15.- MISERICORDIA DIVINA16 min read

Jesús sale de la casa de Pedro, junto con sus discípulos y cuando está en la ribera del lago, sentado en la barca de Pedro; se acerca el arquisinagogo. Se saludan mutuamente con un orientalismo respetuoso.

El hombre dice:

–           Maestro, ¿Puedo esperarte para que instruyas al pueblo?

Jesús contesta dulcemente:

–           Sin duda. Si tú y el pueblo lo deseáis.

–           Lo hemos deseado durante todo este tiempo.

–           Entonces a media tarde estaré contigo. Idos todos. Debo ir a buscar a alguien que me necesita.

La gente se aleja de mala gana. Mientras Jesús, con Pedro y Andrés, se van en la barca, por el lago. Llegan a un pequeño río entre dos colinas, que tienen en sus laderas muchos olivos que llegan hasta la orilla y cruzan sus ramas formando una especie de techo;  bajo el cual corre un riachuelo que se precipita en el lago, en una cascada llena de espuma.

Andrés salta al agua para jalar la barca lo más cerca posible a la ribera y poder atarla a un tronco. Mientras, Pedro arrea la vela y asegura una piedra que sirva de puente a Jesús. Luego le dice:

–           Señor, te aconsejaría que te descalzaras y te quites la túnica. Y hagas lo mismo que nosotros. Ese loco de ahí, -señala el riachuelo- forma remolinos en el lago y por eso este lugar no es seguro.

Jesús obedece sin discutir. Ya en tierra, vuelven a ponerse las sandalias y Jesús vuelve a ponerse su vestidura larga. Los otros dos se quedan con las túnicas cortas de color oscuro.

Jesús pregunta:

–           ¿Dónde está?

Andrés contesta:

–           Tal vez se metió en la selva al oír nuestras voces. Casi no tiene con qué cubrirse.

–           Llámala.

Pedro grita:

–                 Soy el discípulo del Rabí de Cafarnaúm. Aquí está Él. Ven fuera…

Ni una señal de vida.

Andrés dice:

–           No se fía. Un día alguien la llamó diciendo: ‘ven para darte comida’ y después le lanzaron pedradas. Nosotros la vimos por primera vez, pues no la recordamos como la ‘Bella de Corozaím’

Jesús pregunta:

–           ¿Y qué hiciste entonces?

–           Le arrojamos pan y pescado. También un trapo que era un pedazo de vela rota y que nosotros usábamos para secarnos. Huimos enseguida, para no contaminarnos.

–           ¡Bueno! ¿Y por qué habéis regresado?

–           Maestro. Tú no estabas y pensábamos qué podríamos hacer para darte más a conocer. Pensamos en todos los enfermos. En todos los ciegos, cojos y mudos. Y también pensamos en ella. Decidimos hacer la prueba. Cuando dijimos que tú podrías sanarla; mucho nos tomaron por locos y no nos quisieron escuchar. Nosotros tuvimos la culpa; pero otros sí nos creyeron. Vine solo en la barca, durante varias noches de luna. Yo hablé con ella. La llamaba y le decía: ‘en el peñasco al pie del olivo hay pan y pescado. No tengas miedo.’  Y me iba.

Ella esperaba a que me fuera; porque nunca la veía. La sexta vez, la vi de pie en la ribera, exactamente donde estás Tú. ¡Me estaba esperando! ¡Qué horror! No escapé, porque pensé en Ti.

Ella me dijo:

–           ¿Quién eres? ¿Por qué tienes piedad de mí?

–           Porque soy discípulo de la Piedad.

–           ¿Quién es?

–           Jesús de Nazareth.

–           ¿Y Él os enseñó a tener piedad de nosotros?

–           De todos.

–           Pero, ¿Sabes quién soy?

–           La Bella de Corozaím. Ahora estás leprosa.

–           ¿Y también para mí hay piedad?

–           Él dice que su piedad es para todos. Y nosotros para ser como Él, debemos tenerla también.

Andrés agrega:

–           Maestro, aquí la leprosa blasfemó sin querer, diciendo: ‘Entonces Él también debió ser un gran pecador’ y yo le dije: ‘¡No! Él es el Mesías. El Santo de Dios.’ Sentí el impulso de decirle: ‘¡Eres maldita por tu lengua!’ Pero no le dije nada, porque pensé: ‘En su desgracia no puede pensar en la misericordia divina’ Entonces ella se puso a llorar y me dijo:

–           ¡Oh! Si es Santo, no puede… No puede tener piedad de la Bella, no. Y yo esperaba…

–           ¿Qué esperabas, mujer?

–           La curación. Volver al mundo, entre los hombres. Sin vivir como una bestia, en una cueva de animales a los que les causo horror.

–           Me juras que si vuelves al mundo, ¿Serás honesta?

–           Sí. Dios me ha castigado justamente por mis pecados. Estoy arrepentida. Mi alma lleva consigo la expiación. Pero siempre aborrece al pecado.

Entonces me pareció que podía prometerle salvación en tu Nombre y ella me dijo:

–           Regresa. Regresa otra vez. Háblame de Él. Haz que mi corazón, antes que mis ojos, lo conozca.

–           Y venía a hablarle de Ti. Como yo sé.

Jesús está radiante y sonriente. Dice:

–           Y Yo he venido a dar salvación, a la primera convertida de mi Andrés.

Pedro ha ido corriente arriba; brincando de piedra en piedra, llamando a gritos a la leprosa.

Mientras que Andrés, por su natural timidez; se ha ruborizado de felicidad ante la mirada amorosísima de su Maestro.

Después de un rato aparece la horrorosa figura de la mujer, entre las ramas de un olivo.

Pedro la ve y grita:

–           ¡Baja ya! No te quiero lapidar. ¡Allá! ¿Lo ves? Es el Rabí Jesús de Nazareth.

La mujer corre veloz, dejando atrás a Pedro. Llega hasta los pies de Jesús y exclama:

–           ¡Piedad, Señor!

Jesús la mira con mucha compasión y le dice dulcemente:

–           ¿Puedes creer que Yo te la pueda tener?

Ella replica:

–           Sí. Porque eres Santo y porque estoy arrepentida. Soy el Pecado; pero Tú Eres la Misericordia. Tu discípulo ha sido el primero en tener misericordia de mí. Y ha venido a traerme pan y fe. Límpiame Señor, primero el alma que la carne. Porque yo soy tres veces impura y si me debes dar una limpieza; una sola: yo te pido la de mi alma pecadora. Antes de haber oído tus Palabras que él me repetía; yo pensaba para mí: ‘Cúrame para regresar entre los hombres’ Pero ahora te digo: ‘Quiero ser perdonada para tener Vida Eterna’

–           Te perdono. No recaigas otra vez. sin embargo…

Ella lo interrumpe:

–           ¡Qué seas Bendito! Viviré en mi cueva. En la Paz de Dios. ¡Libre al fin…! ¡Oh! Libre de remordimientos y de temores. ¡No más miedo a la muerte, porque estoy perdonada! ¡No más miedo a Dios, porque ahora Tú me has absuelto!

Jesús le ordena suavemente:

–           Ve al lago y lávate. Quédate allí dentro hasta que te llame.

La desgraciada piltrafa de mujer, hecha un esqueleto. Corroída. Con la cabellera despeinada, seca, lisa. Se levanta del suelo y entra en el lago. Se mete toda con todo y los harapos que le cubren muy poco.

Pedro dice perplejo:

–           ¿Por qué la mandaste a que se bañe? Es verdad que su hedor enferma, pero… No entiendo.

Jesús no le contesta a él y dice a la mujer:

–           Mujer. Sal y ven aquí. Toma esa tela que está en esa rama.

Es la que usó Jesús para secarse, después que atravesó el breve espacio entre la barca y la playita.

Obediente. La mujer emerge desnuda, pues en el agua se han quedado los harapos que traía.

Pedro, que es el primero en verla; lanza un grito. Mientras Andrés, más pudoroso, le había vuelto la espalda; pero al grito de Pedro, voltea… Y también grita.

Ella, que tenía sus ojos fijos sólo en Jesús y no le preocupaba otra cosa; al oír los gritos y al ver las manos que le hacen señas; se mira… Y ve que en el lago se ha quedado también su lepra… Mira asombrada su hermoso cuerpo desnudo y su cara de belleza perfecta; sintiendo su carne fresca y lozana. Está atónita. No corre. Se agazapa. Se encoge toda pudorosa, avergonzada de su desnudez. Emocionada hasta el punto que lo único que hace es llorar; con un llanto suave, largo, débil; que es más estrujante que un grito.

Jesús se mueve. Llega hasta donde está ella. La cubre en la espalda con la tela. Le acaricia ligeramente la cabeza y le dice:

–           ¡Sé buena! ¡Adiós! Por la sinceridad de tu arrepentimiento, has merecido el favor. Crece en la fe del Mesías y obedece los preceptos de la purificación.

Ella se estremece con un llanto incontenible y no para de llorar. Solo cuando oye el golpeteo de los remos con los que Pedro retira la barca, levanta la cabeza; tiende los brazos y grita:

–           ¡Gracias, Señor! ¡Gracias! ¡Bendito! ¡Bendito, seas!

Jesús le hace un ademán de despedida, mientras la barca da la vuelta para regresar.

Más tarde…

Jesús, con nueve de sus discípulos, atraviesa la plaza y la calle principal.  Entra en la sinagoga de Cafarnaúm. Es evidente que la noticia del nuevo milagro ya se corrió por todos lados, pues hay muchos murmullos y comentarios. Y la sinagoga está llena de gente asombrada y curiosa.

En el umbral de la puerta, está el recaudador de impuestos, el publicano Leví-Mateo. Ahí se queda. Mitad dentro, mitad fuera. Retraído por las señales de desprecio y de burla con que lo miran todos.

Uno que otro epíteto ofensivo y desagradable, le dirigen algunos. Simón y Elí, dos tiesos fariseos; recogen ostensiblemente sus vestiduras y amplios mantos, como si temieran contraer una peste, al rozar el vestido de Mateo.

Jesús al entrar, lo mira atentamente por un segundo y por un segundo, se detiene. Mateo solamente baja la cabeza.

Pedro, en cuanto pasan y avanzan un poco, dice en voz baja a Jesús:

–           ¿Sabes quién es ese hombre tan bien adornado y que tiene más perfume que una mujer? Es Mateo, nuestro tasador de impuestos. ¿Qué viene a hacer aquí? Es la primera vez. Tal vez no encontró compañeros con quienes pasar el sábado; gastando en orgías lo que nos chupa con tasas duplicadas y triplicadas, para tener dinero para el fisco y para el vicio.

Jesús mira tan enojado a Pedro, que este se pone colorado como una manzana. Baja la cabeza y se espera de tal modo; que de ser el primero, termina por ser el último del grupo apostólico.

Cuando Jesús está en su lugar. Después de los cantos y oraciones recitadas por el pueblo, se vuelve para hablar. El arquisinagogo le pregunta si quiere algún rollo; pero Él responde:

–           No es necesario. Ya tengo el tema.

Y empieza:

‘El gran rey de Israel, David de Belén, después de haber pecado lloró al arrepentirse en su corazón, al gritar a Dios que se arrepentía y que le pedía perdón, el corazón de David se había nublado en las neblinas del sentido y le había estorbado ver el Rostro de Dios, comprender su Palabra.

El Rostro, dije. En el corazón del hombre hay un punto en el que se recuerda el Rostro de Dios. El punto más selecto, el que es nuestro Santo Sanctorum; del que vienen las santas inspiraciones y las santas decisiones. El que despide perfume como un altar; resplandece como una hoguera; canta como un coro de Serafines.

Más cuando en nosotros humea el pecado, entonces ese punto se ofusca de tal forma; que cesan la luz, el perfume, el canto y tan solo queda el olor a humo espeso y el sabor a cenizas.

Pero cuando vuelve la Luz, porque un siervo de Dios la haya traído consigo a esa oscuridad; entonces el corazón ve su fealdad, su baja condición. Y horrorizado, exclama como el rey David: ‘¡Ten piedad de mí, Señor! conforme a la grandeza de tu misericordia y por tu infinita Bondad, lávame de mi pecado’ Pero no dice: ‘No puedo ser perdonado y por eso continuo en el pecado’ 

Por el contrario:

‘Estoy humillado. Contrito lo estoy. Pero Tú qué sabes cómo me he encontrado en el pecado; te ruego de lavarme con agua y limpiarme, para que torne a ser cual la nieve de las cimas’ Y añade: ‘Mi holocausto no será de corderos, ni de bueyes; sino arrepentimiento verdadero de corazón. Porque sé que esto es lo que quieres de nosotros y no lo desprecias’

Esto decía David, después de su pecado. Y después de que el siervo del señor, Natán; lo había hecho que se arrepintiera. Los pecadores, con mayor razón pueden decir esto; ahora que el señor les manda, no a un siervo suyo; sino al Redentor Mismo. A su Verbo. El cual, Justo y Dominador, no solo de los hombres, sino también de los Cielos e Infiernos; ha brotado entre su Pueblo como Luz de la aurora, que brilla sin nubes cuando se levanta el sol matinal.

Habéis leído en qué forma el hombre presa de Mammón, es más débil que un esqueleto moribundo; aun cuando antes hubiera sido ‘el fuerte’. Sabéis como Sansón no valió ya nada, luego que cedió al sentido. Quiero que comprendáis la lección de Sansón, hijo de Manué; destinado a vencer a los filisteos, opresores de Israel.

La primera condición para que fuese tal, era que desde su concepción se mantuviese alejado de todo lo que provoca los bajos sentidos y une en matrimonio las entrañas del hombre, con carne inmunda: o sea; vino, cerveza y carnes grasosas; que encienden la cintura con fuego impuro. Condición segunda: que para ser el libertador, fuese consagrado al Señor desde la infancia. Y para siempre fuese Nazareo. Consagrado es no solo el que externa, sino internamente; se conserva santo. Entonces Dios está con él. Pero la carne es carne. Y Satanás es Tentación. Y tentación es la de la carne que excita al hombre y a la mujer. Y se aprovecha para combatir a Dios, en su corazón y en sus santos Mandamientos. Ved entonces que la robustez del fuerte tiembla y se convierte en piltrafa que acaba con las dotes que Dios le había dado.

Escuchad, pues:

Sansón fue amarrado con siete cordeles de nervios frescos; con siete sogas nuevas. Enclavado en el suelo con siete trenzas de sus cabellos. Y siempre vencía. Pero en vano se tienta al Señor, ni a su Bondad. No es lícito. Él perdona, perdona, perdona. Pero exige voluntad de salir del pecado, para continuar perdonando. Necio es el que dice: ‘Señor, perdón’ y después ¡No huye de lo que lo induce a nuevo pecado! Sansón, tres veces victorioso; no huyó de Dalila; ni del sentido, ni del pecado. Y cansado hasta donde más no se puede, dice el Libro: ‘Y acabándosele el ánimo, reveló el secreto: mi fuerza está en mis siete trenzas’

¿Hay alguno entre vosotros que hastiado hasta el cansancio, sienta que las fuerzas se le acaban porque no hay cosa que azote más que la mala conciencia y que está por entregarse al enemigo? ¡No! Quienquiera que seas, ¡No! No lo hagas. Sansón dio a la tentación el secreto para vencer sus siete virtudes: las siete trenzas simbólicas de la fidelidad de Nazareo. Cansado, se durmió en el seno de la mujer y fue vencido. Ciego, esclavo, impotente por no haber sido fiel al voto. Tornó a ser ‘él fuerte’, ‘el libertador’, cuando en el dolor de un sincero arrepentimiento encontró fuerza.

Arrepentimiento, paciencia, constancia, heroísmo y luego, ¡Oh, pecadores! ¡Os prometo que seréis libertadores de vosotros mismos! En verdad os digo que no hay bautismo que valga, ni rito que sirva, si no hay arrepentimiento y voluntad de renunciar al pecado. En verdad os digo que no hay pecador más grande, que no pueda renacer con su llanto las virtudes que el pecado le había arrebatado del corazón.

Hay una mujer culpable de Israel a quien Dios castigó por su pecado. Ha obtenido misericordia por su arrepentimiento. Misericordia dije. Pero no la tendrán, los que no la usaron con ella, después de castigada. ¿Acaso no tenían en sí esos tales, la lepra de la culpa? Que se examine cada uno… Y que tenga piedad si es que la quiere obtener. Yo os extiendo mi mano por esta arrepentida que torna entre los vivos, después de una horrenda reparación.

Simón de Jonás no yo, llevará el óbolo a la arrepentida que en los umbrales de la vida, regresa a la Vida Verdadera.Y no murmuréis. No estaba Yo cuando era ‘La Bella’. Erais vosotros los que estabais. Y no digo más.

Uno de los dos fariseos pregunta rabioso:

–           ¿Nos acusas de haber sido sus amantes?

Jesús lo traspasa con la mirada y dice:

–           Cada uno tenga frente a sí, su corazón y sus acciones. No acuso. Hablo en nombre de la Justicia. –se vuelve hacia los suyos y agrega- ¡Vámonos!

Y Jesús sale con sus discípulos.

Pero los dos fariseos que parecen conocer a Judas, lo detienen y le dicen:

–           ¿También tú estás con él?

–           ¿Es realmente santo?

Judas responde enfático:

–           ¡Os aseguro que no llegaréis a sospechar su santidad!

–           Pero curó en Sábado,  ¿O no?

Judas corrige:

–           ¡No! ¡Perdonó en Sábado! ¿Y qué día más propicio para el perdón que el sábado? –añade con una sonrisa llena de sarcasmo- ¿No me dais nada para la redimida?

–           No damos nuestro dinero a prostitutas. Se ofrece al Templo Santo.

Judas lanza una risotada irreverente y los deja plantados. Corre y alcanza a Jesús, que está entrando en la casa de Pedro.

Pedro dice a Jesús:

–           Mira. El pequeño Santiago afuera de la sinagoga me dio dos bolsas en lugar de una. Y siempre por encargo del desconocido. ¿Quién es, Maestro? ¡Tú lo sabes! ¡Dímelo!

Jesús sonríe y dice:

–           Te lo diré cuando hayas aprendido a no murmurar de nadie.

 HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

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