchó esta sentencia de muerte y mira aterrado las manos de Bernabé, que lo ha tomado por el cuello mientras él se arrodillaba diciendo:

–           ¡Por vuestro Dios! ¡Tened piedad de mí! ¡Seré cristiano!¡Mauro! ¡Hazme tu esclavo pero no me mates! ¡Ten piedad!…

Un silencio denso siguió a estas palabras…

Mauro cerró los ojos y aspiró profundamente. Se vio el esfuerzo que hizo para dominarse. Oró en silencio y después de una larga pausa, dijo:

–           Nicias… ¡Qué Dios te perdone como yo te perdono los crímenes que cometiste contra mí! Yo te bendigo e imploro de Dios que te bendiga con tu conversión.

Y Bernabé soltó al griego diciendo:

–           ¡Que el Salvador tenga piedad de ti, así como yo ahora!

Prócoro se desplomó en el suelo y miró a todos lados, aterrorizado, sin poder creer lo que está sucediendo.

Lautaro dijo:

–           Vete. Arrepiéntete para que Dios te perdone, como nosotros te hemos perdonado.

Prócoro se levantó sin poder hablar. Se aproximó al lecho de Marco Aurelio. Éste acaba de condenarlo a pesar de haber sido su cómplice. Y los demás, que son los ofendidos, le perdonaron y le dejan ir. Esta idea estará fija en su mente más tarde. Y sin poder asimilar lo sucedido, le dijo a Marco Aurelio con voz quebrantada:

–           Dame la carta, señor…Dame la carta.

Y tomando la carta que el tribuno le alargó, hizo una reverencia a todos. Y salió despavorido.

Cuando se sintió a salvo en la calle, se preguntó una y otra vez:

–           ¿Por qué no me mataron?

Y no encuentra una respuesta a esta pregunta.

Marco Aurelio está tan asombrado como Prócoro. Que esas gentes le hayan tratado de aquella manera, en lugar de tomar venganza por el asalto que él mismo había perpetrado a su hogar. Y le hubieran curado sus heridas con solicitud, es algo que atribuye en parte a la doctrina que todos ahí profesan. Pero la conducta que han tenido con Prócoro, es algo que está totalmente fuera del alcance de su comprensión, porque rebasa los límites de la magnanimidad a que puedan llegar los hombres. Y aturdido se pregunta al pensar en los crímenes que Prócoro había cometido: ¿Por qué no mataron al griego?

Habrían podido hacerlo con absoluta impunidad. Bernabé lo habría enterrado en el jardín. O podía tirarlo por la noche al río Tíber, ya que durante ese período de asesinatos nocturnos, algunos cometidos por el mismo César en persona; el río arroja por las mañanas cuerpos humanos con tanta frecuencia, que nadie se preocupa  por averiguar de dónde proceden.

En su concepto, los cristianos tienen no solo el poder, sino el derecho de matar a Prócoro. Porque la venganza de una ofensa personal y más siendo tan grave como la que recibiera Mauro, le parece no solo natural, sino totalmente justificada. El abandono de tal derecho, le parece totalmente inconcebible. ¡Y no logra entenderlo!

Lautaro había dicho que se debía amar a los enemigos, pero nunca había visto la aplicación de esta teoría que le parece imposible. Y todavía no logra asimilar lo que ha ocurrido. ¡Ni siquiera entregaron al griego al tribunal!

Prócoro le infirió a Mauro el más terrible agravio que un hombre puede hacer a otro. El solo pensamiento de que alguien matase a Alexandra y vendiese a sus hijos como esclavos ¡Le subleva el corazón como una caldera! ¡Él…! ¡No existe tormento que no fuera capaz de aplicar en satisfacción de su venganza! ¡La crucifixión le parece poco! ¡Aunque Prócoro muriese un millón veces, nunca pagaría lo que hizo!

Pero Mauro ha perdonado. Bernabé, que había matado a Atlante en defensa propia; le había perdonado. La única respuesta es:

Los cristianos al abstenerse de matar a Prócoro, le han dado una prueba de bondad tan grande, que no tiene paralelo en el mundo. También han demostrado el amor por sus semejantes que les lleva a olvidarse de sí mismos; de las ofensas recibidas, de su propio bienestar o infortunio. Porque viven solo para su Dios. Y lo más sorprendente es que después de que Prócoro se fue, en todos los semblantes parece resplandecer una íntima alegría. Y hay una paz tan contagiosa, como Marco Aurelio no la había experimentado jamás.

Lautaro se aproximó a Mauro, le puso la mano en el hombro y dijo:

–           Demos gracias al Altísimo, porque Cristo ha triunfado una vez más.

Mauro levantó la cara y sus ojos reflejan una serena bondad. ¡Y su rostro irradia la misma extraña Presencia, que el de Alexandra cuando le permitió quedarse!

Marco Aurelio, que solo conoce el placer o la satisfacción nacidos de la venganza, lo mira con curiosidad; sin poder evitar pensar, que aquello es una locura. Y en lo profundo de su corazón sintió un indignado asombro, cuando vio a Alexandra posar sus labios de reina sobre las manos de aquel hombre. Y le pareció que el orden del mundo está totalmente trastornado.

Lautaro declaró que aquel era un día de grandes victorias.

Y cuando Alexandra regresó a llevarle una bebida caliente, Marco Aurelio la tomó de la mano y le dijo:

–           ¿Entonces tú también me has perdonado a mí?

Alexandra lo miró con compasión y dijo:

–           Somos cristianos y no nos está permitido guardar rencor en nuestro corazón.

Marco Aurelio la miró con una mayor admiración… Y dijo:

–           Alexandra, Quienquiera que sea tu Dios, le rindo homenaje solo porque es tu Dios.

–           Le alabarás desde el fondo de tu corazón, cuando lo conozcas y hayas aprendido a amarle.

Marco Aurelio cerró los ojos, pues se siente demasiado débil. Ella se fue y regresó más tarde para ver si él dormía. Pero al sentirla, Marco Aurelio abrió los ojos y le sonrió.

Alexandra puso su mano sobre su rostro mientras le dice suavemente:

–           Duerme y descansa.

Marco Aurelio experimentó y se dejó dominar por una sensación de dulcísimo bienestar. Pero luego se sintió más penosamente mal.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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