SEGUNDO MISTERIO DE GLORIA
LA ASCENCIÓN DE JESÚS AL CIELO
La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y se escuchan las voces de los apóstoles. Es una señal para Jesús y María. Se detienen. Se miran, el Uno enfrente de la Otra y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre… El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse.
Luego la Mujer como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Luego se inclina y la levanta, depositando un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos. ¡Todavía muy juveniles!
Regresan hacia la casa y Pedro les sale al encuentro diciendo:
– ¡Señor! Afuera entre el monte y Betania, están todos los que querías bendecir hoy.
Jesús contesta:
– Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.
María se retira y se quedan Jesús con sus once apóstoles en el comedor. En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras; un ánfora de vino y otra más grande de agua. Y panes anchos.
Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús…
Una comida de breve duración, y silenciosa.
Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.
La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa y dice:
– Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.
No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión. Recordad que Yo -y era Dios- me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador. Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.
Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero no. Quiero que permanezcáis aquí.
Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones. Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está condenada.
Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.
Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho.
Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.
Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí; hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla. Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.
Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz. Jerusalén es su matriz y en su interior el corazón aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros.
Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor. Yo también era el Señor como Él. Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines. Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo. Así pues, caridad y pureza perfectas para poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.
Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines. Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.
No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo. Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.
¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena? Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días. Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.
– ¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? – le preguntan interrumpiéndole.
– Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder. Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Otra cosa quiero. Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano. Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia. Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano. Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco.
Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro… tú estás destinado a otros honores…
Pedro dice:
– Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos…
Santiago de Alfeo se inclina rindiendo homenaje a Pedro y contesta:
– Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: “Hágase lo que Tú quieres”. Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal.
Jesús confirma:
– Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.
No os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.
Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo. Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo. En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones -voluntarias o impuestas- de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí. Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.
Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos: “¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece la pena ser de Dios”, responded: “El dolor no viene de Dios. Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios”. Responded: “Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús”. Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24): “La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas”. Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron”. Pero decidles también: “¡Venid a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación. Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros”.
Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria. “Yo seré vuestra desmesurada recompensa” promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles. Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones. Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.
Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta. Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero no existen otros… Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar. Es el amor. Siempre el amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad. Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.
Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina ellos lloran, llenos de turbación.
Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos solicita por todos, intuyendo el deseo de todos:
– ¡Danos al menos tu Pan! ¡Qué nos fortalezca en este momento!
Jesús le responde:
– ¡Así sea!
Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:
– Haced esto en memoria mía – añadiendo- De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.
Los bendice y dice:
– Y ahora vamos.
Salen de la habitación, de la casa…
Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.
Jesús los bendice al pasar y dice:
– La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado.
Marcos se alza y dice:
– Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.
– Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.
Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.
Los apóstoles dicen entre sí:
– Entonces, han venido todos.
Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y viéndolo acercarse, se levanta y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.
Jesús las invita:
– Ven, Madre, y también tú, María… – al verlas paradas, paralizadas por su majestad que es tan resplandeciente y emana como en la mañana de la Resurrección.
Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que afablemente, pregunta a María de Alfeo:
– ¿Estás sola?
María de Alfeo contesta:
– Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza… yo que tenía mi sol y todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!… ¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… – y jadea ahogándose por el llanto.
Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:
– Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo y que os inclinasteis ante su anonadamiento; estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.
A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo. A ti Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles. A ti Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo y venido a la Luz más que a la vista. A ti Nicolái, que siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras discípulas buenas y más fuertes que Judit, sin que por ello dejan de ser dulces.
Y a ti Margziam niño mío, qué tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, en memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante del cancel de Lázaro con el rótulo de desafío: “Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado”… Último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a Mí aun inconscientemente y primero de los inocentes de todas las naciones; de los inocentes que por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.
A todos… A todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre. Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.
Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre. Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador. Benditas seáis todas las criaturas obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición – dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación) ¡Benditos seáis también vosotros instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!
¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones. Rodeándolo mientras sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, Jesús ordena a los discípulos:
– Detened a la gente donde está. Luego seguidme.
Y sigue subiendo hasta la cima junto con su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Marcial.
Jesús luego se sube sobre un gran peñasco albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear cual si fuera nieve su túnica; relucir cual si fueran de oro, sus cabellos. Y sus ojos centellean con luz divina.
Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.
Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:
– ¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.
Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor.
Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.
Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia.
Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende… Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores…
En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac.
Los demás están enmudecidos por religioso estupor y permanecen allí como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:
– Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.
DICE MARÍA:
Supone generosidad ofrecerse víctima por el mundo y es grande y santa esta generosidad; porque os hace semejantes a mi Jesús, Víctima Inocente, Santa, Aniquilada por el Amor. Pero se da otra generosidad, aún más excelsa: La Generosidad Heroíca.
Se da la Suprema heroicidad en el Sacrificio, cuando una creatura lleva su amor hasta saber renunciar al consuelo de contar con la ayuda y la Presencia sensible de Dios.
Yo la probé. Yo puedo enseñaros porque soy Maestra en esta Ciencia del Sacrificio; quién a este punto llega, deja de ser alumno y se convierte en maestro. SABER RENUNCIAR a la Libertad, a la salud, a la maternidad, al amor y por último: AL CONSUELO DE DIOS. Que es el que hace soportables todas las renuncias, las endulza y las hace deseables.
Entonces es cuando se apura el acíbar que bebió mi Hijo y se hace comprensible la soledad que envolvió mi corazón, desde la mañana de la Ascensión, hasta mi Asunción. Esta es la perfección del sufrimiento.
Con todo yo era feliz dentro de mi sufrir; porque no había egoísmo, sino encendida caridad.
Como supe dar cumplimiento en grados ascendentes, a todas las ofrendas y todas las separaciones; teniendo siempre presente en mi espíritu, que cuando lo traspasaban, era conforme a la Voluntad de Dios, mi Señor y aumentaban su Gloria. Me preparé a estos dolores y supe separarme poco a poco: primero a la preparación de su Misión; a su Predicación; a su Captura; a su Muerte y Sepultura. Supe sonreír y bendecirlo, sin tener en cuenta las lágrimas del corazón.
Al rayar el alba del cuadragésimo día de su Vida Gloriosa; cuando sin testigos como en la mañana de su Resurrección, vino a darme su beso, antes de ascender al Cielo. Había convivido con los apóstoles y había completado las enseñanzas con las que daba vida a la Naciente Iglesia. Me la entregaba para que la tutelase, mientras se fortalecía lo suficiente para caminar solita.
Yo Madre, perdía al Hijo que con su Presencia me proporcionaba el gozo inefable. Pero Yo, también su Primera Creyente; sabía que terminaba para ÉL, su estancia en este mundo, que por más que ya no podía dañarlo; no por eso dejaba de serle hostil.
Se abrieron los Cielos para recibir en la Gloria, al Hijo que tornaba al Padre tras el Dolor. De nuevo se juntó el Amor Trino sin más separaciones. El que llegase a faltarme la Luz y la respiración al no estar ya mi Jesús en el Mundo; el que faltase en el aire su aliento que lo santificara; el que EL, tras haber sido el Hijo del Hombre y volviese a ser el Hijo de Dios, revestido para siempre de su Gloria Divina; fue mi último FIAT en la Tierra, no menos pronto y generoso que el de Nazaret.
Siempre FIAT a los Quereres de Dios. Ya venga a unirse con nosotros o se nos aleje para prepararnos la mansión en su Reino. Y vivir sin que disminuya un solo grado el amor, por más que ya no esté visible con nosotros.
Se ha de ofrecer esta renuncia para su gloria y por los hermanos, a fin de que nuestra soledad se cambie para ellos en Divina Compañía y el silencio que ahora nos produce decaimiento; se cambie en Palabra para tantos que se encuentran en necesidad de ser Evangelizados por el Verbo.
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Oración.
Amado Padre Celestial: Por tu Infinita Bondad, enséñanos y ayúdanos a ser generosos en la pobreza de espíritu. Ayúdanos a desprendernos de todo y a no aferrarnos a nada que no seas Tú. Danos la humildad y la docilidad que necesitamos, para hacer de Ti el centro de nuestra vida y la razón de nuestra existencia. Ayúdanos a decirte como nuestra Madrecita del Cielo, siempre SÍ a todo lo que nos pidas. Pero también ayúdanos a darte, todo lo que nos vas a pedir. Gracias ABBA Santísimo, seas Bendito y Alabado por los infinitos siglos de los siglos. Amen
PADRE NUESTRO…
DIEZ AVE MARÍA…
GLORIA…
INVOCACIÓN DE FÁTIMA…
CANTO DE ALABANZA…
PRIMER MISTERIO DE GLORIA IV
PRIMER MISTERIO DE GLORIA IV
CUARTA PARTE: ‘Si no veo, no creo.’
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Dos días después…
Los Diez están en el patio del Cenáculo. Y conversan:
Simón Zelote dice:
– Estoy muy preocupado porque Tomás no se ha dejado ver. Y no sé dónde encontrarlo.
Juan:
– Tampoco yo.
– No está en la casa de sus padres. Nadie lo ha visto. ¿Lo habrán aprehendido?
– Si así fuera, el Maestro no hubiera dicho: “Diré lo demás cuando llegue el que está ausente.”
– Es verdad. Voy a ir otra vez a Betania. Tal vez ande por los montes y no tiene valor para acercarse.
Mateo:
– Ve, ve, Simón. A todos nos reuniste y nos salvaste al llevarnos con Lázaro. ¿Os acordáis de lo que el Señor dijo de él?: “Fue el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado.” ¿Por qué no lo pondrá en lugar de Iscariote?
Felipe:
– Porque no ha de querer dar a su amigo fidelísimo el lugar del Traidor.
Pedro:
– En la mañana, oí: Cuando estaba con los vendedores de pescado en el mercado… Y sé que no fue una habladuría, pues conozco al que lo dijo. Que los del Templo no saben qué hacer con el cuerpo de Judas. No saben quién habrá sido; pero encontraron dentro del recinto sagrado su cuerpo totalmente corrompido y con la faja todavía amarrada al cuello. Me imagino que fueron los paganos quienes lo descolgaron y lo arrojaron allí. Quién sabe cómo…
Santiago de Alfeo:
– Pues a mí me dijeron en la fuente, que desde ayer por la tarde, las entrañas del Traidor, estaban esparcidas desde la casa de Caifás, hasta la de Annás. Ciertamente se trata de paganos; porque ningún hebreo hubiera tocado jamás el cuerpo, después de cinco días. ¡Quién sabe cuán corrompido estaba ya!
Juan se pone palidísimo, al recordar lo que vio.
Y exclama:
– ¡Qué horror! ¡Ya estaba corrompido desde el Sábado!
Bartolomé:
– ¡Y arrojarlo en el lugar sagrado!… ¡Profanar el Templo de esa manera!…
Andrés:
– Pero, ¿Quién podía hacerlo? ¡Si tienen guardias por todos lados!…
Felipe:
– A menos que haya sido Satanás…
Mateo:
– Pero como fue a parar al lugar donde se colgó. ¿Era suyo?
Nathanael:
– ¿Y quién supo algo con certeza sobre Judas de Keriot? ¿Os acordáis cuán difícil y complicado era?
Zelote:
– Dirías mejor mentiroso, Bartolomé. Jamás fue sincero. Estuvo con nosotros tres años y nunca se nos integró. Y nosotros que siempre estábamos juntos. Cuando estábamos con él; parecía como si nos topásemos contra una muralla.
Tadeo:
– ¿Una muralla? ¡Oh, Simón! Mejor di un laberinto.
Juan:
– Oídme. Ya no hablemos de él. Me parece como si al recordarlo, lo tuviésemos todavía aquí con nosotros y que volviera a darnos camorra. Quisiera borrar su recuerdo no solo de mí, sino de todo corazón humano, hebreo o gentil. Hebreo, para que no enrojezca de vergüenza, por haber salido de nuestra raza semejante monstruo. Gentil, para que ninguno de ellos llegue a decir: ‘Su Traidor fue uno de Israel’ soy un muchacho y comprendo que no debería hablar antes que Pedro, que es nuestra cabeza. Pero como quisiera que lo más pronto posible se nombre a alguien para que ocupe su lugar. Uno que sea santo. Porque mientras vea ese lugar vacío en nuestro grupo, veré la boca del Infierno con sus hedores, sobre nosotros. Y tengo miedo de que nos engañe…
Andrés:
– ¡Qué no, Juan! Te ha quedado una espantosa impresión de su Crimen y de su cuerpo pendiente del árbol.
Juan objeta:
– No, no. También María lo ha dicho: “He visto a Satanás, al ver a Judas de Keriot” ¡Oh, Pedro! ¡Tratemos de buscar a un hombre santo que ocupe su Lugar!
Pedro:
– Escúchame. Yo no escojo a nadie. Si Él que es Dios, escogió a un Iscariote, ¿Qué voy a escoger el pobre de mí?
Tadeo:
– Y con todo, tendrás que hacerlo.
Pedro:
– No, querido. Yo no escojo a nadie. Lo preguntaré al Señor. Basta con los pecados que he cometido…
Santiago de Alfeo dice desconsolado:
– Tenemos muchas cosas que preguntar. La otra noche nos quedamos como atolondrados. Nos falta aprender muchas cosas… Y cómo vamos a hacer para saber lo que está mal ¿O no lo está? Mira como el Señor se expresa de nosotros; muy diferente de los paganos. Mira cómo encuentra excusa ante una cobardía o negación. Pero no ante la duda sobre su Perdón. ¡Oh! ¡Tengo miedo de equivocarme!
Santiago de Zebedeo lo apoya:
– No cabe duda de que nos ha dicho tantas cosas. Pero me parece que no he entendido nada. Desde hace una semana estoy como tonto. Parece que tuviera un agujero en la cabeza…
Todos confiesan sentirse igual.
Sigue un largo silencio que es interrumpido por los toques en la puerta. Todos se quedan callados y esperan…
Cuando un siervo va a abrir, todos se quedan sorprendidos y lanzan un ‘¡Oh!’ De emoción al ver que entra en el vestíbulo Elías junto con Tomás…
Un Tomás tan cambiado, que está irreconocible.
Todos los rodean con gritos de júbilo:
– ¿Sabes que ha Resucitado y que ha venido? Espera tu regreso.
Tomás contesta:
– Lo sé. Me lo ha dicho también Elías. Pero no… No lo creo. Creo en lo que mis ojos ven. Y veo que todo ha terminado. Veo que estamos dispersos. Veo que no hay ni un sepulcro, a donde se le pueda ir a llorar. Veo que el Sanedrín se quiere librar de su cómplice. Y por eso ha decretado que se le entierre a los pies del olivo donde se colgó; como si fuese un animal inmundo. Y también se quiere liberar de los seguidores del Nazareno… En las Puertas me detuvieron el Viernes y me dijeron: ‘¿Eras también uno de los suyos? Está Muerto. No hay nada que hacer. Vuelve a trabajar el oro.’ Y huí…
Zelote:
– ¿A dónde? Te buscamos por todas partes.
– ¿A dónde? Fui a la casa de mi hermana que vive en Rama. Luego no me atreví a entrar; porque no quise que me regañara una mujer. Desde entonces vagué por las montañas de la Judea. Ayer terminé en Belén. Fui a su Gruta. ¡Cuánto he llorado!… Me dormí entre las ruinas y allí me encontró Elías, que había ido… No sé por qué.
Elías contesta:
– ¿Por qué? Porque en las horas de alegría o de dolor intensos, se va donde se siente más a Dios. En esa gruta mi alma se siente acariciada por el recuerdo de su llanto de pequeñín. Esta vez yo fui para gritar mi felicidad y tomar lo más que pudiera de Él, porque queremos predicar su Doctrina y esas ruinas nos ayudarán… Un puñado de esa tierra. Una astilla de esos palos que lo vieron Nacer. No somos santos, para tener el atrevimiento de tomar tierra del Calvario…
Pedro:
– Tienes razón, Elías. También nosotros lo haremos. ¿Y Tomás?…
– Dormía y lloraba. Le dije: ‘Despiértate. No llores más. Ha resucitado’ No quiso creerme. Pero tanto le insistí, que lo convencí. Y aquí está ahora, con vosotros. Y yo me retiro. Voy a unirme con mis compañeros que han ido a Galilea. La paz sea con vosotros.
Elías se va…
Y Pedro dice:
– Tomás. ¡Ha resucitado! Te lo aseguro. Estuvo con nosotros. Comió. Habló. Nos bendijo. Nos perdonó. Nos ha dado potestad de perdonar. ¡Oh! ¿Por qué no viniste antes?
Tomás no se ve libre de su abatimiento…
Tercamente mueve la cabeza y dice convencido:
– Yo no creo. Habéis visto un fantasma. Todos vosotros estáis locos. Sobre todo, las mujeres… Un muerto no resucita por sí mismo.
– Un hombre no. Pero Él es Dios.
– Sí creo que es Dios. Pero porque lo creo, pienso y digo que por más Bueno que sea; no puede regresar a nosotros que tan poco le amamos. Igualmente aseguro que por más Humilde que sea; ya estará harto de haber tomado nuestra carne. No. Seguro que está en el Cielo, cual Vencedor. Y puede ser que se digne aparecer como Espíritu. He dicho: Tal vez… ¡Porque ni siquiera de esto somos dignos! Pero que haya resucitado en carne y huesos… ¡No lo creo!
Tadeo:
– Si… Lo hemos besado. Y lo vimos comer. Hemos oído su voz, tocamos su mano y vimos sus heridas.
– Aunque así sea, no creo. No puedo. Necesito ver para creer. Si no veo en sus manos el agujero de los clavos y no meto en ellas mi dedo. Si no toco las heridas de sus pies y si no meto mi mano en el agujero que hizo la lanza, no creeré. No soy un niño, ni una mujercilla. Quiero la evidencia. Lo que mi razón no puede aceptar, lo rechazo. Y no puedo aceptar lo que me decís.
Juan:
– Pero, ¡Tomás! ¿Crees que te queremos engañar?
Tomás contesta inclinando la cabeza:
– No. Más bien os agradezco que seáis tan buenos, de querer darme la paz que habéis logrado obtener con vuestra ilusión. Pero… Debo ser sincero: No creo en su Resurrección.
Bartolomé:
– ¿No tienes miedo de que te vaya a castigar? Él sabe y ve todo. Tenlo en cuenta.
– Le pido que me convenza. Tengo cabeza y la uso. Que Él, Señor de la Inteligencia humana, enderece la mía; si está extraviada.
Zelote:
– Pero la razón. Como Él lo ha dicho; es libre.
– Con mayor razón no puedo sujetarla a una sugestión colectiva. Os quiero… Y quiero mucho al Señor… Le serviré como pueda. Y me quedaré con vosotros. Predicaré su Doctrina. Pero no puedo creer, sino lo que veo.
Tomás, obstinado; No escucha a nadie más que a sí mismo.
Le hablan todos de lo que han visto y de cómo lo han visto. Le aconsejan que hable con la Virgen.
Pero él mueve su cabeza… Se ha sentado sobre la banca de piedra, que es menos dura que su razón y tercamente repite:
– Creeré si lo veo.
Los apóstoles mueven la cabeza, pero nada pueden hacer. Lo invitan a que pase al comedor; para cenar. Se sientan dónde quieren, alrededor de la mesa donde se celebró la Pascua. Pero el lugar de Jesús, es considerado sagrado. Las ventanas están abiertas, al igual que las puertas. La lámpara con dos mechas, esparce una luz débil sobre la mesa. Lo demás en el amplio salón, está sumergido en la penumbra.
Juan tiene a su espalda una alacena. Y está encargado de dar a sus compañeros, lo que deseen comer. El pescado asado, ya está sobre la mesa. Así como el pan, la miel y los quesitos frescos.
Juan está volteado, tomando de la alacena, el queso que su hermano Santiago le pidió. Y ve…
Se queda paralizado, con el queso en la mano…
Entonces en la pared que está detrás de los apóstoles; como a un metro del suelo, con una luz tenue y fosforescente. Como si saliese de las penumbras, en las capas de una niebla luminosa; emerge cada vez más clara, la figura de Jesús…
Parece como si su cuerpo, con la luz que llega; inmaterial al principio; poco a poco se va materializando más y más, hasta que su Presencia se manifiesta, totalmente real. Está vestido de blanco. Hermosísimo. Amoroso. Sonriente. Con los brazos abiertos y las palmas de su manos expuestas. Las llagas parecen dos estrellas diamantinas, de las que brotan vivísimos rayos de Luz…
Las llagas no se ven. El vestido le oculta los pies y el costado. Y también de allí brota la luz. Al principio parece como si estuviera bañado por la luna. Finalmente aparece su cuerpo concreto. Es Jesús… El Hombre-Dios. Pero más solemne y majestuoso, desde que Resucitó.
Todo esto sucedió en el lapso de unos tres segundos. Nadie más se ha dado cuenta. Hasta que Juan pega un brinco y deja caer sobre la mesa el plato con el queso…
Apoya las manos en la orilla y se inclina, como si fuese atraído por un imán y lanza un “¡Oh!” Apagado, que todos oyen.
Con el ruido del plato que cayó y el salto de Juan. Al verlo extasiado; miran en la misma dirección que Él ve… Y ven a Jesús. Felices y llenos de entusiasmo, se ponen de pie. Y se dirigen hacia Él.
Jesús, con una sonrisa mucho mayor, avanza hacia ellos. Caminando por el suelo, como cualquier mortal.
Jesús, que antes había mirado solo a Juan; acariciándolo con la mirada. Los mira a todos y dice:
– La paz sea con todos vosotros.
Todos lo rodean jubilosos. Pedro y Juan de rodillas. Otros de pie, pero inclinados, lo reverencian y lo adoran. El único que se queda como cohibido, es Tomás. Está arrodillado junto a la mesa. En el mismo lugar donde estaba sentado, pero no se atreve a acercarse. Y hasta parece como si quisiera hallar donde ocultarse.
Jesús extiende sus manos para que se las besen. Los apóstoles las buscan con ansia sin igual. Jesús los mira, como si buscase al Undécimo. Claro que Él hace así para dar tiempo a Tomás, a que tenga valor para acercarse…
Al ver que el incrédulo apóstol; avergonzado por lo que siente, no se atreve a hacerlo. Lo llama:
– Tomás. Ven aquí.
El apóstol levanta la cabeza. Totalmente desconcertado. Con los ojos llenos de lágrimas… pero no sabe qué hacer. Baja la cabeza. Jesús da unos pasos a donde Él está y vuelve a ordenar:
– Ven aquí, Tomás.
La voz de Jesús, es más imperiosa que antes. Tomás se levanta a duras penas y avergonzado, se dirige lentamente a donde está Jesús.
Jesús exclama:
– Ved a quién no cree, si no ve. –y en su voz hay un tono de Perdón.
Tomás lo siente. Mira a Jesús y lo ve sonreír. Toma valor y corre hacia él.
Jesús le dice:
– Ven aquí. Acércate. Mira. Mete tu dedo; si no te basta con mirar en las heridas de tu Maestro.
Jesús extiende su mano. Se descubre el pecho y muestra la herida. Ahora la luz ya no brota de las llagas. Desde el momento en que caminó como cualquier mortal, la luz cesó. Las heridas son reales. Dos agujeros. Uno en la muñeca derecha y otro en la mano izquierda.
Tomás tiembla. Pero no toca. Mueve sus labios y no sale ni una palabra.
Jesús ordena con una dulzura infinita:
– Dame tu mano, Tomás.
Con su mano derecha toma la del apóstol. Le toma el dedo índice y lo pone dentro de la herida de la mano izquierda; hasta hacerle sentir que está bien atravesada. Después le toma los cuatro dedos y los introduce en la herida del costado. Y mientras tanto, mira a Tomás. Una mirada dura y dulce al mismo tiempo. Y le dice:
– Ya no quieras ser un hombre incrédulo; sino de Fe.
Tomás por fín se atreve a hablar. Con la mano dentro del Corazón de Jesús. Sus palabras son entrecortadas por el llanto. Y cae de rodillas al pronunciarlas, con los brazos levantados por el arrepentimiento:
– ¡Señor mío y Dios mío!
No dice más.
Jesús lo perdona.
Le pone su mano derecha sobre la cabeza y le responde:
– Dignos de alabanza serán los que creerán en Mí, sin haberme visto. ¡Qué premio les daré si tengo en cuenta vuestra fe; que ha necesitado verme para creer!…
Luego pone su brazo sobre la espalda de Juan. Toma a pedro de la mano y se sientan a la mesa. Ocupa su lugar. Están sentados como en la noche de la Pascua. Pero Jesús quiere que Tomás se siente enseguida de Juan. Luego dice:
– Comed amigos.
Pero nadie tiene hambre. Rebosan de alegría. La alegría de contemplarlo. Jesús toma todos los alimentos, los ofrece, los bendice y los reparte.
Él toma un pedazo de miel le da a Juan y toma lo demás. Luego dice:
– Amigos, no debéis asustaros cuando Yo me aparezco. Soy siempre vuestro Maestro, que ha compartido con vosotros el pan, la sal y el sueño. Que os eligió porque os ha amado. También ahora os sigo amando…
Y Jesús continúa hablando. Enseñando. Dando instrucciones…
Al día siguiente los apóstoles toman sus mantos y preguntan:
– ¿A dónde vamos Señor?
Cuando se dirigen a Jesús ya no lo hacen con la familiaridad de antes. Parece como si hablasen con su alma arrodillada. El Maestro que su fe creía ser Dios; pero que estaba junto a sus sentidos, pues era un Hombre. Ahora es el Señor. Es Dios. Y lo miran como el verdadero creyente, mira la Hostia Consagrada. El amor los empuja a que sus ojos se claven en el Amado. Pero el temor los hace bajar los ojos.
Y es que aún cuando Jesús sea el mismo, después de su Resurrección ya no es el mismo. Aunque su cuerpo sea verdadero; sin embargo es diferente. Se ha revestido de una majestad divina y su aire de súplica; ya desapareció.
Se ha revestido de una majestad divina. El Jesús Resucitado parece todavía más alto y robusto. Libre de todo peso, seguro, victorioso, infinitamente Majestuoso y Divino. Atrae e infunde temor al mismo tiempo. Ahora habla poco. Y si no responde. No insisten. Todos se han vuelto tímidos en su Presencia.
Y si como ahora, extiende su mano para tomar su manto; ya no corren como antes para ayudarle, cuando los apóstoles se disputaban el honor de hacerlo. Parece como si tuvieran miedo de tocar su vestidura y su cuerpo.
Debe ordenar, como ahora lo hace:
– Ven Juan. Ayuda a tu Maestro. Estas heridas son verdaderas heridas. Y las manos heridas no son ágiles, como antes.
Juan obedece y ayuda a Jesús a ponerse su amplio manto. Parece como si vistiera a un pontífice; por los gestos majestuosos que asume, procurando no lastimarlo.
Jesús dice:
– Vamos al Getsemaní. Debo enseñaros algo… Tenemos que borrar muchas cosas.
En varias caras se dibuja el pavor al preguntar:
– ¿Vamos a ir al Templo?
Jesús responde:
– No. Lo santificaría con mi Presencia y no se puede. No hay más redención para él. Es un cadáver que rápidamente se descompone, pues no quiso la Vida. Pronto desaparecerá…
En la casa de campo donde Jesús, acompañado por María de Simón, la madre de Judas; obró el milagro al curar a Ana, la madre de Juana. En una gran habitación que hay en el fondo de un enorme corredor, en el lecho; está una mujer irreconocible por la angustia mortal que la está destruyendo. La fiebre la devora, encendiendo sus mejillas salientes. Las sienes las tiene hundidas. Los ojos rojos por la calentura y el llanto, cerrados bajo unos párpados hinchados. Y lo que no está rojo, tiene la amarillez intensa, verdosa, como de bilis derramada en la sangre. Tiene los brazos descarnados y las manos afiladas, sobre las mantas que se mueven al jadear.
Cerca de la enferma, está Ana la madre de Juana. Y ella le seca las lágrimas y el sudor. Agita un abanico de palma. Cambia los lienzos mojados en vinagre aromatizado, de la frente y de la garganta. Le acaricia las manos y los cabellos despeinados, que son más blancos que negros. Que le caen sobre las mejillas, tiesos del sudor; sobre las orejas que parecen de alabastro por lo transparente.
También Ana llora y la consuela diciendo:
– No así, María. No así. Basta… él fue el que pecó. Tú sabes cómo es el Señor Jesús.
María de Simón, grita:
– ¡Cállate! No repitas ese Nombre, que al decírmelo se profana. ¡Soy la madre… del Caín… de Dios!… ¡Ah!
El llanto es desgarrador. Siente que se ahoga. Se arroja la cuello de su amiga, que le ayuda a vomitar bilis que le ale de la boca.
– ¡Calma! ¡Calma! ¡No así! ¿Qué quieres que te diga, para persuadirte de que el Señor te ama? Te lo repito. Te lo digo por lo que me es más santo: mi Salvador y mi hija. Él me lo dijo, cuando me lo trajiste. Dijo algo con lo que mostró, su infinito amor por ti. Tú eres inocente. Él te ama. Estoy segura. Segura de que otra vez se entregaría para darte paz; pobre madre atormentada.
– ¡Madre del Caín de Dios! ¿Escuchas? Ese viento que sopla allá afuera… lo dice… Lleva por el mundo su voz que grita: ‘María de Simón. Madre de Judas, el que Traicionó al Maestro. Y lo entregó a sus verdugos.’ ¿Lo oyes? Todo lo proclama. Las tórtolas, las ovejas, toda la tierra está gritando que soy yo… ¡No! ¡No quiero curarme! ¡Quiero morirme!… Dios es justo y no me castigará en la otra vida. Pero acá, el mundo no perdona… No distingue. Estoy enloqueciendo, porque el mundo aúlla: ¡Eres la madre de Judas!…
Se deja caer sobre la almohada. Ana la acomoda otra vez y sale con los lienzos sucios.
María. Con los ojos cerrados después del último esfuerzo, gime:
– ¡La madre de Judas! ¡De Judas! ¡De Judas! -jadea. Y luego- pero, ¿Qué cosa es Judas? ¿Qué cosa parí? ¿Qué cosa es Judas? ¿Qué cosa?…
Esta vez no hay luz. Nada anunciala Presenciasanta del Dios-Hombre Resucitado.
De pronto Jesús se materializa a un lado del lecho de la enferma. Se inclina sobre ella y le dice amorosísimo:
– ¡María! ¡María de Simón!
La mujer casi delira y no le hace caso. Está sumergida en el torbellino de su dolor. Está obsesionada con la misma idea que se repite monótona, como el golpeteo de un tamboril: ¡La madre de Judas! ¡Qué cosa parí! El mundo aúlla: ¿Qué cosa es Judas?
Aparecen dos lágrimas en los dulces ojos de Jesús. Pone la mano sobre la frente de la enferma; haciendo a un lado las cataplasmas húmedas de vinagre. Y le dice:
– Un infeliz. Nada más esto. Si el mundo aúlla. Dios ahoga su aullido diciéndote: ‘Tranquilízate, porque Te amo.’ ¡Mírame, pobre madre! Controla tu espíritu extraviado y ponlo en mis manos. ¡Soy Jesús!…
María de Simón abre sus ojos como si saliera de una pesadilla y ve al Señor.
Siente su mano sobre su frente. Se lleva las manos a la cara y gime:
– ¡No me maldigas! ¡Si hubiera sabido lo que había concebido; me hubiera arrancado las entrañas, para que no hubiera nacido!
– Y hubieras cometido un pecado muy grave, María. ¡Oh, María! ¡No quieras hacer algo malo por culpa de otro! Las madres que han cumplido con su deber, no tienen por qué sentirse responsables por los pecados de sus hijos. tú cumpliste con tu deber. María, dame tus manos. Cálmate ¡Pobre, madre!
– Soy la madre de Judas. Estoy inmunda como todo lo que tocó ese demonio. ¡Madre de un Demonio! No me toques. –y llora.
Se revuelve en el lecho, tratando de esquivar las manos divinas que la quieren tocar. Las dos lágrimas de Jesús, le caen sobre la cara enrojecida por la fiebre.
Jesús le dice:
– Te he purificado María. Mis lágrimas de compasión han caído sobre ti. Desde que bebí mi Cáliz de Dolor, por nadie he llorado. Pero sobre ti, lo hago con toda mi compasión.
La toma de las manos y se sienta a un lado del lecho. Teniendo las manos temblorosas de María, entre las suyas. La compasión que brilla en los hermosos ojos de color zafiro acaricia, envuelve a la enferma curándola.
La infeliz mujer, se calma y murmura:
– ¿No me tienes rencor?
Jesús le contesta.
– Te amo. Por eso he venido. Tranquilízate.
– Tú perdonas. Pero el mundo. Tu Madre me odiará.
– Ella te considera una hermana. El mundo es cruel. Tienes razón. Pero mi Madre, es la Madre del Amor. Es buena. Tú no puedes andar por el mundo. Pero Ella vendrá a ti, cuando ya todo esté en paz. El tiempo tranquiliza…
– Si me amas, hazme morir.
– Todavía no. Tu hijo no supo darme nada. Sufre un poco de tiempo por Mí. Será breve.
– Mi hijo te dio mucho dolor… ¡Te dio un horror infinito!
– Y a ti, un dolor infinito. El horror ha pasado. no sirve para más. Pero tú dolor sí sirve. Se une al mío. Tus lágrimas y mi Sangre lavan el mundo. Tus lágrimas están entre mi Sangre y el llanto de mi Madre. Y alrededor, el dolor de los santos que sufrirán por Mí. ¡Pobre María!
Y con cuidado la recuesta. Le cruza las manos y ve cómo se tranquiliza. Ana regresa y se queda estupefacta en el umbral.
Jesús, que se ha puesto de pie; la mira y le dice:
– Cumpliste con mi deseo. Para los obedientes hay paz. Tu corazón me ha comprendido. Vive en mi paz.
Vuelve a bajar los ojos sobre María de Simón, que lo mira entre un río de lágrimas, más tranquila. Le sonríe. La consuela nuevamente:
– Pon tus esperanzas en el Señor. Y te dará sus consuelos.
La bendice y trata de irse; pero…
María de Simón da un grito de dolor:
– Se dice que mi hijo te Traicionó con un beso. ¿Es verdad Señor? Si es así permíteme que lo lave besándote las manos. ¡Oh! ¡No puedo hacer otra cosa! ¡No puedo hacer otra cosa, para borrarlo… para borrarlo! -el dolor la ahoga, mordiendo su corazón con ferocidad.
Jesús no le da sus manos para que se las bese. En toda la entrevista, Él ha tenido cuidado para que no le vea las llagas, que ha mantenido ocultas con la blanquísima tela que no es de este mundo. Y lo que hace, es tomarle la cabeza entre sus manos y besarla en la frente, de la más infeliz de todas las mujeres. Es el beso de Dios. ¡Qué no habrá transmitido en él!…
Luego Jesús le dice:
– ¡Mis lágrimas y mi beso! Nadie ha tenido tanto de Mí… Quédate tranquila. Entre Yo y tú, no hay más que amor.
La bendice y atraviesa rápidamente la habitación.
Sale detrás de Ana, que no se atrevió a acercarse, ni a hablar; pero que llora de emoción. Cuando están en el corredor, Ana hace la pregunta que la inquieta En su corazón:
– ¿Mi hija?
Jesús responde:
– Hace quince días que goza del Cielo. No te lo dije allá adentro, porque hay un gran contraste entre tu hija y su hijo.
Ana dice:
– Es verdad. Una desgracia. Creo que morirá.
– No. No tan pronto.
– Ahora estará más tranquila. La has consolado. ¡Tú! ¡Tú que puedes más que todos!
– Yo la compadezco más que todos. Soy la Divina Compasión.Soy el Amor. Yo te lo digo, Mujer: si Judas me hubiera lanzado tan solo una mirada de arrepentimiento, le habría alcanzado de Dios el Perdón.
¡Cuánta tristeza en el rostro de Jesús! La mujer queda maravillada. Y sólo pregunta:
– Pero, ¿Ese desgraciado pecó de repente? O…
– Desde hacía meses que pecaba. Y ni una palabra mía. Ninguna acción mía, pudieron detenerlo. Pues era muy grande su voluntad de pecar. Pero no se lo digas a ella…
– No se lo diré Señor. Cuando Ananías huyó de Jerusalén sin haber consumadola Pascua.Lamisma noche dela Parasceve, entró gritando: “Tu hijo traicionó al Maestro y lo entregó a sus enemigos. Lo Traicionó con un beso. Yo he visto al Maestro golpeado, escupido, flagelado; coronado de espinas. Cargando conla Cruz; crucificado y muerto por obra de tu hijo. Nuestro nombre lo gritan los enemigos del Maestro, cual bandera de triunfo, con palabras obscenas. La hazaña de tu hijo la cuentan a gritos. Por menos de lo que cuesta un cordero, vendió al Mesías. Y con un beso traidor, lo señaló a los guardias.” María cayó por tierra y se puso negra. El médico dice que se le derramó la bilis; que se le despedazó el hígado. Y que toda la sangre se le ha corrompido. Y… el mundo es malo. Ella tiene razón. Tuve que traérmela aquí; porque iban a la casa de ella en Keriot a gritar: “¡Tu hijo Deicida y suicida! ¡Se ahorcó! Belcebú se ha llevado su alma y Satanás su cuerpo.” ¿Es verdad este horrible prodigio?
– No mujer. Fue encontrado muerto, pendiente de un olivo…
– ¡Ah! Gritaban: “El Mesías ha Resucitado. Es Dios. Tu hijo Traicionó a Dios. Eres la madre del traidor de Dios. Eres la madre de Judas.”
Por la noche, me la traje aquí. Con Ananías y un siervo fiel; el único que se quedó con ella, porque todos los demás la dejaron y nadie quiso estar con ella. Ahora esos gritos los oye María en el viento, en el rumor de la tierra. En todas partes.
– ¡Pobre madre! ¡Es cosa horrible! ¡Sí!
– ¿Pero aquel demonio no pensó en eso?
– Era una de las razones que Yo empleaba para detenerlo. Pero de nada sirvió. Judas llegó a Odiar inmensamente a Dios. Cuando jamás amó verdaderamente a su padre, ni a nadie. A ningún prójimo suyo. Su egoísmo fue tal, que terminó destruyéndose a sí mismo.
– ¡Es verdad!
– Adiós mujer. Mi bendición te de fuerzas para soportar los insultos del mundo, porque compadeces a María. Besa mi mano. A ti si te la puedo mostrar. A ella le hubiera causado un gran dolor.
Echa hacia atrás la manga, dejando al descubierto la muñeca atravesada. Ana lanza un gemido al tocar con sus labios la punta de sus dedos. En ese momento se escucha el ruido de la puerta al abrirse y el grito ahogado de un viejo que se postra:
– ¡El Señor!
Ana le dice emocionada:
– Ananías, el Señor es Bueno. Vino a consolar a tu parienta y a nosotros también.
El hombre no se atreve a moverse. Llora diciendo:
– Pertenecemos a una raza cruel. No puedo mirar al Señor.
Jesús se le acerca. Le toca la cabeza diciendo las mismas palabras que le había dicho a María:
– Los familiares que han cumplido con su deber, no tienen por qué sentirse responsables del pecado de un pariente. ¡Anímate, Ananías! ¡Dios es Justo! La paz se contigo y con esta casa. He venido y tú irás a donde te envíe. Para la Pascua Suplementaria los discípulos estarán en Bethania. Irás a ellos y les dirás que doce días después de que Yo morí, me viste en Keriot, vivo y verdadero. En cuerpo, alma y divinidad. Te creerán porque he estado mucho con ellos. Pero los confirmarás en su Fe, acerca de mi Naturaleza Divina, al comprobar que estoy en cualquier lugar, al mismo tiempo.
Pero antes que eso, irás hoy mismo a Keriot y le dirás al sinagogo que reúna al pueblo. Y ante la presencia de todos, proclamarás que he venido aquí y que se acuerden de mis palabras de despedida. Te replicarán: ‘¿Por qué no ha venido Él con nosotros?’ Y les responderás así: ‘El Señor me ha dicho que os dijese, que si hubierais hecho lo que Él os ordenó que hicierais para con una madre inocente, Él se hubiera manifestado. Habéis faltado al Amor.’ ¿Lo harás?
Ananías responde:
– ¡Es difícil, Señor! Es difícil hacerlo. Todos nos tienen por leprosos del corazón… El sinagogo no me escuchará y o me dejará hablar al pueblo. tal vez me pegue… sin embargo lo haré; porque Tú lo ordenas…
El anciano no ha levantado su cabeza y contestó manteniendo su actitud de profunda adoración…
Jesús le dice:
– ¡Mírame Ananías!
Cuando Ananías obedece, lo ve. Jesús está tan bello como en el monte Tabor… Es Dios en todo su esplendor. La luz lo cubre ocultando su Rostro y su sonrisa…
Ha desaparecido…
En el corredor solo quedan los dos que quedan postrados en profunda adoración…
Mientras tanto en la hacienda que tiene Daniel, el sobrino de Elquías en Beterón. Un grupo de sinedristas están discutiendo…
Elquías dice:
– Lo traje aquí porque no sé a dónde llevarlo. Vosotros sabéis que tengo mis dudas de que Daniel también sea miembro de esa odiosa y nueva secta que ha dado en llamarse ‘cristianos’ Vine también para comprobarlo…
Sadoc le aconseja:
– Quiere huir. Irse por el mar. ¿Por qué no darle gusto?
Nahúm objeta:
– Porque es incapaz de actos juiciosos. A solas en el mar moriría. Y ninguno de nosotros es capaz de conducir una barca.
Eleazar ben Annás:
– ¡Y luego, aunque se pudiera! ¿Qué sucedería con lo que dice, en el lugar del desembarco? Dejad que escoja su camino…
Cananías:
– A la presencia de todos. Aún de su pariente… Haz que exprese su voluntad y que se haga como quiera realizarla.
Se admite esta proposición y Elquías llama a un siervo. Le ordena que traigan a Simón Boeto y que llamen a Daniel.
Enseguida vienen los dos. Y si Daniel da la impresión de no sentirse cómodo con cierta clase de gente. Simón tiene el semblante de un verdadero orate al que no le falta ni la baba…
Elquías:
– Óyenos Simón. Tú dices que te tenemos en prisión, porque queremos matarte…
Simón Boeto:
– Tenéis que hacerlo. Tal es la orden.
Sadoc:
– Deliras, Simón. Calla y escucha. ¿Dónde crees que te podrías curar?
Simón:
– En el mar. En el mar. En medio del mar. Donde no se oye ninguna voz. Donde no hay sepulcros. Porque los sepulcros se abren y de ellos salen los muertos. Y mi madre me maldice…
Elquías:
– Calla. Escucha. Te amamos. Como a nuestra propia carne. ¿De veras quieres ir allá?
Simón:
– Sí que quiero. Porque aquí los sepulcros se abren y mi madre me maldice… Y…
Cananías:
– Irás pues. Te llevaremos al mar. Te daremos una barca y tú…
Daniel grita:
– ¡Cometéis un homicidio! ¡Está loco! ¡No puede ir solo!…
Nahúm:
– Dios no hace fuerza a la voluntad del hombre. ¿Acaso podríamos hacer lo que Dios no quiere?
Daniel objeta:
– Pero si está loco. No tiene voluntad. Entiende menos que un infante. No podéis hacer eso…
Elquías:
– Tú cállate. Sólo eres un campesino ignorante. Nosotros sí sabemos. Mañana partiremos por mar. ¡Alégrate, Simón! ¡Por el mar! ¿Comprendes?
Simón suspira:
– ¡Ah! ¡Ya no escucharé las voces de la tierra! Ya no más las voces… ¡Ah!
Pero luego empieza la confusión…
Simón da un grito prolongado. Se convulsiona. Se tapa las orejas y cierra los ojos. Luego escapa aterrorizado.
Al mismo tiempo, Daniel corre al lado contrario que Simón y a unos veinte metros se postra en tierra con una adoración profunda…
Jesús está frente a él, con toda la majestad del Hombre-Dios Resucitado y lo saluda con una sonrisa llena de amor. Daniel es uno de los setenta. Le dice:
– Sígueme.
Daniel contesta:
– ¿A dónde, Señor mío y Dios mío?
– Ve a Jerusalén. Allí encontrarás a los apóstoles. Irás por el mundo a predicar mi Palabra y a llevar la Buena Nuevade mi Resurrección. Luego te daré más instrucciones. Te amo.
Jesús lo bendice y desaparece. Daniel llora de felicidad.
Simultáneamente, Simón Boeto cae preso de unas convulsiones aterradoras, hecha espuma por la boca y da unos alaridos escalofriantes:
– ¡Hazlo callar! ¡No está muerto! ¡Grita! ¡Grita! ¡Grita más que mi madre! ¡Más que mi padre! ¡Más que en el Gólgota! ¡Allí! ¡Allí! ¡No lo veis allí! ¡Allí está!…
Y señala donde está Daniel feliz, sonriente. Con la cara levantada en alto, después de haberla tenido pegada contra el suelo…
Elquías exclama totalmente desconcertado:
– ¿Pero quién es? ¿Qué es lo que sucede? Detened a ese loco y a aquel necio. –Luego su voz parece un gruñido. Grita furioso- ¿Acaso estamos perdiendo todos el seso?
Elquías se acerca al ‘necio’ que no es otro Daniel, lo sacude con fuerza. Está colérico y no se preocupa del ‘loco’ de Simón, que se revuelca en la tierra, con espuma en la boca y lanzando gritos como si fuese un animal rabioso. Todos los miran a los dos, paralizados por el terror.
Elquías apostrofa a Daniel:
– Visionario holgazán. ¿Quieres explicarme qué estás haciendo?
Daniel le replica:
– Déjame. Ahora te conozco bien. Me voy lejos de ti. He visto a quién para mí es un Dios Bondadoso y para vosotros terror. He visto Aquel a quién afirmáis que está muerto. Y por la cara de tus compinches, creo que también vosotros lo habéis visto. Me voy. Más que el dinero y cualquier otra riqueza, me importa mi alma. ¡Adiós, maldito! Y si puedes, trata de alcanzar el Perdón de Dios.
– ¿A dónde vas? ¡No te lo permito!
– No puedes detenerme. ¿Acaso tienes derecho de meterme a la cárcel? ¿Quién te lo dio? Te dejo todo esto, que es lo que amas. Yo sigo a Quién amo con toda mi alma, con todo mí ser. Adiós.
Y dándole la espalda, se aleja corriendo como si tuviera alas en los pies, hacia la pendiente verde de olivos y de árboles frutales. Todos lo miran pasmados.
Mientras tanto, con heridas. Con espuma. Temblando de terror e infundiendo pavor a su vez; Simón da unos alaridos espeluznantes. Gritando:
– ¡Me ha llamado Parricida! ¡Haced que se calle!… ¡Cállate!… ¡Parricida! ¡La misma palabra que mi madre! ¿Por qué los muertos dicen las mismas palabras?…
Elquías y los demás están lívidos.La Iralos ahoga.
Elquías amenaza:
– ¡Acabaré contigo, Daniel! Exterminaré a todos los que con sus ‘delirios’ afirman que el Galileo está vivo. Lo digo y lo haré. Lo juro por…
Sadoc:
– Lo haremos. Lo haremos. Pero no podemos tapar todas las bocas. Todos los ojos que hablan porque ven. También nosotros lo hemos visto…
Elquías y otros aúllan:
– ¡Cállate! ¡Cállate!…
Eleazar ben Annás tiene todo el terror milenario que Israel tiene hacia el Altísimo, al pronunciar con sus labios temblorosos:
– Estamos vencidos. Tenemos que cargar nuestro Crimen. Y ha llegado la expiación… -Se golpea el pecho angustiosamente. Como si ya tuviera ante sí el patíbulo. Y se lamenta- Tendremos que enfrentar la Venganza de Yeové…
La continuación de esta historia, está enla Biblia…
(EL QUE TENGA OÍDOS, QUE OIGA…)
Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí; tomo vuestra cabeza y vuestro corazón en mis manos llagadas y con mi Aliento os inspiro mi Poder. Os salvo a vosotros, hijos a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres y felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi Bondad, entre los pobres hombres; para que los convenzáis de ella y de Mí. TENED FE EN MÍ. AMADME. NO TEMÁIS. TODO LO QUE HE SUFRIDO PARA SALVAROS, SEA LA PRENDA SEGURA DE MI CORAZÓN, DE VUESTRO DIOS.
Soy el Primogénito de los Resucitados. Igual será en vosotros. Tanto en la tierra como en el Cielo; SOY YO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE; con mi Divinidad, mi Cuerpo, mi Alma, mi Sangre; Infinito cual mi Naturaleza Divina Es. Contenido en un Fragmento de pan, como mi Amor lo Quiso, Real, Omnipresente, Amante, Verdadero Dios, Verdadero Hombre; Alimento del Hombre hasta la consumación de los siglos. Gozo Verdadero de los elegidos, no para el Tiempo, sino para la Eternidad.
LA EUCARISTIA ES EL ÚLTIMO MILAGRO DEL HOMBRE-DIOS.
LA RESURRECCIÓN ES EL PRIMER MILAGRO DEL DIOS-HOMBRE.
Que por Sí Mismo trasmuta su cadáver, el Viviente Eterno, PORQUE SOY EL ALFA Y EL OMEGA, EL PRINCIPIO Y EL FIN.
Oración:
¡Ven Señor Jesús! ¡Ven Amor Eterno! ¡Ven Señor Excelso! ¡Digno Eres de tomar el Libro y de abrir los Sellos! Ya que Tú fuiste degollado y con tu Sangre compraste para Dios, a hombres de toda raza, pueblo y nación. Los hiciste Reino y Sacerdotes para nuestro Dios. Y dominarán toda la Tierra. ¡Digno es el Cordero que ha sido Degollado, de recibir, el Poder y la Riqueza, la Sabiduría, la Fuerza y la Honra! ¡La Gloria y la Alabanza al que está sentado en el Trono y al Cordero! ¡Alabanza, Honor, Gloria y Poder, por los siglos de los siglos! Amen
PADRE NUESTRO…
DIEZ AVE MARÍA…
GLORIA…
INVOCACIÓN DE FÁTIIMA…
CANTO DE ALABANZA…