65.- LUDUS MATUTINUS21 min read

Para la celebración de los espectáculos prometidos, Nerón mandó construir un Anfiteatro gigantesco, porque quiere que los juegos sobrepasen en esplendor a todos los que ha habido hasta entonces. Miles de operarios trabajaron día y noche en la construcción del edificio y en su ornamentación.

Un inmenso pabellón pone a los espectadores a cubierto de los rayos de sol. Por entre las hileras de asientos, hay pebeteros dispuestos de trecho en trecho, para quemar perfumes de Arabia e incienso. Los arquitectos Marco Vitrubio y Julio Frontino han desplegado toda su habilidad en su construcción, para que sea a la vez incomparable y dé cabida al mayor número posible de espectadores, con la mayor comodidad.

El día fijado para dar comienzo a los Juegos, una inmensa muchedumbre llegó desde el alba, aguardando la hora de la apertura de las puertas y gozando del aire festivo que se contagia, por la inauguración.

Escuchan con expectación los rugidos de las fieras, a las cuales se les ha mantenido sin alimento para excitar más su ferocidad y su hambre. Todo esto aumenta el ruido hasta ser casi ensordecedor y los más tímidos, palidecen de miedo.

Al salir el sol, sobre toda aquella cacofónica confusión, comienza a escucharse un himno que brota desde el interior del circo y que es entonado por voces vibrantes y llenas de alegría.

La multitud escucha maravillada y sorprendida aquellos cánticos y dicen:

–           ¡Los cristianos! ¡Son los cristianos!

Y efectivamente, éstos han sido trasladados desde las cárceles en la noche precedente. El Himno retumba glorioso porque las voces de los hombres, mujeres y niños que lo cantan son tantas, que los entendidos en las funciones circenses, saben que las fieras quedarán saciadas y no acabarán con todos, antes de que llegue la noche.

A medida que se acerca el momento de la apertura de las puertas de los pasajes que conducen al interior del Circo, la gente se muestra más eufórica y discuten animadamente los detalles relativos a aquel espectáculo que promete ser extraordinario.

Desde muy temprano empiezan a llegar al Anfiteatro, los ‘lanistas’ (Los que compran, forman y entrenan a los gladiadores), con sus pequeños grupos dispuestos para el combate. Muchos vienen completamente desnudos, llevando palmas en las manos y coronados con flores. Y a la luz de la mañana, se ven todos jóvenes, hermosos, fuertes, rebosantes de vida. Sus cuerpos lustrosos de aceite, son portentosos y parecen tallados en mármol. La gente se deleita con su belleza y su fuerza.

Algunos son conocidos por el pueblo y al ser saludados por sus admiradores, se les escucha decir:

–           ¡Dame un abrazo, antes de que me lo dé la muerte!

Y desaparecen por aquellas puertas, sabiendo que probablemente al finalizar el día, no volverán a cruzarlas.

Detrás de los gladiadores, vienen hombres armados con látigos, cuyo oficio es azotar y azuzar a los combatientes.

Luego siguen una gran cantidad de carretas tiradas por mulas, que se van directas al spolarium. Filas enteras de vehículos llenas de camillas. La enorme cantidad de éstas predice la magnitud del espectáculo que está por comenzar.

Enseguida vienen los hombres que están encargados de rematar a los heridos y visten trajes de Caronte (Barquero del infierno que transporta las almas de los difuntos a través de la Laguna Estigia) Siguen luego los encargados de mantener el orden en el circo y los acomodadores, junto con los esclavos que reparten las bebidas y los alimentos. Y por último, los pretorianos a quienes el César tiene siempre cerca de su persona en el Anfiteatro

Cuando por fin son abiertas las puertas, la multitud se precipita hacia el interior y los rugidos de las fieras se hacen más estruendosos.

Mientras el público se instala en sus asientos, produce un movimiento de agitación rumorosa, comparable al del mar en plena tempestad. Finalmente, hace su entrada el Prefecto de la ciudad y Tigelino rodeado de su guardia. Detrás de ellos, los augustanos, senadores, cónsules, pretores, ediles, funcionarios de gobierno y del palacio, oficiales, pretorianos, caballeros, patricios y damas lujosamente ataviadas.

Con los rayos del sol brillan las joyas, las armaduras de los soldados, el acero de las armas, las espadas y las espléndidas vestiduras de los invitados imperiales. Desde el interior se oyen las grandes aclamaciones con que son recibidos todos los grandes personajes. Y siguen llegando nuevas partidas de pretorianos, seguidos por los sacerdotes de los diferentes templos y las vírgenes sagradas de Vesta.

Para dar principio al espectáculo, solo falta el arribo del César y la Augusta, con su círculo íntimo de augustanos favoritos.

Nerón desea ganarse el favor del pueblo y llega pronto.

Hace su entrada triunfal en el carro de Augusto, con traje de púrpura y clámide sembrada de estrellas de oro. Le siguen la Augusta y los augustanos que ha privilegiado. Entre éstos están Petronio y Marco Aurelio.

El joven tribuno sabe que Alexandra está enferma de gravedad e inconsciente. Pero como el acceso a la prisión ha sido restringido con mayor rigor en los días precedentes y los antiguos guardias fueron remplazados. Los nuevos no permiten la comunicación con los presos. Y por eso Marco Aurelio no está seguro de que Alexandra no está entre las víctimas destinadas al espectáculo del primer día, pues conoce el sadismo de que son capaces  sus captores y la venganza que los impulsa.

Después de instalarse en los lugares que les fueron asignados, se escabulle discretamente en medio de la multitud y baja a los subterráneos del Circo.

Un guardián lo conduce hasta donde están los cristianos. En el camino le dice:

–                      Noble señor, yo no estoy seguro de que llegues a encontrar lo que buscas. Hemos preguntado por una doncella llamada Alexandra, pero nadie nos dice nada. Tal vez porque no tienen confianza en nosotros.

–           ¿Hay muchos?

–           Tantos, que algunos tendrán que esperar hasta mañana.

–           ¿Y hay enfermos entre ellos?

–           No hay ninguno que no pueda sostenerse en pie.

Llegan hasta una puerta que da a una estancia enorme, pero tan baja y oscura, que solo recibe luz por unas aberturas enrejadas que las separan de la arena. Al principio, el tribuno no puede ver nada, oye tan solo el murmullo de plegarias, recomendaciones y tiernas despedidas en el recinto y los gritos de la plebe que proceden de las graderías del Circo. Pero cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad, puede distinguir un grupo de seres extraños: son los cristianos disfrazados de bestias feroces.

Algunos están de pie y otros están arrodillados. Mujeres vestidas con piel de leopardo, tienen en los brazos a niños cuyos cuerpos también han sido cubiertos con pieles de fieras. Pero sobre esos grotescos disfraces aterradores, emergen rostros serenos y ojos que brillan con un júbilo supremo…  Es evidente que a todas estas personas les domina un sentimiento extraordinario que los hace indiferentes a cuanto sucede a su alrededor y no sienten ningún temor por lo que pueda ocurrirles.

 Cuando Marco Aurelio les pregunta sobre Alexandra, algunos le miran con ojos asombrados, como si los hubiese despertado de un ensueño y le contestan con una sonrisa, negando con la cabeza.

Pero lo más impactante son los niños. En todos ellos se ve la angelical inocencia de Cástulo, el día que le dio las Sagradas Especies. NADIE, llora. Ni está triste o aterrorizado.

Entonces empezó a llamar en voz alta a Alexandra y a Bernabé.

Un hombre vestido de lobo le tira de la toga y le dice:

–                      Hermano, ellos se quedaron en la prisión. Yo fui el último en salir y le he visto enferma en el lecho.

–           ¿Quién eres tú?

–           Calixto el cantero, en cuya casa dejaste a Alexandra. Fui arrestado junto con ellos y hoy he sido llamado al martirio.

Marco Aurelio suspiró aliviado. Al entrar había deseado verla y ahora le da gracias a Dios por no haberla encontrado ahí, viendo esto como una señal de divina misericordia.

Calixto le dice:

–           Noble tribuno y hermano ¿Te puedo hacer una petición?

–           La que quieras, hermano mío.

–                      La última vez que ví a Pedro, me aseguró que vendría al Anfiteatro. Si tú sabes en donde se encuentra, dímelo.

–                      Di a todos que está en la comitiva de Petronio, al lado izquierdo del Podium Imperial, disfrazado de esclavo. Búsquenlo de manera discreta. Dios hará que lo reconozcan.

–           Gracias hermano, que la paz del Señor esté contigo.

–           Hoy es el día de su victoria.

–           ¡Amén!

Marco Aurelio salió de allí y regresó junto a Petronio, que está en medio de los demás augustanos y al verlo, le preguntó:

–           ¿La encontraste?

–           No. La dejaron en la prisión.

–                      Pues bien. Oye lo que se me acaba de ocurrir, pero mientras tanto mira en dirección a donde está Julia Mesalina, para despistar. Tanto Prócoro como Tigelino nos están observando. Sería conveniente que pusieran a Alexandra entre los muertos por la epidemia y por la noche la sacaran de la cárcel, junto con los demás cadáveres. ¿Adivinas el resto?

–           Sí.

Galba interrumpe este diálogo, inclinándose hacia ellos y preguntando:

–           ¿Sabéis si darán armas a los cristianos?

Petronio contestó:

–           Lo ignoramos.

–           Será mejor que se las den, de otro modo la arena se convertirá demasiado pronto en un matadero y esto estará demasiado aburrido. Pero ¡Qué espléndido Anfiteatro!

Y en realidad luce magnífico. Los asientos inferiores totalmente llenos de togas blancas, relumbran como si fueran nieve. En el Podium Imperial está sentado el César quién ostenta un deslumbrante collar de rubíes. Junto a él se encuentra la Augusta, hermosa y sombría. Están flanqueados por las vestales y los más altos funcionarios de la corte. En resumen: todo cuanto hay en Roma de poderoso, opulento y ostentoso.

El Anfiteatro está lleno. Y por sobre aquel océano de cabezas, penden de una columna a otra festones de rosas, lirios, hiedras y pámpanos. La multitud empieza a golpear impaciente con los pies. Y estos golpes se van generalizando hasta ser atronadores y sin interrupción. Entonces, el Prefecto de la ciudad, después de recorrer la arena con su brillante séquito, hizo con el pañuelo una señal que fue acogida con una exclamación de aprobación, en que prorrumpió todo el Anfiteatro.

Y empezaron los juegos,…

Con una carrera de cuadrigas arrastradas por camellos y bufones montados sobre elefantes, que hacen diferentes gracias para el público. Luego vinieron los andavetes: gladiadores con yelmos cerrados, que lidian a ciegas. Cuando hacen su entrada en la arena, comenzaron a hacer molinetes con las espadas. La parte más selecta del público, mira con desdeñosa indiferencia ese espectáculo. Pero la plebe se divierte con los movimientos desairados de los combatientes. Y cuando sucede que se encuentran de espaldas, el público prorrumpe en grandes carcajadas y muchos exclaman:

–           ¡A la derecha! ¡A la izquierda!

Y con frecuencia les engañan deliberadamente y los desorientan completamente. No obstante, pronto se forman varias parejas de luchadores y se traba un combate verdaderamente sangriento.

Los luchadores más esforzados, arrojan lejos sus escudos y tomándose el uno al otro de la mano izquierda, con el fin de no separarse, luchan con la otra hasta morir. Todo el que cae alza la mano implorando gracia, pero el público casi siempre pide la muerte para los heridos, principalmente porque son hombres que llevan oculto el rostro y son unos desconocidos.

Paulatinamente fue disminuyendo el número de luchadores hasta que solo quedan dos. Y fueron empujados el uno contra el otro y se apuñalaron recíprocamente. Enseguida, a los gritos de ‘¡Peractum est!’ Fueron sacados de la arena y un grupo de hombres con unos rastrillos, hizo desaparecer las manchas de sangre.

Luego esparcieron pétalos de rosas y otras flores.

En la segunda parte empezó la lucha más importante y que despertó el interés de todos los asistentes, pues empezaron a hacer importantes apuestas. Entre la plebe, cuando ya no tienen dinero, llegan a apostar hasta la propia libertad y siguen con el corazón anhelante por la ansiedad y el miedo, las peripecias de aquellos combates.

Y por todas partes se escuchan votos a los dioses en voz alta, para que les ayuden a que gane su lidiador favorito. De mano en mano van pasando las tablillas en las cuales han escrito los nombres de sus preferidos, así como la cantidad de sestercios que cada quién apuesta por su predilecto.

Todos cruzan apuestas: el César, los sacerdotes, las vestales, los senadores, los quirites y el pueblo. Los campeones que ya han obtenido clamorosos triunfos, son los que cuentan con mayor número de partidarios. Pero hay quienes arriesgan sumas considerables a favor de gladiadores nuevos, con la expectativa de obtener enormes ganancias, si éstos obtienen la victoria.

Así que cuando se escuchan las trompetas, se hace un silencio profundo y expectante…

Todos los ojos se vuelven hacia la puerta a la cual se acerca un hombre vestido de Caronte y da en ella tres golpes con un martillo. Un momento después, las dos hojas se abrieron lentamente y se puede ver un túnel largo y oscuro del cual van surgiendo los gladiadores, para ingresar a la arena. Avanzan en divisiones de veinticinco personas y están magníficamente armados: tracios, mirmidones, galos. Al último ingresan los retiarii, trayendo una red en una mano y un tridente en la otra. La multitud estalla en atronadores aplausos y estruendosas aclamaciones.

Los gladiadores dan la vuelta a la arena con paso firme y flexible: magníficos y hermosos, con sus brillantes armaduras y espectaculares trajes. Avanzan hasta detenerse frente al Podium Imperial, grandiosos y tranquilos. El toque penetrante de un cuerno, impone el silencio. Entonces los gladiadores extienden su mano derecha, alzan la cabeza hacia el César y gritan con voz lenta y potente:

¡Ave César Imperator!  ¡Moritum té salutant!

(Salve emperador y César. Los que van a morir te saludan)

Enseguida se alejan rápidamente, para ocupar en la arena sus lugares. Los más famosos deben atacarse unos a otros en una serie de combates singulares, en los cuales resaltan el valor y la destreza, además de la fuerza y la astucia de los contrincantes.

El campeón es un germano llamado Taurus, que ha sido vencedor en muchos juegos. Lleva un enorme y elaborado yelmo. Cubre su poderoso cuerpo con una cota de malla que lo hace parecer como un escarabajo gigantesco. Va a enfrentarse con el casi desconocido retiarius, Mercurio: un tracio de aspecto imponente.

Y entre los espectadores comenzaron las apuestas.

Taurus, colocándose en el centro de la arena, comienza a retroceder blandiendo la espada. Inclinando la cabeza, sigue atentamente a través de la visera de su yelmo, los movimientos de su adversario. Mercurio es un hombre ágil, esbelto, de formas estatuarias, con músculos poderosos. Está completamente desnudo. Empieza haciendo giros rápidos alrededor de su adversario. Agitando la red con movimientos llenos de gracia, al mismo tiempo que sube y baja su tridente.

Pero Taurus no le huye. Permaneciendo en un solo sitio, procura mantenerse siempre frente a su adversario, estudiándolo con una concentración absoluta. Poco a poco se va advirtiendo en sus ademanes y en su cabeza monstruosamente grande, algo que infunde terror. Todos comprenden que en ese cuerpo encerrado en su poderosa armadura, ya se está preparando el golpe repentino que decidirá el combate.

Mercurio salta hacia él o brinca de un lado a otro, agitando su tridente con movimientos tan rápidos, que resulta difícil seguirlo con la vista. Repetidamente suena sobre la coraza el golpe del tridente, pero Taurus permanece impasible. Toda su atención está concentrada no en el tridente, sino en la red que gira a su alrededor tratando de atraparlo.

Los espectadores contienen la respiración y siguen como hinoptizados los pormenores de la lucha. Taurus espera, elige cuidadosamente el momento y se lanza por fin, sobre su enemigo. Éste se desliza con rapidez centelleante por debajo de su espada, esquivando el golpe mortal. Se irguió de inmediato, alza el brazo y arroja la red. Taurus, sin cambiar de posición la rechaza con su escudo y rápido se separan ambos. En el Anfiteatro se escuchan atronadores los gritos: ‘¡Macte!’ Y en todos lados comienzan de nuevo las apuestas.

El mismo Nerón sigue el espectacular combate, conteniendo el aliento…

La lucha comienza de nuevo con tal arte y precisión en los movimientos de los contendientes, que por momentos parece que más que un combate a muerte, es una exhibición de destreza y habilidad, en una  hinoptizante danza, increíble y mortal.

Taurus evita la red por dos veces más y empieza a retroceder hacia un extremo de la arena, sus partidarios comienzan a gritar: ‘¡Acábalo! ¡Es tuyo!…’

Y Taurus vuelve al ataque. Repentinamente el brazo del retiarius, se cubre de sangre y se le cae la red. Entonces Taurus reúne todas sus fuerzas y salta hacia delante, con el fin de asestar a su adversario el golpe definitivo. Pero en ese instante Mercurio, cuya imposibilidad para manejar la red era fingida, salta hacia un lado y esquiva el golpe; dirige el tridente por entre las piernas de su oponente y lo derriba.

Taurus intenta levantarse, pero al punto se ve cubierto por la fatal red, en la cual se va enredando siempre más, con cada movimiento que hace, mientras su adversario le clava una y otra vez en la tierra. Taurus trata varias veces de levantarse, en un esfuerzo inútil. Con un postrer movimiento se lleva a la cabeza su mano desfalleciente, con la cual ya no puede empuñar la espada y cae pesadamente sobre su espalda. Entonces Mercurio fija su cuello al suelo con el tridente y apoyando ambas manos sobre el mango de éste, vuelve el rostro hacia el palco del César.

Todo el Anfiteatro estalla en aclamaciones y aplausos. Para los que apostaron a favor de Mercurio, en este momento lo adoran como a un dios y por la misma razón, la animosidad contra Taurus ha desaparecido, porque a costa de su vida, aquel infortunado les ha brindado una ganancia y empiezan a pedir gracia a favor de Taurus. Los perdedores piden la muerte. Y estos dos gritos tan opuestos, llenan el graderío. Pero el retiarius mantiene la vista solo fija en el César y todos están expectantes por lo que va a suceder…

Por desgracia para el gladiador vencido, Nerón extiende la mano y vuelve el pulgar hacia abajo.

Entonces Mercurio se arrodilla sobre el pecho del germano. Aparta el yelmo de la cabeza de su adversario, dejando a la vista la blonda cabellera y el rostro sereno que lo mira fijamente y con valiente resignación ante la derrota… Y lo ensarta por la garganta contra la Arena.

‘¡Peractum est!’   –gritan al unísono muchas voces en el Anfiteatro.

Taurus se convulsiona y luego queda inmóvil. Inmediatamente sacan el cadáver de la Arena.

Hubo otros combates singulares y luego la recreación de la Batalla de Aníbal en Cartago entre grupos de gladiadores y que resulta igual de mortífera. Enseguida a los vencedores les fueron entregados los premios y las coronas.

Luego sigue un intermedio que se convierte en banquete. Se distribuyen bebidas refrescantes, carnes asadas, vino, aceitunas, queso, frutas y dulces. El pueblo devora y aclama al César. Y satisfechos el hambre y la sed, centenares de esclavos distribuyen billetes de lotería y obsequios que llevan en canastos. Los patricios no participan de estas distribuciones.

En el centro de la arena, cientos de operarios están levantando un escenario en forma de un gran círculo partido por la mitad. Una simula un vergel y en la cúspide, hay un árbol cuajado de manzanas y al lado un poste, adornado con guirnaldas como de un metro de altura y con una argolla. En la parte baja, en una plataforma circular, a la que para subir hay tres escalones, pusieron centenares de postes iguales al que está en la parte superior, junto al árbol.

En la otra mitad del círculo, que simula un pequeño monte, levantan una enorme cruz en el centro de tal forma, que la cruz queda casi a la par que el árbol con manzanas. En ella han colocado crucificado, a un cristiano y ¡Han cubierto su cabeza con una auténtica cabeza de un asno! De tal forma que realmente parece un hombre con cabeza de asno.

A su alrededor y también en semicírculo, han sido alineadas unas parrillas monumentales. Entre ellas hay tres filas de postes que sostienen en su parte superior a un tercero y que de trecho en trecho, tienen una gruesa argolla de acero. En la parte baja y alrededor de la cruz, también hay centenares de pequeños postes que completan el círculo y da una imagen simétrica, al imponente escenario.

Los augustanos están ocupados mirando a Prócoro Quironio y divirtiéndose con sus vanos esfuerzos por demostrar que está disfrutando del espectáculo. Su cobardía ingénita lo hace incapaz de contemplar el sangriento combate. Se pone pálido. Corren por su frente gruesas gotas de sudor, sus ojos giran desorbitados, le castañetean los dientes y se estremece como si tuviese mucho frío. Al terminar la batalla de los gladiadores, pudo recuperar un poco la compostura y empezó a recibir una andanada de puyas de sus vecinos.

Dejándose dominar por la cólera, se defiende desesperadamente.

Vitelio le tiró de la barba y dijo:

–           ¡Vaya griego! Parece que la vista de la sangre y la piel desgarrada de un hombre, es algo superior a tus fuerzas.

Prócoro replicó venenoso:

–           ¡Mi padre no fue un zapatero remendón y yo no puedo repararla!

Muchas voces exclamaron:

–           ¡Macte! ¡Habet! (Muy bien, le venció)

Pero otros siguieron burlándose de él…

Haloto dijo:

–           No es su culpa tener en el pecho un pedazo de queso, en vez de corazón.

Prócoro contestó zumbón:

–           ¡Tampoco tú eres culpable de poseer doble vejiga en lugar de cerebro!

Haloto soltó una carcajada de escarnio burlón y contestó:

–           ¡Algún día llegarás a ser un gladiador! Con esas manos tan grandes, te verás admirable manejando una red en la arena.

El griego replicó:

–           Y si en ella te cogiera, sólo habría en mi red una fétida abubilla.

Marcial preguntó con sarcasmo:

–           ¿Y qué harás cuando llegue el turno a los cristianos? Tendrás que verlos… Tú los entregaste.

Y así… continuaron atacándole. Él se defiende irónicamente, en medio de la risa general y con gran gusto del César, quién a cada momento repite:

–           ¡Macte!

Y azuza a los demás para que sigan molestando al griego…

Cuando hacen una pausa en su malévolo juego, Petronio se acercó a Prócoro. Y tocándolo en el hombro con su bastón de marfil, le dijo fríamente:

–           Todo eso está bien filósofo, pero en una cosa te has equivocado: Los dioses te hicieron un vulgar ladrón y tú te has convertido en un juglar. Esa es la razón por la que no te sostendrás por mucho tiempo.

El viejo le miró con sus ojos enrojecidos y no encontró un insulto adecuado que aplicar a Petronio. Así que se quedó callado. Luego dijo con cierto esfuerzo:

–           Me sostendré.

En la arena, el escenario ha sido terminado y todo está listo para la atracción especial de aquel día: ha llegado el turno de los cristianos…

En ese momento las trompetas anuncian que el intermedio ha concluido. Los espectadores regresan a sus asientos. El ánimo del público a la par que expectante, también está predispuesto en contra de las víctimas, pues han sido convencidos de que les están castigando por ser los incendiarios Roma y los destructores de sus antiguos tesoros…

Son los bebedores de sangre de infantes, que adoran a un hombre con cabeza de asno. Los enemigos de la raza humana, y culpables de los crímenes más abominables. Los castigos más crueles, no son suficientes para el odio que han despertado en aquel pueblo que lo único que desea, es que las torturas que sean aplicadas a los cristianos, correspondan plenamente a los delitos perpetrados por aquellos malhechores…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

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