Mis tristezas. De hombre. Todas las pasiones del hombre se han levantado como serpientes encolerizadas silbando sus derechos de existir y Yo las he tenido que sofocar una a una, para subir libremente a mi Calvario.
No todas las pasiones son malas. Yo doy a este nombre sentido filosófico, no el que vosotros le dais confundiendo el sentido con el sentimiento. Y las pasiones buenas, Jesús–Hombre las tenía como todos los hombres justos. Pero también las pasiones buenas pueden convertirse en enemigas en determinados momentos, cuando con su voz forman una cadena de durísimo, fortísimo, anudadísimo acero, para impedirnos cumplir la voluntad de Dios.
¡La Madre! ¡Oh amor de Madre! ¡Invocado amor inclinado sobre mi dolor! ¡Amor que he rehusado para no hacerte morir con mi dolor! ¡Amor de mi Madre!
Sí, lo sé. Te llegaba cada sollozo, ¡oh Santa! Cada vez que te llamaba cada una de mis invocaciones atravesaba el espacio y penetraba como espíritu en el aposento en que tú como siempre, pasabas tu noche orando y en aquella noche: orando no con éxtasis sino con tormento en el alma. Lo sé y me prohibía a mí mismo llamarte, para no hacerte llegar el lamento de tu Hijo, ¡oh Madre mártir que iniciabas tu Pasión, solitaria como Yo solitario, en la noche del Jueves pascual!
El hijo que muere entre los brazos de su madre no muere: se adormece acunado por una nana de besos que continúan los ángeles hasta el momento en que la visión de Dios quita de la memoria del hijo el deseo de su madre. Pero Yo tenía que morir entre los brazos de los verdugos y en un patíbulo, y cerrar los ojos y los oídos al griterío de maldiciones y gestos de amenazas.
¡Cómo te amé, Madre, en aquella hora del Getsemaní!
Todo el amor que te había dado y que me habías dado durante treinta y tres años de vida estaban ante Mí y sostenían su causa y me imploraban que tuviera piedad de ellos, recordándome cada uno de tus besos, cada uno de tus cuidados, las gotitas de leche que me habías dado, mis pequeños pies fríos de niño pobre en el hueco tibio de tus manos, las canciones de tu boca, la ligereza de tus dedos entre mis abundantes rizos, y tus sonrisas, y tu mirada y tus palabras, y tus silencios, y tu paso de paloma que posa sus rosados pies en el suelo pero tiene ya las alas entreabiertas, preparadas para el vuelo, y ni siquiera hace que se plieguen los tallos, de tan ligero que es su caminar, porque Tú estabas en la Tierra para mi alegría, ¡oh Madre! pero siempre tenías las alas trémulas de Cielo, ¡oh santa, santa, santa y enamorada!
Todas las lágrimas que ya te había costado y todas las que ahora fluían de tus ojos y las que manarían en los tres días sucesivos, las oía caer como lluvia de lamento. ¡Oh las lágrimas de mi Madre!
Pero ¿quién puede ver llorar, oír llorar a su madre y no tener presente, mientras le dure la vida, el tormento de aquel llanto? He tenido que anular, sofocar el amor humano por ti Madre, y pisotear tu amor y mi amor para caminar por la vía de la Voluntad de Dios.
¡Y empezó a torturarme la Nostalgia de la tranquila casa santificada por tantas oraciones de los justos, convertida en Templo por haber acogido los esponsales de Dios, hecha Cielo por haber hospedado entre sus paredes a la Trinidad encerrada en el alma del Cristo Dios!
Y estaba solo. ¡Solo! ¡Solo! La Tierra y el Cielo no tenían ya habitantes para Mí. Era el Hombre cargado de los pecados del mundo. Por ello odiado por Dios. Tenía que pagar para redimirme y volver a ser amado. Era el Hombre cargado de la Bondad del Cielo y por eso odiado por los hombres a los que la Bondad repugna. Tenía que ser matado como castigo por ser bueno.
Y también vosotras, las honestas alegrías del trabajo cumplido para dar el pan de cada día, incluso a Mí mismo antes, para después dar el pan espiritual a los hombres, os habéis puesto delante de Mí para decirme: “¿Por qué nos dejas?”.
El estruendo crece. Ya no hay sonido de flauta en sordina, ya no quedan caricias ni ungüentos. Es clangor de instrumentos a todo volumen, es un golpe, una puñalada, una llama que ahoga y arde. Y en la llama he aquí que la vida pasa ante tu mirada espiritual. Ya había pasado antes con su aspecto resignado de algo sacrificado. Ahora vuelve con vestido de reina prepotente y dice: “¡Adórame! ¡Soy yo quien reina! Éstos son mis dones. Los dones que te he dado y aún te daré otros más hermosos si me eres fiel”.
Sé Rey y Dios. ¿No tienes armas? ¿Ni milicias? ¿Ni riquezas? Ya te dije una vez que un resto de amor, el poco que me puede haber quedado del tesoro de amor que era mi vida angélica, hay en mí por Ti que eres bueno. Te amo, mi Señor, y te quiero servir.
Trató luego de halagarme y atormentó mi alma con el recuerdo de mi Madre y sus sufrimientos…
Pero vida y afectos no deben volverse enemigos.
Nunca. Si tales llegan a ser hay que romperlos.
Los he roto, uno a uno.
Ya había roto la agitación humana de desprecio hacia el Traidor. Y un nervio de mi Corazón se había lacerado en el esfuerzo…
Es tanta la congoja, que grita los nombres de sus apóstoles para vencerla:
– ¡Pedro!… ¡Juan!…
Y se dice:
– Ahora vendrán. ¡Ellos son muy fieles!
Pero “ellos” no vienen.
Satanás aprovechó el recuerdo y añadió su veneno en la herida:
El apóstol que más has amado y todos los que al igual que él, TE TRAICIONARÁN Y ME SERVIRÁN A MÍ. ¡MIRA…! ¿De qué servirá tu divino sacrificio para ellos? Los hombres no merecen, ni tu amor ni tu sacrificio… ¿POR QUÉ NO ME HACES CASO? Yo te estoy ofreciendo ¡TODO!… Todo lo que Adán me entregó, te lo devolveré. ¡Ni siquiera él que te conocía, supo ser agradecido con tu herencia! NO HAY NECESIDAD DE QUE CONOZCAS LA MUERTE TAN CRUEL QUE VOY A DARTE…
La inutilidad de mi muerte por los hombres ingratos…
Me ofreció vivir rico, feliz y amado…
Realizando un largo apostolado en el que él me ayudaría.
Dios me perdonaría, al ver cuántos hombres se salvarían al creer en Mí y además no sufriría una muerte tan atroz.
También en el desierto me había tentado con poner a Dios a prueba con la imprudencia.
Con la Oración lo vencí: ‘¡ABBA, PADRE! Todo es posible para Ti; aparta de Mí esta copa. Pero no sea como Yo quiero, sino como quieras Tú.’
El espíritu superó la Tentación Moral. El alma venció sus pasiones.
Tiene un gran desasosiego físico. Es una pena muy dolorosa contemplarlo con el rostro descompuesto… Ir y venir. Levantar los brazos. Retorcerse las manos, llorar y abatirse… Luego se detiene y sus ojos no miran sino su tortura y todo contribuye a esta tortura; a aumentarla… Hasta el manto tejido por su Madre…
Lo besa y dice:
-¡Perdón, Mamá! ¡Perdón!
Parece como si se lo pidiera al paño hilado y tejido por el amor materno… Vuelve a ponérselo. Está lleno de congoja. Quiere orar para superarla. Pero con la oración vuelven los recuerdos, los temores, las dudas, las añoranzas… Es un alud de nombres… ciudades… personas… hechos… en un recuento muy rápido y entrecortado.
Es su vida evangélica lo que desfila ante Él… y le trae el recuerdo de Judas el traidor.
¡Los amigos!… Uno me había traicionado. Y mientras que Yo esperaba la muerte él se apresuraba a traérmela. Creía que iba a alegrarse con mi muerte… Los otros dormían. Y aún así les amaba. Habría podido despertarles, huir con ellos, a otro sitio, lejos y salvar vida y amistad. Y en cambio tenía que callar y quedarme. Quedarme quería decir perder los amigos y la vida. Ser un repudiado, eso es lo que quería decir.
¿Te niegas a escucharme? Te has cubierto con todos los pecados del Mundo y esto me permite acercarme a Ti y hacer contigo lo que yo quiera… Eres mi Dios, pero ahora yo soy superior a Ti. Estás dispuesto a Sacrificarte y ¿Para qué?… Mira lo que los hombres harán cuando la Iglesia que vas a fundar con tu sacrificio, también sea mía. Ellos me adorarán a mí. Y a ti te odiarán y rechazarán con el mismo desprecio que el don de la vida. Mira como estarás de afligido, ¡Mira! Te niegas a oírme, pero ¡Mírate, Dios del Sinaí!…
Los llama de nuevo. Parece aterrorizado, como que está viendo algo que no puede soportar… Y huye rápidamente hacia donde están Pedro y los dos hermanos… Los encuentra más acomodados y profundamente dormidos, alrededor de unos pocos rescoldos que ya están mortecinas entre la ceniza.
Jesús exclama:
– ¡Pedro! ¡Os he llamado tres veces! ¿Pero qué hacéis? ¿Dormís todavía? ¡Pero no sentís cuánto sufro! Orad. Que la carne no venza, en ninguno. Que no os venza. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Ayudadme…
Los tres se despiertan con mayor lentitud. Pero al final lo hacen. Y con ojos aturdidos se ponen en pie, primero sentándose, luego irguiéndose del todo.
Y balbucean unas disculpas.
Pedro dice en tono bajo:
– ¡Pues fíjate!… ¡No nos ha sucedido nunca esto! Debe haber sido ese vino, sin duda. Era fuerte. Y también este fresco. Nos hemos tapado para no sentirlo (en efecto, se habían tapado hasta la cabeza incluso, con los mantos) y hemos dejado de ver el fuego y hemos dejado de tener frío y bueno, pues el sueño ha venido.
Santiago está muy apenado:
– ¿Dices que has llamado? Es curioso, no me parecía dormir tan profundamente… Arriba, Juan, vamos a buscar algunas ramas. Vamos, pongámonos en movimiento. Se nos pasará. Está seguro, Maestro, que a partir de ahora… estaremos en pie…
Y arroja a las brasas un puñado de hojas secas, soplando hasta que la llama se levanta e ilumina la pobre faz de Jesús, cubierta con una infinita tristeza… Toda la luminosidad de ese rostro ha quedado diluida en un cansancio mortal…
Jesús dice:
– ¡Estoy en una angustia que me mata! ¡Oh, sí! Mi alma está triste hasta el punto de morir. ¡Amigos… ¡Amigos! ¡Amigos!
Y su aspecto refleja una terrible agonía.
Ya es el de un moribundo que muere en el más angustioso y desolado de los abandonos. Cada palabra parece brotar con un acceso de llanto…
Pero los tres están somnolientos y se mueven con pasos inciertos; con los ojos semicerrados, tanto que parecen casi ebrios…
Jesús los mira… Y comprende…
Su Mortal Enemigo, mientras lo destroza a ÉL, a ellos los adormece para que no oren y de esta manera neutraliza cualquier resistencia.
No los mortifica con reproches. Menea la cabeza, suspira y vuelve a marcharse, al lugar de antes. Y vuelve arrodillarse para implorar con más fervor…
Pero Satanás se burla y prosigue implacable:
Eres el Redentor de los hombres. ¿Por qué no quieres serlo de tu ángel caído? Era tu predilecto porque era el más luminoso y Tú eres la Luz. Ahora soy la Tiniebla. Pero las lágrimas de mi tormento son tan numerosas que han colmado el Infierno de fuego líquido. Deja que yo me redima. Solamente un poco. Que de demonio me convierta en hombre. El hombre sigue siendo tan inferior a los ángeles. Pero ¡Cuán superior es a mí, demonio!
Haz que me convierta en hombre. Dame una vida de hombre, tribulada, torturada, todo lo angustiada que quieras. Siempre será un paraíso respecto de mi tormento demoníaco y podré vivirla en modo tal de merecer el expiar por milenios y al fin poder llegar de nuevo a la Luz: a Ti.
Deja que yo te sirva a cambio de esto que te pido. No hay arma que venza las mías, ni ejército más numeroso que el mío. Las riquezas de las que dispongo no tienen medida, porque te haré rey del mundo si aceptas mi ayuda, y todos los ricos serán tus esclavos. Mira: tus ángeles, los ángeles de tu Padre están ausentes. Pero los míos están preparados para vestirse con aspecto angélico para hacerte corona y dejar pasmada a la plebe ignorante y malvada.
Jesús prosigue su Oración sin hacer caso de las palabras satánicas.
Y en el sonido de los instrumentos vuelven las voces de las cosas y de las personas. Ya no imploran. Mandan, imprecan, insultan, maldicen, porque los abandonamos. Todo vuelve para atormentarnos. Todo. Y el alma turbada lucha cada vez más débilmente.
Cuando vacila como un guerrero desangrado y busca en el Cielo o en la Tierra un apoyo para no sucumbir, entonces Lucifer le deja su hombro. Tan sólo está él… Se pide auxilio… Tan sólo responde él… Se busca una mirada de piedad… Tan sólo se encuentra la suya…
¡Ay de aquel que crea en su sinceridad! Con la poca energía que sobrevive hay que apartarse de aquel apoyo, volver a entrar en la soledad, cerrar los ojos y contemplar el horror de nuestro destino antes que su falso aspecto, alzar las manos que tiemblan y apretarlas contra los oídos para obstaculizar la voz que engaña.
Toda arma cae al hacer así. Ya no se es más que una pobre cosa moribunda y sola. No se logra ya ni tan siquiera orar con la palabra porque el acre del aliento de Satanás nos obstruye la faringe. Tan sólo el subconsciente ora. Ora. Ora. Agita sus alas en la agonía como el convulso batir de una mariposa traspasada, y con cada batido de alas dice: “Creo, espero, amo. A pesar de todo creo, a pesar de todo espero, te amo a pesar de todo”.
No dice: “Dios”. Ya no osa pronunciar su Nombre. Se siente demasiado inmundo por la cercanía de Satanás. Pero ese nombre lo trazan las lágrimas de sangre del corazón sobre las alas angélicas del espíritu, que vosotros llamáis subconsciente mientras que en realidad es el superconsciente y en cada batido de alas ese Nombre resplandece como un rubí tocado por el sol, y Dios lo ve, y las lágrimas de piedad de Dios circundan con perlas el rubí de vuestra sangre que gotea en un llanto heroico.
¡Oh almas que subís hasta Dios con ese Nombre así escrito con rubíes y perlas!… ¡Flores de mi Paraíso!
Entonces se burló de Mí.
¿No sabes decir palabras de mando? Yo te las sugeriré, estoy aquí para esto. Brama y amenaza. Escúchame. Di palabras de mentira. Pero triunfa. Di palabras de maldición. Di que te las sugiere el Padre.
¿Quieres que simule la voz del Eterno? Lo haré. Lo puedo hacer todo. Soy el rey del mundo y del Infierno. Tú eres sólo el Rey del Cielo. Por eso yo soy más grande que Tu. Pero todo lo pongo a tus pies si Tú lo quieres.
¿La Voluntad de tu Padre? ¿Pero cómo puedes pensar que Él quiera la muerte de su Hijo? ¿Piensas que pueda forjarse ilusiones sobre su utilidad? Tú ofendes a la Inteligencia de Dios.
Ya has redimido a los que pueden redimirse con tu santa Palabra. No hace falta más. Cree que quien no cambia por la Palabra no cambia por tu Sacrificio. Cree que el Padre te ha querido probar. Pero le basta tu obediencia. No quiere más.
¡Le servirás mucho más viviendo! Puedes recorrer el mundo. Evangelizar. Curar. Elevar. ¡Oh feliz destino! ¡La Tierra habitada por Dios! Esta es la verdadera redención. Rehacer de la Tierra el Paraíso terrestre en el que el hombre vuelve a vivir en santa amistad con Dios y oiga su voz y vea su semblante. Un destino aún más feliz que el de los Primeros. Porque te verían a Ti: verdadero Dios, verdadero Hombre.
¡La Muerte! ¡Tu Muerte! ¡El tormento de tu Madre! ¡La mofa del mundo! ¿Por qué? ¿Quieres ser fiel a Dios? ¿Por qué? ¿Él te es fiel? No. ¿Dónde están sus ángeles? ¿Dónde su sonrisa? ¿Qué es lo que tienes ahora por alma? Un andrajo desgarrado, debilitado, abandonado.
Decídete. Dime: ‘Sí’.
Me presentó el Abandono del Padre. Que el Cielo estaba cerrado para Mí y que Dios no me amaba
más; porque al estar cubierto con todos los pecados del mundo, le causaba asco y por eso me entregaba al escarnio de una plebe feroz y que me había dejado completamente solo.
Totalmente solo… En manos de él…
Que podía destruirme y nadie me defendería.
Los hombres, o eran indiferentes o me odiaban.
Yo redoblé mis plegarias para cubrir las palabras satánicas.
Pero mi Oración subía a un Cielo que estaba cerrado y volvía a caer sobre Mí como una piedra…
Y fue entonces que probé toda la amargura del Cáliz: el sabor de la desesperación.
¿Ya es tarde? No, no es demasiado tarde. ¿Qué ya vienen los hombres armados? No importa. Sé que te preparas para ser manso. Te equivocas. Una vez te enseñé a triunfar en la vida. No has querido escucharme y ahora ves que estás vencido. Ahora escúchame. Ahora que te enseño a triunfar sobre la muerte.
Quise vencer la desesperación y a Satanás, que es su origen y FUE CUANDO SUDÉ SANGRE…
Mi sufrimiento y mi abatimiento eran tan intensos que se convirtieron en una agonía en aumento, hasta llegar el momento en que sudé sangre; por el tremendo esfuerzo que hice para vencerme y resistir el peso que se me había impuesto.
Entonces se burló de Mí.
Me presentó el Abandono del Padre. Que el Cielo estaba cerrado para Mí y que Dios no me amaba más; porque al estar cubierto con todos los pecados del mundo, le causaba asco y por eso me entregaba al escarnio de una plebe feroz y que me había dejado completamente solo.
Totalmente solo… En manos de él…
Que podía destruirme y nadie me defendería.
Los hombres, o eran indiferentes o me odiaban.
Ora de nuevo, en pie con los brazos en cruz…
Luego de rodillas, como antes, curvado el rostro sobre las florecillas. Piensa. Calla…
Luego gime y solloza tan fuertemente, tan abatido sobre los calcañares, que está casi prosternado.
Llama al Padre, cada vez con más congoja…
– ¡Oh! ¡Es demasiado amargo este cáliz! ¡No puedo! ¡No puedo! Está por encima de lo que Yo puedo. ¡Todo lo he podido! Pero no esto… ¡Aléjalo, Padre, de tu Hijo! ¡Piedad de mí!… ¿Qué he hecho para merecerlo?…
Luego, cobrando nuevas fuerzas, dice:
– Pero, Padre mío, no escuches mi voz si pide algo contrario a tu voluntad. No recuerdes que soy Hijo tuyo, sino sólo servidor tuyo. No se haga mi voluntad, sino la tuya.
Permanece así durante un rato. Luego emite un grito ahogado y levanta la cara: es un rostro desencajado. Un instante sólo. Luego se derrumba rostro en tierra y se queda así. Un deshecho de hombre sobre el que pesa todo el pecado del mundo; sobre el que se abate toda la Justicia del Padre; sobre el que desciende las tinieblas, la ceniza, la hiel. Esa tremenda, tremenda, tremendísima cosa que es el abandono de Dios mientras Satanás nos tortura… Es la asfixia del alma, es estar sepultados vivos en esta cárcel que es el mundo, cuando ya no puede sentir que entre nosotros y Dios hay una unión. Es sentirse encadenado, amordazado, lapidado por nuestras propias oraciones que caen sobre nosotros cuajadas de agudas puntas y llenas de fuego. Es chocar de plano contra un Cielo cerrado en que no penetran ni voz, ni mirada de nuestra angustia. Es estar “huérfanos de Dios”. Es la locura, la agonía, la duda de habernos engañado hasta ese momento. Es la persuasión de ser rechazados por Dios; de estar condenados. ¡Es el infierno!…
Las víctimas propiciatorias lo conocen. Y no soportan ver los mismos espasmos en Cristo, sabiendo que es un millón de veces más atroz que el que las ha consumido a ellas y que con solo el recodarlo, los perturba profundamente.
La tercera Hora de mi Agonía…
La tercera fue la locura, fue la desesperación, fue la agonía, fue la muerte. La muerte de mi alma. No resucitó solamente mi cuerpo. También mi alma ha tenido que resucitar. Porque conoció la Muerte.
Que no os parezca herejía. ¿Qué es la muerte del espíritu? La separación eterna de Dios. Pues bien: yo estaba separado de Dios. Mi espíritu había muerto. Es la verdadera hora de eternidad que concedo a mis predilectos.
Nosotros conocemos la muerte del espíritu, sin haberla merecido, para comprender el horror de la condenación, que es el tormento de los pecadores impenitentes. La conocemos para poder salvarles, lo sé. El corazón se rompe. Lo sé. La razón vacila. Lo sé todo, alma amada. Lo he pasado antes que tú. Es el horror infernal, estamos a la merced del Demonio porque estamos separados de Dios.
¿Tú crees que Marta, que venció al dragón, tembló más que nosotros? No. Nuestro sufrimiento es mayor. La fiera vencida por Marta era una fiera espantosa pero era una fiera de la Tierra. Nosotros vencemos a la Fiera–Lucifer. ¡Oh, no hay parangón! Y la Fiera–Lucifer viene cada vez más cerca cuando todo, en el Cielo y en la Tierra, se aleja de nosotros.
Satanás prosigue implacable:
¿Oyes? Los sicarios salen del Templo. Decídete. Líbrate. Sé digno de tu Naturaleza.
Eres un sacrílego porque permites que manos asquerosas de sangre y libídine te toquen: Santo de los santos. Eres el primer sacrílego del mundo. Dejas la Palabra de Dios en las manos de los puercos, en la boca de los puercos.
Decídete. Sabes que te espera la muerte. Yo te ofrezco la vida, la alegría. Te devuelvo a tu Madre.
¡Pobre Madre! ¡Tan sólo te tiene a Ti! Mírala como agoniza… y Tú te preparas para hacerla agonizar aún más. ¿Pero qué hijo eres? ¿Qué respeto tienes a la Ley? Tú no respetas a Dios. No respetas a la que te ha generado. Tu Madre… Tu Madre… Tu Madre…”.
Jesús gime, entre estertores y suspiros agónicos:
-¡Nada!… ¡Nada!… ¡Fuera!… ¡La voluntad del Padre! ¡Eso! ¡Sólo eso!… Tu voluntad, Padre; la tuya, no la mía… Inútil. No tengo sino un Señor: Dios santísimo. Una ley: la obediencia. Un amor: la redención… No. Ya no tengo ni Madre ni vida ni divinidad ni misión. Inútilmente me tientas demonio, con la Madre, la vida, mi divinidad, mi misión. Tengo por madre a la Humanidad y la amo hasta morir por ella. La vida se la devuelvo a quien me la dio y ahora me la pide, supremo Señor de todo viviente. La divinidad la afirmo siendo capaz de esta expiación. La misión la cumplo con mi muerte. No tengo nada más. Nada, aparte de hacer la voluntad del Señor, mi Dios. ¡Retrocede, Satanás! Lo dije la primera y la segunda vez. Vuelvo a decirlo la tercera: “Padre, si es posible pase de mí este cáliz. Pero, hágase tu voluntad, no la mía”. Retrocede, Satanás. Yo soy de Dios.
Luego ya no habla. Sólo murmura entre jadeos: « ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!». Lo llama a cada latido de su corazón, y parece rezumar la sangre a cada latido. La tela, estirada sobre los hombros, se embebe de sangre y adquiere de nuevo un tono oscuro, a pesar del intenso resplandor de la luna llena que todo lo envuelve.
He respondido… María, he respondido reuniendo las fuerzas, bebiendo llanto y sangre que chorreaban de los ojos y de los poros, he respondido:
“Ya no tengo Madre. Ya no tengo vida. Ya no tengo divinidad. Ya no tengo misión. Ya no tengo nada. Sólo hacer la Voluntad del Señor, mi Dios. ¡Aléjate, Satanás! Lo he dicho la primera y la segunda vez. Lo repito la tercera: ‘Padre, si es posible que pase de Mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya’. Vete, Satanás. Yo soy de Dios!”.
María, he respondido así… Y el Corazón se ha quebrado con el esfuerzo. El sudor se ha convertido de gotitas en regueros de sangre. No importa. He vencido.
Yo he vencido a la Muerte. Yo. No Satanás. La Muerte se vence aceptando la muerte.
Has conocido la extrema tentación de tu Jesús.
Mi mayor dolor, fue pensar para cuántos mi Martirio sería estéril…
Todos los que rechazarían la Salvación y preferirían las Tinieblas a la Luz…
A éstos también los tuve presentes y a sabiendas de ello, me dirigí a la Muerte…