61.- DOLOR DE UNA EMPERATRIZ
A la mañana siguiente, descansado y perfectamente arreglado. Elegante como siempre, Marco Aurelio regresó a la prisión.
Pero allí le aguarda un suceso inesperado. Por lo general todos los guardias pretorianos que por turno custodian la cárcel Mamertina, lo conocen y lo dejan pasar sin oponerle el menor obstáculo. Pero esta vez los soldados no le permitieron pasar.
Un centurión se acercó y le dijo:
– Perdona, noble tribuno. Hoy tenemos la orden de no dejar entrar a nadie.
Marco Aurelio palideció y repitió:
– ¿Una orden?
El soldado le miró con expresión compasiva y contestó:
– Sí, señor. Una orden del César. En la prisión hay muchos enfermos y hay temor de que los visitantes puedan difundir el contagio por toda la ciudad.
– ¿Dices que la orden es solo por el día de hoy?
– La guardia se releva al mediodía.
Marco Aurelio permaneció silencioso, con una gran opresión en el corazón. El soldado se le acercó más y le dijo en voz baja:
– Vuelve tranquilo señor. El guardián y Bernabé cuidan de ella.
Y al decir esto se inclinó y en un parpadeo trazó con su espada un pescado sobre las baldosas del pavimento…
Marco Aurelio le dirigió una mirada rápida y le dijo:
– ¿Y tú eres pretoriano y cristiano?
El militar contestó señalando la prisión:
– Sí. Me llamo Fabián, hasta que me llegue el turno de entrar allí.
– Yo también adoro a Cristo.
– ¡Alabado sea su Nombre! Lo sé señor. Pero no puedo dejarte entrar a la prisión. Escribe una carta y se la entregaré al guardián.
– Gracias hermano mío. Que la Paz esté contigo.
Y estrechó la mano del soldado y se alejó de allí. La opresión en su corazón desapareció. El sol ya está en lo alto iluminando los muros de la cárcel y Marco Aurelio sintió su calor como una caricia que le traspasa hasta el alma y envuelve su corazón con un nuevo consuelo.
Aquel soldado cristiano fue para él otro testimonio viviente del Poder de Cristo. Se detuvo y miró hacia el cielo. Vio las nubes rosadas sobre el Capitolio y el Templo de Júpiter Stator y dijo:
– ¡Oh, Señor Jesús! ¡Hoy no la he visto, pero creo en tu Misericordia y en tu Amor!
En la casa encontró a Petronio, que después de que llegó ya había tomado su baño, se había ungido el cuerpo y se disponía a descansar. Pero al ver a su sobrino tan elegante y bien dispuesto, con el rostro apacible y tan tranquilo como si ya hubiera pasado la tempestad; se quedó asombrado y confundido.
Y por primera vez no pudo aparentar su acostumbrada indiferencia…
Frunciendo el entrecejo preguntó:
– ¿Ha pasado algo que yo no sepa? ¿Por qué te veo así?… -y Petronio movió las manos como si no comprendiera.
Marco Aurelio lo mira confuso y pregunta:
– Así ¿Cómo?… ¿Qué tratas de decir?
– No sé. ¡Tan cambiado! Casi pareces el mismo de antes… ¡No! Mejor que antes. ¿Qué tienes? Hay algo en ti… Lo percibo, pero no lo entiendo.
– ¡Ah! ¡Ya sé!…
Y Marco Aurelio comenzó a relatarle todo lo acontecido en los últimos días: su visita al Tullianum, su encuentro con Cástulo, con Fabián y lo que le sucedió al recibir la Primera Comunión. Luego concluyó emocionado:
– ¡Te imaginas! ¡Tener a Dios dentro de mí! Siento una paz tan grande. ¡Es una experiencia maravillosa! Se me quitó la desesperación y la tristeza. El dolor casi desapareció y es como si lo tuviese anestesiado. Y luego, tengo en todo mi ser una felicidad tan plena, que es como si me hubiera embriagado… Per ésta es una embriaguez que no quiero que me deje nunca. Estoy lleno de la Paz de Dios y me siento muy tranquilo. Eso es todo. Y no… De todo lo demás, nada ha cambiado. La situación sigue exactamente igual.
Petronio lo mira perplejo. Apenas puede creer lo que oye…
Marco Aurelio lo mira sonriente y concluye:
– He decidido que no les vamos a dar el gusto de regodearse con nuestra derrota ¿Qué te parece?
Después de una larga pausa, Petronio confirma:
– ¡Me parece estupendo! – Está muy contento, a la vez atónito y desconcertado por completo…
Pero haciendo a un lado estas emociones, dice al tribuno:
– Tengo noticias que darte. Estuve hoy en casa de Aminio Rebio a quién el César también fue a visitar. No sé por qué se le ocurrió a la Augusta llevar consigo al pequeño Rufio Crispino, hijo de su matrimonio anterior. Tal vez esperaba que el corazón del César se ablandara ante la infantil hermosura del niño. Desgraciadamente éste venía cansado y se quedó dormido, como le sucedió una vez a Vespasiano, durante la declamación que hacía César. Viendo esto, Enobarbo se enojó y le arrojó una copa de oro a la cabeza de su hijastro, hiriéndolo gravemente… Popea se desmayó y todos pudimos oír a Nerón cuando dijo: ‘¡Estoy harto ya de esa ralea!’… y eso, bien lo sabes tú, equivale a una sentencia de muerte.
Marco Aurelio declaró:
– El castigo de Dios pende sobre la cabeza de la Augusta… ¿Por qué me cuentas esto?
– Te lo cuento porque la cólera de Popea os ha perseguido a ti y a Alexandra. Ocupada ahora en su propia desventura, puede que abandone la idea de su venganza y sea más fácil influir en su ánimo. La voy a ver esta tarde y hablaré con ella.
– Gracias. Esta sí es una excelente noticia. ¿Pero que no ha sido anunciado para hoy la Inauguración de los Ludus Matutinus?
– Sí. Pero Nerón lo pospuso para dentro de diez días… Y mientras más tiempo tengamos disponible, mejor. No se ha perdido todo aún.
Pero el mismo Petronio no cree en lo que está diciendo porque sabe perfectamente que después de la rebuscada respuesta con la que el César contestó a la petición de Alituro, en la cual se comparó con Bruto, ya no puede haber salvación para Alexandra.
También se reservó por compasión a Marco Aurelio, lo que oyó decir en casa de Aminio Rebio: Que el César y Tigelino decidieron elegir para ellos y para sus amigos, a las más lindas doncellas y hermosos jóvenes cristianos, para profanarlos antes de la tortura…
En cuanto a los demás, serán entregados el día del espectáculo a los pretorianos y a los guardianes de las fieras.
Está convencido de que su sobrino no sobrevivirá a su esposa y desea endulzarle estos últimos días con todas las esperanzas y alegrías que le sea posible proporcionarle…
Y por eso agregó:
– Hoy le diré a la Augusta: ‘Salva a Alexandra para Marco Aurelio y yo salvaré para ti, a Rufio’ y me propongo meditar seriamente como hacerlo. Este asunto es muy delicado. Una sola palabra dicha a Enobarbo en el momento oportuno, puede salvar o perder a una persona. En el peor de los casos ganaremos tiempo…
Marco Aurelio dijo abrazándolo:
– Gracias. Te amo, tío. Estoy pidiéndole a Dios por ti.
Petronio se emocionó y dijo un poco precipitado:
– Sería mejor me demostraras tu agradecimiento, comiendo y durmiendo bien. ¡Por Zeus! Ni en sus mayores tribulaciones, descuidó jamás Odiseo el alimento y el descanso. Me imagino que habrás pasado en la cárcel la noche entera.
– Pues fíjate que no. Ya te dije que ayer me vine, dormí y descansé y… bueno, cené un poco.-dice Marco Aurelio como un niño cogido en falta- Pero te prometo que haré todo eso que deseas.
Petronio levantó un dedo y dijo:
– Me encargaré de que Aurora haga que te alimentes como es debido.
Y se despidieron.
Petronio se fue a dormir y Marco Aurelio se fue a la biblioteca a escribir la carta para Alexandra.
Cuando la terminó la llevó al centurión Marcelo, que se la dio inmediatamente al guardia. Al poco rato, el soldado regresó trayendo un saludo de Alexandra y la promesa de responderle un poco más tarde. El tribuno decidió dar un paseo y luego regresar por la contestación de su esposa.
Está el sol ya muy alto y mucha gente afluye al Forum.
Cuando Marco Aurelio va de regreso a la prisión ve una lujosa litera que va abriéndose paso y pasa junto a él. Dentro de ella, vestido elegantemente de blanco, va un augustano cuyo rostro está oculto por un rollo de papiro que va leyendo con mucha atención. Un apretado grupo de gente estorba el paso de la litera, el hombre hace a un lado el rollo de papiro y asomando la cabeza grita:
– ¡Dispersad esa plebe! ¡Pronto!
Al hacer esto, ha quedado frente a Marco Aurelio y al reparar en ello, tomó bruscamente el rollo de papiro y volvió a cubrirse el rostro.
El tribuno se lleva la mano a la frente creyendo que sufre una alucinación, porque el ‘augustano’ es nada más y nada menos que Prócoro Quironio en persona.
A Marco Aurelio se le aclararon muchas cosas en un instante y se acercó a la litera de Prócoro saludándolo, con una mirada penetrante.
El griego contestó con altivez y dándose mucha importancia.
– Joven, te saludo pero no me detengas, porque me urge llegar a casa de mi amigo, el noble Tigelino.
Marco Aurelio, aferrándose a uno de los bordes de la litera y mirándolo fijamente, le dijo con voz reprimida:
– ¿Por qué traicionaste a Alexandra?
Prócoro exclamó temblando de terror:
– ¡Oh, grandioso Apolo!
Pero en los ojos de Marco Aurelio no hay nada amenazante y recuperándose rápidamente, recuerda que ahora es un hombre rico e influyente. Y vuelve a hablar con arrogancia…
-¡Tú ordenaste que me mataran y que me enterraran en el jardín! ¿Ya se te olvidó?
Siguió un profundo silencio.
Y luego dijo Marco Aurelio con voz ronca:
– Es verdad que te ofendí, Prócoro.
La humildad del tribuno encrespa la soberbia del griego. Este se irguió y castañeteando los dedos, lo que en Roma es una demostración de burla y desprecio, contestó con una voz tan fuerte para que todos pudieran oírle a su alrededor:
– Amigo, si tienes alguna petición que presentarme, ven a mi casa del Esquilino por la mañana, a la hora en que recibo a mis clientes, después del baño.
Mientras tanto los corredores han abierto paso a los portadores y están listos para proseguir la marcha.
Prócoro hizo una señal con la mano y la litera continuó rápida su camino detrás de los corredores que gritan:
– ¡Abrid paso a la litera del noble augustano Prócoro Quironio! ¡Paso! ¡Paso!
Marco Aurelio regresó con paso lento a la prisión y en una plegaria silenciosa, perdonó a Prócoro y a todos los que lo habían sumido en aquel drama que destroza su corazón…
Luego imploró la misericordia para todos y finalizó:
– ¡Dios mío, ayúdame!…
Marcelo le entregó la carta de Alexandra. Marco Aurelio la apretó contra su pecho y se fue a casa de Petronio, para leerla con más calma. Y cuando llegó, desenrolló el largo papiro.
Su esposa, en aquella carta escrita apresuradamente, se despide de él para siempre. Sabe que ya a nadie le está permitida la entrada a la prisión y que solo podrá ver al joven tribuno desde la arena.
Le suplica que cuando sea llevada de la prisión Mamertina al circo, asista al espectáculo; pues desea verle por última vez en la vida, antes de partir para el Cielo.
En su carta no hay el más leve indicio de temor. Al contrario, lo exhorta a que sea valiente y que no olvide que después de Cristo, ella lo adora con todo su ser. Dice que tanto ella como sus compañeros de cárcel, ansían el momento de estar en la arena, para librar el combate final y en donde hallarán para siempre la libertad…
La verdadera libertad de las tribulaciones de esta vida… Que no olvide que ella le ama. Que le ama tanto como él ni siquiera puede imaginarse…
Que recuerde las enseñanzas de Cristo y así podrá alegrarse con ella en su martirio. Cada una de sus palabras demuestra un estado de euforia espiritual y sobre todo un desprendimiento total de todo lo que hay en la vida terrenal y que él mismo ya había advertido en todos los presos que están en la cárcel Mamertina.
Así como también su Fe imperturbable y su alegría por la esperanza en que todas las promesas de Jesús, se verán cumplidas más allá de la muerte:
“Ya sea que me libere Cristo en esta vida o después de la muerte, Él me unió a ti cuando nos casamos y por lo tanto soy tuya. Y aunque no hayamos consumado nuestro matrimonio, somos un solo cuerpo, así como ya somos una sola alma, porque sé que piensas y sientes lo mismo que yo. Y deseas estar unido a mí, tanto como yo lo deseo amadísimo esposo mío…
Te imploro que no llores por mí. Y no te dejes dominar por el dolor y el sufrimiento. Tú sabes como hay que entregarlo a Jesús e implorar de la Virgen María, su auxilio y protección.”
Es muy evidente que para ella la muerte no significa la disolución de su matrimonio.
Con una confianza infantil, asegura a Marco Aurelio, que una vez terminados sus sufrimientos y después de las torturas (No importa cuales sean), en la arena ella entregará su vida por amor a Cristo.
Y que cuando vaya al Cielo, le dirá a Dios que su esposo Marco, se quedó en Roma, ansiando unirse también a ella para poder adorarlo juntos, por toda la Eternidad…
Está segura de que el Señor la escuchará y pondrá una solución que los va a hacer muy felices…
Y también le pedirá a Jesús que su alma vuelva a él, aunque solo sea por un instante a decirle que está más viva que nunca… Con el misterio de la Comunión de los Santos, estará en contacto con él… Que todos sus tormentos, sufrimientos y torturas habrán quedado en el olvido, porque ella será verdaderamente dichosa y bienaventurada.
Toda aquella carta respira felicidad y una gran esperanza.
Solo hay en ella una petición relacionada con asuntos terrenales: que si algo queda de su cuerpo, quiere que Marco Aurelio lo recupere del spolarium(lugar donde son depositados los gladiadores muertos) y la sepulte como su esposa, en la tumba donde él mismo reposará algún día…
Marco Aurelio leyó aquella carta con el ánimo acongojado y al mismo tiempo siente dentro de sí, aquella paz que lo fortalece.
En su corazón comparte la misma esperanza, la Fe y los pensamientos que animan a su esposa.
En la biblioteca, se levanta y deja a un lado sobre la mesa, la carta. Y se dispone a escribir a su vez, la contestación.
Después de reflexionar un poco, se sienta y escribe a Alexandra que irá diariamente a montar guardia al pie de los muros del Tullianum y pide a la joven que crea que tal vez Jesús aún quiera salvarla para él y regresarla a sus brazos aún en el mismo circo, pues él cree que Él, puede realizar ese milagro para los dos…
Pero cuando Marco Aurelio llegó a la cárcel esa mañana. Marcelo el centurión abandonó las filas, se le acercó y le dijo:
– Escúchame señor. Cristo te ama tanto que ha hecho un milagro en tu favor. Anoche el liberto del César y los enviados del Prefecto vinieron a elegir doncellas y jóvenes cristianos a quienes aguarda la deshonra. Preguntaron por tu esposa. Pero nuestro Señor Jesús le mandó una fiebre, la cual está haciendo mortíferos estragos entre los prisioneros del Tullianum y entonces a ella la dejaron en paz, porque estaba inconsciente… Y bendito sea el Nombre de Jesucristo, porque la enfermedad que la ha liberado de la vergüenza, puede también salvarla de la muerte en la arena.
Marco Aurelio tuvo que apoyarse en el hombro del soldado, para no caer desvanecido. El joven tribuno, permaneció por algún tiempo con la cabeza inclinada… Luego la levantó y dijo en voz baja:
– Dices bien, Marcelo. Cristo que la salvó de la deshonra, la salvará también de la muerte. Gracias hermano mío. Ruega por nosotros y yo rogaré por ti. Que la paz sea contigo.
Después de despedirse, se sentó luego en un peñasco, al pie de las murallas de la prisión y allí estuvo todo el día. Al caer la tarde, regresó a la casa de Petronio.
Mientras tanto, Petronio había entrado a su biblioteca…
Leyó la carta de Alexandra que se había quedado sobre la mesa donde él escribe… Y después de leerla, estuvo mucho rato pensativo y reflexionando como nunca lo había hecho en su vida…
Luego tomó una resolución y antes de que Marco Aurelio regresara, se fue a visitar a la Augusta.
Encontró a Popea, a la cabecera del lecho del pequeño Rufio.
El niño a consecuencia de la herida en la cabeza, lucha ahora por su vida. Y su madre, con el corazón amargado por la desesperación y el terror, asiste impotente a sus delirios por la fiebre, pensando al mismo tiempo que si logra salvarlo, ello solo servirá para que enseguida perezca con una muerte más terrible.
Ocupada exclusivamente en su propio dolor, nada quiere oír de los problemas de Marco Aurelio, pero Petronio la aterrorizó:
– Tú has ofendido a una Divinidad nueva y desconocida. Tú Augusta, según parece adoras al Jehová hebreo, pero los cristianos afirman que Cristo es Hijo suyo. Reflexiona ahora si no te estará persiguiendo la cólera del Padre. ¿Quién podrá afirmar que no es la venganza de Éste, la que ha caído sobre ti? Y quién sabe si la vida de Rufio no depende sino de esto: de la manera en como tú obres.
Popea lo miró espantada y preguntó:
– ¿Qué me aconsejas?
– Aplacar a las deidades ofendidas.
– ¿Y cómo?
– Alexandra está enferma. Influye tú sobre el César o sobre Tigelino, para que sea entregada a Marco Aurelio.
Popea exclama con acento desesperado:
– ¿Y piensas que yo pueda hacer eso? Mira lo que me está pasando…
– Puedes hacer otra cosa entonces. Si Alexandra mejora, su destino es morir en el Circo. Dirígete al Templo de Vesta y pide a la Virgo Magna, que trate de estar como de manera fortuita cerca del Tullianum, en el momento en que conduzcan a los presos a la muerte y ordene que dejen en libertad a la doncella. Ella puede hacerlo y la gran vestal no te podrá negar eso.
– Pero ¿Y si Alexandra muere de fiebre?
– Dicen que el Dios de los cristianos es Vengativo pero Justo. Es posible que Tú logres aplacarlo, sólo con el deseo de ir en auxilio de esa joven.
– Si es así, que me dé una señal indicativa de que Rufio sanará.
Petronio se encogió de hombros y dijo:
– ¡Oh, divinidad! Yo no he venido a verte como enviado de Él. Me limito a decirte: es preferible que te encuentres en buena armonía con todos los dioses, tanto romanos como extranjeros.
Popea dijo con la voz quebrantada:
– ¡Está bien! ¡Iré!
Petronio respiró con fuerza y aliviado. Y pensó:
– ¡Al fin he podido hacer algo!
Al regresar a su casa recordó el enojo y la frustración tanto del César como de Tigelino, por no haber podido apoderarse de Alexandra, por la fiebre que la consumía…
Y después de ver al joven patricio, le dijo:
– Ruega a tu Dios que no muera Alexandra de la fiebre que le aqueja, porque si ella se salva, la gran vestal, ordenará su liberación. La Augusta en persona le pedirá que lo haga.
Pero Marco Aurelio objetó:
– Si ella no lo hace, Cristo la salvará.- convencido por la Fe y la esperanza.
Mientras tanto Popea, que por la salud de su hijo está dispuesta a ofrecer hecatombes a todos los dioses del Universo, se dirigió esa misma noche a través del Forum hasta el Templo de Vesta, dejando encargado a su niño a su fiel nodriza Amelia, quién también ha sido su propia nana.
Pero es demasiado tarde, porque en el Palatino ya ha sido decretada la sentencia de muerte contra el niño.
Así pues, apenas la litera de Popea desapareció a través de la Gran Puerta, entraron dos libertos del César al aposento del pequeño Rufio. Uno de ellos se arrojó sobre Amelia y la amordazó. El otro se apoderó de una estatuilla de bronce y mató de un solo golpe en la cabeza a la pobre mujer. Luego, los dos se acercaron a Rufio.
El pequeño, atormentado por la fiebre y sin darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor, sonrió a los hombres…
Éstos le quitaron a la nodriza el cinturón y poniéndolo alrededor del cuello del inocente niño, lo estrangularon. Éste, apenas pudo llamar una sola vez a su madre…Y murió. Lo envolvieron en una sábana y montando en los caballos que los estaban esperando, se dirigieron con el cadáver hasta el puerto de Ostia, donde lo arrojaron al mar.
Popea no encontró a la Virgo Magna y regresó al Palatino.
Y al encontrar vacío el lecho de su hijo y rígido el cadáver de Amelia, se desmayó. Cuando recuperó el conocimiento empezó a gritar y sus desesperados alaridos se oyeron toda la noche…
Pero el César le ordenó que asistiera a una fiesta que iba a dar ese día y de esta manera, Popea debió ataviarse con su túnica de color amatista y acudir al banquete con una sonrisa que enmascara su inmenso dolor.
Es una estatua regia. Hermosa como una diosa. Coronada en sus áureos cabellos, anonadada y muda, como el ángel de la muerte…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
60.- RESPUESTA DE DIOS EN EL TULLIANUM
El Anfiteatro ha sido terminado y todo está listo para que comiencen ‘Los Ludus Matutinus’ (Juegos de la mañana) Pero esta vez, a consecuencia del increíble número de víctimas, parece que continuarán muchas semanas más que lo acostumbrado y lo programado para esta ocasión en particular.
Ya no hay en donde poner tantos cristianos. Las prisiones están atestadas y la fiebre hace estragos en ellas. Muchos están muriendo y las fosas comunes empiezan a llenarse de cadáveres.
Todas estas noticias llegan a oídos de Marco Aurelio, extinguiendo hasta los últimos restos de su esperanza. Ya no abriga el propósito de sobrevivir a su esposa y ha resuelto morir junto con ella. En esta hora tremenda, lo único que lo sostiene, es la Gracia de Dios.
Por motivos diferentes, Petronio y todos sus amigos piensan lo mismo y creen que cualquier día se abrirá para él, la mansión de las tinieblas.
Dos días antes del inicio de los Juegos, Marco Aurelio fue como siempre a acompañar a Alexandra, para verla aunque solo sea a través de la pequeña abertura por la cual le pasan los alimentos.
Ella, después de saludarlo, en un dulce coloquio lo instó a que fuera al Tullianum y él protestó:
– Pero mi amor ¿Por qué quieres que vaya a ese pútrido calabozo?
Ella le contestó con dulzura:
– Anoche mi ángel me dijo que te dijera que vayas ahí. Dios te tiene una respuesta.
Marco Aurelio no dice una palabra más. Va al lugar mencionado y es testigo de las condiciones infrahumanas en que viven los cristianos, en las terribles cárceles romanas.
En una edificación que parece un pozo circular de escasos cinco metros de ancho y otros tantos de alto que no tiene ventanas, una puerta de hierro estrecha y pequeña, parece embutida en un murallón que tiene casi un metro de espesor.
En el centro del techo hay un agujero circular como de noventa centímetros de diámetro y que sirve tanto para la ventilación, como para evacuar las inmundicias de la celda que hay arriba.
En el pavimento de tierra batida hay otro agujero del que exhala un hedor que indica el paso de una cloaca que desemboca en el río. El sitio es malsano, húmedo y pestilente… Los muros resuman agua y el suelo está impregnado de materias pútridas.
En este horrendo lugar en el que reina una densa penumbra que apenas permite entrever lo más preciso, hay dos personas… Una de ellas se encuentra tendida en el suelo húmedo, junto a la pared y encadenado a un pie, sin que haga ningún movimiento. La otra está sentada cerca de ella, con la cabeza entre las manos.
En la celda de arriba se oye un murmullo en el que se mezclan voces de hombres y de mujeres, de niños y de ancianos. Voces frescas de jovencitos, junto con otras, fuertes de adultos. De vez en cuando entonan himnos melancólicos o triunfantes, que aún dentro de su suave melodía, muestran una gran paz.
Las voces resuenan contra los gruesos muros, como en una sala de conciertos.
Y el Himno se levanta armonioso:
Condúcenos hasta tus frescas aguas
Llévanos a tus huertos floridos
Da tu Paz a los mártires que esperan,
Que esperan en Ti, Señor Jesús.
Sobre tu promesa santa
Hemos fundamentado nuestra Fe.
Porque hemos esperado en Ti
No nos defraudes, Jesús, Salvador.
Marchamos gozosos al Martirio
Para así seguirte hasta el bello Paraíso.
Por aquella Patria lo dejamos todo
Y a otro no queremos sino a Ti.
En Dios solo descansa el alma mía
De ÉL viene mi salvación
Él es mi Roca salvadora,
Mi Fortaleza. No he de vacilar.
En Dios está mi gloria y salvación
La Roca de mi Fuerza.
Levanto mis ojos a los montes
¿De dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor
Que hizo el Cielo y la Tierra.
No permitirá que tropiece tu pie
Tu Guardián no duerme
Jamás lo rinde el sueño ni reposa
El Guardián de Israel.
Ten piedad de nosotros, Jesús
Ten piedad, mi Salvador
Porque estamos hartos de injurias
Y nuestra alma está saturada
Del sarcasmo de los insolentes.
El Señor es tu Guardián
Es tu sombra protectora
Que te preserva de todo mal
Y protege tu vida.
A Ti levanto mis ojos
A Ti que moras en el Cielo…
Y al apagarse lentamente esta última estrofa, aparece una luz en el agujero…
Un brazo que lleva una lamparita suspendida y una figura se asoma. Entonces se hace visible el rostro de un hombre que al mirar observa que el hombre tendido en el suelo, no se mueve. Y que el otro que está con la cabeza entre las manos, está tan sumergido en la Oración que no ve la luz. Entonces lo llama:
– ¡Lautaro! ¡Lautaro! ¡Es la Hora!
El que estaba sentado se pone de pie y arrastrando su larga cadena se coloca bajo la claraboya.
– La paz sea contigo, Alejandro.
– Y también contigo, Lautaro.
– ¿Tienes todo?
– Sí. Todo. Priscila se aventuró a venir vestida de hombre. Se ha cortado los cabellos, para parecer un fosor y nos ha traído todo lo necesario para celebrar el ‘Misterio’.
– ¿Qué hace Ramón?
– Ya no se lamenta. No sé si duerme o ya expiró. Quisiera comprobarlo, para recitarle las preces de los mártires.
– Te bajaré la lámpara para que puedas verlo. Será un gozo para él asistir al Misterio.
Atándole un cordón de los que se usan para ceñir la cintura, bajan el farolillo hasta las manos de Lautaro. Es un anciano de rostro afilado y austero. Palidísimo y de escasos cabellos blancos. Tiene unos ojos bondadosos y espléndidos en su expresión. Dentro de su miseria de encadenado en aquel fétido cubil, posee una dignidad de rey.
Desata el farolillo del cordón y va hacia el compañero. Se inclina sobre él. Lo observa detenidamente y lo toca. Y después de poner la lámpara en el suelo, abre los brazos, en un ademán prolongado de conmiseración. Luego pliega las manos ya casi rígidas del cadáver y se las cruza sobre el pecho.
Pobres manos heladas y esqueléticas de un hombre anciano también, muerto de inanición. Se vuelve hacia quién espera junto al orificio y dice:
– ¡Ramón ha muerto! ¡Gloria al mártir de la pútrida fosa!
– ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Para el fiel de Cristo! –responden en la celda de arriba.
– Bajad lo necesario para celebración del Misterio. No falta el altar. Sus manos entrelazadas ya no podrán servir de sostén, pero sí su pecho inmóvil que hasta el último momento palpitó por nuestro Señor Jesús.
Bajan una bolsa de preciosa tela y Lautaro extrae de ella un pequeño lienzo, un pan ancho y delgado, un ánfora y un cáliz pequeño. Dispone todo sobre el pecho del muerto, celebra y consagra, recitando las oraciones de memoria, a las cuales responden los de arriba.
Una vez realizada la consagración, Lautaro vuelve a verter en el ánfora el vino del cáliz. Introduce nuevamente las Sagradas Especies en la bolsa y lo lleva todo a donde espera el cordón colgante, para subir de nuevo la bolsa a la celda de arriba. Al tiempo que ésta asciende izada con precaución, Lautaro absuelve a su compañero de Fe con el Sacramento de la Reconciliación.
Y mientras los cristianos comulgan, vuelve a entonarse dulce y suave, el canto modulado en su mayor parte, por un coro de niños.
Cuando cesa el canto, Lautaro habla así:
“Hermanos, comprendo que ha llegado la hora del Circo y de la Victoria Eterna. Ésta ya llegó para Ramón. Para vosotros lo será mañana. Manteneos fuertes, hermanos. El tormento será de un instante; más la bienaventuranza no conocerá término. Con nosotros está Jesús que no os abandonará, aún cuando las Especies se hayan consumido en nosotros. Él no abandona a sus confesores, sino que permanece con ellos para recibir sin demora sus almas, lavadas con el amor y con la sangre.
¡Adelante! Rogad en el trance de la muerte por vuestros verdugos y por vuestro sacerdote. El Señor por mi mano os imparte la última absolución. No abriguéis ningún temor. Vuestras almas están ahora más blancas que un copo de nieve desprendido del cielo.”
Varias voces dicen:
– ¡Lautaro! ¡Adiós! ¡Asístenos tú, santo, con tu Oración! ¡Le diremos a Jesús que venga por ti! Te precedemos para prepararte el camino. Ruega por nosotros…
Los cristianos turnándose, se asoman al agujero. Saludan, son saludados y van desapareciendo. Por último, izan de nuevo el farolillo, tornando más densa la oscuridad de aquel antro, en el que uno muere lentamente, junto al otro que ya murió; en medio del hedor y del rumor profundo, en las aguas subterráneas.
Arriba vuelven a resonar los cantos lentos y suaves, acompañados ahora por el anciano de venerable aspecto, el valiente sacerdote Lautaro…
Marco Aurelio, que ha asistido a toda la celebración. En un rincón se ha arrodillado y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas, mientras ora con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. De pronto siente un toque muy delicado posarse sobre su hombro.
Es una mano pequeña. Y al levantar el rostro, ve frente a sí a un niño muy hermoso que le mira con dulzura y le ofrece las Sagradas Especies: un pedazo de Pan y el ánfora, mientras le dice:
– No llores. Jesús te ama muchísimo y a ella también. ¿No tienes Fe?
Marco Aurelio lo mira asombrado y le dice:
– ¿Quién eres?
– Mi nombre es Cástulo. Si amas a Jesús, debes confiar en Él. Dice Antonio el diácono que también le lleves la Comunión a tu esposa. ¿Acaso no sabes que esto es lo que nos hace fuertes y entonces Satanás no puede hacernos ningún daño?… ¡Oh! ¡Jesús es tan Bueno! Después que ella haya bebido, traes el ánfora y se la das a Priscila. Mira, es ella. –y señala a la joven que está recargada en el murallón.
Y el niño lo mira con una increíble sonrisa llena de confianza y alegría.
Marco Aurelio se levanta. Y sin decir nada, totalmente pasmado, regresa a la celda de Alexandra. Donde los dos comulgan y oran con absoluta adoración y recogimiento.
Luego, el joven tribuno regresa a devolver el ánfora. Su rostro está totalmente transformado. Es la primera vez que recibe la Comunión y su cara es radiante: llena de alegría y de una absoluta paz.
Se acerca a Cástulo, le acaricia el rostro y le dice:
– ¡Gracias! ¡Muchas gracias!…
Cástulo sonríe y dice con su vocecita firme:
– Mañana estaré con Jesús y le pediré a Dios que se realice lo que más quieres.
– Gracias Cástulo. Yo me llamo Marco Aurelio. Y estoy listo para hacer la Voluntad del Padre. Dios te bendiga por tu caridad. Y ruega por mí, para que yo también sea valiente como tú.
El pequeño patricio se encoge de hombros, como diciendo que no es para tanto. Y se aleja corriendo alegre como si no le importara el lugar en donde están.
Marco Aurelio regresa con Alexandra. Bernabé también ha regresado de la celebración. Y entre los tres conversan de lo sucedido en la Misa, la muerte de Ramón y la exhortación de Lautaro, la conversación con Cástulo y lo que significó para Marco Aurelio el recibir la Primera Comunión.
– ¡Esta Paz! –exclama extasiado- ¡Esta paz!… ¡La Presencia del Señor es gloriosa! En estos momentos me siento tan bien, que no me importaría morir. Y me siento dispuesto a todo. ¡Es absolutamente maravilloso!
Alexandra le dice:
– Mi amor, necesitas descansar. Llevas varios días sin dormir y sin comer bien. Vete a casa y descansa. Nosotros estaremos bien. El Creador del Universo, vela sobre nosotros…
Y saca sus manos por entre la pequeña abertura para acariciarlo…
Él se las toma y las besa. Luego con voz resignada, dice:
– Tienes razón carísima. Tenemos que estar listos para mañana. No les daré el gusto a nuestros enemigos de vernos vencidos. ¡Mañana temprano regresaré!
Y despidiéndose también de Bernabé, se retiró hacia la casa de Petronio.
En el camino se dijo a sí mismo con renovada fortaleza:
– Creo en la Bondad de Dios, así tenga que verla entre las fauces de un león. Y si Tú lo quieres Señor Jesús, también toma mi vida, porque soy completamente tuyo, Dios mío…
HERMANO EN CRISTO JESUS: