Y el pobre pueblo romano, a los ultrajes y males que procedían del Príncipe, tuvo que agregar otros desastres: el siguiente otoño hubo una peste que costó treinta mil vidas. Casi simultánea con una derrota sangrienta en Bretaña, seguidas del pillaje de dos importantes fortalezas y de la matanza de un gran número de ciudadanos y de aliados. El imperio perdió Armenia y Tigelino vio impotente como se perdieron varias legiones que casi provocaron también la pérdida de Siria.
En el día del martirio de Pedro y Pablo, Nerón hizo un convite en Baias y fue a ver su arbusto que ya tenía trece años. Había estado frondoso y saludable; pero en esta visita a la Casa de las Gallinas, se llevó la sorpresa de que habían muerto todas las aves y su árbol que él había plantado después que fuese coronado emperador, se había secado hasta la raíz.
Se consideró esto como un presagio funesto y Tigelino para consolarlo organizó una fiesta para celebrar su cumpleaños, en donde todo el ejército iba a honrarlo, ofreciendo sacrificios a su divinidad y jurando ante la imagen del emperador.
Ante el estupor y la rabia del Prefecto de los Pretorianos, más de una legión de soldados se negó a hacerlo.
Al día siguiente, Nerón notó la ausencia del capitán de su guardia personal y preguntó por el tribuno:
– ¿Dónde está Xavier?
Tigelino contestó:
– Tuve que encerrarlo en la Mamertina. Es cristiano.
Nerón se quedó atónito y exclamó incrédulo:
– ¡Queeé!… ¿Cómo…? A esto hemos llegado… –y no dijo más porque se quedó perplejo.
A pesar de todos los portentos que había presenciado en los últimos años de su gobierno, ¡De ninguna manera está dispuesto a doblegarse y menos a arrodillarse ante un Dios que a pesar de ser tan Poderoso, como de diversas maneras lo ha manifestado; había escogido para Encarnarse a los odiosos judíos, a quienes desprecia profundamente! ¡Jamás derogará su Edicto contra los cristianos! Bién puede su Cristo destruir todo el Olimpo; él no está dispuesto a dejarlos adorar libremente a Este Dios que lo ha desafiado constantemente, arrebatándole sus mejores soldados. ¡Por algo es el Amo del Mundo y gobierna desde el trono imperial más poderoso que existe! Si esto es una guerra, está dispuesto a luchar contra este Dios al que sin saber porqué, ¡Ya lo odia profundamente!…
De este monólogo interior lo sacó un Tigelino furioso.
El Prefecto sentenció:
– Pagará con la vida su traición.
Tugurino intervino:
– Divinidad. Tenemos cosas más importantes de qué ocuparnos…
El César frunció el entrecejo y contestó disgustado:
– Tienes razón. –y Nerón se olvidó del asunto, para trabajar en sus versos.
Mientras tanto en la cárcel…
Todos los compañeros de Xavier están admirados y le preguntan el motivo de tan súbita conversión. Él lo explica así:
– Tres días después del martirio de Margarita, ella vino a verme y me colocó una corona sobre la cabeza. Me dijo que había pedido gracia para mí al Señor y que Él me la había otorgado. Y que pronto vendría por mí, para llevarme con ella al Cielo. Cuando la ví ¡Estaba tan bellísima y tan viva!… –concluye Xavier extasiado.
Pocos días después, los hermanos lo bautizaron y al día siguiente, fue decapitado.
El drama de los soldados romanos cristianos pone de manifiesto en forma muy clara, el conflicto entre la religión y el estado. Y ellos mismos pronunciaron su propia sentencia humana y sobrenatural, sellando con esto un testimonio que se encuentra plasmado en todas y cada una de las palabras del Evangelio. Y todo esto está certificado en sus procesos. Las actas elaboradas por los escribanos en los tribunales romanos, son los testimonios oficiales de sus martirios.
El centurión Marcelo, rehusó participar en la fiesta del emperador por dos motivos: Uno, porque incluía una ceremonia idolátrica a la divinidad del César. Y dos: para asegurarse de que no eran cristianos, tenían que maldecir el Nombre de Jesús…
Cuando fue presionado, arrojó las insignias de soldado, (el cinto y la espada) y las de su grado (el sarmiento) Acusado de indisciplina y de traición, fue procesado por desertor.
Cuando fue llamado al tribunal, el Procónsul Astayano Fortunato le preguntó:
– ¿Qué te ha pasado por la cabeza, para que contra la disciplina militar te quitaras el cinto con la espada y arrojaras el sarmiento?
Marcelo contestó sin titubear:
– Porque soy cristiano y milito en la milicia de Jesucristo, el Hijo del Dios Omnipotente.
Fortunato movió la cabeza y contestó disgustado:
– No puedo encubrir tu temeridad y por tanto haré llegar tu caso a conocimiento de nuestro señor, el divino César. Tú, sin fallo pasarás a la audiencia de Agricolano. He aquí el informe.
Una decuria se llevó al rebelde y lo escoltaron hasta el Foro.
Entonces fue introducido en el Tribunal, Marcelo, uno de los centuriones de Astayano y el oficial dijo:
– El Procónsul Fortunato ha sometido a tu poder a Marcelo. Sea pues traído ante tu grandeza, juntamente con esta carta firmada por él y dirigida a ti. La que si lo mandas, será leída públicamente.
Agricolano ordenó:
– Que sea leída.
– He aquí el informe:
“Manilio Fortunato a su amigo Agricolano, salud.
Estábamos celebrando el día felicísimo para todo el orbe, del natalicio de nuestro señor, el Augusto César Emperador, ¡Oh, señor Agricolano! Cuando Marcelo, centurión regular, arrebatado por no sé qué locura, se quitó espontáneamente el cinto y la espada. Y se atrevió a arrojar el sarmiento que llevaba, ante el mismo estandarte de nuestro emperador. He juzgado necesario poner en tu conocimiento este hecho y al mismo tiempo, remitirte al culpable.”
Leído el informe, Agricolano preguntó:
– ¿Has dicho lo que está insertado en estas actas?
Marcelo respondió:
– Lo he dicho.
– ¿Militabas como centurión regular?
– Militaba.
– ¿Qué locura te picó para pisotear tus juramentos y perpetrar tales actos?
– No hay locura en el que teme a Dios.
– ¿De veras has dicho todo lo que está consignado en el informe del Procónsul?
– Todo.
– ¿Arrojaste las armas?
– Las arrojé. No conviene que un cristiano que teme perder a Cristo, milite en los afanes de este mundo.
– Estando así las cosas. Al violar Marcelo las leyes de la disciplina militar, debe ser castigado con una sanción.
Y sentenció:
“Marcelo, centurión regular quebrantó y deshonró públicamente el juramento militar y según el informe recibido, pronunció palabras llenas de locura. Por eso lo condenamos a que sea pasado a filo de espada.”
¡Deo Gratias! –contestó Marcelo.
Enseguida fue conducido ante los verdugos, que ejecutaron la sentencia decapitándolo.
* * * * * *
Había vacante un puesto de centurión que le correspondía a Eduardo, oficial del ejército distinguido por su nacimiento y por sus riquezas. Iba a obtener el ascenso por razón de las promociones. Y ya estaba por recibir el cargo cuando un rival se presentó ante el Tribunal y acusó a Eduardo de ser cristiano y de negarse a sacrificar para el emperador. Y alegó que por esto y según la ley, no podía ser promovido a ninguna dignidad romana. Aquel puesto le correspondía a él, así como también las riquezas del acusado; en virtud de las recompensas a los delatores, que pueden adjudicarse las posesiones de los acusados.
El juez Aristos se sintió sorprendido por el caso y ante todo preguntó a Eduardo por su religión. Y Eduardo confesó que era cristiano. Entonces el juez le concedió un plazo de tres horas, para reflexionar.
Al salir del tribunal, Eduardo se encontró con Nicandro, obispo de la ciudad y conversó con él. El obispo lo tomó de la mano y lo llevó al altar donde se celebraba la Eucaristía.
Entonces el obispo entreabrió la capa del oficial le indicó la espada que llevaba colgada y al mismo tiempo le presentó el Libro de los Santos Evangelios que mostraban una Cruz. Mandándole escoger entre los dos, según su decisión.
Sin vacilar, Eduardo extendió la mano y escogió el Libro Divino. Entonces Nicandro lo exhortó así:
– Mantente unido, muy unido a Dios. Que Él te conforte con su Gracia y que alcances lo que has elegido sin titubear. ¡Vete en paz!
En el tribunal, el pregonero lo llamó nuevamente, pues había expirado el plazo concedido. Eduardo se presentó ante el juez y confesó su Fe con mayor decisión que antes. Miró a su acusador y lo perdonó diciéndole:
– Gracias por abrirme las puertas de la Verdadera Vida, Kevin. Te perdono por querer perjudicarme, denunciándome para obtener el puesto que me correspondía. Que Dios te bendiga como yo lo hago ahora y alcances la Luz y la verdadera riqueza.
El impactado delator y futuro cristiano, escuchó estas asombrosas palabras que rondarían por su cabeza constantemente; abriendo una brecha en su mente pagana y en su corazón de piedra, lleno de codicia y envidia. Años más tarde, las recordaría con arrepentido agradecimiento, cuando a su vez llorando daría testimonio a otros soldados a los que evangelizaría con amor, mientras espera el momento de su propia confesión sangrienta en imitación del que con su ejemplo, le mostrara el Camino del Calvario.
Sin más trámites, el juez lo sentenció y Eduardo fue conducido a donde fue decapitado por confesar a Cristo. Después el senador Astirio, que formaba parte de la corte del emperador y era célebre por su nobleza y sus riquezas, tomó el cadáver y lo envolvió en una tela blanca. Cargándolo sobre sus hombros, le dio una honrosa sepultura.
* * * * * *
En Sebaste Armenia, la defensa del Asia Menor estaba encomendada a la Legión XII, Fulminata y a la XV, Apollinaris. Cuando el Prefecto Agricolano leyó el decreto del emperador, cuarenta soldados de la Legión Fulminata declararon que ellos no podían ofrecer incienso a los ídolos, porque eran cristianos.
El gobernador les anunció que si no renunciaban a su religión morirían entre tormentos, pero que si quemaban incienso a los dioses, recibirían grandes premios.
Pero ellos declararon valientemente que todos los tormentos del mundo no los apartarían de la verdadera religión.
El gobernador intentó convencerlos de la necesidad de acatar las órdenes del emperador y los puso a decidir entre servir a Cristo o al emperador. Ante esta disyuntiva, ellos prefirieron oponerse a un rey temporal, para servir a su Soberano Celestial. Entonces todos fueron arrestados, degradados de su rango, despojados de su uniforme, encadenados, apedreados, azotados y lanzados a un oscuro calabozo.
Todos eran capadocios y tenían alrededor de veinte años. Muy pocos estaban casados. Redactaron un testamento colectivo donde exhortaban a los padres, a la novia o las esposas, a permanecer fieles a Jesús y pidieron ser enterrados juntos.
En la prisión, los soldados alababan alegres a Dios cantando el Salmo noventa: “Dice el Señor: el que se declara en mi favor, lo defenderé, lo glorificaré y estaré con él en la tribulación.” Entonces la cárcel se iluminó y pudieron oír a Jesús que los animaba a sufrir con valentía.
Mientras tanto el gobernador no sabía qué clase de martirio podía intimidar a estos atletas y se decía a sí mismo:
– Si los amenazo con la espada, se reirán, pues están familiarizados con ella desde su infancia. Si los someto a otros suplicios, los sufrirán generosamente, pues están bien entrenados. Al fuego, tampoco le temen…
Y estuvo pensando en cuál sería el suplicio que fuese más penoso y largo…
Era invierno y estaba haciendo un frío tan intenso, que se helaban aún los cabellos. El río estaba congelado, el lago también. Tanto, que los animales y las personas transitaban por ellos sin peligro. Entonces el gobernador ordenó que por la noche fuesen arrojados desnudos, en el agua congelada. Lejos de intimidarse con aquella cruel orden, ellos corrieron alegremente al lugar designado.
Se animaban mutuamente unos a otros diciendo:
– Amargo es el invierno, dulce el Paraíso.
– Desagradable la congelación del cuerpo, pero dichoso el descanso que nos espera.
– Suframos un poco y después seremos confortados en el seno de los Patriarcas.
– A una noche de torturas, seguirá una eternidad feliz.
– Por lo mismo, todos seamos valientes. Que nadie dé oídos a las voces del demonio.
– Somos mortales y algún día tendremos que morir. Aprovechemos ahora la ocasión que se nos presenta para llegar gloriosos a la Presencia de Dios.
Y todos coreaban como un himno triunfal:
“Señor, cuarenta hemos bajado al estadio. Haz que los cuarenta seamos coronados.”
Las horas pasaron, los miembros se entumecieron y creció el valor, mientras sus carnes se tornaban lívidas. Luego apareció la gangrena.
El Prefecto esperaba que los tormentos doblegaran su voluntad. Y los invitó a abandonar aquel lugar de tortura, mostrándoles que enseguida estaban las aguas cálidas de las termas, que los estaban esperando. Que el que estuviera dispuesto a renunciar a Cristo, se pasase a ellas.
Pero aquellos soldados, acostumbrados a la vida dura de la milicia, rechazaron decididamente aquella invitación. Ellos oraban pidiendo a Dios fortaleza para resistir. Sin embargo sucedió que el desaliento se apoderó de uno de ellos y se salió del agua helada para pasarse al agua caliente. El cambio de temperatura fue tan brusco, que murió y perdió la salvación junto con la vida.
Ricardo, el jefe de los que los custodiaban vio que los Cielos se abrían y bajaban cuarenta ángeles, uno por cada mártir y los fueron coronando uno a uno, conforme iban muriendo. Luego los acompañaban al subir.
Solo uno se quedó en lo alto, sin atreverse a bajar, con la corona en la mano pues ya no la puede entregar a nadie… ese fue el preciso momento en que falló cobardemente uno y se salió hacia las termas.
El tribuno Ricardo, mirando al ángel gritó:
– ¡Esa corona es mía! Yo también quiero ser cristiano y dar la vida por Cristo.
Ante el asombro general empezó a correr, mientras se despojaba de sus vestiduras militares y desnudo se sumergió en el agua helada. Cuando se unió a los demás cantaba jubiloso junto ellos: “Cuarenta bajamos al estadio. Cuarenta seremos coronados.” Y poco después murió congelado.
Al amanecer, los cadáveres fueron amontonados en carretas para llevarlos a incinerar y fue cuando vieron al más joven de todos, llamado Damián que agonizaba todavía.
El gobernador lo invitó a salvarse. Pero Adriana la madre del joven soldado, que estaba presente y era una formidable cristiana le dijo:
– Hijo mío, recuerda que si te declaras amigo de Cristo en esta Tierra, Cristo se declarará Amigo tuyo en el Cielo, ante el Padre Celestial.
Damián declaró agonizante que perseveraba en la Fe. Y su madre ahorró a los soldados la faena de llevarlo a la carreta, pues ella misma lo tomó en sus brazos, para unirlo a sus compañeros.
Los cristianos vibraban con el heroísmo de sus soldados y su renuncia a una vida larga y privilegiada. Sus nombres están escritos en el Libro de la Vida:
Samuel, Daniel, Mateo, Alberto, Ángelo, Matías, Gabriel, Tomás, David, Andrés, Alejandro, Juan, Lucas, Benjamín, Felipe, Emmanuel, Emilio, Jorge, Aarón, José, Luís, Cristian, Ignacio, Christopher, Jonathan, Agustín, Simón, Miguel, Hugo, Ricardo, Rafael, Leonardo, Pedro, Dylan, Bautista, Marcos, Kimberly, Cristóbal, Damián y Gonzalo.
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HERMANO EN CRISTO JESUS: