EL BAUTISMO DE JESUS EN EL RIO JORDÁN
En una llanura despoblada del Valle del Jordán, en un recodo del río donde el agua no es muy profunda y que colinda con el desierto, sobre un alto y escarpado peñasco está Juan el Bautista disertando sobre el Mesías, ante un vasto y heterogéneo auditorio, diseminado a su alrededor. El Precursor es tan impetuoso y duro en su hablar, que exhorta sin ninguna piedad a que preparen los corazones y extirpen los obstáculos para su Venida.
Detrás de él, hay una vereda muy larga que bordea los árboles que dan sombra a lo largo del Jordán. Y en ella de pronto se perfila la alta figura de Jesús que viene solo. Camina despacio y parece ser otro más de los que se acercan a Juan, para recibir el bautismo y repararse para la venida del Mesías.
El Penitente del Desierto suspende su fulmíneo discurso al sentir la emanación espiritual de la Presencia de Jesús y se vuelve a mirar hacia atrás. Al punto desciende del peñasco que le servía de púlpito y se dirige veloz hacia Jesús, que se había detenido junto a un árbol. Los dos son muy altos y es en lo único que se parecen. Sus miradas se encuentran…
Jesús con sus ojos color zafiro llenos de dulzura y Juan con sus negrísimos ojos de mirar tan severo y fulgurante. Jesús tiene su larga cabellera rubia bien peinada. Su piel de un blanco marmóreo y su vestido sencillo, pero con su porte muy majestuoso.
Juan es hirsuto, los cabellos negros le caen sueltos y desiguales, por la espalda. La barba que le cubre casi todo el rostro, no impide ver su rostro ascético por el ayuno. Su piel está quemada por el sol y su vestido consiste en una piel de camello que lo deja semidesnudo; sostenida por un cinturón de cuero, le cubre el dorso y apenas los flancos descarnados y dejando al descubierto el costado derecho, con la piel tostada. Parece un completo salvaje.
Juan lo mira atentamente con sus penetrantes pupilas y aspirando profundamente se yergue aun más y grita señalándolo:
¡He aquí al Cordero de Dios! – Y agrega dirigiéndose a Jesús.- ¿Cómo es posible que venga a mí, EL que es mi Señor?
Jesús responde tranquilamente:
– Para cumplir con el rito de penitencia.
Juan se inclina ante Él y dice:
– Jamás Señor Mío. Soy yo quién debo venir a TI, para ser santificado. ¿Y Eres Tú el que vienes a Mí?
Jesús le pone la mano sobre la cabeza y le dice:
– Deja que se haga como Yo quiero para que se cumpla toda justicia y tu rito se convierta en el principio de otro Misterio mucho más alto y se avise a los hombres que la Víctima está ya en el Mundo.
En los ojos de Juan se asoma una lágrima y lo precede hacia la ribera, donde Jesús se quita el manto y la túnica, quedándose solo con los calzoncillos cortos. Luego entra en el agua, donde Juan ya lo espera y lo bautiza echando sobre ÉL, con el tazón que le colgaba de la cintura, el agua del río.
Jesús es exactamente el Cordero. Cordero en la pureza de su carne, en la modestia de su trato, en la mansedumbre de su mirar. Mientras Jesús regresa a la ribera, se viste y se recoge en oración; Juan lo señala a las turbas y les dice que lo reconoció por la señal que el Espíritu de Dios le había dado y que es la prueba infalible de que es el Redentor.
Dice Jesús:
Juan personalmente no tenía necesidad de la señal. Su alma pre-santificada desde el vientre de su madre, poseía aquella mirada de inteligencia sobrenatural que todos los hombres hubieran tenido de no haber mediado el Pecado de Adán.
En el Génesis se lee que el Señor Dios hablaba familiarmente con el hombre inocente, éste no temblaba de miedo ante aquella Voz, ni se engañaba en conocerla. Tal era la suerte del hombre: ver y entender a Dios, exactamente como un hijo conoce a su padre. Después vino la Culpa y el hombre no ha osado mirar más a Dios. No ha sabido ver y comprender a Dios. Y cada día lo conoce menos.
Juan no tenía necesidad de la señal, pero fue necesaria para los testigos de este ritual. Igualmente Yo no tenía necesidad de bautismo, pero la sabiduría del Señor había decretado que aquel fuese el momento y el modo de encontrarnos. Trajo a Juan de su cueva en el desierto y a Mí de mi casa y nos juntó en aquella hora, para que se abriesen sobre Mí los Cielos y descendiese Él Mismo, Paloma Divina, sobre el que debía bautizar a los hombres con la misma Paloma y bajase el anuncio de mi Padre aún más potente que el que dieron los Ángeles en Belén: “He aquí a mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias.” Y esto fue para que los hombres no tuviesen excusa o duda en seguirme.
Las manifestaciones del Cristo han sido muchas. A lo largo de toda mi vida terrenal, mi patria estuvo llena de manifestaciones. Como semilla que se arroja a los cuatro puntos cardinales, llegó a todas las clases sociales: a los pastores, poderosos, doctos, incrédulos, pecadores, sacerdotes, dominadores, niños, soldados, hebreos y gentiles. Todavía ahora las manifestaciones se repiten. Pero al igual que entonces, el mundo no las acepta. Aun peor, no recoge las actuales y olvida las pasadas. Y sin embargo Yo no desisto. Vuelvo a tratar de salvaros para que tengáis fe en Mí.
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Oración:
Amado Padre Celestial: Te damos gracias por habernos dado a Jesús y al participar en el Sacramento del Bautismo, hemos renacido para Ti. Te rogamos por nuestros hermanos los que no han sido bautizados, para que participen del Bautismo de Jesús y puedan ser rescatados por tu misericordia infinita. Amén
PADRE NUESTRO…
DIEZ AVE MARÍA…
GLORIA…
INVOCACIÓN DE FÁTIMA…
CANTO DE ALABANZA…