66.- GLADIADORES CELESTIALES15 min read

El sol está en su cenit. La multitud que hasta entonces había estado bulliciosa y alegre, se volvió hosca bajo la influencia del calor. Y en aquel silencio expectante y siniestro, en casi todos los rostros hay una expresión malhumorada y dura. Luego salió el mismo hombre vestido de Caronte y esperó… Atravesó con paso lento la arena y volvió a dar los tres martillazos en la puerta por la cual habían salido los gladiadores.

Y un murmullo recorre todo el Anfiteatro:

–           ¡Ahí vienen los cristianos! ¡Los Cristianos!

Rechinaron los enrejados de hierro y se abrieron las puertas y por entre aquellas lóbregas aberturas se oyó el grito:

–           ¡A la Arena!

Se volvió a oír el sonido de las trompetas…

Y de aquel oscuro túnel, salió una fila de carretas adornadas con flores y festones blancos, que llevan grupos de jóvenes de ambos sexos, totalmente desnudos, coronados con guirnaldas. Van tomados de la mano, silenciosos y dignos.

Las carretas tiradas por mulas desfilan lentamente alrededor de la arena, hasta llegar al Podium Imperial.

Se oye el toque penetrante del cuerno y el silencio se hace más profundo todavía…

El rostro del César se distorsiona con una maligna sonrisa al tenerlos frente a sí. Y esperó…

Pero esperó en vano el saludo de estos gladiadores en particular, pues ellos abren sus bocas para entonar un himno que se eleva suave al principio y Glorioso después:

“Pater Noster…”

El asombro se apodera de todos los espectadores mientras el himno resuena grandioso y absolutamente poderoso.

Al concluir la Oración Sublime, continuaron con “Christus Regna”.

Los condenados cantan sus estrofas triunfales con los rostros levantados hacia el Cielo. Y el público ve aquellos semblantes serenos y llenos de inspiración. Y todos comprenden que aquellas personas no están implorando compasión…

Porque los cristianos en esos momentos ya no ven ni al Circo, ni a sus espectadores, ni al César. Están físicamente… Pero al mismo tiempo ¡No están allí!

El Christus Regnat resuena con una modulación cada vez más poderosa y muchos se preguntan:

–           ¿Qué significa esto? y ¿Quién es este Cristo que reina en los labios de estas gentes que van a morir?

El César se sintió despechado y desilusionado. Se estremece ardiendo por la ira y extendiendo su brazo, vuelve el pulgar hacia abajo, apuntando hacia la tierra.

Y las carretas empiezan a moverse hacia el escenario.

Algunos cristianos jóvenes, son encadenados de sus muñecas, a las argollas de los postes que circundan el círculo. Una jovencita muy hermosa, que tiene una larga y ondulada cabellera rubia que le llega hasta la cintura, es encadenada al poste que está junto al árbol de las manzanas.

Otro grupo es conducido a donde están las parrillas y los encadenan de los pies, para colgarlos de las argollas y de esta forma quedan suspendidos con la cabeza hacia abajo. Entre ellos hay un niño pequeño. Es el único que está vestido con una tuniquita blanca, recamada con finas grecas. A él también lo suspenden igual. Y con un cinturón de flores a la cintura y otro alrededor de los muslos, le sujetan los brazos a lo largo del cuerpo.

Cuando terminan de llenar de víctimas los asadores, otros son encadenados a los postes en donde está la cruz, donde han sido colocados trozos de leña, para hacer junto con ellos una hoguera.

Cuando todo está listo, se oye nuevamente el toque de las trompetas…

Y a una señal, las monumentales parrillas son encendidas y su fuego es atizado por los esclavos. También prenden fuego a la hoguera y pronto éste sube alto, en la base de la cruz. El pueblo está estupefacto, pues no se oye un solo lamento.

Por el contrario, un himno se eleva glorioso:

Cantemos jubilosos al Señor Jesús

Aclamemos a la Roca que nos salva

Delante de ÉL, marchemos dando gracias

Aclamémoslo al son de la música.

Porque el Señor es un Dios Grande

El soberano de todos los dioses

En su mano está el fondo de la Tierra

Y suyas son las cumbres de los montes

Suyo es el mar. Él fue quién lo creó.

Y la tierra firme formada por sus manos

Entremos y adoremos de rodillas

Prosternados ante el Altísimo que nos creó

Pues Él es nuestro Dios y nosotros somos su Pueblo

El rebaño que Él guía y apacienta

Canten al señor un canto nuevo

Canten al Señor toda la Tierra

Canten al Señor, bendigan su Nombre Santo

Su salvación proclamen diariamente.

Cuenten a los paganos su esplendor

Y a los pueblos sus cosas admirables

Porque grande es el Señor

Digno del honor y la Alabanza

Más temible que todos los dioses.

Pues son nada esos dioses de los pueblos

El Señor es Quién hizo los Cielos

Hay brillo y esplendor en su Presencia

Y en su Templo belleza y majestad.

Adoren a Jesús todos los pueblos

Reconozcan su Gloria y su Poder

Den al Señor la Gloria de su Nombre

Traigan ofrendas y vengan a su Templo

Póstrense ante Él con santos ornamentos

La Tierra entera tiemble en su Presencia.

El Señor Reina. Anuncien a los pueblos

Él fija el Universo inamovible

Gobierna a las naciones con Justicia

¡Gozo en el Cielo! ¡Júbilo en la Tierra!

¡Resuene el mar y todo lo que encierra!

Salten de gozo el campo y sus productos.

¡Alégrese toda la Creación!…Delante de Jesús

Porque ya viene a juzgar a la Tierra.

Juzgará con Justicia al Universo

Y a los pueblos según su rectitud.

Más o menos a la mitad del Himno, Tigelino ha hecho una señal y se abren las aberturas que han sido preparadas para este propósito, por entre todo el escenario. Cuando casi ha finalizado el canto, muchos pitones enormes se deslizan hacia las víctimas propiciatorias.

Una que mide casi diez metros sale por detrás del árbol y se  enrosca alrededor de la doncella encadenada que con su cara levantada al cielo… Ella sigue entonando aquel himno triunfal, hasta que la anaconda la tritura en un mortal abrazo y su voz se extingue al igual que las demás.

Se abren nuevamente las puertas. Ingresan a la arena el grupo de cristianos vestidos con pieles de fieras. Y siguiendo las instrucciones recibidas se dividen en dos grupos, que se dirigen a ambos lados del escenario. Mientras llegan al lugar designado, van cantando también otro himno.

Marco Aurelio al verlos se pone de pie. Y según lo convenido, se voltea hacia el sitio donde está el apóstol. Aparentando una tranquila indiferencia, pide a uno de los sirvientes de su comitiva un refrigerio y se vuelve a sentar…

El himno resuena ante todos los espectadores que siguen pasmados y sin asimilar lo que está sucediendo:

Demos gracias al Señor porque es Bueno

Porque es eterno su Amor.

Al Señor en mi angustia recurrí

Y Él me respondió sacándome de apuros

Si Jesús está conmigo no temeré

¿Qué podrá hacerme el hombre?

El señor es mi Fuerza y es por Él que yo canto

Jesús es para mí la salvación.

El brazo del Señor hizo proezas

El brazo del Señor es Poderoso

El Brazo del Señor hizo prodigios.

No he de morir, sino que viviré

Para contar lo que hizo el Señor

Ábranme pues las Puertas de la Justicia

Para entrar a dar gracias al Señor

Ésta es la Puerta del Señor

Por ella entran los justos.

Te agradezco que me hayas escuchado

Tú fuiste para mí la salvación

La piedra que los constructores desecharon

Se convirtió en la Piedra Angular.

Esto es lo que hizo el Señor. Es una maravilla a nuestros ojos

Este es el día que ha hecho el Señor. Gocemos y alegrémonos en Él,

Danos Señor la salvación. Danos Señor la bienaventuranza.

Tú eres mi Dios y te doy gracias

Dios mío, yo te alabo con mi vida

Den gracias al Señor porque es Bueno

Porque es eterno su amor.

Aún resuenan las últimas estrofas, cuando se oyen rechinar las puertas del Caniculum…

Y empiezan a salir los leones, uno tras otro. Enormes, castaños, soberbios. Con sus magníficas y grandiosas melenas. Salen también los tigres de Bengala, majestuosos y bellísimos, junto con las negras y relucientes panteras. Y todas las demás fieras son lanzadas a la arena paulatinamente.

El César utiliza su esmeralda pulimentada, para ver mejor. Primero los augustanos y luego la multitud, reciben a los leones con aplausos. Todos miran alternativamente a los feroces animales y a los cristianos que se han arrodillado mientras cantan. Con curiosidad morbosa quieren ver que impresión produce en ellos los feroces animales.

Pero tienen que seguir con su asombro.

Nadie se mueve. Sumergidos en su oración individual parecen no percatarse de los portentosos rugidos de las fieras. Los leones aunque están hambrientos por llevar varios días sin comer, no se apresuran a lanzarse sobre sus presas. Están un poco deslumbrados por la luz del sol y también aturdidos por los alaridos de la multitud. Se desperezan con lentitud.

Abren sus poderosas mandíbulas como un bostezo y luego miran a su alrededor. Se agazapan como al asecho, se ponen alerta y con un ronco sonido, se lanzan sobre sus indefensas presas…

Y empieza la carnicería.

De feroces dentelladas destrozan los cuerpos y los devoran, mientras brotan torrentes de sangre, de los cuerpos mutilados.

Un león se acerca a un hombre que tiene un niño en los brazos. Con un rugido corto y brusco, atrapa al niño y lo devora; mientras que de un solo zarpazo abre al hombre, como si lo hubiera partido a la mitad y con la garra con que le alcanzó el cuello, casi le desprende la cabeza. El pobre padre ya está muerto, antes de caer al suelo.

En aquel horrendo espectáculo, las cabezas desaparecen entre las enormes fauces abiertas de las fieras, que las cierran de un golpe. Y algunas, aferrando a las víctimas por la mitad del cuerpo, corren con su presa pegando enormes saltos, buscando un sitio propicio donde devorarla mejor.

Marco Aurelio mira aquella masacre con asombro y con cierto sentimiento de culpa. Al presenciar aquellos martirios tan gloriosos. Aquellas magníficas confesiones de Fe inquebrantable y aquel heroísmo triunfante, de aquellas víctimas que él sabe perfectamente que son inocentes de todos los crímenes que les imputan.

Y le penetró en el alma un dolor acerbo, porque si el mismo Cristo murió en el tormento para salvarlo también a él y está siendo testigo de cómo miles de cristianos están pereciendo y sufriendo por Él… Y le pareció un pecado el implorar misericordia, pues más bien es él quién debiera estar acompañando a Alexandra, dentro de la prisión.

Y comenzó a orar, pidiéndole a Dios que lo guíe y lo ayude a hacer su Voluntad. Y ensimismado en sus profundas reflexiones, perdió la noción del sitio en el que se encuentra y de todo lo que ocurre a su alrededor. Por un momento le pareció que la sangre de la arena, se eleva como una ola gigantesca que rebosa fuera del Circo y que inunda Roma entera…

Deja de oír los rugidos de las fieras, los gritos de la gente, las voces de los augustanos, hasta que de súbito empezaron a repetir:

–           ¡Prócoro se desmayó!

Petronio exclama tocando el brazo de Marco Aurelio:

–           ¡Se desmayó el griego!

Y efectivamente, Prócoro Quironio está en su asiento, pálido como la cera, con la cabeza echada hacia atrás y con la boca abierta como si estuviera muerto. Lo sacaron fuera del Circo.

El espectáculo se ha convertido en una escalofriante orgía de sangre.

Los espectadores están de pie. Algunos han bajado hasta los pasillos, para ver mejor y se producen así, mortales apreturas. El césar, con la esmeralda sobre el ojo, contempla con atento deleite, cuanto acontece en la arena.

En el rostro de Petronio hay una expresión de repugnancia y desdén… Aunque en su interior está impactado y lleno de preguntas sin respuesta…

Pedro está de pie, bendiciendo una y otra vez a las ovejas devoradas del rebaño. Nadie le mira, porque todos los ojos están atentos en el sangriento espectáculo. Mientras bendice, con su corazón desgarrado por el dolor, dice:

–           ¡Oh, Señor! ¡Hágase tu Voluntad! ¡Te ofrezco todo esto por tu Gloria! Te entrego las ovejas que me diste para apacentarlas. El Adversario quiere exterminarnos. Pero Tú sabes cuales dejarás para que la Iglesia no desaparezca…  Ya están abiertas las Puertas del Cielo, para recibir tu cortejo de mártires gloriosos. Padre santo fortalece mi espíritu para contemplar esto y seguir haciendo tu Voluntad…

Mientras tanto en el Podium, el César dice unas palabras al Prefecto de los pretorianos. Tigelino asiente con la cabeza y se dirige al interior del Anfiteatro.

En medio de gritos, lamentos, rugidos, allá entre los espectadores, se empiezan a oír risas histéricas, espasmódicas y delirantes, de personas cuyas fuerzas y nervios ya no resistieron tanta barbarie. El pueblo se horroriza al fin…

Muchos semblantes se han puesto sombríos y varias voces comenzaron a gritar:

–           ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta ya!

Se ha colmado la medida.

Pero es más fácil traer las fieras a la arena, que sacarlas de ella. Más el César ya había previsto el medio apropiado para esa eventualidad… Un recurso para despejar el Circo, procurando al mismo tiempo, un entretenimiento más.

Por todos los pasillos que hay entre los asientos, se presentan grupos de numídicos negros como el ébano, con sus cuerpos lustrosos y formidables, ricamente ataviados con joyas de oro y plumas multicolores, armados con arcos y flechas.

El pueblo adivinó que un nuevo espectáculo se aproxima y acoge a los arqueros con alegres aclamaciones; los numídicos se acercaron a la barandilla,  tomaron sus posiciones para disparar y a una señal comienzan a asaetear a las fieras…

Los cuerpos de los guerreros, fuertes y esbeltos, como si hubieran sido tallados en mármol negro, se doblan hacia atrás, extienden las cuerdas de sus arcos y afinan la puntería. El zumbido de las cuerdas y el silbar de  las emplumadas flechas, al atravesar velozmente el aire, se mezclan con el rugido de los animales heridos de muerte y la admiración de la concurrencia por su excelente habilidad.

Osos, lobos, panteras y serpientes, van cayendo uno tras otro. Aquí y allá, los leones y los tigres al sentirse heridos, rugen de dolor y tratan de librarse de la flecha, antes de caer con el estertor de la agonía. Y las flechas siguen zumbando por el aire, hasta que sucumben todas las fieras, debatiéndose entre las convulsiones postreras de la muerte.

Entonces centenares de esclavos se precipitan en la arena, armados con azadas, escobas, carretillas y canastos para el transporte de las vísceras. Salen en grupos sucesivos y en toda la extensión del Circo. Desplegando una actividad febril y rapidísima. En pocos minutos, la arena queda despejada de cadáveres. Se extrajo la sangre y el cieno. Se desmanteló el escenario. Se cavó. Se niveló el piso y se le cubrió con una nueva capa de arena. Luego pusieron en medio un entarimado de regular tamaño. Enseguida penetró una legión de cupidos que esparcieron pétalos de rosas y gran variedad de flores. Se removió el velarium, ya que el sol había bajado considerablemente y entre el público todos se miraron unos a otros, preguntándose, qué otra cosa seguirá a continuación.

Y en efecto, sucedió lo inesperado…

El César, que había abandonado el Podium unos minutos antes, se presentó de súbito en la florida arena. Le siguen doce coristas con sendas cítaras. Sostiene en la mano un laúd y se adelanta con paso solemne hasta el entarimado que ha sido decorado para enmarcar su actuación. Saludó varias veces a los espectadores, alzó la vista al cielo y pareció aguardar un soplo de inspiración. Luego hizo vibrar las cuerdas…

Y comenzó a cantar la Troyada.

Mientras tanto el apóstol Pedro, tomándose la cabeza con sus manos temblorosas, exclamó en voz baja y desde lo más profundo del alma:

–           ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Señor! ¡Qué pueblo, qué ciudad y qué César! ¡En qué manos has permitido que quede el gobierno del mundo! ¿Por qué has querido fundar tu Iglesia en este sitio?

Y comenzó a llorar.

Las carretas comenzaron a moverse… Sobre ellas han colocado los sangrientos despojos de los cristianos, para ser llevados a las fosas comunes.

Los sobrevivientes son enviados por otro corredor.

Nerón está cantando las últimas estrofas y su voz emocionada tiembla y se le humedecen los ojos… y  en los de las vestales también hay lágrimas, pues sus versos son una muy sentida alegoría del incendio de Troya.

Y el pueblo que ha escuchado en silencio, permaneció mudo por largos minutos antes de estallar en una prolongada tempestad de aplausos y de clamorosas aclamaciones…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA,CONOCELA

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