Archivos del mes: 30 septiembre 2012

57.- DE DOS, EN DOS

Jesús está con los apóstoles en un lugar montañoso, pleno de bosques de coníferas y el olor balsámico de su resina invade todo el ambiente. Van caminando por los senderos del bosque y comentando del cambio en Elisa, que ha accedido a ir con Juana de Cusa a su propiedad en Beter.

También hablan de la nueva gira que harán hacia las fértiles llanuras filisteas.

Jesús dice:

–           Cuando lleguemos a la cima de este monte, os mostraré desde lo alto las zonas más importantes. Al verlas podréis sacar pensamientos para lo que tengáis que decir al pueblo.

Andrés se queja:

–           Pero ¿Cómo haremos Señor mío? Yo no soy capaz.

Pedro y Santiago se unen:

–           Somos los más desgraciados del grupo.

Tomás dice:

            –           ¡Oh! Por esto… Tampoco soy de lo mejor. Si se tratase de oro y plata podría hablarles… Pero de estas cosas…

            Mateo pregunta:

–           Y yo… ¿Quién era yo?

Andrés objeta:

–           Pero tú no tienes miedo al público… Sabes discutir.

–           De otras cosas distintas.

Pedro dice:

–           ¡Eh, bueno!… Pero… A final de cuentas tú sabes lo que yo querría decir y haz de cuenta que te lo he dicho. Lo cierto es que vales más que nosotros.

Jesús interviene:

–           Pero queridos míos, no es necesario llegar hasta lo sublime. Decid con sencillez lo que pensáis, con convicción. Tened en cuenta que cuando uno está convencido siempre persuade.

Judas de Keriot dice con voz de ruego:

–           Dadnos muchos puntos. Una idea bien dada puede servir para muchas cosas. Me imagino que estos lugares se han quedado sin oir una palabra de Ti, porque nadie da señales de conocerte.

Pedro contesta:

–           Es porque aquí todavía hay mucho viento que llega del Moria… Esteriliza…

Judas de Queriot, que se siente muy feliz con sus primeros triunfos, replica con firmeza:

–           Es porque no se ha sembrado. Pero nosotros sembraremos…

Han llegado a la cima del monte, un amplio panorama se descubre y bajo los árboles que coronan la cresta, se contempla la cordillera, el océano al que barren vientos contrarios y la vasta llanura en la que se yergue como un faro, la entrada de un puerto.

Jesús dice:

–           Ved. Aquel horizonte amplio, son las llanuras de la fertilísima tierra filistea. Iremos por allí hasta Ramle. Ahora vamos a Betginna. Tú Felipe que miras con ojos suplicantes, irás con Andrés por el poblado. Nosotros estaremos en la fuente de la plaza.

Los dos apóstoles suplican:

–           ¡Oh, Señor! No nos mandes solos.

–           ¡Ven también tú!

–           Id, he dicho.  Vuestra obediencia os ayudará más que mi presencia muda.

Los dos apóstoles obedecen y van por el poblado hasta llegar al pequeño albergue. Acude el dueño:

–           ¿Qué queréis? ¿Hospedaje?

Los dos se consultan con una mirada de susto.

Pero Andrés toma valor y dice:

–           Sí. Hospedaje para nosotros y para el Rabí de Israel.

El hombre los mira con displicencia y dice:

–           ¿Qué rabbí? Hay tantos y tan pomposos. Ellos no vienen a tierras pobres como éstas, a traer su sabiduría a los necesitados. Son los pobres quienes deben ir a ellos y ¡Todavía es un favor si nos soportan cerca!

Andrés responde dulcemente:

–           El Rabbí de Israel es uno solo. Él viene a traeros la Buena Nueva a vosotros los pobres. Y entre más pobres y más pecadores, tanto más los busca y los acerca.

–           Si es así, ¡No ganará dinero!

–           No busca riquezas. Es pobre y bueno. Cuando puede salvar a un alma, está contento con ese día.

–           ¡Hum! Es la primera vez que oigo que un rabbí es pobre y bueno. El Bautista es pobre, pero es muy duro. Todos los demás, son severos y ricos; ávidos como sanguijuelas. – Se vuelve a los demás que están en el vestíbulo- ¿Oísteis? Venid aquí, vosotros que dais vueltas por el mundo. Estos hombres dicen que se trata de un maestro pobre y bueno; que viene a buscar a los pobres y a los pecadores.

Un mercader dice:

–           ¡Ah! Debe ser ese que viste de blanco como un esenio. Hace tiempo que lo ví en Jericó.

Un pastor alto y nervudo replica:

–           No. Aquel está solo. Tal vez sea del que habla Tolmai y del que le hablaron los pastores del Líbano.

Otro exclama:

–           Sí, exactamente. Y viene hasta aquí, si estaba en el Líbano. ¡Por tus ojos de gato!

Mientras el hostelero habla y escucha a sus clientes, los dos apóstoles siguen allí como dos estatuas de piedra.

Y uno de los hombres pregunta:

–           ¡Ey! ¡Vosotros! Venid aquí. ¿Quién es? ¿De dónde viene ése del que habláis!

Felipe se yergue, con el aire de quién espera que se burlen de él y dice majestuosamente:

–           Es Jesús de José de Nazareth.

Andrés añade:

–           Es el Mesías predicho. Os lo aseguro por vuestro bien, escuchadlo.  Hicisteis mención del Bautista. Pues bien, yo estuve con él y él nos señaló a Jesús que pasaba, con estas palabras: ‘He aquí al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.’ Cuando Jesús vino al Jordán para ser bautizado, se abrieron los Cielos y una voz clamó: ‘Este es mi Hijo Amado, en quien me he complacido’ Y el amor de Dios bajó cual paloma a brillar sobre su cabeza.

Varios exclaman:

–           ¿Lo ves?

–           ¡Es exactamente el Nazareno!

–           Pero decid vosotros que os proclamáis sus amigos…

Andrés replica:

–           Amigos no. Somos sus apóstoles y sus discípulos. Él nos mandó para anunciaros su llegada; para quien tenga necesidad de salvación, venga a Él…

El mercader pregunta:

–           Está bien. Pero decidnos, ¿Es exactamente como dicen algunos, un hombre más santo que el Bautista?… ¿O es un demonio como lo llaman otros? Vosotros que estáis junto a Él responded sinceramente, ¿Es verdad que es lujurioso y deshonesto?

Otro agrega:

–           ¿Qué ama a las prostitutas y a los publicanos? ¿Qué es nigromante y que por la noche evoca a los espíritus, para conocer los secretos de los corazones?

Otro mercader interviene:

–           Pero, ¿Para qué preguntas esto a estos hombres? Pregunta más bien si es bueno. Éstos se enojarán y le irán a decir al Rabbí nuestras malas respuestas y seremos maldecidos. ¡Nuca se sabe! Sea Dios, sea el diablo; siempre es mejor tratarlo bien.

Felipe contesta:

–           Os podemos responder sinceramente, porque no hay nada malo que se deba ocultar. Él, nuestro Maestro, es el Santo entre los santos. Pasa el día entre las fatigas de enseñar. Incansable, va de un lugar a otro buscando los corazones. Pasa la noche orando por nosotros. No desdeña ni la mesa, ni la amistad; pero no por sacar algún provecho propio; sino para acercarse a aquellos que de otro modo, nunca estarían cercanos.

No rechaza ni a publicanos, ni a prostitutas: pero los convierte en redimidos. Señala su vida con milagros de redención, curando a los enfermos. Le obedecen los vientos y el mar. ¡Y también la muerte!

No tiene necesidad de nadie para obrar prodigios. Ni tiene necesidad de evocar espiritus para conocer los corazones.

El hostelero pregunta:

–           ¿Cómo puede hacerlo?… has dicho que le obedecen vientos y mar. Se trata de seres sin razón. Y ¡¿Cómo puede darles órdenes?!

Un romano que está presente exclama:

–           ¡Por Júpiter! ¡A la muerte no se le dan órdenes! Al mar se le puede echar aceite y se le puede hacer frente con velas y si se piensa bien, no se va a él. Al viento se le puede enfrentar con cerrojos y puertas… ¡Pero a la muerte no se le manda!

No existe aceite que la calme. No existe vela que la haga tan veloz, que rápida pueda escapar de la muerte. Y tampoco existen cerrojos para ella. Cuando quiere venir… ¡Eh! ¡Nadie impera sobre esta reina!

Andrés responde:

–           Y sin embargo nuestro Maestro la manda. No solo cuando está cercana, sino cuando ya tiene a su presa. Un joven de Naím, estaba a punto de ser puesto en la tétrica boca del sepulcro y Él dijo: ‘Yo te lo digo, levántate’ y el joven volvió a la vida.  Naím no está tan lejos, podéis ir a comprobarlo.

Varios preguntan:

–           ¿Estás diciendo la verdad?

–           ¿En presencia de todos?

Felipe corrobora:

–           En el camino. Y en presencia de todo Naím.

Hostelero y clientes se miran en silencio.

Luego el hostelero dice:

–           ¿Será que estas cosa las hace sólo para sus amigos?

Felipe, que ya ha recuperado su confianza, responde:

–           No, hombre. Las hace para todos los que creen en Él y no solo para ellos. Es la Piedad sobre la tierra, créemelo.  Nadie se vuelve a Él en vano.

Oíd todos vosotros: ‘¿Hay entre vosotros alguno que sufra y llore a causa de algún enfermo que tenga en la familia; por dudas, remordimientos, tentaciones, ignorancias? Dirigíos a Jesús, el Mesías de la Buena Nueva.

El hostelero se despeina la cabeza; abre y cierra la boca. Se aprieta las franjas de la cintura y finalmente dice.

–           ¡Yo hago la prueba! Tengo una hija. Hasta el verano pasado estuvo muy bien, luego se volvió lunática. Se encuentra como una bestia muda en un rincón. Ahora su madre tiene que vestirla y darle de comer. Los médicos dicen que se le quemó el cerebro; unos por el sol y otros por desilusión del amor.

El pueblo dice que está endemoniada. Pero, ¿Cómo pudo suceder si jamás ha salido de aquí? ¿En dónde pudo cogerla este demonio? ¿Qué cosa dice tu Maestro? ¡El demonio puede apoderarse también de una inocente?…

Felipe responde con seguridad:

–           ¡Sí! Para atormentar a los padres y arrastrarlos a la desesperación.

–           ¿Y Él cura a los lunáticos? ¿Puedo abrigar esperanzas?

Andrés recuerda el milagro con los gerasenos y responde rápido:

–           Debes creer. –Y se los cuenta. Luego agrega- ¿Si aquellos que eran una legión dentro del corazón de un pecador, huyeron de esta manera; cómo no huirá aquel que ha penetrado en el corazón de una joven inocente de pecado?

Yo te lo aseguro: a quién en ÉL espera, lo imposible se le hace fácil, cómo el respirar. He visto las obras de mi señor y doy testimonio de su Poder.

¡Oh! Y entonces ¿Quién de vosotros va a llamarlo?

–           Yo mismo. Espérame un momento.

Y Andrés se va ligero, mientras Felipe sigue contestando las preguntas que le llueven…

Cuando Andrés llega hasta donde está Jesús, parado bajo un zaguán donde se defiende de un sol implacable que llena la plaza del poblado, le dice:

–           Ven maestro. La hija del hostelero es lunática y el padre implora su curación.

Jesús pregunta:

–           ¿Me conocía?

–           No, Maestro. Tratamos de darte a conocer…

–           Y lo habéis logrado. Cuando alguien puede creer que Yo puedo curar a un incurable, ya está adelantado en la Fe. Y vosotros teníais miedo de no saber qué hacer. ¿Qué dijisteis?

–           Ni siquiera te lo podría decir. Dijimos lo que pensábamos de Ti y de tus Obras. Dijimos sobre todo, que eres el Amor y la Piedad. ¡Te conoce tan mal el mundo!

–           Pero vosotros me conocéis bien y eso es suficiente.

Jesús y toda su comitiva, se van detrás de Andrés y llegan al pequeño albergue. Todos los clientes curiosos están en la puerta. Felipe está con el hostelero, que continúa hablando consigo mismo y cuando ve a Jesús corre a su encuentro.

El hombre se arrodilla y suplica:

–           Maestro. Señor Jesús… yo… creo; yo creo muy bien que Tú Eres Tú. Que sabes todo. Qué te digo: Ten piedad de mi hija aunque tenga yo muchos pecados en el corazón. Que no se castigue a mi hija por no haber ido yo honrado en mi negocio. No seré más odioso, te lo juro. Tú ves mi corazón con su pasado y los pensamientos que ahora tiene. ¡Perdón! ¡Piedad, Maestro! Hablaré de Ti a todos los que vengan a mi casa…

Jesús contesta:

–           Levántate y persevera en los sentimientos que ahora tienes. Llévame a dónde está tu hija.

–           Está en un rincón del corral, Señor. El bochorno hace que se sienta peor y no quiere salir.

–           No importa. Voy a donde está ella. No es el bochorno. Es que el demonio siente que me acerco.

Entran en el corral y llegan hasta un rincón oscuro. Los demás se quedan atrás.

La jovencita, despeinada y demacrada se retuerce en lo más oscuro y cuando ve a Jesús, aúlla y grita con una voz que no es la suya:

–           Atrás. Atrás. No me perturbes. Tú Eres el Mesías del Señor y yo un derrotado tuyo. Déjame estar. ¿Por qué siempre vienes sobre mis pasos?

–           Sal de ella. Lárgate. Lo ordeno. Devuelve a Dios tu presa y cállate.

Se oye un aullido desgarrador, un fuerte golpe y la joven, se deja caer sobre la paja. Y luego las preguntas lentas, tristes, llenas de estupefacción:

–           ¿Dónde estoy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Quienes son esos? –y el grito- ¡¡¡Mamaaaá!!!

La jovencita se avergüenza por no traer el velo y por tener los vestidos rotos… Y por estar así ante los ojos de tantos extraños.

El hostelero cae de rodillas llorando de felicidad y exclamando:

–           ¡Oh, Señor Eterno! ¡Está curada!- Y besa una y otra vez las manos de Jesús.

Toda la familia está estupefacta por lo acontecido y la madre se arroja a abrazar a su hija liberada del demonio.

El patio se llena de gente y aumenta la algarabía. Todos celebran el prodigio.

El hostelero se levanta y dice:

–           Quédate Señor. Llega la tarde. Quédate bajo mi techo

Jesús contesta:

–           Somos trece, hombre.

–           Si fueseis trescientos, no serían nada. Comprendo lo que quieres decir. Pero el Samuel avariento e injusto acaba de morir, Señor. Se ha ido también con el demonio. Ahora está el Samuel nuevo y continuará hospedando, pero como un santo. Ven. Ven conmigo para que te honre como a un rey, como a un Dios. Cualquiera que seas. ¡Oh! ¡Bendito el día de hoy qué te trajo a mí!

Y detrás de Jesús, lo siguen sus doce apóstoles que comentan regocijados alrededor de Andrés y Felipe el nuevo milagro…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

56.- ORACIÓN DE UNA MADRE

El camino es bastante cómodo, no obstante esté tallado entre los montes  y los panoramas que cambian constantemente, disminuyen el cansancio. El crepúsculo asoma cuando Betsur aparece sobre una colina y se encuentran en el camino con los pastores, que los saludan con gran alegría y los invitan a quedarse con ellos. Después de una apetitosa cena que comparten con mucho amor…

María le pregunta:

–                     ¿Conocéis a Elisa, esposa de Abraham de Samuel?

Elías contesta:

–                     Sí. Está en su casa de Betsur. Pero Abraham murió y el año pasado murieron sus hijos. El mayor estuvo enfermo unas cuantas horas y nunca se supo de qué murió… El otro, durante un tiempo estuvo enfermo y nadie fue capaz de detenerle el mal.

María exclama:

–                     ¡Pobre amiga mía! Me quería mucho en el Templo… ¡Oh! ¡Es necesario que vaya a consolarla! Vamos Jesús con Elías. El dolor exige respeto a su alrededor.

Jesús ordena a todos los demás:

–                     Esperadnos en la plaza. Buscad un lugar para pasar la noche. Hasta pronto.

Cuando llegan a la casa guiados por Elías, éste llama a la puerta con su bastón. Una criada saca la cabeza por la ventana, preguntando quién es.

María se adelanta y dice:

–                     María de Joaquín y su Hijo de Nazareth, dilo a tu dueña.

–                     Es inútil. No quiere ver a nadie. No hace más que llorar.

–                     Ve si es posible.

–                     No. Sé por experiencia como me arroja si trato de distraerla. No quiere ver a nadie, ni hablar con nadie. Habla solo con el recuerdo de sus hijos.

–                     Ve, mujer. Te lo ordeno. Dile: ‘Ha llegado la pequeña maría de Nazareth, la que en el Templo era para ti como una hija’ Verás que me querrá ver.

La mujer se va sacudiendo la cabeza. María explica a Jesús y a Elías:

–                     Elisa era mucho mayor que yo. Estuvo esperando en el Templo, hasta que regresase su prometido, que había ido a Egipto por razón de herencia y se quedó ahí, hasta una edad que no se acostumbra. Es como diez años más grande que yo. Las maestras acostumbraban dar a las menores, compañeras mayores para que las guiasen. Y ella fue mi compañera y maestra. Era buena y…

La criada llega presurosa y sorprendida.

Abre el gran portón diciendo:

–                     Entra. Entra. Bendita tú que la haces salir de su habitación.

Elías se despide y entra María con Jesús.

La criada objeta:

–                     Pero este hombre, de veras… ¡Piedad! Tiene la edad de Leví…

–                     Déjalo entrar. Es mi Hijo y la consolará mejor que yo.

La mujer se encoge de hombros y los guía por el largo vestíbulo de una casa grande y hermosa, pero triste…

Dos días después…

La noticia de que Elisa ha salido de su trágica melancolía se ha extendido por todo el poblado, pues cuando Jesús lo atraviesa con todos sus apóstoles, la gente lo mira con curiosidad y preguntan quién es y qué medicina dio a Elisa, para sacarla de la oscuridad de la locura, tan pronto como estuvo en su casa.

Cuando los pastores les dicen Quién Es, lo invitan a hablarles y Jesús los complace. Cuando termina y salen de Betsur, en el camino…

En un grupo donde están María de Alfeo, María Salomé, Andrés y Tomás; con gran ironía, Judas de Keriot dice:

–                     Pero no creo que queráis hacer una peregrinación a todos los lugares famosos de Israel.

María Salomé pregunta:

–                     ¿Por qué no? ¿Quién nos lo prohíbe?

–                     Pero yo… Mi madre hace tiempo que me espera…

Salomé contesta:

–                     Vete con tu madre. Te alcanzaremos después. -con un tono que parece agregar: ‘Nadie se afligirá por tu ausencia’

–                     ¡No tanto! Voy con el Maestro. Ya no está su Madre como estaba determinado. Y esto no me gusta, porque había prometido que iría.

María de Alfeo contesta:

–                     Se quedó en Betsur por una obra buena. Esa mujer era muy infeliz.

Judas dice fastidiado:

–                     Jesús la hubiera podido curar al punto, sin necesidad de hacer que vuelva en sí, poco a poco. No sé por qué no prefiera más los milagros impresionantes.

Andrés dice muy tranquilo:

–                     Si ha obrado así, sus razones habrá tenido.

–                     ¡Está bien! Y así pierde prosélitos. La permanencia en Jerusalén, ¡Qué desilusión! Cuanto más hacen falta las cosas resonantes, tanto más Él se agazapa en la sombra. Cuantas ilusiones me había hecho de ver, combatir…

Tomás interroga:

–                     Perdona la pregunta: ¿Qué querías ver y qué combatir?

–                     ¿Qué cosa? ¿Quién? ¡Ver sus obras milagrosas! Y luego tener cara con qué enfrentarme con quién dice que es un falso profeta o un endemoniado. ¿Comprendes porqué se dice esto? Dicen que si Belzebú no lo sostiene, Él es un pobre hombre.

Y teniendo en cuenta que el caprichoso humor de Belzebú es conocido y se sabe que se deleita con tomar y dejar, como hace el leopardo con su presa y que los hechos justifican este pensamiento; me intranquilizo al pensar que no se haga nada. ¡Bonita facha que hacemos! Los apóstoles de un Maestro… Todo doctrina, esto es innegable. Pero no más…

El que Judas se haya detenido bruscamente, después de la palabra ‘Maestro’; hace pensar que iba a decir algo mucho peor.

Las mujeres están aterrorizadas.

María de Alfeo como pariente de Jesús, dice claro:

–                     ¡No me admiro de esto, sino de que Él te soporte, muchacho!

Andrés. El siempre manso Andrés, pierde la paciencia y rojo, encolerizado igual que su hermano Pedro, en sus peores momentos, lo mira fijamente…

Y grita:

–                     Pero, ¡Lárgate! ¡Y no hagas mala facha por culpa del Maestro! ¿Quién te ha llamado? A nosotros, Él nos llamó. A ti no… Tuviste que insistir muchas veces para que te aceptara. Tú te le impusiste. No sé qué me detiene para no contarlo a los demás…

Judas dice altanero:

–                     Con vosotros no se puede hablar. Tiene razón en llamarnos peleoneros e ignorantes…

Para apartar la tempestad que se avecina, Tomás dice burlón:

–                     Pues bien, tampoco yo comprendo donde encuentras que el Maestro esté equivocado… Yo nunca había oído hablar de estos humores caprichosos del Demonio. Pareciera que lo conoces muy bien. ¡Pobrecito! Me imagino que debe ser estrambótico. Si hubiera sido inteligente, no se hubiera rebelado contra Dios…  Pero lo tendré en cuenta.

–                     No te burles, que no estoy bromeando. ¿Puedes decir que en Jerusalén llamó la atención? Hasta Lázaro lo dijo…

Las carcajadas de Tomás son rimbombantes. Después, sin dejar de reír, cosa que desorienta a Iscariote, dice:

–                     ¿Qué no hizo nada? Ve a preguntárselo a los leprosos de Siloán y de Hinnóm. Mejor. En Hinnóm no encontrarás a nadie, porque todos fueron curados. Si tú no estabas era porque tenías mucha prisa en irte con… tus… amigos. Y por eso lo ignoras. Pero esto no quita que los valles de Jerusalén y otros muchos, resuenen con los gritos de hosanna de los curados. –concluye serio Tomás.

Judas se queda callado.

Tomás continúa enérgico:

–                     Tú estás enfermo de bilis amigo. Y todo te sabe amargo y verde por todas partes. La amargura debe ser una enfermedad que se encuentra en ti. Y creo que es poco agradable convivir con alguien como tú. ¡Corrígete! No diré nada a nadie. Y si estas buenas mujeres me escuchan, se callarán como yo y como lo hará Andrés. Pero corrígete. No te creas desilusionado porque no hay razón. No te creas necesario, porque el maestro sabe obrar por Sí.

No quieras ser tú el maestro del Maestro. Si Él se comportó de ese modo con la pobre Elisa, señal es de qué estaba bien el proceder así. Deja que las serpientes silben y arrojen su veneno como les venga en gana. No te tomes el trabajo de ser intermediario entre Él y ellos. Y tampoco pienses que te envileciste al estar con Él.

Aunque no curase ni siquiera un resfrío, siempre será Poderoso… Su Palabra es un continuo milagro.Y aplácate. No tenemos detrás a los arqueros.

Llegaremos a convencer al mundo de que Jesús es Jesús. Tranquilízate también; si María prometió ir a la casa de tu madre, irá. Entre tanto, nosotros peregrinamos por estas hermosas tierras.

Es nuestro trabajo y contentemos también a las discípulas al ir a ver la tumba de Abraham y… ¿Qué otra cosa dijisteis?

María de Alfeo, dice:

–                     Cuentan que es el lugar donde vivó Adán y donde fue muerto Abel.

Judas refuta implacable:

–                     Las acostumbradas leyendas sin sentido…

Tomás replica:

–                     Dentro de un siglo se dirá que fue leyenda la gruta de Belén y otras cosas similares. Además, ¡Perdona! Tú quisiste ir a aquella hedionda cueva de Endor que no era de un ciclo santo. ¿No te parece? Endor nos trajo a Juan y quién sabe…

Iscariote se mofa:

–                     ¡Hermosa conquista! ¡Juan!

–                     En su cara no lo será. Pero en su alma, puede serlo más que nosotros.

–                     Y luego, ¡Con ese pasado!…

–                     ¡Cállate! El Maestro dijo que no debíamos recordarlo y menos mencionarlo.

–                     ¡Cómodo! Quisiera ver si yo hiciese algo  semejante, ¡Si también lo olvidarían!

–                     Adiós Judas. Es mejor que estés solo. Eres muy inquieto. ¡Si al menos yo supiese que es lo que tienes!

Judas replica furioso:

–                     ¿Qué tengo, Tomás? Tengo que ver cómo se nos hace a un lado, cuando somos de los primeros discípulos. Tengo que ver que todos son preferidos a mí. Tengo que ver cómo se aguarda la ocasión de que no esté yo, para que se enseñe a orar. ¿Y quieres que me gusten todas estas cosas?

–                     No agradan. Pero te debo recordar que si hubieses estado con nosotros para la cena pascual, habrías también estado con nosotros, cuando el Maestro nos enseñó la Oración.  No entiendo a qué te refieres al decir que nos ha hecho a un lado… ¿Te refieres al inocente Marziam? ¿O porque está aquel infeliz de Juan?

–                     Al uno y al otro. Jesús casi no nos habla. Míralo todavía ahora… Está ahí habla y habla con el niño. No lo entiendo… Tiene que esperar mucho tiempo antes de que pueda colocarlo entre los discípulos y el otro, nunca lo será… Muy soberbio, culto, endurecido y con malas inclinaciones.  Y sin embargo: ‘Juan aquí, Juan allá…’

Tomás exclama:

–                     Padre Abraham, ¡Sostenme la paciencia!… ¿Y en qué te parece que el Maestro prefiera a otros que a ti?

–                     ¿Pero qué no lo ves? ¿Cuando llegó la hora de partir de Betsur, a quién deja con su Madre? ¿A mí? ¿A ti?… ¡No! Deja a Simón. A un viejo que casi no habla…

–                     Pero lo poco que dice, siempre lo dice bien. –replica Tomás que es el único que ha quedado, porque las mujeres y Andrés, ya se fueron.

Los dos apóstoles están tan concentrados en su discusión y tan acalorados, que no sienten cuando se acerca Jesús. Pero si Él no hace ruido, ellos si han subido el tono de su voz.

Jesús dice:

–                     Dijiste bien Tomás. Simón habla poco, pero lo poco que dice, lo dice siempre bien. Es una mente equilibrada y un corazón honesto. Sobre todo, es una gran voluntad. Por esto lo dejé con mi Madre…  Es un caballero y además, uno que sabe vivir. Que ha sufrido y que es de edad. Por esto era el más apropiado.

No podía Judas, permitir que mi Madre permaneciese sola con una mujer todavía enferma y Ella terminará la obra que empecé… Preferí a Simón porque es un hombre maduro y no le recordará a la mujer, a los hijos muertos. Vosotros jóvenes, se los habríais recordado con vuestra juventud…

Podría haber escogido a Bartolomé, pero nunca ha estado en Judea. Simón la conoce bien y sabrá guiar a  mi madre a Keriot. A tu casa de campo o a la de la ciudad y no se…

Judas exclama atónito:

–                     Pero… ¡Maestro! ¿Tu madre vendrá de veras a la casa de la mía?

La voz de Jesús es muy dulce:

–                     Dicho está. Y cuando una cosa se dice, se hace. Iremos lentamente. Deteniéndonos a evangelizar en estas regiones. ¿O no quieres que evangelice tu Judea?

–                     ¡Oh! ¡Sí, Maestro! Creía… pensaba…

–                     Más que todo te creas sufrimiento con las quimeras que sueñas contigo… ¿No dices nada más? ¿Por qué casi quieres llorar, caprichoso niñote? ¿De qué te sirve envenenarte con las sombras?… ¿Tienes todavía motivo para estar intranquilo? ¡Ánimo! ¡Habla!…

–                     Soy malo y Tú eres Bueno. Tu bondad me hiere siempre, porque es siempre tan fresca, tan nueva. Yo… yo no sé qué decir cuando la encuentro en mi camino.

–                     Dijiste bien. no lo puedes saber. Pero no es porque sea fresca, ni nueva. Es Omnipresente, Judas… ¡Oh! Ya llegamos a las cercanías de Hebrón y María Salomé, nos está haciendo muchas señas. ¡Vamos!…

Días después…

En el interior de la sinagoga de Keriot. En el mismo lugar en donde Saúl murió, después de haber visto la gloria futura del Mesías; Jesús y  Judas; los dos más altos que sobresalen entre el grupo, ambos con el rostro resplandeciente. Uno porque ama y el otro por la alegría de ver que su ciudad ha sido fiel al Maestro y que recibe honra con lo fastuoso de los honores, pues están los principales de Keriot y la sinagoga está, llena con los habitantes del pueblo.

Y apenas si se puede respirar, pese a que las puertas están abiertas. Y para honrar y escuchar al Maestro, terminan creando una confusión tan grande y un ruido tal, que no se escucha nada.

Jesús soporta y calla.

Judas sabe lo que debe hacerse. Sube a un banco alto y hace chocar las lámparas, que penden cual racimo entre sí. El metal resuena y las cadenas chocan como si fueran instrumentos musicales.

La gente se calma y finalmente puede oírse la Voz de Jesús:

–                     En la ciudad de mi queridísimo discípulo no tendré las acostumbradas palabras de enseñanza. Estaremos aquí por algunos días y quiero que sea él quién os las trasmita. Porque quiero que desde este lugar empiece el contacto directo, entre los apóstoles y el pueblo. Lo harán bien y me ayudarán a cubrir las necesidades de la gente. Y porque es justo que los aguiluchos dejen su nido y den los primeros vuelos, mientras el sol está con ellos y las alas robustas del que las dirige.

Por esta razón, durante unos días seré vuestro amigo y vuestro auxilio. Ellos serán la Palabra e irán esparciendo la semilla que les he dado. No enseñaré públicamente pero os concederé algo que es un privilegio: una Profecía.

Os ruego que la recordéis cuando lleguen aquellos días; cuando el evento más horrible que haya presenciado el género humano habrá oscurecido el sol y en las tinieblas de los corazones, podrán ser arrastrados a cometer juicios erróneos.

No quiero que seáis inculpados, vosotros que desde el primer momento fuisteis buenos conmigo. No quiero que el mundo vaya a decir que Keriot fue enemigo del Mesías. Sería contra la caridad afirmar que por causa de un hijo o ciudadano malo, toda la familia o toda la ciudad sea anatema.

Y así como os amo en tal forma que quiero defenderos de una acusación injusta; así también vosotros trataréis de amar a los inocentes. Siempre. Cualesquiera que sean. Cualquiera que sea el lazo que los una con los culpables. Oíd. Llegará el día en que en Israel habrá delatores, dispuestos a vender su propia conciencia.

En verdad os digo que quién arrebató lugar y confianza mediante un astuto juego. Entregará por dinero en manos de los enemigos al Sumo Sacerdote, al Verdadero Sacerdote.

Cogido engañosamente con protestas de afecto, señalándolo a sus verdugos con un acto de amor; será matado sin ningún respeto a la Justicia.

¿Qué acusaciones harán en contra del Mesías?… Pues es de Mí de quien estoy hablando; ¿Para justificar el derecho de matarlo? ¿Qué suerte les estará reservada a los que hagan esto? Una inmediata y horrenda justicia.  Un destino no solo individual, sino colectivo, del que participarán los cómplices del traidor.

Una suerte más horrible tocará a aquel hombre, a quién el remordimiento empujará a coronar su corazón de demonio, cometiendo el último crimen contra sí mismo.

Aquello sucederá en un momento. Este último castigo será largo, tremendo. La casta sacerdotal será castigada en sus hijos, además de los ejecutores. La maldición de Dios será pronunciada contra un Pueblo que no supo tutelar el Don del Cielo.

Porque sí es verdad que vine a redimir… ¡Ay de aquellos que serán los asesinos y no los redimidos, de este pueblo que tiene por primera redención mi Palabra!

He terminado. Acordaos de esto. Y cuando oigáis decir que soy un malhechor, decid: “¡No! ¡Él lo había dicho! Esta es la señal que se cumple y Él es la Víctima muerta, por los pecados del Mundo.” 

La sinagoga se vacía.

Todos hablan y discuten acerca de la profecía y de la estima que Jesús tiene por Judas.

Los de Keriot están entusiasmados por la honra que les dio el Mesías, al escoger su poblado para empezar el magisterio apostólico.

Los que se quedaron pasan al jardincito que hay entre la sinagoga y la casa del sinagogo. Judas está sentado y llora.

Tadeo pregunta:

–                     ¿Por qué lloras? No veo el motivo.

Pedro dice:

–                     Casi siento ganas de hacer lo mismo que Él, ¿Oísteis? Es necesario que hablemos…

Andrés agrega:

–                     Yo creo que Dios me ayudará cuando llegue la ocasión de hablar. Trataré de repetir tus palabras Maestro, lo mejor que pueda. Pero mi hermano tiene miedo y Judas llora…

Jesús le pregunta a Judas:

–                     ¿Lloras? ¿Por qué?

Judas responde:

–                     Porque verdaderamente he pecado. Andrés y Tomás lo pueden decir. Hablé mal de Ti y Tú me tratas con el título de: “Queridísimo discípulo…”y quieres que la haga de maestro aquí ¡Cuánto amor!… 

–                     Pero, ¿No sabías que te amo?

–                     Sí, pero… Gracias, Maestro. Jamás murmuraré, porque en realidad yo soy las tinieblas y tú Eres la Luz.

El sinagogo los invita a pasar a su casa y mientras van caminando dice:

–                     Pienso en tus palabras. Si he entendido bien; así como en Keriot encontraste un predilecto, a nuestro Judas de Simón. Has profetizado que encontrarás a un indigno. Esto me aflige. Menos mal que Judas compensará al otro.

Judas ha recuperado todo su control y responde:

–                     Con todo mi ser.

Jesús no habla. Los ve a ambos y abre sus brazos como diciendo: “Así es”.

Al día siguiente, Jesús está para ir a comer en la hermosa casa de Judas con todos los suyos. María de simón, la Madre de Judas ha venido de la casa de campo para darle un hospedaje digno.

Jesús le dice:

–                     No, madre. Tú también debes estar con nosotros. Somos como una familia, no se trata de un banquete frío y de etiqueta, dado a huéspedes. Te he tomado un hijo y quiero que tú me tomes como hijo tuyo; así como Yo te tomo como una madre, porque eres digna de ello.  ¿No es verdad amigos, que así nos sentiremos todos más contentos y más a nuestras anchas?

Los apóstoles y las dos Marías dicen que sí, con mucho gusto.

La madre de Judas, con una gran perla en las pupilas, debe sentarse entre su hijo y el Maestro; que tiene enfrente a las dos marías y a Marziam al centro.

La criada trae viandas porque en esto, la madre de Judas ha sido inflexible.

Jesús ofrece, bendice y reparte.

Y comienza por ella, cosa que la conmueve más. Esto enorgullece a Judas, al mismo tiempo que lo hace que se avergüence.

La conversación gira sobre diversos tópicos.

Jesús trata de que la madre de Judas tome parte en ellos y de que trabe relaciones amistosas con las dos discípulas. A esto ayuda mucho Marziam, el cual afirma que quiere mucho a la madre de Judas: “Porque se llama María, como todas las mujeres que son buenas.” 

Luego Judas cuenta lo que ha hecho durante el día, llevando como compañero a Andrés y añade:

–                     Mañana me gustaría que vinieseis todos. No quiero brillar yo solo. Iremos si es posible un judío y un Galileo. Yo con Juan, por ejemplo. Y Simón con Tomás. Y así… He dicho que Nathanael es un rabí que ha venido en seguimiento del Maestro. Es algo que impresiona. ¡Ah! Luego nos alternaremos, porque quiero que todos os conozcan… -Judas está rebosante de entusiasmo. Y agrega- Hablé sobre el Decálogo, Maestro. Tratando de poner relieve sobre todo los lugares en donde hace falta más…

Jesús advierte:

–                     No tengas la mano pesada, Judas. Te lo ruego. Ten siempre presente que alcanza más la dulzura, que la intransigencia. Y que también tú eres humano. Por esto, examínate y reflexiona cuán fácil es que también caigas… Y cómo te irritas cuando se te dice algo claro.

La madre de Judas baja la cabeza, encendida de vergüenza.

–                     No te preocupes, Maestro. Me esfuerzo en imitarte en todo. Pero en el poblado hay un enfermo que quiere curarse. No se le puede transportar. ¿Podrías ir conmigo?

–                     Mañana, Judas. Mañana por la mañana, sin falta. Y si hay otros enfermos, decídmelo o traédmelos.

–                     ¿De veras quieres hacer favores a mi patria, Maestro?

–                     Sí. Para que no se diga que he sido injusto con quién no me ha hecho ningún mal. ¡Hago bien, aún a los malos! ¿Por qué no a los buenos de Keriot? Quiero dejar un recuerdo indeleble de Mí…

–                     Pero, ¡Cómo! ¿No volveremos más aquí?…

–                     Volveremos otra vez, pero…

Marziam grita interrumpiendo:

–                     ¡Allá viene maría con Simón!

Todos se ponen de pie y van al encuentro de los dos que llegan. Hay alboroto de exclamaciones, saludos, sillas que se mueven. Nada hace que María deje de saludar primero a Jesús y luego a la madre de Judas que se ha inclinado profundamente.

María la levanta y la abraza como si fuera una querida amiga, a quien vuelve a ver, después de una larga ausencia. Regresan a la habitación y María de Simón ordena que se traigan alimentos a los que acaban de llegar…

Al día siguiente…

La Virgen María y María de Simón, madre de Judas; están solas, sentadas en la terraza de la casa de campo.

Los apóstoles se han ido con Jesús. Las discípulas están en el huerto de manzanos y se oyen sus voces junto con el ruido de la ropa al ser restregada en los lavaderos. El niño juega…

La madre de Judas, sentada al lado de María, bajo la sombra del emparrado, le dice:

–                     Estos días de paz serán como un sueño. ¡Muy breves!… Si pudiese detener el tiempo e ir con ustedes… Pero no puedo. No tengo parientes más que mi hijo y debo cuidar nuestras propiedades…

María le contesta:

–                     Comprendo… te duele separarte de tu Hijo. Nosotras las madres, quisiéramos tener siempre a nuestros hijos. Los entregamos por un motivo muy grande y no los perdemos.

María de Simón pregunta despacio:

–                     ¿Qué cosa es Señora, tu Hijo para ti?

María contesta:

–                     Es mi alegría.

–                     ¡Tú alegría!…  –Se oye una explosión de llanto y se dobla sobre sí misma,  tocando con la frente sus rodillas, agobiada.

 

–                     ¿Por qué lloras, pobre amiga mía? ¿Por qué? Dímelo… Soy feliz en mi maternidad, pero sé comprender también a las madres que no lo son… -dice María con dulzura.

–                     Sí. Que no lo son. Y yo soy una de ellas. Tu hijo es tu alegría… y el mío es mi dolor. Al menos lo ha sido. Desde que está con tu Hijo, me causa menos aflicción. ¡Oh! Entre todos los que ruegan por tu santo Hijo, para que le vaya bien y triunfe; no hay nadie después de ti, ¡Bienaventurada! ¡Qué ruegue tanto como esta infeliz que te está hablando!… dime la verdad.

¿Qué piensas de mi hijo? Somos dos madres. La una, frente a la otra. Entre nosotras está Dios y hablamos de nuestros hijos. A ti te debe ser muy fácil hablar de tu Hijo. Yoyo debo hacerme fuerza a mí misma, para hablar de él. Pero también, ¡Cuánto bien o cuanto dolor, me puede venir al hablar de esto! Y aunque me sea doloroso, me servirá de alivio el haber hablado…

Aquella mujer de Betsur casi enloqueció por la muerte de sus hijos, ¿No es verdad? Pero yo te juro que he pensado a veces… Y pienso al ver a mi Judas, que es bello e inteligente; pero que no es bueno, ni virtuoso, ni de corazón recto; ni de sentimientos limpios;…

Preferiría llorarlo muerto; a saber que Dios no lo quiere. ¡Tú dime!, ¿Qué piensas de mi hijo? Sé franca. Hace más de un año que me quema el corazón esta pregunta. Pero… ¿A quién preguntársela?

¿A los ciudadanos? Ellos ignoraban todavía que fuese el Mesías y que Judas quería ir con Él.

Yo lo sabía… Me lo dijo después de la Pascua. Cuando vino exaltado… Violento;  como siempre que se apodera de él un capricho. Y como siempre; sin hacer caso de los consejos de su madre

¿A sus amigos de Jerusalén? Me detenía una santa prudencia y una piadosa esperanza.

No les podía decir a esos, a los que no puedo amar porque son todo; menos santos: ‘¿Judas sigue con el Mesías?’ 

Y esperaba que su capricho se le pasase como otros tantos. Como todos, aunque costase lágrimas y tristezas. Como lo han sido más de una jovencilla que aquí y muchas en otras partes… A las que ha enamorado y luego, no se ha casado¿Sabes que hay lugares a donde no puede ir; porque podría encontrar un castigo justo?

Aún el pertenecer al Templo fue un capricho. No tiene la devoción de un verdadero sacerdote creyente. Tampoco tiene la fe necesaria, para servir verdaderamente a Dios. No se sabe lo que quiere, jamás.

Su padre, Dios lo perdone; lo echó a perder. Jamás tuvo valor mi voz, en estos hombres míos. Tan solo he llorado y reparado con humillaciones de toda clase.

Cuando murió Juana y aunque nadie lo diga; sé que murió de dolor cuando después de haber esperado toda su juventud, Judas dijo claro que no quería casarse. Entretanto que era cosa conocida en Jerusalén, que había mandado amigos suyos a pedir la mano de una mujer rica, hasta Chipre.

Yo tuve que llorar mucho por los reproches de la madre de la joven muerta; como si yo hubiese sido cómplice de mi hijo.

¡No! ¡No lo soy! Y tampoco valgo nada ante sus ojos. El machismo equivocado y una ignorancia bestial, lo han convertido en un semental…

Y desprecia a las mujeres; pues está convencido, que por el solo hecho de serlo; somos las causantes de todas las desgracias que agobian a nuestro pueblo. Esa fue la verdadera herencia de Simón, el sacerdote de Keriot; para nuestra ruina…

El año pasado cuando estuvo aquí el Maestro, comprendí que Él se había dado cuenta… Y quise hablarle… pero es doloroso…

Mucho muy doloroso para una madre tener que decir: “No te confíes de mi hijo. Es un avaro, duro de corazón, ambicioso, soberbio, lujurioso y vicioso; como todos los amigos con los que se junta… Prepotente, mentiroso, cínico; malicioso,  muy egoísta, mimado; caprichoso, celoso, envidioso, cruel; inconstante y voluble.” Y es todo esto… y más.

Yo… yo pido un milagro. Tu Hijo es el Mesías. Nuestro Dios Encarnado. Yo ruego porque tu Hijo que hace tantos milagros; haga uno en mi hijo Judas…

Pero tú…tú… tú, dime: ¿Qué piensas de él?…

María, que ha estado siempre callada y con expresión de un dolor comprensivo ante estas quejas maternales, a las que no puede menos que dar razón, dice despacio:

–                     ¡Pobre madre!… ¿Qué pienso?…  Ciertamente tu hijo no es el alma limpia de Juan; ni la dulce de Andrés; ni la firme de Mateo, que quiso cambiar y ha cambiado. Es… inconstante, sí.

¡Es así! Pero rogaremos mucho por él… Tú y yo. No llores. Tal vez llevada por tu amor de madre; quisieras poder enorgullecerte de tu hijo y lo ves más deforme de cómo es…

María de Simón replica convencida:

–                     ¡No!…  ¡Oh, no, no!…  Estoy en lo cierto y tengo mucho miedo…

El aire se llena con los gemidos de la madre de Judas.

Y en la penumbra se distingue el blanco rostro de María más pálido que nunca; ante esta confesión materna, que confirma todos sus temores…

Pero se domina…  Y atrae a sí, a la infeliz madre.

Mientras ésta, rotos todos los diques del control; cuenta confusa y angustiosamente; todas y cada una de las durezas, exigencias y violencias de Judas….

Y termina diciendo:

–                     Me avergüenzo de él, cuando tu hijo me da muestras de amor. No se las pido. Estoy segura que además de su Bondad; las hace para decir con ellas a Judas: “Acuérdate que de este modo, es como se trata a una madre.”

Ahora parece muy bueno… ¡Oh! ¡Si fuese verdad! Ayúdame con tus oraciones, tú que eres santa, para que mi hijo no sea indigno de la gracia inmensa, que Dios le ha concedido.

Si no me quiere amar, ni sabe ser agradecido conmigo que lo dí a  luz y lo alimenté; no me importa.

Pero quiero que realmente sepa amar a Jesús, que sepa servirle con fidelidad y reconocimiento. Si esto no sucediese, entonces… entonces que Dios le quite la vida. Prefiero tenerlo en el sepulcro…

Finalmente lo tendría; porque desde que tuvo uso de razón, ha sido muy poco mío. Es mejor muerto, antes que un mal apóstol.¿Puedo pedir a Dios así? ¿Tú que dices?…

María la mira con una infinita compasión…

Y le dice:

–                     Ruega al señor que haga lo mejor. No llores más. He visto prostitutas y gentiles a los pies de mi Hijo. Y con éstos, a publicanos y pecadores… Todos se han convertido en corderos por su Gracia. Espera, María. Ten confianza. Las penas de las madres, salvan a los hijos. ¿No lo sabías?…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

55.- LA REINA DE BELEN

Jesús y los suyos continúan conversando en la Gruta de la Natividad.

María de Alfeo, dice:

–                     Pero… ¡Partir así cuando se acercaba el momento! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperaron?… el decreto concedía un plazo largo de tiempo para casos excepcionales, como el nacimiento o la enfermedad… Alfeo me lo dijo.

Maria contesta:

–                     ¿Esperar? ¡Oh! ¡No! Aquella tarde, cuando José llevó la noticia, Tú y yo Hijo, saltamos de alegría. Era la llamada… Porque aquí, solo aquí debías nacer, como predijeron los profetas. Y aquel decreto imprevisto, fue como un cielo piadoso que borraba de José, aún el recuerdo de su sospecha.

Era lo que esperaba para Ti, para él, para el mundo judío y para el mundo futuro, hasta la consumación de los siglos. Estaba profetizado y así sucedió.  ¡Esperar! ¿Puede la novia poner obstáculos a su sueño de bodas? ¿Por qué esperar?

–                     Por todo lo que podía suceder… -vuelve a decir María de Alfeo.

–                     No tenía ningún miedo. Me apoyaba en Dios.

–                     Pero, ¿Sabías que todo sucedería así?

–                     Nadie me lo había dicho. Y de hecho no pensaba en ello. Tanto que para dar ánimos a José, permití que él y vosotros dudaseis de que el tiempo de su nacimiento no estaba cercano. Pero yo sabía que para la Fiesta de las Luces, nacería la Luz del Mundo.

Tadeo pregunta con tono de reproche:

–                     Más bien tú mamá, ¿Por qué no acompañaste a María y por qué no pensó en ello, mi padre? Deberíais haber venido vosotros hasta aquí. ¿No vinisteis todos?

–                     Tu padre había decidido venir después de las Encenias y lo dijo a su hermano. Pero José no quiso esperar.

–                     Pero tú al menos… -objeta Tadeo.

María dice:

–                      No le reproches, Judas. De común acuerdo encontramos que era justo poner un velo sobre el Misterio de este Nacimiento.

–                     ¿Sabía José qué sucedería con esas señales? Si tú no lo sabías, ¿Cómo podía saberlas él?

–                     No sabíamos nada. Excepto que Él debía nacer.

–                     ¿Entonces?

–                     Entonces la sabiduría divina nos guió, como era justo. El Nacimiento de Jesús. Su Presencia en el mundo, debía presentarse sin nada que fuese extraordinario; que pudiese incitar a Satanás.

Vosotros veis que el rencor que existe todavía en Belén contra el Mesías, es una consecuencia de su primera Epifanía. La envidia diabólica se aprovechó de la revelación para derramar sangre y odio. ¿Estás contento Simón de Jonás, que ni hablas y como qué ni respiras?

Pedro contesta:

–                     Muy contento. Tanto, que me parece estar fuera del mundo, en un lugar todavía más santo que si estuviese más allá que el velo del Templo, tanto… que ahora que te he visto en este lugar… Antes te trataba con respeto como a una mujer.

Ahora… ahora no me atreveré a decirte María. Para mí, antes eras la Mamá de mi Maestro. Ahora te he visto sobre la cima de esas ondas celestiales. Te he visto cual Reina y yo miserable, soy tu esclavo…

Y Pedro se arroja en tierra y besa los pies de María.

Jesús le dice:

–                     Levántate, Simón. Ven aquí, cerca de Mí.

Pedro va a la izquierda de Jesús, porque maría está a la derecha.

Jesús pregunta:

–                     ¿Quiénes somos ahora nosotros?

Pedro contesta:

–                     ¿Nosotros? Somos Jesús, María y Simón.

–                     Muy bien. Pero, ¿Cuantos somos?

–                     Tres, Maestro.

–                     Entonces, una trinidad. Un día en el Cielo, en la Divina Trinidad, afloró un pensamiento: ‘Ahora es tiempo de que el Verbo vaya a la Tierra’ Y en un palpitar amoroso el Verbo vino a la Tierra a trabajar. En el Cielo, el Padre y el Espíritu Santo ayudan a la Palabra que obra en la Tierra.

Llegará un día en que del Cielo se oirá una orden: “Es tiempo de que regreses porque todo está cumplido”  Y entonces el Verbo regresará a los Cielos. Así… (Jesús da un paso atrás, dejando a María y a Pedro donde estaban) Y de lo alto del Cielo contemplará las obras de los dos que han quedado en la Tierra, los cuales se unirán para cumplir el deseo del Verbo: “La Redención del Mundo, a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia”

Y el Padre y el Espíritu Santo, entretejerán una cadena para escuchar a los dos que quedan en la tierra: a mi Madre el Amor y a ti el Poder. Debes tratar a María como a Reina; pero no como esclavo. ¿No te parece?

–                     Me parece todo lo que quieras. ¡Estoy anonadado! ¿Yo el Poder? ¡Oh! ¡Si debo ser el Poder, no me queda más remedio que apoyarme sobre Ella! ¡Oh, Madre de mi Señor! no me abandones jamás, jamás, jamás…

–                     No tengas miedo. Te tendré siempre de la mano, como hacía con mi Niño, hasta que fue capaz de caminar por sí solo.

–                     ¿Y luego?

–                     Luego te sostendré con mis plegarias. ¡Ea! Simón. No dudes jamás del poder de Dios. No dudé yo, ni tampoco José. Tampoco tú debes hacerlo. Dios ayuda hora tras hora, si permanecemos humildes y fieles…

venid ahora acá afuera, cerca del río. Comeremos antes de irnos.

Todos siguen a María y los apóstoles comentan.

Simón Zelote dice:

–                     ¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué sabiduría! ¡Qué poesía!

Interviene Judas de Keriot, que todavía bajo los sentimientos de días anteriores, habla poco, pero tratando de volver a ser el mismo de antes.

Dice:

–                     Pues bien. yo querría comprender porque tuvo que suceder la Encarnación. Sólo Dios puede hablar de modo que derrote a Satanás. Solo Dios puede tener el Poder de Redención, esto no lo dudo. Pero me parece que el Verbo no debía de haberse envilecido tanto; haciéndose como los demás hombres y sujetándose a las miserias de la infancia y las demás de la vida. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulto, en forma adulta? O si quería tener una madre, ¿Podía haberse buscado una adoptiva, así como lo hizo con su padre? Me parece que una vez se lo pregunté pero no me respondió muy ampliamente. O no lo recuerdo…

Tomás le dice:

–                     Pues de eso estamos hablando. Pregúntaselo.

–                     Yo no. Lo hice enojar un poco y no me siento perdonado. Pregúntaselo por mí.

Santiago de Zebedeo replica:

–                     ¡Oye!… Pero, perdona. Nosotros aceptamos todo, sin tener elucubraciones y ¿Debemos hacer la pregunta? ¡No es justo!

Jesús pregunta:

–                     ¿Qué no es justo?

Silencio.

Jesús mira a Judas y dice:

–                     No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias. Sufro y perdono. Esto, para quién tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a la Encarnación real que llevé a cabo, escuchad: es justo que así haya sido. En el futuro, muchos caerán en errores sobre mi Encarnación y me darán exactamente las formas erróneas que Judas querría que hubiese tomado. Hombre aparentemente con cuerpo, pero en realidad fluido, como un juego de luces; por lo cual sería y no sería carne real. Y sería y no sería verdadera, la maternidad de María.

En verdad Yo tengo un cuerpo real y María en verdad es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del Nacimiento fue solo un éxtasis, la razón es porque Ella es la nueva Eva, sin peso de culpa y sin herencia de castigo.

¿Pero me envilecí al descansar en Ella? ¿Acaso el maná encerrado en el Tabernáculo se envileció? No. Antes bien, se honró con estar ahí. Otros dirán que no teniendo Yo cuerpo real, no padecí y no morí durante mi permanencia en la tierra.

No pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real o mi Divinidad verdadera.

En verdad os digo que Yo Soy Uno con el Padre, IN ETERNO. Y estoy unido a Dios como Hombre, porque en verdad ha acontecido que el Amor ha llegado a lo inimaginable en su Perfección, revistiéndose de carne para salvar la carne.

A todos estos errores responde mi vida entera que da sangre, desde mi nacimiento, hasta mi muerte. Y que se ha sujetado a lo que es común con el hombre, excepto el pecado.

Nacido sí, de Ella. Y para vuestro bien. Vosotros no sabéis como se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas?

–                     Sí, Maestro.

–                     Haz lo mismo conmigo.

Judas inclina la cabeza avergonzado y emocionado ante una bondad tan grande.

Se quedan bajo el manzano por un tiempo más. Quien ronca. Quién duerme. María se levanta.  Vuelve a la cueva. Jesús la sigue…

Más tarde y después de haber reemprendido el camino, Jesús dice a los doce:

–                     Seguramente que los encontraremos si caminamos por un tiempo, por la vía nueva que va a Hebrón. Os lo pido. Id de dos en dos. En busca de ellos por los senderos de la montañas, de aquí a las Piscinas de Salomón. Os seguiremos. Es la zona en que apacientan.

Los apóstoles se apresuran a irse cada uno con su compañero preferido; pero la pareja inseparable Andrés y Juan; no se unen, porque ambos dicen a Judas:

–                     Voy contigo.

Judas dice:

–                     Sí. Ven Andrés. Es mejor así. Juan… tú y yo somos dos que conocemos a los pastores. Es mejor que vayas con otro.

Pedro dice:

–                     Entonces ven conmigo muchacho.

El niño se queda con Jesús y las Marías. El camino es fresco y hermoso, entre montes cubiertos de verdor. Se encuentran rebaños que van a los pastizales bajo la luz suave de la aurora.

A cada sonido de campanitas, Jesús deja de hablar y mira. Luego pregunta a los pastores, si Elías el pastor Betlemita, está por esos lugares. Pero nadie lo sabe. Responden deteniendo sus rebaños o dejando de tocar sus flautas rústicas.

Un pastor le regala a Marziam la flauta de su nieto y el niño se va contento con su instrumento, aunque no lo sabe usar.

María exclama:

–                     ¡Me gustaría tanto encontrarlos!

Jesús contesta:

–                     Ciertamente los encontraremos. En esta estación se encuentran siempre en Hebrón.

El niño se interesa por los pastores que adoraron a Jesús de Niño y hace muchas preguntas a María, que le da razón de todo, con paciencia y bondad.

–                     Pero, ¿Por qué los castigaron? ¡Sólo hicieron el bien! –concluye Marziam después de haber escuchado las desventuras de los pastores.

María dice:

–                     Porque muchas veces el hombre comete errores y acusa a los inocentes del mal que hizo otro. Pero como han sabido ser buenos y perdonar, Jesús los ama mucho. Es necesario saber siempre perdonar.

–                     Pero todos esos niños que fueron asesinados, ¿Cómo hicieron para perdonar a Herodes?

–                     Son pequeños mártires, Marziam. Y los mártires son santos. Ellos no solo perdonan a su verdugo, sino que lo aman, porque les abre el Cielo.

–                     ¿Están en el Cielo?

–                     No. Por ahora no. Están en el Limbo, para ser la alegría de los patriarcas y de los justos.

–                     ¿Por qué?

–                     Porque han dicho al llegar con su alma bañada en su sangre: “Mirad. Somos los heraldos del Mesías, Salvador. Alegraos vosotros que estáis esperando, porque Él ya está sobre la Tierra.” Y todos los aman porque han llevado esta Buena Nueva.

–                     Mi padre me dijo que la Buena Nueva, es la Palabra de Jesús. Entonces cuando mi padre vaya al Limbo, después de haberla predicado sobre la Tierra y cuando yo también esté allá, ¿Nos amarán?

–                     Tú no irás al Limbo, pequeñín.

–                     ¿Por qué?

–                     Porque Jesús ya habrá regresado a los Cielos y los habrá abierto. Y todos los buenos, a la hora de la muerte, irán al punto al Cielo.

–                     Te prometo que seré bueno. ¿Y Simón de Jonás? ¿También él? Porque no quiero ser huérfano por segunda vez.

–                     También él. Puedes estar seguro. Pero en el Cielo no hay huérfanos. Tendremos a Dios y Dios es todo. Ni siquiera aquí lo somos, porque el Padre está con nosotros.

–                     Pero Jesús en aquella Oración que tú me enseñaste: ‘Padre Nuestro que estás en el Cielo…’ Nosotros todavía no estamos en el Cielo. ¿Cómo pues, estamos con Él?

–                     Porque Dios está en todas partes hijo mío.

–                     ¿Aun cuando sea malo como Doras?

–                     Aunque lo sea.

–                     Pero Dios que es Bueno, ¿Puede amar a Doras que es muy malo y que hace llorar a mi viejo padre?

–                     Lo mira con desdén y dolor. Pero si se arrepintiese le diría lo que le dijo el padre de la parábola a su hijo arrepentido. Deberías rogar para que se arrepienta y…

El niño niega con ardor:

–                     ¡Oh, no! Madre. ¡Rogaré para que se muera!

Aunque esta salida de Marziam sea tan poco… angelical. Su pasión es tal y tan sincera, que los demás no pueden evitar reír.

María vuelve a tomar su dulce seriedad de Maestra:

–                     No, querido. Eso no debes hacer con un pecador. Dios no te escucharía y te miraría con enojo. Debemos augurar al prójimo aunque sea malo, el mayor bien. La vida es un bien porque concede al hombre conquistar méritos ante los ojos de Dios.

–                     Pero si uno es malo, conquista pecados.

–                     Si ruegas puede hacerse bueno.

El niño piensa, pero no puede digerir esta lección sublime y concluye:

–                     Doras no se hará bueno aunque yo ruegue. Es muy, muy malo. Ni siquiera aunque oren conmigo todos los niños mártires de Belén. ¿No sabes que un día golpeó a mi viejo padre con una varilla de hierro porque lo encontró sentado a la hora del trabajo? No podía levantarse porque se sentía mal… Y él lo golpeó dejándolo como muerto.

Luego le dio un puntapié en la cara. Y lo vi porque estaba escondido detrás de un matorral. Había ido hasta allá porque nadie me había dado pan desde dos días antes y tenía hambre.

Escapé para que no me descubrieran, porque lloraba al ver a mi padre así. Con sangre en la barba, caído por tierra, como muerto. Me fui llorando a pedir un pan, pero ese pan lo tengo siempre atorado aquí… -se señala la garganta- Tiene el sabor de la sangre y de las lágrimas de mi padre y mías. Y las de todos los que son torturados y que no pueden amar a quién los tortura.

Yo quisiera golpear a Doras, para que sienta que cosa es ser golpeado. Lo quisiera dejar sin pan, para que sepa lo que es el hambre. Lo quisiera hacer trabajar al sol en el lodo, con la amenaza del capataz y sin comer; para que sepa qué cosa es la que da a los pobres…

No puedo amarlo, porque él está matando a mi santo padre.  Y si yo no os hubiera encontrado, ¿Qué hubiese sido de mí?…

El niño, presa de un ataque de dolor grita, llora y tiembla. Golpea el aire con los pequeños puños cerrados, no pudiendo alcanzar a su verdugo.

Las mujeres están asombradas y conmovidas y tratan de calmarlo. Pero él se encuentra en una crisis de dolor y no escucha a nadie.

Grita:

–                     ¡No puedo! ¡No puedo amarlo y perdonarlo! ¡Lo odio! ¡Lo odio por todos!… ¡Lo odio!… ¡Lo odio!…

Verlo causa aflicción y miedo. Es la reacción de la criatura que ha sufrido mucho. Jesús dice:

–                     Este es el más grande crimen de Doras: hacer que un inocente llegue a odiar…

Toma al niño en sus brazos y le dice:

–                     Escúchame, Marziam, ¿Quieres ir un día con mamá, papá, tus hermanitos y el viejo padre?

–                     Siii…

–                     Entonces no debes odiar a nadie. Al Cielo no entra quién odia. ¿No puedes rogar por ahora por Doras? Está bien. no ruegues, pero no odies. ¿Sabes qué debes hacer? Ya no vuelvas a pensar en el pasado…

–                     Pero mi padre que sufre no es pasado.

–                     Es verdad. Pero mira, Marziam, trata de rogar así: “Padre Nuestro que estás en los Cielos, te entrego todo lo que siento. Piensa en lo que yo deseo…” Verás que el Padre te escuchará de la mejor de las maneras.

Aunque matases a Doras, ¿Qué conseguirías? Perder el amor de Dios, el Cielo, el reunirte con tu familia. Y no lograrías consolar a tu viejo padre que amas. Eres muy pequeño para poderlo hacer. Dios lo puede. Díselo a Él. ¡Él lo hará! y… ¿Cómo?  ¿Ya no quieres predicar la Buena Nueva? ¡Ella habla de Amor y de Perdón! ¿Cómo puedes decir a otro: “No odies? Perdona.” ¿Si tú no sabes amar, ni perdonar?  Deja al Buen Dios que obre y verás que bien dispone todo. ¿Lo harás?

–                     Sí. Porque te quiero mucho.

Jesús besa al niño y lo pone en el suelo. El episodio ha terminado… junto con el camino. La superficie de los tres grandes depósitos de agua excavados en la roca del monte; una obra verdaderamente grandiosa; resplandecen, lo mismo que el agua que desciende de uno a otro y luego forma un pequeño lago. Debido a la humedad del terreno todo es de una fertilidad admirable.

Tomás exclama:

–                     ¡Qué hermoso lugar! ¡Parece un jardín!

Judas se deja llevar por su innata arrogancia que prevalece en todo, aunque sean flores y hierbas y exclama:

–                     La tierra de Judea tiene estas maravillas…

Jesús contesta:

–                     En esta zona se encontraban los jardines de Salomón, célebres en el mundo; tanto como sus palacios. Tal vez aquí escribió su Cantar de los Cantares… Vamos hasta aquel rosal grande que ha formado una galería entre los árboles. Allí nos detendremos.

Marziam juega con la flauta que le regaló el pastor.

Jesús, rodeado de los suyos lo ve y dice:

–                     Cuanto dolor hay en la tierra y solo Dios puede aliviarlo. Satanás trabaja para aumentar el dolor y crear ruina. ¡Oh! Si el hombre buscase a Dios en su sufrimiento, encontraría el alivio en su dolor, su cansancio, su soledad; pues Dios le daría su paz.

Con el amor es posible olvidar el odio del mundo. El amor de Dios, elevado sobre todos y consolador como ninguno, pues es el compañero perfecto y el amor alivia el dolor y devuelve la alegría…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

54.- Y EL VERBO SE HIZO CARNE…

“Por aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, por el que se debía proceder a un censo en todo el imperio. Éste fue llamado ‘el primer censo’, siendo Quirino gobernador de Siria.  Todos pues empezaron a moverse para ser registrados cada uno en su ciudad natal. José también que estaba en Galilea, en la ciudad de Nazaret, subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén; porque era descendiente de David; allí se inscribió con María su esposa que estaba embarazada.  Mientras estaban en Belén, llegó para María el momento del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, pues no había lugar para ellos en la sala principal de la casa. En la región había pastores que vivían en el campo y que por la noche se turnaban para cuidar sus rebaños. Se les apareció un Ángel del Señor y la Gloria del Señor los rodeó de claridad. Y quedaron muy asustados. Pero el Ángel les dijo: ‘No tengan miedo pues yo vengo a comunicarles una buena noticia, que será motivo de mucha alegría, para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, ha nacido para ustedes un Salvador, que es el Mesías y el Señor.  Miren cómo lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.’ De pronto una multitud de seres celestiales aparecieron junto al Ángel y alababan a Dios con estas palabras: ‘¡Gloria a Dios en lo más alto del Cielo y en la tierra paz a los hombres: ésta es la hora de su Gracia!’ Después que los ángeles se volvieron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: ‘Vayamos pues hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha dado a conocer.’ Fueron apresuradamente y hallaron a María y a José con el recién nacido acostado en el pesebre.  Entonces contaron lo que los ángeles habían dicho del Niño. Todos los que escucharon a los pastores quedaron maravillados de lo que decían. María por su parte, guardaba todos estos acontecimientos y los volvía a meditar en su interior. Después los pastores regresaron alabando y glorificando a Dios, por todo lo que habían visto y oído, tal como los ángeles se lo habían anunciado. Cumplidos los ocho días, circuncidaron al niño y le pusieron el Nombre de Jesús, nombre que había indicado el Ángel antes de que madre quedara embarazada.” (Lucas 2, 1-21)

María revela:

Mi José era un hombre santo. Desde que Dios le descubrió su secreto y le dio la misión de cuidar a su familia, no hubo un hombre más amoroso y tierno. ¡Con qué diligencia y solicitud, cuidó siempre de Jesús y de mí!

Cuando llegamos a Belén, su mortificación fue muy grande al no encontrar posada.  Y en la fría gruta en la que nos alojamos por fin, trató de hacer acogedor aquel pesebre. Él se quedó junto a la entrada e hizo una hoguera para atenuar el intenso frío de aquella noche invernal.

Yo me retiré al fondo de la gruta y los dos nos arrodillamos a orar. La Oración era la reina de nuestras ocupaciones;  nuestras fuerzas, nuestra luz, nuestra esperanza. Si en las horas tristes era consuelo, en las alegres era un cantar. Era el alimento de nuestra alma, que nos separaba de la tierra,  del destierro. Y nos llevaba a lo alto, hacia el Cielo, hacia la Patria.

Nos sentíamos unidos a Dios cuando orábamos, porque nuestra plegaria era adoración verdadera de todo nuestro ser, que se fundía en Dios adorándolo y que era abrazado por ÉL.

Las plegarias son vivas, cuando están alimentadas del verdadero amor y del sacrificio.

La Oración era nuestro alimento, ¡TODO! Y sumergidos en aquella profunda adoración a nuestro Padre y Creador, di a luz al Verbo de Dios.

¡De cuánta riqueza se despojó Eva! Al ser desconocedora de culpa, tampoco conocí el dolor de dar a luz como las demás mujeres. Un éxtasis fue la Concepción de mi Hijo. Y un mayor éxtasis su Nacimiento.

ÉL, que vino para ser la Luz del Mundo, inundó en un mar de luz aquel lugar. Y fue aquella luminosidad la que percibió José, cuando me vio arrodillada; cuando con lágrimas y sonrisas besaba a mi Niño Divino.

Mi José sintió una gran alegría y un gran dolor.

Felicidad y dolor fueron como un puñal en su corazón al verlo a ÉL, la Voz del Padre hecha carne entre mis brazos; aniquilándose por amor, hasta la condición de un pequeñín con voz de corderillo. Un bebé totalmente indefenso…

Felicidad al ver las profecías realizadas. Dolor al contemplar al Altísimo Padre, Creador del Universo…  En aquella miserable gruta; en medio de la pobreza más extrema y que él sólo podría proteger con su pobre oficio de carpintero…

Yo amaba profundamente a mi esposo de la tierra. José estaba temblando empavorecido  cuando le ofrecí abrazar a Jesús y murmuraba: ‘¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡Oh no! ¡No soy digno! ¡Imposible tocar a Dios!’

Sin embargo sus lágrimas también mojaron el rostro infantil de mi Hijo, cuando lo estrechó contra su pecho varonil, para protegerlo del frío; mientras yo corría por los pañales y los lienzos, con los que cubriría su delicado cuerpecito de bebé, que estaba envuelto en mi velo.

Dimos gracias al Eterno y el primer Padre Nuestro, lo pronuncié yo en aquel momento, teniendo levantado entre mis brazos a mi Cordero Divino; venido al mundo para ser sacrificado y dar vida a los muertos en el espíritu.

El ‘HÁGASE TU VOLUNTAD’ brotó de mis labios llorando y una oleada de amor atenuó un poco el Dolor de aquella ofrenda.

Y me sentí arder en el fuego del Amor de Dios. Superé el amor de creatura al amar con el Corazón de la Madre de Dios. Dejé de ver a las creaturas con mentalidad de mujer y empecé a verlas como Esposa del Altísimo y Madre del Redentor.

Aquellas creaturas eran mías. Los hombres también eran míos. Fue entonces que también se inició mi maternidad espiritual y me convertí en Vuestra Madre…

¡Oh, hijitos míos tan pequeños y descarriados!… ¡Tan desobedientes y sin embargo tan amados! ¡TAN DOLOROSAMENTE MÍOS!…

Un pesebre fue la primera cuna de Jesús.  Y envueltos en profunda adoración sobre esa cuna, fue que nos encontraron los pastores que fueron avisados por los ángeles.

María termina de hablar y todos se quedan reflexionando en la enseñanza recibida.

Jesús dice que hay que reanudar la marcha y casi todos lo hacen en silencio. Quieren guardar las palabras de la Virgen en el corazón.

Y llegan a la tumba de Raquel.

Todos se acercan a orar respetuosamente.

Después María dice:

–                     Aquí nos detuvimos José y yo… Está igual que entonces. Tan solo la estación es diferente. En aquel tiempo era un día frío de Casleu. Había llovido y los caminos estaban lodosos. Después sopló un viento helado. Los caminos se endurecieron y mi asnito caminaba con fatiga…

Jesús pregunta con ternura:

–                     Tú madre mía, ¿No?

María lo mira con infinita dulzura y dice:

–                     ¡Oh! Te tenía a Ti… La noche se acercaba y José estaba muy preocupado… La gente se dirigía presurosa hacia Belén, chocando unos contra otros. Y muchos se enojaban contra mi asnito, porque caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas. Parecía como si supiese que Tú estabas ahí y que dormías la última noche en mi seno. Hacía frío, pero yo ardía. Sentía que estabas por llegar. Los Cielos bajaban sobre mí y yo veía sus resplandores.

Veía arder la Divinidad en su gozo, en tu próximo nacimiento. Y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían de todo. Frío, viento, gente… ¡De  todo!… Sólo veía a Dios. De vez en cuando sonreía a José que nos guiaba con cuidado y me envolvía en la manta, para que no me fuese a resfriar. Yo sonreía a mi esposo que estaba muy afligido, para darle ánimos. También a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire, el Salvador…

Nos detuvimos aquí, para descansar un poco al asnito y para comer pan y olivas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre; estaba colmada de alegría. Emprendimos de nuevo el camino y os mostraré en donde encontramos al pastor.

De aquel campo a éste, vino Elías con sus ovejas. Y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado nos detuvimos, mientras Elías ordeñaba la leche caliente y restauradora.

Al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales… ¡Allí está Belén! ¡Oh! ¡Cómo lo amo! ¡Tierra querida de mis padres, que me dio el primer beso de mi Hijo! Te has abierto buena y fragante como el pan cuyo nombre tienes, (Belén significa: Casa del Pan) para dar el Pan Verdadero al Mundo que muere de hambre.

¡Mirad qué hermosa es la primavera! Pero también lo fue entonces, aunque los campos y los viñedos estaban desnudos. Un ligero velo de escarcha resplandecía en las ramas limpias y parecía cubrirlas de diamantes.

De las casas salía humo. La cena se acercaba. Todo era limpio y silencioso. Todo estaba en espera de Tí, ¡Oh! De Ti hijo. ¡La tierra presagiaba tu llegada! Los betlemitas no eran malos, aunque no lo creáis. No podían darnos hospedaje.

En los hogares buenos y honrados de Belén, se apretaban arrogantes como siempre, sordos y soberbios; los que todavía ahora lo son y que no podían sentirte. ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, esenios, había! ¡Oh! El que ahora no puedan entender les viene desde entonces en que su corazón fue duro.

Lo cerraron al amor a aquella hermana suya, en aquella noche… y permanecen en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazarlo de su amor al prójimo.

Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño ya no están. Basta la naturaleza amiga, con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Ved allí están las ruinas de la torre de David,

Oh! ¡Qué la amo más que un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que como por milagro te despojaste con el viento de todas tus ramas, para que encontrásemos leña y pudiéramos encender el fuego!…

María baja rápida a la gruta atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente, corre al lugar despejado en donde están las ruinas y cae de rodillas a sus umbrales. Se inclina y besa el suelo.

La siguen los demás, muy conmovidos. El niño ha escuchado su maravillosa narración y la contempla absorto.

María se levanta y entra. Observa todo con inmenso amor y una gran emoción…

Y dice:

–                     Todo como entonces… con excepción de que era de noche. José hizo fuego en la entrada. Sólo al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo. Nos saludó un buey. Fui a donde estaba para sentir un poco de calor, para apoyarme en el heno. José, aquí donde estoy, extendió heno para que me sirviese de lecho. Y lo secó por mí y por Ti, Hijo; con el fuego que encendió en aquel rincón.

Porque era bueno como un padre en su amor de esposo ángel y unidos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos pan y queso. Luego se fue allá para echar leña en la hoguera. Se quitó el manto para tapar la abertura. En realidad, bajó el velo ante la gloria de Dios que descendía de los Cielos. Ante Ti, Jesús mío.

Yo me quedé sobre el heno al calor de los dos animales envuelta en mi manto y mi cobija de lana. ¡Querido esposo mío! En aquella hora en que me encontraba temerosa ante el misterio de la maternidad; hora en que la mujer primeriza ignora del todo y para mí, la hora de mi única maternidad.

Me encontraba sumergida ante lo ignoto del misterio que sería ver al Hijo de Dios, salir de mi carne mortal y él, José; fue para mí como una madre, un ángel, mi consuelo… siempre.

Luego el silencio y el sueño envolvieron a José, para que no viese lo que para mí era el beso cotidiano de Dios: el éxtasis.

En un océano de luz, de alegría, de amor, hasta encontrarme sumergida totalmente en Dios. Se oyó una voz de la tierra, ¡Tan lejana!…

Un eco, un recuerdo de la tierra:

–                     ¿Duermes, María?

Es tan débil el alma, cuando se eleva en ese abismo de fuego, de   felicidad infinita que es Dios… ¡Oh! ¿Pero eres Tú el que naciste de mí? O ¿Soy yo la que nací entre fulgores trinos aquella noche?…

La luz despertó a José y Tú, ¡Tú! Estabas sobre mi corazón… Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin las barreras de la carne.

Y de aquí me levanté para llevarte al amor del que como yo, era digno de amarte entre los primeros. Y aquí entra estas dos columnas rústicas, te ofrecí al Padre. El primer Padre Nuestro, brotó de mis labios… Llorando de felicidad y de… Dolor…

Y por primera vez estuviste sobre el pecho de José… que estaba aterrorizado de poder tocar a Dios. Y lloraba de emoción…

Luego te envolví entre pañales y juntos te colocamos aquí. Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí, ambos te adoramos. Inclinados sobre Ti, para aspirar tu aliento. Para ver a qué grado puede conducir el amor…  Para llorar lágrimas que ciertamente se vierten en el Cielo, al ver la gloria de Dios.

 

María, al recordar aquella noche, ha ido y venido, señalando los lugares, llena de amor. Con un parpadear de llanto en sus ojos azules. Y con una sonrisa de alegría se inclina sobre su Jesús, que está sentado en una gran piedra y lo besa sobre los cabellos, llorando. Adorándolo como en aquel entonces…

–                     Y luego los pastores vinieron a adorarte aquí adentro con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos. Era el olor de la humanidad, de rebaños, de heno. Que te adoraban con amor. Que te cantaban con cánticos que jamás repetirá criatura humana. Que te amaban con el amor de los Cielos, en tu Nacimiento. ¡Oh, Bendito!…

 

María está arrodillada al lado de su Hijo y llora de emoción, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Nadie se atreve a romper el silencio. Todos se miran entre sí y se vuelve a escuchar la voz de María:

–                     Este fue el Nacimiento de mi Hijo. Nacimiento infinitamente sencillo y grande. Lo he referido con mi corazón de mujer, no con palabras sabias de un maestro. No hubo nada más, porque fue la cosa más grande de la Tierra, escondida bajo las apariencias más comunes.

María de Alfeo pregunta:

–                     ¿Y al día siguiente?

–                     ¿Al día siguiente? Al día siguiente fui la Madre que amamanta a su Niño. Que lo baña. Que lo envuelve en pañales, como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua que tomaba del río cercano y bañaba a Jesús en una vieja jofaina. Y le ponía pañales limpios que lavaba en el río. Y luego ponía a mi Hijo sobre mi pecho y El bebía mi leche. Se ponía cada día, más bonito y feliz.

El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allá afuera, para verlo mamar. Y a la luz del sol miré al Verbo Encarnado. La madre conoció entonces a su hijo y la sierva de Dios a su Señor. Y fui mujer y adoradora… después, la casa de Anna. Los días que pasaste en la cuna. Tus primeros pasos. Tus primeras palabras…

Y la huída a Egipto…

Y maría se sumerge relatando sus recuerdos en Belén… Y sus oyentes la escuchan absortos.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

 

 

 

 

53.- NO HAY LUGAR…

En el camino principal hay mucho tránsito.  El aire es limpio y seco. El cielo está sereno y en el ambiente está el frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas, parece más extensa y en los pastizales la hierba está quemada con los vientos y la escarcha del invierno.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un grueso manto.

José camina a su lado llevando la rienda y le pregunta:

–           ¿Estás cansada?

María lo mira, sonríe y contesta:

–           No.  –A la tercera vez añade- Más bien tú debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho.

–           ¡Oh! ¡Yo, ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más rápido. Pero no lo encontré…  En estos días todos necesitan una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efratá.

Luego ambos guardan silencio.

María, cuando no habla con José, se recoge en la plegaria. Dulcemente sonríe y aunque mira a la gente, es como si no la viera. Y aunque hay hombres, mujeres, ancianos, pastores, ricos y pobres… Es como si Ella estuviese absorta con una visión celestial…

Sopla el aire helado y José le pregunta:

–           ¿Tienes frío?

Ella contesta sonriendo:

–           No.

Pero José no se fía. Le toca los pies calzados con sandalias, que cuelgan a un lado del borriquillo y los siente muy fríos…

José mueve la cabeza y se quita la capa pequeña, para cubrir las rodillas de María. La extiende sobre sus manos y sobre sus muslos; tratando de cubrirla lo mejor posible, para que esté calientita.

Encuentran a un pastor que atraviesa el campo con su ganado y José se le acerca para pedirle un poco de leche. El pastor dice que sí. Y José lleva su borriquillo atrás del rebaño que está paciendo.

El pastor  busca en su alforja una taza, ordeña a una robusta oveja y la entrega a José, que la lleva luego a María.

María mira a los dos hombres y dice con dulzura:

–           Dios os bendiga… A ti por tu amor y a ti por tu bondad. Rogaré por ti.

El pastor pregunta:

–           ¿Venís de lejos?

José responde:

–           De Nazareth.

–           ¿Y vais?

–           A Belén.

–           El camino es largo para una mujer en este estado. ¿Es tu esposa?

–           Sí.

–           ¿Tenéis a dónde llegar?

–           No.

–           ¡Vaya! ¡Entonces todo va mal! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes, para empadronarse.  No sé si encontraréis alojo. ¿Conocéis el lugar?

–           No muy bien.

–           Bueno… Te voy a enseñar… –Y el pastor da a José todas las instrucciones necesarias para el caso… Y finaliza diciendo- Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén, los utilizan como albergue. Están húmedos, fríos y sin puerta. Pero siempre son un refugio… Porque tu mujer no puede quedarse así, en mitad del camino… Y tal vez ahí encontréis un lugar y heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe.

María le dice:

–           Y a ti te dé su alegría.

José por su parte:

–           Gracias por todo. La paz sea contigo.

Y continúan su camino.

Cuando llegan a Belén, José le dice con  cariño:

–           Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar; porque me parece que ya estás muy cansada…

–           No. Estoy pensando…  –María aprieta la mano de José y dice con una gran sonrisa- Creo que el momento ha llegado…

José exclama aterrado:

–           ¡Dios nos socorra, María! ¿Qué vamos a hacer?…

–           No temas José. Ten constancia. ¿Ves qué tranquila estoy yo?

–           Pero sufres mucho…

–           ¡No! ¡Oh, no! Me encuentro llena de alegría.  Una alegria tan incontenible que mi corazón palpita muy fuerte diciéndome: ¡Va a nacer! ¡Va a nacer! Es mi hijo que toca  a mi corazón diciéndome: “Mamá. Ya llegué. ¡Vengo a darte un beso de parte de Dios! ¡Oh!… ¡Qué alegría, José mío!

Pero José no participa de la misma alegría. Le preocupa encontrar un refugio con urgencia y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojamiento… Y nada.

Todo está ocupado. Llegan al albergue y está lleno hasta en los portales que rodean el patio interior.  Entonces deja a María sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de alojamiento en otras casas.

Regresa desconsolado, porque nadie los puede recibir. El crepúsculo invernal se echa encima y extiende sus velos sobre toda la campiña.

José suplica al dueño del albergue y a cuantos puede,  porque se trata de una mujer próxima a dar a luz; pero nadie se conmueve.

Un rico fariseo los mira con evidente desprecio y cuando María se acerca; se aparta de ella como si fuera una leprosa.

José lo mira con indignación.

Pero María pone su mano sobre la muñeca de Jose, para calmarlo y le dice:

–           No insistas. Vámonos. Dios proveerá.

Salen y llegan hasta las afueras de la ciudad, sin encontrar alojamiento. Llegan a los apriscos y los mejores ya están ocupados.

José se siente completamente descorazonado.

Y un viejo le grita:

–           Oye galileo. Allá en el fondo, detrás de aquellas ruinas hay una cueva. Tal vez ahí no haya nadie.

Se apresuran a ir a esa cueva… Y que si es una madriguera…  Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como ha anochecido, para ver mejor José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda.

José sonríe y dice:

–           Ven María. Está vacía. Solamente hay un buey. Es mejor que nada…

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo está  revuelto con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos y paja.

En el fondo un buey los mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón indica que allí suele hacerse fuego.

María se acerca al buey porque tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge y parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del estante que hay arriba del pesebre, para hacerle un lecho a María. Hace lugar también al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer.

José voltea un cubo con abolladuras y va hasta el arroyo que corre cerca de las ruinas de la torre. Regresa con agua para el borriquillo.  Luego toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo…  Enseguida desparrama el heno y hace una especie de lecho cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira… Prende fuego y con una infinita paciencia, seca poco a poco el heno junto al fuego.

Una cansada María sentada en el banco, lo mira y sonríe.

Cuando todo está listo, María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle heno, con la espalda apoyada contra un tronco.

José adorna todo aquel… ajuar y pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta. Una defensa muy pobre…  Luego le invita a la Virgen pan y queso y le da a beber agua de una cantimplora.

Cuando termina la frugal cena, le dice:

–           Duerme ahora. Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara.

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella y con la capa que tenía antes en los pies.

María objeta:

–                     Pero tú vas a tener frío…

José le contesta con una sonrisa:

–                     No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor.

María no insiste y cierra los ojos.

José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con los pedazos de leña cerca. De vez en cuando se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure.

Pasa el tiempo y no hay más que el brillo del fuego que va disminuyendo poco a poco. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y las manos de José. Todo lo demás se confunde en la gruesa penumbra.

En el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales, la pequeña hoguera está a punto de apagarse, porque quien la vigila está a punto de quedarse dormido.

María levanta su cabeza y ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios!…

Haciendo menos ruido del que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta y luego se arrodilla para orar.  Una sonrisa de bienaventurada ilumina su rostro. Ora con los brazos abiertos  y con las palmas hacia arriba y hacia adelante. Y parece como si no se canse con esta posición. Después de un rato,  se postra contra el heno orando más intensamente. Es una larga y ardiente plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama se levanta vigorosa. Le agrega unas ramas gruesas y un par de troncos; porque el frío es muy agudo… Un frío nocturno invernal que penetra hiriente, por todas las rendijas de estas ruinas.

El pobre José, como está junto a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta; está literalmente casi congelado. Frota sus manos una contra otra y las acerca al fuego. Se quita las sandalias y también acerca los pies al fuego.

Cuando ve que éste ya volvió a agarrar fuerza en la pequeña hoguera y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta… Pero no ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Entonces se pone de pie y despacio se acerca a donde está Ella.

Le pregunta suavemente:

–           ¿No te has dormido? – Y tiene que repetirlo por tres veces.

Hasta que Ella se estremece y responde:

–           Estoy orando.

–           ¿Estás bien? ¿Te hace falta algo?

–           Nada, José.

–           Trata de dormir un poco. Al menos intenta descansar.

–           Lo haré. Pero el orar no me cansa.

–           Buenas noches, María.

–           Buenas noches, José.

María vuelve a su antigua posición.

José, para no dejarse vencer otra vez del sueño; se arrodilla cerca del fuego y se pone a orar. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria.

En la cueva, fuera del rumor de la leña que chisporrotea y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye.

El tiempo pasa lentamente y un rayo de luna se cuela entre una grieta del techo y es un hilo plateado que desciende lentamente iluminando todo lo que toca. Se alarga, conforme la luna se levanta en lo alto del cielo… Y finalmente alcanza a María. Sobre su cabeza orante, la nimba del plateado resplandor.

María levanta su cabeza como si desde lo alto alguien la llamase y nuevamente se pone de rodillas. Una sonrisa sobrehumana transforma su rostro con la bienaventuranza del éxtasis.

A  su alrededor la luz aumenta cada vez más y la envuelve totalmente. Parece como si bajara del cielo… Como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor y sobre todo, parece como si de Ella misma procediese…

Su vestido azul oscuro,  se tiñe de un suave color de miosotis. Sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego y con sus resplandores iluminaran todas cosas que rodean a María.

La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María… Absorbe la de la luna y parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto.

Ya es la Depositaria de la Luz… La que será la Luz del mundo… La eterna y divina Luz que se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan como una  marea…  Que suben como una nube incienso y que se esparcen cual un velo…

La bóveda llena de agujeros, telarañas y escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen. La bóveda negra, llena de humo y apestosa… Parece de pronto la bóveda de una sala real.

Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí…

Y unos murciélagos que descansan colgados, parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, ya no es hierba… Es hilo de plata pura, que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre  en su madera negra, es un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve.

Y el suelo… parece un cristal encendido con luz blanca. Los salientes semejan  rosas de luz tiradas como homenaje a Él. Y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes…

La luz crece hasta hacerse irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen…

Y de ella emerge la Madre.

Cuando la incandescencia disminuye, María está con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas y sus pies pequeñitos… Y que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer.

Tiene su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello. Una redonda  cabecita que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito y lo adora ya sonriendo, ya llorando…  Se inclina a besarlo sobre su pecho pequeñito, donde palpita su corazoncito…

Un pequeño corazón que palpita por nosotros… Allí donde un día recibirá la lanzada…  Se la cura de antemano su Mamita con un beso pleno de adoración…

El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que los ha despertado y saludan a su Creador… El Creador de todo cuanto existe y tiene vida… El Creador de los animales…

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra la luz. Se quita las manos del rostro, levanta la cabeza y voltea hacia el pesebre.  El buey que está parado no lo deja ver…

En cuanto María pudo estrechar contra su corazón al recién nacido, lo adoró profundamente y con inmensa devoción levantándolo entre sus brazos lo ofreció al Padre Eterno. Luego llamó a  José.

Entonces María grita:

–           ¡José, ven!

José corre. Y cuando ve…  Se detiene, presa de reverencia.

La alegría, la emoción y la admiración que sintió él al contemplar por primera vez al Unigénito fueron indecibles.

Y está para caer de rodillas donde se encuentra,  cuando María insiste:

–           Ven, José

Ella se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a hacia José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

María dice:

–           Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre…

Y mientras José se arrodilla.

Ella de pie entre los dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice:

–           Heme aquí. En su Nombre Bendito, ¡Oh Dios! te digo esto: Heme aquí para hacer tu voluntad…  Y con Él, yo María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier circunstancia; tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo…  Pater Noster…

Luego María se inclina y dice a su esposo terreno:

–           Tómalo, José. – y le ofrece al Pequeñín.

José la mira despavorido y exclama:

–           ¿Yo?…  ¿Me toca a mí?… ¡Oh, no, no! ¡No soy digno!…

José está terriblemente aniquilado ante la idea de tocar a Dios.

Pero María sonriente insiste:

–           Eres digno de ello. Nadie más que tú. Y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales.

José se ha puesto rojo como la púrpura… Y extiende sus brazos para tomar ese montoncito de carne que chilla de frío…

Habiéndolo adorado con profundísima humildad lo recibió de sus manos y teniéndolo en sus brazos lo veneró y estrechándolo, se ofreció a si mismo recibiendo del Celestial Niño torrentes de gracias.

Cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto y se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas:

–           ¡Oh, Señor, Dios mío!…

Y se inclina a besar los pies tan pequeñitos y perfectos… Y los siente fríos… Entonces se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, trata de cubrirlo. Con sus manos procura calentarlo y defenderlo del viento helado de la noche.

Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor… Es mejor quedarse aquí. Pero no… Mira a su alrededor y piensa… Es mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor.

Y se va entre el buey y el asno y se queda con la espalda contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas y un grande hocico blanco, cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abre  el cofre y saca lienzos y fajas. Va hacia la hoguera para calentarlos. Regresa a donde está José y envuelve al Niño en los lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. Y mirando a su alrededor, pregunta:

–           ¿Dónde lo pondremos ahora?

José mira también a su alrededor. Piensa…

Y dice:

–           Espera. Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto.

Y se pone presto a hacer lo dicho.

Mientras tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón y poniendo sus mejillas sobre la rubia cabecita para darle calor.

José vuelve a atizar la hoguera hasta levantar  una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo más caliente, lo mete dentro de su pecho, para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita.

Cuando lo acomoda dice:

–           Ya está. Ahora se necesita una manta, porque el heno espina… Y para cubrirlo completamente…

María dice:

–           Toma mi manto.

–           Tendrás frío.

–           ¡Oh, eso no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada…  Con tal de que no sufra Él.

José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado…

María lo coloca con mucho cuidado y lo cubre con la extremidad del manto. Le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la protege muy flojamente con su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito y pequeño, como el puño de un hombre.

Y los dos bienaventurados inclinados sobre el pesebre, lo ven dormir su primer sueño; porque el calor de los pañales y del heno, han calmado su llanto.

Y los dos se absorben en adoración sobre su Dios Encarnado, un indefenso bebé que duerme plácidamente…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

52.- CALVARIO DE JOSÉ

En un bello atardecer de verano, María pasea despacio bajo el emparrado que cubre la terraza, llevando del brazo a su prima Isabel. El aire está saturado con el aroma de las rosas y las abejas revolotean sobre las flores del jardín y del huerto. Las dos conversan, mientras arrojan alimento a los palomos.

María pregunta:

–           ¿Pero por qué estás así tan triste? Dios te ha dado la alegría de ser madre y no te la quitará ahora que rebosas de ella. El pequeño Juan recibirá los besos de su madre y Zacarías tendrá todos los cuidados de su fiel esposa, hasta una edad muy avanzada.

Isabel contesta:

–           Eres buena y me consuelas. Estaba ya demasiado vieja para dar a luz a un hijo… Y ahora qué voy a tenerlo, siento miedo.

–           ¡Oh, no! ¡Aquí está Jesús! No hay que tener miedo en donde está Jesús. Mi Niño te quitó todo sufrimiento. Tú lo dijiste, cuando era tan pequeñito como un botón. Ahora que tiene tres meses en mi vientre, siento palpitar su corazoncito alegrando el mío. Él te librará de todo peligro. Ten fe.

–           La tengo…  pero si muriera, no vayas a dejar al punto a Zacarías. Sé que piensas en tu casa; pero quédate todavía un poco más, para ayudar a mi marido con su dolor…

–           Me quedaré para congratularme con tu alegría y con la de él. Me iré cuando te sientas con fuerzas y contenta. No te intranquilices Isabel. Todo saldrá bien.

Entran lentamente a la casa e Isabel se retira a sus habitaciones, acompañada por el séquito de mujeres que están listas para ayudar en el parto a Isabel.

María va al comedor, donde Zacarías pasea muy preocupado. Después de orar juntos, María se retira a su habitación, para seguir orando.

El tiempo pasa y al despuntar el alba del día siguiente, mientras Zacarías pasea nervioso, recorriendo de lado a lado el jardín; los gritos de la parturienta se han hecho más agudos. María está postrada junto a su telar, suplicando al Eterno…

Zacarías entra y la ve de esta manera y empieza a llorar. Es un llanto que lo estremece con sollozos inarticulados, por el castigo sufrido por su incredulidad y que le impide hablar.

María se levanta y lo toma de la mano. Es la jovencita que con palabras maternales, consuela a aquel anciano desolado…

El sol está despuntando en el horizonte y en ese momento, entra una mujer con el feliz anuncio:

–           ¡Ya nació! ¡Eres el padre dichoso de un varoncito!

Los dos alaban al Señor y le traen al bebé para que lo bendiga el padre.

Cuarenta y dos días después…

Zacarías, con sus regias vestiduras sacerdotales, se ve muy majestuoso e imponente. Su cara resplandece con la alegría de ser padre y con el honor de presentar a su varón primogénito al Señor. Parece un patriarca.  En el Templo, los guardias lo reciben con honores, igual hacen los sacerdotes.

La ceremonia de presentación del nuevo israelita y la de purificación de la madre es mucho más pomposa que cualquiera, por dos motivos: hacen fiesta por el hijo de un sacerdote y por el milagro de su nacimiento.

Toda la clase sacerdotal está presente y rodean a las personas que asisten.

Cómo María lleva entre sus brazos al pequeño Juan, mientras se dirigen al lugar de la purificación; algunos curiosos hacen sus comentarios…

Una mujer dice:

–           No puede ser.  ¿No véis que está encinta? Lleva al recién nacido y Ella ya está gruesa.

Un hombre le contesta:

–           Y con todo, no puede ser sino la madre. La otra está muy anciana. Tal vez sea una parienta, pero ¡Es imposible que sea la madre!

Alguien más dice:

–           Sigámoslos y veamos quién tiene razón.

Y su asombro es muy grande cuando ven que la que cumple con el rito de la Purificación es Isabel. Ofrece su corderito balante como holocausto y sus palomos por el pecado.

Luego Isabel, radiante y orgullosa; recibe de los brazos de María a Juan y lo llevan hacia el Lugar Santo, donde lo presentarán al Señor.

Un anciano comenta:

–           ¿No lo sabéis? Es el hijo del sacerdote Zacarías de la estirpe de Aarón. El que se quedó mudo cuando ofrecía el incienso en el Santuario.

¿Será su hijo el Mesías que espera Israel?

–           No nació en Belén. Y tampoco de una Virgen. No puede ser el Mesías.

Y los comentarios siguen…

Mientras tanto, termina la ceremonia y hay una fiesta de felicitaciones sobre los padres. Cuando salen del Templo para emprender el regreso, encuentran a José; al que María le había avisado, para regresar a Nazareth.

Al verlo, el rostro de María se alegra y José la saluda con respeto:

–           La bendición de Dios esté sobre ti, María.

María contesta sonriente:

–           Y sobre ti, José. ¡Alabado sea el Señor que viniste!…  Mira, Zacarías e Isabel están a punto de partir, para llegar a su casa antes de que anochezca.

–           Tu mensaje llegó a Nazareth, cuando estaba realizando algunos trabajos en Caná. En cuanto me enteré me vine. Perdóname por no llegar a tiempo para la ceremonia.

–           No. Tú perdóname por haber estado tanto tiempo lejos de Nazareth. Ahora Isabel ya está más fuerte y no me necesita más.

–           Hiciste bien, mujer.

José saluda y conversa con los primos y los felicita por todo. Admira al vigoroso niño que cuando lo apartan de la teta para mostrárselo a José, chilla y patalea a todo pulmón. Todos ríen de sus protestas y la charla se generaliza.

María mira a José con una mezcla de aflicción y de sondeo.

También él la mira. Y después de algunos minutos se inclina sobre ella y le pregunta:

–           ¿Estás cansada? ¿O te duele algo? Estás pálida  y triste…

–           Lamento separarme de Juanito. Lo quiero mucho. En cuanto nació lo estreché contra mi corazón…

José no pregunta más.

La hora de despedirse ha llegado. Entran en el mesón donde dejaron encargado el carruaje y el asnillo con el equipaje de María. Las dos primas se abrazan con cariño y María besa una vez más a Juanito antes despedirse de Zacarías. Luego le pide su bendición. Al arrodillarse ante el sacerdote, el manto se le resbala de la espalda y bajo el ardiente sol del estío, queda de manifiesto su cuerpo redondeado por la gravidez.

Luego, cuando van a subir sobre sus borriquillos, José le ayuda a María para que suba a la silla y la observa…

Pero no dice ni una palabra. 

¿Quién podrá describir con exactitud el dolor de José, sus pensamientos, la agitación de su alma?…

Como pequeña barca en medio de la borrasca, se encuentra en el centro de una vorágine de ideas contrarias: en un afluir de reflexiones, la una más punzante y dolorosa que las anteriores.

Es un hombre aparentemente traicionado por su mujer. Ve que se derrumba su buen nombre y la estima que el mundo tiene por él. Creyó ver que se le señala con el dedo y se le compadece en Nazareth…

Y también sintió que su cariño y la estima que tiene por María, se desbaratan ante la cruda evidencia del hecho que tiene ante sí…

Pero es un hombre justo y valiente. Guarda un heroico silencio y…

Emprenden el regreso a Nazareth y toman el camino principal que va a Galilea.

Dice María:

–           También mi José tuvo su pasión. Empezó  en Jerusalén cuando vio mi estado. Y duró varios días, lo mismo para él, que para mí. Espiritualmente no fue menos dolorosa y tan solo porque mi esposo era un Justo, se mantuvo de una forma tan digna y silenciosa, que los siglos apenas si lo han notado.

¡Oh, nuestra primera pasión! ¡Quién puede describir su íntima y silenciosa intensidad! ¡Quién mi dolor al comprobar que el Cielo no me había escuchado todavía, revelando a José el Misterio! Comprendí que lo ignoraba al verlo tan respetuoso conmigo, como de costumbre.  Si hubiera sabido que llevaba en mi seno al Verbo de Dios, hubiera adorado al Verbo encerrado en mí, con actos sólo dignos para Dios.

¿Quién puede describir mi abatimiento que trataba de vencerme y de persuadirme que había esperado en vano en el Señor? Pienso que fue la rabia de Satanás. Sentí que la Duda se levantaba tras de mi espalda y alargaba sus zarpas heladas para apresarme y hacer que no orase.

La duda, que es tan peligrosa y tan letal al corazón. Letal porque es el primer microbio de la enfermedad mortal que lleva por nombre: ‘desesperación’. Contra la que se debe reaccionar con todas las fuerzas, para que el alma no se pierda, ni se pierda a Dios.

El dolor de José.

En este punto su santidad brilla más alta que la mía. Lo digo con afecto de esposa, porque quiero que améis a mi José. A este sabio y prudente hombre; a este hombre paciente y bueno, que está unido al Misterio de la Redención por un desgarrador  e indescriptible sufrimiento. Él os salvó al Salvador a costa de su sacrificio y de su santidad.

Si hubiese sido menos santo, hubiera obrado humanamente denunciándome como adúltera para que fuese lapidada y el hijo de mi pecado muriese conmigo. Si hubiera sido menos santo, Dios no le hubiera concedido sus luces como guías en semejante prueba.

Pero José era un santo. Su espíritu limpio vivía en Dios. Su caridad era grande y fuerte. Y por su caridad os salvó al Salvador cuando no me acusó ante los ancianos y más tarde, cuando con su obediencia nos llevó hasta Egipto.

Breves en número, pero tremendos por su intensidad; fueron los tres días de la pasión de José y mía. De mi primera pasión, porque comprendía su sufrimiento y no podía consolarlo, porque tenía que obedecer la orden de Dios que me había dicho: “¡No digas nada!”

Cuando llegamos a Nazareth y vi que se iba después de una lacónica despedida, inclinado como si hubiese envejecido de repente. Y que no vino por las tardes como solía hacerlo; os aseguro hijos, que mi corazón lloró lágrimas de sangre.

Encerrada en mi casa sola, en donde todo me recordaba la Anunciación y la Encarnación. Y donde todo me recordaba a José, unido a mí con una castidad intachable. Tuve que hacer frente al desconsuelo, a las insinuaciones de Satanás y esperar, orar  y perdonar las sospechas de José y la agitación de su justo desdén. Porque es menester esperar, orar y perdonar, para obtener que Dios intervenga a nuestro favor.

Tres días después…

En una radiante mañana, María está tejiendo bajo la sombra de un manzano cargadísimo de fruta. El rocío de la madrugada, todavía cubre las hojas de las flores en el jardín. Bajo los párpados se ven las ojeras y sus ojos están hinchados de tanto llorar. Sus lágrimas caen sobre su trabajo y en su aflicción suspira, con una gran pena en su corazón. En el silencio circundante, tan solo se escucha el murmullo del agua que cae en un estanque en el fondo del huerto.

María se estremece al escuchar un golpe en la puerta de la entrada de la casa. Deja la rueca y el huso y se levanta para ir a abrir. Aun cuando su vestido blanco es amplio y lo lleva suelto, no logra esconder lo redondo de su vientre.

Cuando abre la puerta, se encuentra frente a José. Su cara marfileña palidece aun más y lo mira con ojos interrogadoramente tristes.

José la mira con ojos suplicantes… Ninguno de los dos dice nada.  Por un largo momento, solo se miran.

Luego, es María la que interroga:

–           ¿A esta hora José? ¿Tienes necesidad de algo? ¿Quieres decirme algo? Ven.

José entra y cierra la puerta. Pero no dice nada.

María pregunta:

–           Habla José. ¿En qué te puedo servir?

Una voz ronca y ahogada por el llanto contenido, implora:

–           En que me perdones.

José se inclina para arrodillarse… Pero María, que es siempre reservada en tocarlo, lo toca en el hombro y se lo impide.

María se ruboriza y palidece alternadamente mientras dice:

–           ¿Mi perdón? No tengo nada qué perdonarte, José. Sólo tengo que darte las gracias por todo lo que hiciste aquí cuando estuve ausente  y por el amor que me das.

José la mira. Dos gruesas lágrimas asoman en sus ojos oscuros de mirada noble y profunda y ruedan por sus mejillas hasta su barba.

Y dice con la voz entrecortada:

–           Perdón, María. Desconfié de ti. Ahora lo sé. No soy digno de tener un tesoro tan grande. Falté a la caridad. Te acusé en mi corazón. Te acusé injustamente, porque no te pregunté la verdad. Falté a la Ley de Dios, porque no te amé como me habría amado a mí mismo…

–           ¡Oh, no! ¡En nada has faltado!

–           Sí, María. Si hubiera sido acusado de un crimen semejante, me habría defendido. Tú… No quería que te defendieses, porque estaba para tomar mis propias decisiones, sin preguntarte cosa alguna. Falté al haber sospechado de ti. Aun la sola sospecha es ofensa, María. Por el dolor que he sufrido… Tres días de suplicio… Perdóname María.

–           No tengo nada qué perdonarte. Más bien soy yo quién te pido que me perdones por el dolor que te causé….

–           ¡Oh! ¡Sí que fue un dolor! Mira, hoy mismo me dijeron que en las sienes he encanecido. Y me he demacrado como un viejo. Estos días han sido para mí, más que diez años de vida. ¿Por qué María has sido tan humilde en callar, en no decir a tu esposo tu gloria y permitir que sospechase de ti?

José no está arrodillado, pero está tan inclinado que es como si lo estuviese y María le pone su pequeña mano sobre la cabeza y sonríe. Parece como si lo absolviera. Y dice:

–           Si no lo hubiera sido de una manera perfecta, no habría merecido concebir al Esperado que viene a cancelar la Culpa de la Soberbia que destruyó al hombre. Obedecí… Porque Dios me pidió esta obediencia… Mucho me costó… Por ti, por el dolor que sufrirías… Pero no tenía más alternativa que obedecer… Soy la esclava de Dios… Y los esclavos no discuten las órdenes que reciben. Las ejecutan, José; aun cuando hagan llorar sangre. – María llora silenciosamente mientras dice esto.

José, inclinado como está; no lo advierte hasta que una lágrima cae al suelo…  Y levanta su cabeza… Toma las manos de María entre sus manos morenas y fuertes y besa la punta de sus dedos que sobresalen entre las suyas.

Mientras dice con firmeza:

–           Ahora hay que tomar todas las providencias, porque…

José no agrega más, pero mira el cuerpo de María que se ruboriza toda. Ella se sienta de golpe para controlar su turbación, en un movimiento instintivo por ocultarse a la mirada masculina.

Y José agrega apresurado:

–           Hay que hacerlo cuanto antes… Vendré a vivir contigo. Cumpliremos con la ceremonia del matrimonio, la semana entrante… ¿Está bien?

–           Todo lo que haces está bien, José. Eres el jefe de la casa y yo tu sierva.

–           No. Yo soy tu siervo.  Soy el siervo bienaventurado de mi Señor que crece en tu seno. Bendita tú eres entre todas las mujeres de Israel. Esta noche avisaré a mis familiares. Y luego… Cuando esté aquí, trabajaremos para recibirlo… ¡Oh! ¡Cómo podré recibir en mi casa a Dios? ¿En mis brazos a Dios? Me moriré de alegría… ¡Jamás me atreveré a tocarlo!

–           Lo podrás… Como lo haré yo también por la Gracia de Dios.

–           Pero tú eres Tú. Yo soy un pobre hombre. ¡El último de los hijos de Dios!…

–           Jesús viene por nosotros los pobres, para hacernos ricos en Dios. Viene a nosotros dos, porque somos los más pobres y reconocemos serlo. Alégrate José. La estirpe de David tiene al rey esperado y nuestra casa se hace más fastuosa que el palacio de Salomón.

Porque aquí estará el Cielo y nosotros compartiremos con Dios el secreto de la Paz que más tarde los hombres conocerán. Crecerá entre nosotros y nuestros brazos servirán de cuna al Redentor que crecerá. Y nuestras fatigas lo alimentarán y lo cuidarán… ¡Oh, José! ¡Oiremos la Voz de Dios, llamarnos padre y madre! ¡Oh!…

Y María llora con un llanto pleno de alegría.

José, que se ha arrodillado a sus pies, llora con la cabeza escondida entre los pliegues del amplio vestido blanco de María.

Los días pasan y después de la ceremonia del matrimonio, que levanta una ola de comentarios nada caritativos; entre todos los que vieron a una novia con las redondeces de una avanzada gestación y que los censuraron por no haberlo celebrado cuando estas humillaciones se hubiesen evitado; José se fue a vivir a la casita de María.

Tres meses después, en pleno invierno, María está trabajando, haciendo el recamado de una fina tela blanca. Deja su labor porque ya anochece y la luz que entra del huerto es cada vez más opaca. Se levanta y su vientre, totalmente abultado, no le impide andar con ligereza majestuosa. Con el donaire y dignidad de una verdadera reina.

Su sonrisa está llena de dulzura y majestad. Su bellísimo rostro ha cambiado. Ahora ya es una mujer que ha adquirido la perfección de esa belleza que ilumina a las mujeres que esplenden, con la gloria de la maternidad.

José regresa del poblado y María le envía una sonrisa llena de amor. José le corresponde, pero no puede ocultar un gesto preocupado. María lo mira con ojos interrogantes y se levanta para tomar el manto que José se está quitando. Lo dobla y lo pone sobre el arquibanco, mientras José se sienta junto a la mesa. Apoya su codo en ella, muy pensativo. Y mientras, con la otra mano; con movimientos nerviosos se acomoda y se desacomoda la barba.

María le pregunta:

–           Tienes algo que te atormenta…  ¿Puedo consolarte?

José contesta:

–           Tú siempre me consuelas, María. Pero esta vez, tengo una gran preocupación… Por tí.

–           ¿Por mí José? ¿De qué se trata?

–           Pusieron un Edicto en la puerta de la sinagoga. Se ordena que todos los palestinenses se empadronen. Y hay que ir a empadronarse al lugar de origen. Nosotros debemos ir a Belén…

–           ¡Oh! –Interrumpe María poniéndose una mano en vientre…  Jesús ha saltado de gozo.

José dice:

–           Te molesta,  ¿Verdad? Es duro lo sé.

–           No, José. No es esto. Creo… Pienso en las Sagradas Escrituras. En Raquel, madre de Benjamín y mujer de Jacob de la que nacerá una Estrella…

José completa:

–           El Salvador…  Raquel fue sepultada en Belén, del que está escrito: “Y tú, Belén de Efratá, eres el más pequeño entre los poblados de Judá; pero de ti saldrá el Dominador…” –José se sobresalta y pregunta- ¿Crees… crees que ya llegó el tiempo? ¡0h! ¿Cómo haremos?

José está asustado y mira a María con ojos llenos de compasión….

Ella lo ve y sonríe. Y trata de despejar su preocupación:

–           José, el tiempo está ya muy próximo.  Pero el Señor puede abreviarlo, para quitarte esta preocupación. No tengas miedo…

–           ¡Pero el viaje!… Y si das a luz allá, ¿Qué vamos a hacer? No tenemos casa… No conocemos a nadie…

–           No tengas miedo… Todo saldrá bien. Confiemos en Dios. Él nos guía… También el Edicto es su voluntad. ¿Qué cosa es el César?…  ¡Un instrumento de su voluntad!…  Desde que el Padre determinó perdonar al hombre, arregló todos los sucesos para que su Mesías naciese en Belén… Mira que un poderoso que nos domina desde una nación muy lejos de aquí, ahora quiere conocer el número de sus súbditos y nos ordena que vayamos a Belén, para cumplir las Profecías… No tengas miedo… Dios sabe cómo nos protegerá… Él está con nosotros.

José la mira sorprendido y recupera su sonrisa.

Luego dice con alegría:

–           ¡Bendita tú, sol de mi espíritu! Ya no perdamos tiempo; pues hay que partir lo antes posible…  Y tenemos que regresar pronto, porque aquí todo está preparado para Él… Para Él…

–           Para nuestro hijo, José. Tal lo debe ser a los ojos del mundo, recuérdalo. El Padre ha rodeado con el Misterio su venida y nosotros no tenemos el derecho de levantar el velo. Él, Jesús; lo hará por Sí Mismo, cuando llegue la Hora…

–           Tienes razón como siempre, bendita mía. Voy a prepararlo todo para nuestro viaje.

–           Está bien esposo mío. Partiremos cuando  lo dispongas…

Y José se adelanta a preparar los borriquillos…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

51.- EL MAGNIFICAT

Ha pasado casi un año, desde que María está en su hogar paterno.  La casa santa de sus padres que guarda recuerdos tan queridos… En la siguiente primavera, Ella está en su habitación. Junto a una de las paredes está la cama. Junto a la otra pared, hay un anaquel con una lámpara de aceite, rollos de pergamino, una exquisita labor de costura que es un recamado muy elaborado, cuidadosamente doblada. Junto a la puerta, que está abierta y que da al huerto, tiene una cortina que el viento mueve ligeramente.

María está sentada sobre un banco, tejiendo un lino muy blanco y delicado como la seda. Sus manos trabajan rápidamente con el huso. Su hermoso rostro juvenil, está levemente inclinado y muestra una sonrisa muy dulce.

Un silencio profundo reina en la casita y en el huerto. Se siente mucha paz y hay mucho orden. Todo está muy bien arreglado. El ambiente humilde por su apariencia y por sus muebles, tiene algo de austero y majestuoso, por su gran limpieza y el cuidado con el que están dispuestas todas las cosas.

En el pequeño jarrón que está junto a la lámpara, hay unos ramos de flores, de durazno y de peral, con sus colores blancos, ligeramente teñidos de rosado.

María empieza a cantar en voz baja y luego levanta más la voz. Es una alabanza que vibra dentro de su habitación de doncella y en la que repercute la palabra: ‘Yehové’ con una entonación que rememora los cantos del Templo. Deja el huso y el hilo y junta sus manos sobre el pecho, sigue cantando con adoración y su rostro se enciende como si estuviera animado con un hermoso fuego.

En sus ojos brillan las lágrimas y una sonrisa celestial se dibuja en sus labios perfectos.  El canto se torna en plegaria:

“Señor Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para que traiga la paz a la tierra. Acelera el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para que venga tu Mesías. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida a este fin. Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los Profetas!

Envía el Redentor a la tierra y que pueda servirlo a tu sierva. Que cuando cese mi día se me abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!…”.

Y la ardiente petición prosigue. María está cómo absorta en su alabanza…

De pronto la cortina se mueve, como impulsada por el viento y una luz blanca, como de perlas fundidas, ilumina toda la habitación… Se materializa lentamente una figura radiante y bellísima. Parece un cuerpo humano que tiene unas formidables alas, pero que emana pura luz.

En su rostro bellísimo se dibuja una sonrisa y el ángel se prosterna ante una María que se pone de pie asustada y se pega hacia la pared.

Una voz dulce, con arpegio celestial le dice:

–           Dios te guarde, ¡María llena de Gracia!

María se estremece y baja la mirada. Su turbación aumenta al ver al portentoso personaje postrado ante ella, como a un metro de distancia, con las manos cruzadas en el pecho y mirándola con una veneración infinita.

María se ruboriza violentamente y luego palidece. Su rostro expresa sorpresa y un asombro absoluto y aprieta sus manos sobre su pecho.

El Angel dice:

–           No, no temas. María. El Señor está contigo. Eres bendita entre todas las mujeres.

Pero María tiembla involuntariamente, ante el portentoso ser que continúa arrodillado ante Ella.

El Ángel insiste:

–           ¡No tengas miedo María! Yo soy Gabriel el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado a ti. No tengas miedo, porque el Señor te ama y porque has hallado gracia ante Dios. Concebirás ahora y darás a luz a un Hijo, a quién pondrás por nombre “Jesús”. Será grande. Será llamado Hijo del Altísimo y realmente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará para siempre en la Casa de Jacob. Y su reino no tendrá fin jamás. Comprende, ¡Oh, santa Virgen! A quien ama el Señor; Hija de Él bendecida, llamada a ser Madre de su Hijo. Comprende qué Hijo vas a engendrar.

María contesta con voz trémula:

–           ¿Cómo puede suceder esto si yo no conozco ningún hombre? ¿Acaso el Señor Dios ya no acepta más la oferta de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?

–           ¡María! Serás madre no por obra de varón. Eres la Virgen Eterna, la santa de Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo, te cubrirá con su sombra.  Por esto el que nacerá de ti, será llamado Santo e Hijo de Dios. Todo lo puede nuestro Señor Dios. Isabel la estéril, en su vejez ha concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que le preparará el camino.

El Señor le ha quitado el oprobio y su memoria permanecerá en el pueblo unido a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo santo hasta el final de los siglos. Los pueblos os llamarán bienaventuradas, por la Gracia del Señor que llegó a vosotras y a ti especialmente; que por medio de ti, se derramará sobre ellos. Isabel se encuentra en su sexto mes de haber concebido y su pesantez la llena de alegría. Y más se regocijará cuando conozca la tuya. Para Dios nada es imposible María, tú la llena de Gracia. ¿Qué debo contestar a mi Señor? No te llenen de confusión las ideas que en ti se levantan. Él cuidará de tus intereses, si pones en Él tu confianza.

¡El mundo, el Cielo y Dios Eterno… esperan tu respuesta!

María cruza sus manos sobre su pecho, se inclina profundamente y dice:

–           He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según su palabra.  

El Espíritu de Dios desciende sobre la doncella que inclinada, acaba de dar su respuesta afirmativa.

El Ángel resplandece de alegría… Y se postra con adoración… Luego su luz se va diluyendo, hasta que desaparece y se queda la Virgen sola en un éxtasis sublime…

La cortina ya no se mueve y en la habitación se encierra el Misterio santo.

María revela:

            Desde muy pequeña me había consagrado a Dios y el Espíritu Santo me había mostrado la causa del Mal en el mundo.

Me dijo del dolor del Padre cuando Eva pecó. Cuando se envileció, ella, creatura de gracia, al nivel de una creatura inferior. Decidí ofrecer a Dios mi pureza y mi amor, para consolarle del dolor de aquella herida y tenía intención de conservar mi cuerpo puro, al conservarme yo pura; en mis pensamientos, deseos y contactos humanos.

Sólo para El reservaba yo el palpitar de mi amor; sólo para Él, la razón de mí ser. Pero si no existía en mí el ardor de la concupiscencia, si existía el sacrificio de no ser madre. Quise borrar de mí las huellas de Satanás. No sabía que yo no tuviera ningún pecado, ¡Cómo podía imaginarlo siquiera! Nunca pensé que yo era la Doncella de Israel.

Sabía que ya se había cumplido el tiempo del que hablaron los profetas y mi oración más ferviente era poder servir a la Virgen Escogida y así poder ser la esclava del Mesías.

Por eso las palabras del Ángel, estremecieron mi alma de júbilo, cuando comprendí la Misión a que Dios me llamaba: SER LA MADRE DEL REDENTOR.

“HE AQUÍ LA ESCLAVA DEL SEÑOR.    HÁGASE EN MÍ, SEGÚN TU PALABRA”

Al pronunciar aquellas palabras, felicidad y dolor estrecharon mi corazón, cuando se abrió como un lirio, para proporcionar la sangre que alimentaría en mi seno al Germen del Señor.

Dios me había pedido que fuera virgen.  Obedecí.

Al amar la virginidad que me hacía pura, como la primera mujer antes de conocer a Satanás.

Dios me pidió que fuera esposa. Obedecí.

Poniendo el matrimonio en aquel prístino grado de pureza que existió en el pensamiento de Dios, cuando creó a los primeros seres humanos.  Convencida de ser destinada a vivir sola en el matrimonio y a que los demás despreciasen mi esterilidad santa.

Entonces Dios me pidió que fuese Madre. Obedecí.

Creí que era posible y que esa palabra venía de Dios; porque al oírla, la paz se derramaba dentro de mí. Y me llené de gozo. Gozo de ser Madre. Gozo porque creí poder hacer feliz a Dios, al arrancar la espina que Eva clavó en su Corazón, al llenarlo de dolor y de amargura con su Desobediencia. ¡Por su soberbia, su lujuria y su incredulidad!

YO ANULE EL NO DE EVA, CUANDO DIJE “SI”

Sí. Sí. Sí.  SIEMPRE SÍ A LOS QUERERES DE DIOS.

Volví a subir las etapas por las que Eva bajó.

Eva buscó el Placer, el Triunfo, la Libertad.

Yo acepté el Dolor, el Aniquilamiento, la Esclavitud.

Me convertí en la Esclava de Dios, en el cuerpo, en el alma, en el espíritu. Dije sí para los tres, segura de que Dios cumpliría sus promesas y remediaría las humillaciones de los que murmurarían contra mi estado. Y así desafié la opinión del mundo y el juicio del esposo. Mi fuerza era Dios y le confié sin vacilar mi vida, mi honor, mi futuro: todo, sin reserva alguna.

Sabía que ÉL socorrería mi dolor de esposa que se ve tratada como culpable y de Madre que engendra un Hijo para el Patíbulo.

Y abracé mi destino con una punzada de dolor que fue creciendo de hora en hora, conforme sentía crecer en mi seno a mi Creatura Divina.

¡Oh, felicidad bendita que invadía toda mi alma, al saber que había arrancado del Corazón de Dios, la amargura de la Desobediencia de Eva!

¡Oh, dicha gloriosa de ser el Puente del Perdón y la Paz, entre Dios y el Hombre!

Cuando cesó el éxtasis que me llenaba de inefable alegría y regresé a la tierra, mi corazón estaba envuelto por las rosas del Amor Divino. Y el primer pensamiento que me punzó el corazón  y se me clavó como la espina de una rosa, fue el pensar en José.

Yo lo amaba, era mi santo y providente custodio desde que lo quiso Dios, por medio de la palabra de su sacerdote. Desde que me convertí en su prometida, pude conocer y apreciar la santidad de este Justo. Junto a él había sentido como desaparecía mi soledad de huérfana  y dejé de extrañar mi permanencia en el Templo.

Era tan bueno como el padre que había perdido y cerca de José me sentía segura, era como si él también fuese sacerdote. Toda duda había desaparecido y sabía que no tenía que temer nada, por parte de José. Más segura que un niño en los brazos de su mamá, así estaba mi virginidad confiada a José.

Y ahora, ¿Cómo iba a decirle que ya era yo Madre?

Buscaba las palabras para darle la noticia y no las encontraba. No quería enorgullecerme del Don de Dios y no podía de ninguna manera,  justificar mi maternidad sin decir: ‘El Señor me ha amado entre todas las mujeres y a mí su sierva, me ha hecho Madre.’ Tampoco podía engañarlo ocultándole mi estado.

Yo oraba al señor y el Espíritu del que estaba llena me dijo: “Cálmate. Déjame que Yo te justificaré ante tu esposo”

¿Cuándo? ¿Cómo? No se lo pregunté. Me confié a Él de una manera absoluta. Jamás el Eterno me había dejado sin su ayuda. Su mano me había sostenido, protegido, guiado hasta aquí y sabía que lo haría, una vez más…  Sabía que Él me defendería y haría resplandecer la verdad.

Aquella noche mi confianza humana llegó a la perfección… Podía hacerlo porque Dios estaba en mí. Porque Dios era mío en mi Hijo. ¡Oh, qué alegría! No por gloria mía… Ser una sola cosa con Dios; poder amarlo con una total unión y así poder decirle: ‘Tú, Tú que estás en mí, ayúdame a hacer todas las cosas con tu divina perfección.’

Si Él no me hubiera dicho: “Cálmate” Me habría atrevido a poner mi rostro en el suelo y decir a José: ‘El Espíritu ha venido a mí y en mí, está el Germen de Dios’

Y José me habría creído. Porque me quería y porque como todos los que no mienten jamás, no hubiera imaginado que yo mintiese. Pero obedecí el divino mandato y por largos meses a partir de aquel momento, sentí la primera herida que me sangraba el corazón.

El primer dolor de mi suerte de Corredentora.

Esa misma tarde al anochecer, María termina de orar. Su rostro está encendido con una luz que parece como si también la transfigurara. La boca sonríe, pero el llanto brilla en la mirada azul de sus ojos. Luego se levanta y va hasta la cocina. Prepara  un tazón con leche caliente, pan, verduras y una manzana. Es una cena frugal que come muy despacio.

Oye que tocan a la puerta y va a abrir.

Entra José y la saluda. Él se quita el manto y la acompaña hasta la cocina. Le entrega unos huevos y un par de racimos de uvas.  Ella lo invita a cenar y le sirve un tarro de leche, una manzana, aceitunas y queso. Y los dos se sientan frente a la mesa.

José le cuenta cómo pasó el día. Le habla de sus sobrinos y le pregunta a Ella como está. La trata con mucho amor y un gran respeto. También le promete traerle unas flores nuevas para su jardín, que un centurión romano le va a traer por un trabajo que le hizo.

Y José dice muy contento:

–           Cuando llegue la luna nueva, las trasplantaré aquí. Tienen hermosos colores y un perfume muy grato.  Las vi el verano pasado, porque solo en verano florecen. Te perfumarán toda la casa. Luego las podaré cuando la luna sea propicia.

María sonríe con dulzura:

–           Muchas gracias José. Eres muy bueno conmigo.

–           Es lo menos que puedo hacer, por la esposa más buena, bella y santa.

–           José, también yo tengo algo qué decirte. Hoy recibí la noticia de que nuestra parienta Isabel, la mujer de Zacarías, está por tener un hijo…

José la mira asombrado y pregunta:

–           ¿A esa edad?

María responde sonriente:

–           ¡A esa edad! Todo lo puede el Señor. Ahora ha querido proporcionar a nuestros parientes, esa alegría.

–           ¿Cómo lo sabes? ¿Estás segura de la noticia?

–           Vino un mensajero. Es uno que no dice mentiras. Quisiera ir a su casa para servirle y decirle que me congratulo con ella, si tú me lo permites…

–           María, tú eres la Señora  y yo el siervo. Todo lo que hagas está bien hecho. ¿Cuándo quieres partir?

–           Lo más pronto posible. Estaré ausente por algunos meses.

–           Y yo contaré los días esperándote. Ve tranquila. Cuidaré de la casa, del huerto y del jardín… Yo te acompañaré. Y me sentiré más tranquilo si no vas sola por el camino. Después me harás saber cuándo regresas y yo iré por ti.

–           Eres muy bueno José. El Señor te lo pague con bendiciones y aleje de ti el dolor. Es lo que siempre le pido.

–           Avísame cuando estés lista para irnos.

–           Así lo haré.

Y los dos castos esposos se sonríen.

José se levanta, se pone su manto y se despide de María.

María lo ve irse con un suspiro de aflicción, levanta los ojos al Cielo y regresa a su habitación para seguir orando…

La semana siguiente…

Al amanecer, José llega con dos borriquillos y los dos emprenden el camino hacia la campiña, para tomar el camino que lleva hacia Belén.

Al atardecer, entran en el poblado y llegan hasta una de las casas más hermosas. Rodeada por árboles frutales y un extenso huerto-jardín.

José se despide:

–           Tú sabes que urge que regrese. Aquí te dejo María y espero con ansia tu llamado.

María responde:

–           Lo sé. Vete con Dios José. Yo daré tus saludos a los parientes.

Y José monta en el borriquillo del que se ha bajado la Virgen y se va.

María se queda con el otro que está cargado con su baúl y se acerca a la puerta de hierro. Ve un extraño objeto que sirve para llamar y tira de la cuerda; pero lo hace con tanta delicadeza que apenas y se oye.

Entonces una vecina que los ha visto llegar, se acerca y tira de la cuerda con  mucha fuerza, varias veces haciendo sonar el acero con estrépito, mientras dice:

–           Así se hace mujer, si no nunca te van a oír. Ten en cuenta que Isabel ya está vieja y Zacarías también. Y ahora, además de sordo está mudo…  ¿Sabes? Los siervos también son viejos…

Aparece el jardinero llevando en la mano un rastrillo y María entra, mientras le da las gracias a la mujer.

Luego dice al siervo:

–           Soy María, hija de Joaquín y de Anna de Nazareth. Prima de vuestros patrones…

El hombre, mientras hace pasar el asno comenta:

–           ¡Gran felicidad y suma desgracia hay en esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril, ¡El Altísimo sea alabado! Pero Zacarías volvió mudo del Templo de Jerusalén hace ya seis meses. Se hace entender por señas o escribiendo. ¿Has tenido noticia de ello? ¡La patrona tanto que te ha deseado en esta alegría y en este dolor! Siempre habla de ti con Sara y dice: ‘¡Si estuviera aquí conmigo mi pequeña María!  ¡Si hubiera estado todavía en el Templo! ¡Hubiera dicho a Zacarías que la trajese! Pero el Señor quiso que se casase con José de Nazareth. Sólo Ella puede darme consuelo en esta aflicción y ayudarme a pedir a Dios porque Ella es muy buena. En el Templo todos la extrañan.’ ¡Sarah! ¡Sarah!…  Mi mujer está un poco sorda…

En lugar de Sarah se asoma sobre la escalera que está al lado de la casa, la anciana Isabel. Tiene la cara llena de arrugas, el pelo casi blanco… Es un contraste extraño con su notoria vejez, su estado patente de gravidez, a pesar de la ropa amplia que la cubre. Se lleva la palma de la mano a la frente, para ver mejor y reconoce a María.

Levanta los varazos al Cielo y exclama:

–           ¡Oh! –con admiración y gozo.

Y baja lo más rápido que puede a encontrarse con María, la doncella amada.

Y ésta cuyos movimientos siempre son moderados, corre como un cervatillo y llega al pie de la escalera, al mismo tiempo que Isabel.

Las dos se abrazan llorando de gozo. Isabel se separa con un ‘¡Ah!’ lleno de admiración y gozo y tal vez un poco de dolor. Se pone las manos sobre su vientre abultado. Baja la vista, palidece y se sonroja alternativamente.

María y el siervo extienden sus manos para sostenerla, porque vacila cómo si se sintiese mal. Pasa como un minuto y luego Isabel, cómo si se hubiese rejuvenecido; se inclina profundamente;  levanta un rostro radiante, mira a María con una sonrisa de gran veneración y exclama:

–           ¡Bendita tú entre todas las mujeres!… ¡Bendito el Fruto de tu vientre!… ¿Cómo es posible que haya sido digna tu sierva, de que vinieras a mí, tú; la Madre de mi Señor? Sí. Ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi seno jubiloso…

¡Y cuando te abracé, el Espíritu del señor reveló cosas altísimas a mi corazón! Eres Bienaventurada porque creíste que Dios puede hacer lo que la inteligencia humana cree que no es posible. Bienaventurada tú, que por tu fe harás que el Señor cumpla las cosas que te prometió y las que predijo a los Profetas, para estos tiempos. ¡Bendita tú, por la salud que engendras para la estirpe de Jacob! Bienaventurada tú, porque trajiste la santidad a mi hijo que lo siento moverse y saltar como un cabritillo jubiloso, porque se siente liberado del peso de la culpa. Llamado a ser el Precursor, santificado desde antes por  la Redención del Santo que se está desarrollando en ti.

María, con dos lágrimas que resbalan como perlas, de sus bellísimos ojos…  Y que ríen a Isabel que está llena de júbilo, con el rostro y los brazos levantados al cielo, en la misma actitud que tomará tantas veces su Hijo, exclama:

–           Magnificat  ánima mea Dóminum,
et exsultávit spíritus meus
in Deo salvatóre meo,
quia respéxit humilitátem
ancíllae suae.
Ecce enim ex hoc beátam me dicent
omnes generatiónes,
quia fecit mihi magna,
qui potens est,
et sanctum nomen eius,
et misericórdia eius in progénies
et progénies timéntibus eum.
Fecit poténtiam in bráchio suo,
dispérsit supérbos mente cordis sui;
depósuit poténtes de sede
et exaltávit húmiles,
esuriéntes implévit bonis
et dívites dimísit inánes.
Suscépit Ísrael púerum suum,
recordátus misericórdiae,
sicut locútus est ad patres nostros,
Abraham et sémini
eius in sæcula
Glória Patri, et Filio,
et Spirítui Sancto.
Sicut erat in princípio,
et nunc et semper,
et in sæcula sæculórum. Amen.

Al final, en el versículo: “Ha socorrido a Israel, su siervo etc.”, recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.

El siervo, que prudentemente se había alejado cuando comprobó que Isabel no se sentía mal y que siguió hablando con María; regresa del huerto acompañado de un imponente anciano, que tiene la cabeza y la barba totalmente blancas y con grandes gestos y sonidos guturales, saluda desde lejos a María.

Isabel dice:

–           Viene Zacarías. –y toca por la espalda a María que se ha quedado absorta en su plegaria… Agrega- Mi Zacarías está mudo. Dios lo castigó por no haber creído. Luego te lo contaré. Ahora espero que Dios lo perdone porque viniste, tú, la Llena de Gracia.

María se yergue y va al encuentro de Zacarías. Se inclina ante él, profundamente hasta la tierra… besando la orla de su blanca vestidura.

Zacarías hace los gestos de bienvenida y todos juntos entran a la casa. Reciben a María con grandes demostraciones de afecto y le ofrecen leche recién ordeñada y panecillos.

Llevan el cofre de María a la habitación de los huéspedes y María responde a todas las preguntas que Zacarías escribe sobre una tableta encerada.

María es cuestionada sobre José y cómo se encuentra, siendo su prometida.

Es evidente que a Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y de su condición de Madre del Mesías.

Isabel se acerca a su marido y poniéndole con amor  una mano sobre el hombro; le dice:

–           María también es Madre. Alégrate por su felicidad.

No añade más. Mira a María y la Virgen también guarda silencio. No le invita a que diga nada más.

Isabel comprende y se calla.

Cuando al día siguiente están a solas, Isabel dice a María:

–           En el Templo, todos te echan de menos y están tristes. En la Fiesta pasada, cuando fui con Zacarías por última vez a Jerusalén, para dar gracias a Dios por haberme dado un hijo; oí de tus maestras etas palabras: “Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria; desde que la voz de María ya no resuena entre estas paredes.”

María se ruboriza y sonríe…

María revela:

“PORQUE PARA DIOS, NADA ES IMPOSIBLE.”

Esto me dijo el Ángel al referirse al sexto mes de embarazo de mi prima, que había concebido un hijo en su avanzada edad.

Yo solamente comuniqué a José, la necesidad de ir a atender a Isabel en el tiempo que faltaba para el parto y después durante el puerperio.

“Partió apresuradamente…” dice el Evangelio.

Y lo hice porque quería ayudar materialmente a Isabel, mujer valerosa de fe firme y entrega confiada en la Voluntad de Dios; a la que con su don quitó la humillación de la esterilidad; pero a la que al quedar encinta en edad no apropiada, tenía un gran sufrimiento físico.

Dios provee aun en las cosas más pequeñas a quién en ÉL espera.

El don de Dios nos debe hacer siempre mejores y yo no podía ser egoísta. Hice a un lado mis propias labores y me fui a hacer las de Isabel. No me dio miedo no tener tiempo después para preparar la llegada de Jesús. Sabía que Dios es el Dueño del tiempo y que la caridad nunca retrasa; así como también sabía del grave daño que el egoísmo causa a nuestra alma.

Con grande amor y alegría, acudí presurosa a la casa de mi prima. Dios santificó mi intención y pre santificó al Bautista, pues al saludarnos, al mismo tiempo que se quitaron los sufrimientos físicos a Isabel, quedó llena del Espíritu Santo y los movimientos del bebé, fueron el primer discurso del Precursor, ya que hizo comprender a su santa madre, el Misterio que se encerraba en mí.

Dios le descubrió nuestro secreto. Y yo di al Señor la Alabanza que era justo darle, porque no podía negar la Gracia que me había sido concedida: ser la Madre de su Verbo.

Los meses fueron transcurriendo y conversábamos mientras tejíamos. ¡Cuánta paz había en aquella casa! Si no hubiera venido a mi mente el recuerdo de José y el pensamiento de que mi Niño era el Redentor del Mundo, hubiera sido feliz.

Pero la sombra de la Cruz y el eco fúnebre de las voces de los profetas, me perseguían a través de los siglos y eran un martirio que no se apartaba de mí.

Mi nombre: MARÍA.  (Estrella, pero también Amargura)

Y la amargura se mezclaba en mi corazón, con las dulzuras que Dios vertía en él. Y fue siempre en aumento hasta la muerte de mi Hijo.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA,CONOCELA

50.- BODA SIN MATRIMONIO

Dice Jesús:

Dios Uno y Trino lo sabe todo. Para Él no existe nada que le sea desconocido. La razón por la que perpetuó la raza del linaje humano, aun cuando en la primera prueba se hizo digna de perecer; la razón del perdón que habéis alcanzado; es porque Él quería tener el consuelo y la alegría de tener a María para que lo amase.

¡Oh! Poseerla a Ella. ¡Vale la pena que el hombre fuese creado, dejar que viviese y decretar su perdón; tan solo para tener a la Virgen Hermosa, a la Virgen santa, a la Virgen Inmaculada, a la Virgen siempre amorosa, a la Hija Amada, a la Madre Purísima, a la Esposa Amante!

Dios quiso poner en el Universo que había creado de la nada, un rey que por naturaleza de la materia, estuviese sobre todas las creaturas hechas como él. Un rey que por naturaleza del espíritu, fuese poco menos que divino unido por la Gracia, como lo fue al principio de sus inocentes días.

Pero la Mente Suprema que conoce todos los sucesos, sabía que el heredero del Padre cometería contra sí mismo el delito de matarse para la Gracia y el latrocinio de privarse del Cielo.

Judas pregunta:

–                      ¿Por qué entonces lo creó?

Jesús contesta:

–                     ¿Habríais preferido no existir?

¿Acaso no vale la pena haber vivido aun en medio de esta pobre y desnuda vida que habéis hecho más dura con vuestra maldad, para conocer y admirar la infinita Belleza que la mano de Dios sembró en el Universo?

El cielo y los astros; la tierra  y todas las especies animales y vegetales, el mar y cuanto contiene es para vosotros. Dios los creó para que los gozáceis.  Merece la pena vivir, para ver la magnífica obra de Dios y comprender su poder que os la da.

La eterna Bondad de Dios previó los medios para borrar la Culpa antes de crear al hombre. Y la Virgen fue creada en el pensamiento sublime de Dios. Todas las cosas fueron creadas por Mí, Hijo Predilecto del Padre. Yo debía ser Hombre además de Dios. Hombre para salvar al hombre. Hombre para sublimarlo y llevarlo al Cielo muchos siglos antes de la hora. Porque el hombre en quién habita el espíritu, es la obra maestra de Dios y para ella fue hecho el Cielo.

Para ser hombre tenía necesidad de una Madre. Para ser Dios, tengo necesidad de que el Padre sea Dios. Entonces Dios se creó la Esposa;  Estrella de Perfección.

Al hombre y a la mujer que Satanás corrompió, Dios quiso oponer un Hombre nacido de una Mujer a la que Dios Mismo había sublimado hasta el punto de que pudiese concebir sin conocer mortal alguno. Flor que engendra una Flor sin necesidad de simiente, sino por el contacto de un solo beso del Sol en el cáliz inviolable del Lirio-María.

¡La Venganza de Dios!

Ruge Satanás mientras Ella nace. ¡Esta pequeñita te ha vencido! Antes de que fueses el Rebelde, el Tortuoso, el Corruptor; eras ya el Vencido y Ella, tu Vencedora. Miles de ejércitos nada pueden contra tu poder y sin embargo estás vencido.

Su nombre, su mirada, su pureza; son fulgores y lanzas que te traspasan y te encierran en tu cueva del Infierno, ¡Oh, Maldito! Qué quitaste a Dios la alegría de ser padre de TODOS los hombres que creó…

Joaquín y Anna, junto con Zacarías e Isabel se dirigen hacia el Templo para la ceremonia de la Purificación. Anna lleva en los brazos a la niña María, envuelta en una manta de lana ligera y suave.

Isabel dice:

–           Me recuerdas el día que te casaste. Era yo una jovencilla entonces y te veías muy bella y muy felíz.

Anna contesta:

–           Ahora lo soy más.  Me puse el mismo vestido para este acto. Siempre lo guardé para estos momentos… y ya había perdido las esperanzas de ponérmelo para venir aquí.

–           El Señor te ama mucho… –dice Isabel con un gran suspiro.

–           Por esto le entrego lo que más amo: esta florecita mía.

–           ¿Cómo vas a hacer para arrancártela del corazón, cuando llegue la hora?

–           Recordando que no la tenía y que Dios me la regaló. Seré entonces más feliz que ahora. Cuando esté en el Templo me diré a mí misma: ‘Ora cerca del Tabernáculo. Ora al Dios de Israel y pide también por su mamá.’ Y me sentiré tranquila.  Y todavía  tendré más gozo cuando diga: “Es toda suya. Cuando estos dos viejos felices que la consiguieron no vivan ya, el Eterno será para ella su Padre.” Créeme estoy convencida de que esta pequeñita no es nuestra. No podía hacer otra cosa… Él me la puso en mi seno; regalo divino para enjugar mi llanto y consolar nuestras  esperanzas y plegarias. Por esto es suya y nosotros sólo somos sus felices guardianes… ¡Y por esto sea bendito!

Cuando entran en el Templo, Zacarías se separa del grupo y se va a los recintos de los sacerdotes. Desaparece detrás de un arco que conduce a un enorme patio rodeado de pórticos muy bien labrados, de mármol, bronce y oro.

Los demás se van a través de diversas terrazas, hasta la Puerta de Nicanor. Cuando llegan, ya los están esperando Zacarías, una virgen del Templo y otro sacerdote.

Entregan las ofrendas: tortas de harina, dos palomos en su jaula de mimbre y grandes monedas de plata.

Anna da a Isabel a la niña, mientras Joaquín entra llevando consigo a un hermoso cordero que bala mientras es entregado para que lo degüellen.

Anna es rociada con el agua lustral y luego es llamada para que se acerque a la ara del sacrificio.

Después del sacrificio, Anna está ya purificada.

Zacarías dice algo a su colega y éste sonriente, asiente con un gesto. Luego se acerca al grupo y se congratula con los padres por su alegría y por su fidelidad a las promesas. Toma el segundo cordero, la harina y las tortas… Y llama a la mujer que los acompañó…

Luego se acerca al grupo y dice:

–           ¿Esta es la hija consagrada al Señor? La bendición de Él esté con Ella y con vosotros. Esta mujer es Anna de Fanuel, de la tribu de Aser, será una de sus maestras. –y volviéndose a ella, agrega- Se ofrece esta pequeñita al Templo, como hostia de alabanza. Tú serás su maestra y bajo tu cuidado santo crecerá.

Ana de Fanuel, acaricia a la bebita y Anna dice:

–           Quisiera presentar mi ofrenda e ir a donde ví la Luz el año pasado.

Van hasta el lugar donde oran las mujeres y que está más cercano al Santo de los santos. Por la puerta abierta, miran al interior semioscuro, del que salen dulces cánticos y brillan lámparas que esparcen su luz sobre todos los lirios, flores y niñas.

María se ha quedado como extasiada y aunque es una bebé, mira y sonríe al oir el canto.

Anna la besa y dice:

–           Dentro de tres años, también estarás aquí Lirio mío.

Anna de Fanuel dice:

–           Parece como si comprendiese. ¡Es una niña muy hermosa! La amaré como si hubiese salido de mi vientre. Te lo prometo Anna. Todos los años que Dios me lo permita.

Zacarías dice:

–           Lo harás mujer. La recibirás entre las niñas consagradas. Yo también estaré aquí. Quiero estar ese día para decirle que ruegue por nosotros desde el primer momento… –y mira a Isabel que comprende y suspira… Pues tienen el mismo problema de infertilidad.

Tres años después…

La niña María camina en medio de sus padres, que se esfuerzan en sonreir y ocultar sus lágrimas. Caminan muy despacio, como si quisieran que el Templo estuviese mucho más lejos todavía.

Cuando se encuentran con Isabel y Zacarías…

El sacerdote saluda:

–           A los justos la paz del Señor.

Joaquín dice con voz temblorosa:

–           Sí. Obténnos paz, porque nuestras entrañas tiemblan al hacer la ofrenda; como las de nuestro padre Abraham mientras subía al monte con Isaac.

–           Tened valor. Anna la profetisa cuidará de esta flor de David y Aarón. En estos días, es el único lirio que David tenga de su estirpe santa en el Templo y se le cuidará como perla de reyes. Aun cuando el tiempo ya se acerca y las madres deberían consagrar a sus hijas, porque de una virgen de la estirpe nacerá el Mesías; por un debilitamiento de la fe hay muy pocas vírgenes y de la estirpe real, ninguna. Es verdad que aun faltan seis lustros… Pero esperemos que María sea la primera de muchas de la estirpe de David ante el Velo sagrado.

Luego Zacarías los conduce hasta la terraza grande, a los pies del ancho cubo de mármol, coronado con oro. Cada cúpula, como una media naranja al revés, brilla con la luz del sol que ya está en su zenit. Un sonido de trompetas de plata anuncia al pomposo cortejo que con nubes de incienso, rodean la presencia del Sumo Sacerdote. Las enormes puertas de bronce y oro se abren y un anciano de aspecto muy majestuoso, con sus riquísimas vestiduras que resplandecen el oro a la luz del sol y que lo hacen más imponente todavía, avanza  hasta el borde de la grandiosa escalinata.

El Sumo Sacerdote mira a la pequeña María y sonríe. Levanta los brazos en forma de plegaria y todos inclinan la cabeza. Luego hace una señal, llamando a la niña…

María se separa de sus padres y empieza a subir lenta y majestuosamente. Parece como si fuera extasiada, pues lleva en su rostro una sonrisa luminosa… Cuando llega hasta el Sumo Sacerdote, se arrodilla y éste le pone las manos sobre la cabeza.

La víctima es aceptada.

María se levanta y el Sacerdote le pone la mano derecha sobre su espalda, para conducirla a la puerta donde la esperan un grupo de niñas y sus maestras…

Antes de hacerla entrar le pregunta:

–           María de la estirpe de David, ¿Conoces tu promesa?

Una argentina voz infantil resuena firme:

–           Sí. Dirigir a Dios mi corazón desde el amanecer y estar atenta a lo que quiera el Señor. Orando continuamente ante el Altísimo.

–           Entra, pues. Camina en mi presencia y sé perfecta.

Y María entra. La penumbra la absorbe en medio del grupo de las vírgenes, seguida por los levitas. El Sumo Sacerdote vuelve a entrar seguido de todo su séquito sacerdotal y las puertas se cierran.

En medio de los sonoros ruidos de los goznes, se escucha el sollozo de dos ancianos en un solo grito:

–           ¡María! ¡Hija!

Luego, haciendo fuerza a su corazón desgarrado:

–           Demos gloria la Señor que la recibe en su casa y la conduce por su camino.

Nueve años después…

María está en su estancia, bordando una vestidura sacerdotal y orando…

Llega Anna de Fanuel:

–           María, ¿Nunca te cansas de orar?

–           La oración sería suficiente. Pero yo hablo con Dios. Lo siento dentro de mí. Dentro de la doble cortina está el Santo de los santos.  Y nadie fuera del Sumo Sacerdote, puede entrar al Propiciatorio, donde descansa la Gloria del Señor. La ley secular de Israel exige de cada joven que sea una esposa y una madre. Pero yo he consagrado a Dios mi virginidad, porque quiero ser sólo para Él. Soy virgen y siempre lo seré…

–           No puedes actuar sobre la Ley.

Desde que mis padres murieron, lo único que tengo y que quiero, es a Dios. Cuando pienso en ellos, pienso que también están esperando junto con los Patriarcas y trato de apresurar con mi sacrificio, la llegada del Mesías, para que les abra las Puertas del Cielo. La maternidad es una fuerza muy poderosa en mi corazón. Pero por eso mismo la he entregado y deseo que mi amor, encuentre un eco en el Señor.  Cuando llegue la hora, diré a mi esposo mi secreto… Y él lo aceptará…

–           Pero María, ¿Qué palabras le dirás para persuadirlo? En cambio del amor de un hombre, tendrás en contra la Ley y la vida.

–            Tendré conmigo a Dios… Dios iluminará el corazón de mi esposo… Al leer a Daniel, comprendí el sentido de las palabras arcanas. Las setenta semanas serán acortadas por las oraciones de los justos… La hora que oirá llorar al nacido de una Virgen está muy cerca. Yo he pedido a Dios que me diga, ¿Dónde está la mujer que dará a luz al Hijo de Dios y al Mesías de su pueblo? Descalza caminaría por la tierra y nada me impediría llegar hasta Ella para decirle: ‘Tómame como tu esclava y permíteme vivir bajo tu techo. Cuidaré tus ganados; daré vueltas a la piedra de tu molino, ponme donde quieras, haré lo que quieras, pero acógeme. Lavaré los pañales de tu Hijo y seré tu sierva y la de Él… Pero permíteme escuchar su Voz.  ¡Oh! La Voz del Mesías Niño y el eco de su risa…

–           ¡Vaya que estás enamorada del Mesías! Pero yo he venido a otra cosa… María, el Sumo Sacerdote te llama…

–           ¡Oh! Voy inmediatamente…

Atraviesan varios pórticos y patios y llegan hasta un suntuoso salón donde la esperan.

María hace una profunda inclinación en la entrada…

El sumo sacerdote le dice:

–           Adelante María. No tengas miedo.

María avanza lentamente y con una majestad innata.

El Pontífice la mira atentamente y dice a Zacarías:

–           ¡Cómo se reconoce en ella la estirpe de David! –Se vuelve hacia Ella y añade- Hija, conozco tu carácter y tu bondad. Sé que la Voz de Dios murmura en tu corazón las más dulces palabras. Sé que eres la Flor del Templo de Dios y que un tercer querubín está ante el Tabernáculo, desde que estás aquí. Quisiera que tu perfume continuase subiendo con el incienso de cada día; pero la Ley dice otra cosa.

Ya no eres una niña, te has convertido en una mujer. Y toda mujer israelita debe casarse, para poder presentar su hijo varón al Señor. Tendrás que seguir la prescripción de la Ley. No tengas miedo. No te sonrojes. No olvido tu realeza.

La Ley te protege, pues prescribe que el varón tome por esposa a una de su estirpe. Pero aunque no lo prescribiese, yo lo haría; para no corromper tu sangre real. ¿Conoces a alguien de tu estirpe María, que pueda ser tu esposo?

María levanta su rostro completamente ruborizado y dice:

–           A nadie.

Zacarías dice:

–           No puede conocer a nadie, porque entró cuando era muy pequeña. Y la estirpe de David se encuentra muy mal y dispersa, para poder formar de nuevo la palma real.

–           Entonces que Dios escoja.

Las lágrimas que habían sido contenidas, brotan y bañan sus mejillas. María manda una mirada suplicante a su maestra.

Anna de Fanuel dice:

–           María se ha prometido al Señor, para gloria de Él y salvación de Israel. No era más que una niñita desde que ya había hecho esta promesa…

El Pontífice pregunta:

–           Y ¿Por esto lloras? O porque no quieres obedecer la Ley.

María contesta:

–           Por esto… no por otra cosa. Yo te obedezco sacerdote de Dios. Pero dime qué debo hacer. Ya no tengo padre, ni madre. Tú eres mi guía.

–           Dios te dará el esposo. Y será un santo porque pones tu confianza en Dios. A él le dirás la promesa que hiciste.

–           ¿Y la aceptará?

–           Así lo espero.  Ruega hija, para que él pueda comprender tu corazón. Vete ahora, qué Dios siempre te acompañe.

María se retira con Anna y Zacarías se queda con el Sumo Sacerdote.

Un mes después…

En un rico salón del Templo, están reunidos muchos hombres elegantemente engalanados, de diversas edades, apariencias y variadas clases sociales. En el ángulo más alejado, está José. Tiene treinta años, cabellos y barba castaños, muy bien arreglados y unos bellos ojos oscuros, amables y alegres como ahora cuando sonríe al hombre que está junto a él, platicando animadamente.

Entra un grupo de jóvenes levitas y se coloca entre la puerta y una mesa larga que está junto a la pared.

La curiosidad aumenta, cuando una mano separa la cortina y entra un levita que trae en sus manos un manojo de ramas secas, en las que sobresale una que tiene una flor. El levita las deposita con cuidado sobre la mesa.

Un murmullo recorre  la sala. Todos alargan sus cuellos y tratan de mirar.

José ni siquiera se mueve y cuando su interlocutor le dice algo, hace una señal; como si dijese: “No. Eso es imposible…”

Y luego se oye el sonido de las trompetas de plata.

Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice y todos se inclinan profundamente. Se dirige hacia la mesa y luego dice:

–           Oídme vosotros de la estirpe de David. Os habéis reunido por orden mía. El Señor ha hablado, ¡Sea Bendito! Un rayo de su gloria ha descendido, y como sol de primavera, ha dado vida a un ramo seco, que ha florecido milagrosamente, en el último día de las Encenias. Mientras que todavía no se disuelve la nieve, Dios ha hablado, haciéndose tutor y padre de la virgen de David. Doncella santa, gloria del Templo y de su estirpe; dando a conocer el nombre del esposo que el Eterno quiere darle.

Este debe ser un hombre muy justo para que el Señor lo haya elegido para cuidar de su Virgen a quién Él ama tanto y esto hace que desaparezca toda preocupación sobre su destino. Al que Dios señaló, confiamos completamente a la Virgen, sobre la que está la bendición de Dios y nuestra. El nombre del esposo es José de Jacob betlemita; de la tribu de David; carpintero en Nazareth de Galilea. José, ven acá. El Sumo sacerdote te lo ordena.

Hay un gran ruido, cabezas que se vuelven, caras llenas de desilusión o de alivio…

José se ha ruborizado y avanza todo turbado. Saluda reverente al Pontífice y éste dice:

–           Acercaos todos y ved el nombre escrito sobre la rama. Tome cada uno la suya, para que esté seguro de que no hay engaño.

Todos obedecen, miran la rama que sostiene el Sumo Sacerdote y cada quien toma la suya propia. Todos miran a José y el hombre con el que estaba platicando, le dice:

–           Te lo dije José. ¡Quien menos se siente seguro, es quién vence la partida!

El Pontífice entrega a José su rama florecida y poniéndole la mano sobre la espalda le dice:

–           No es rica y lo sabes, la esposa que Dios te entrega. Pero tiene toda clase de virtudes. Procura hacerte siempre más digno de Ella. No hay flor en Israel, más pura y bella que tu esposa. Salid todos ahora. Quédate José.  Y tú Zacarías pariente de Ella, tráela.

Cuando se quedan a solas…

El Sumo Sacerdote le dice:

–           María tiene que decirte su promesa. Ayuda a su timidez. Sé bueno con Ella que es tan buena.

José responde cortés:

–           Pondré lo que soy a su servicio y nada me pesará si se trata de Ella. Puedes estar seguro.

María entra con Zacarías y Anna de Fanuel.

El Pontífice la llama:

–           Ven María. Mira al esposo que Dios te destina. Es José de Nazareth. Volverás a tu ciudad. Ahora os dejo. El Señor os guarde y os bendiga; os muestre su Rostro y tenga misericordia de vosotros siempre. Vuelva su Rostro a vosotros y os conceda la paz.

Zacarías sale con el Pontífice. Anna se congratula con José y también sale.

Los dos prometidos quedan uno frente al otro. María está totalmente ruborizada y con la cabeza inclinada. José igual; pero se sobrepone y finalmente encuentra las palabras. Con una gran sonrisa le dice:

–           Te saludo María. Te conocí cuando eras una niña pequeñita… Fui amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo a quién amaba tu madre… su pequeño amiguito que ahora tiene dieciocho años. Tú no nos conoces porque te entregaron al Templo muy pequeña, pero en Nazareth todos te quieren mucho y recuerdan que tu nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo florecer a una flor estéril… Yo recuerdo la tarde en que naciste, porque hubo un gran aguacero que salvó la campiña y un arcoíris tan bello y magnífico, como no ha vuelto a haber…  Alegraste a tu padre, porque eras la flor que había venido del Cielo y murió hablando de su María, tan hermosa, tan buena y tan llena de sabiduría… Porque desde muy pequeña estabas llena de gracia.

Tu madre, con sus canciones llenaba toda tu casa y parecía una alondra en primavera cuando te llevaba en su vientre y después cuando te arrullaba en sus brazos. Yo tenía dieciocho años y te hice la cuna. Tenía rosas grabadas, porque tu madre así la quiso. Tal vez todavía esté en tu casa. Eran mis primeros trabajos… ¡Quién me hubiera dicho que ibas a ser mi esposa!..  Enterré a tu padre y le lloré con corazón sincero, porque fue un buen maestro en mi vida…

María ha ido levantando poco a poco el rostro y cobrando confianza al oír que José le habla de este modo. Y cuando oye lo de la cuna, una leve sonrisa se dibuja en sus labios. Y cuando José le dice lo de su padre, le extiende la mano y dice con gran timidez:

–           Gracias.

José toma entre sus fuertes manos de carpintero, la pequeña y delicada y la acaricia con afecto. Al ver que María no dice nada más, él continúa:

–           En tu casa  falta la parte que fue derribada por orden consular, para hacer del sendero una vía por la que pasasen los carros de Roma. Y el campo que te quedó, está un poco descuidado, porque hace tres años que ya no hay nadie que los cuide. Pero si tú me lo permites, yo me haré cargo de ellos….

–           Muchas gracias, José. Pero tú tienes tus trabajos…

–           Trabajaré en tu huerto en las primeras horas del día y para la primavera espero que todo esté en orden, para que estés contenta. Mira, -le entrega la rama florecida- Esta rama de almendro, es del árbol que está frente a tu casa.

Jamás esperé ser yo el elegido, porque soy nazareo (Núm.6) Y sólo vine por obedecer las órdenes del sacerdote… Yo no pensaba casarme. Ahora te digo que ésta es una flor de tu jardín. Tenlo, María. Con él te entrego mi corazón, que cómo este almendro ahora ha florecido para el Señor y para ti, esposa mía.

María toma el ramo. Está conmovida. Mira a José con más seguridad y su mirada se volvió radiante cuando lo escuchó decir: ‘Soy nazareo’ Toma valor y dice:

–           También yo soy toda de Dios, José. No sé si el sumo Sacerdote te lo haya dicho…

–           Sólo me dijo que eres buena y pura. Y que tienes que decirme una promesa tuya y que fuese bueno contigo. Habla María. Tu José quiere hacerte feliz en todo lo que desees. No te amo con la carne, te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me entrega. Ve en mí a un padre y aun hermano, además de esposo. Y como a padre confíate y como a hermano, tenme confianza.

–           Desde mi niñez me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel; pero oía en mi corazón una voz que me pedía mi virginidad como sacrificio de amor, para que venga el Mesías. ¡Hace tanto tiempo que Israel lo espera!… ¡Y por esto no es mucho renunciar a la alegría de ser madre!

José la mira detenidamente, como si quisiera leer en su corazón…

Después le toma las dos manitas que sostienen la rama de almendro y dice:

–           Y yo uniré mi sacrificio al tuyo y amaremos mucho al Eterno con nuestra castidad, para que Él envíe lo más pronto posible a la tierra al Salvador y nos permita ver su Luz resplandecer en el mundo. María, vamos a tu casa y juremos amarnos como los ángeles lo hacen entre sí. ¿Cuándo debo venir por ti?

–           Cuando quieras José.

–           Entonces vendré en cuanto termine de arreglar tu casa, para recibirte. Ven María. Vamos a decirle al Altísimo nuestra promesa y cómo lo Bendecimos.

María se deja conducir dócilmente y los dos van a orar.

Dos meses después, se celebra el contrato de las bodas y el Pontífice sella el compromiso. Los nuevos comprometidos esposos salen del Templo y José lleva a María a su casa de Nazareth. Sin levantar el sello de Dios; él, el casto; llevó su castidad hasta el heroísmo angélico, para custodiar el Arca Viva de Dios que ha recibido en tutela y que tendrá que devolver a Dios, pura como la recibió.

Cuando llegan a Nazareth…

Van en un carruaje, acompañados por toda la familia de José y el sacerdote Zacarías con su familia.

José señala con la fusta la casita que está en la falda de la colina y que tiene un extenso huerto y un pequeño olivar. Y dice:

–           Allá está tu casa, María.

Y cuando llegan al dintel, el carruaje se detiene y toda la comitiva de la familia de José les dan la bienvenida. Ya tienen todo preparado para finalizar las bodas.

María se quita el velo y el manto y José le muestra los arreglos que hizo a la casa, el huerto y el jardín.

Y dice:

–           No hay manantial… Pero espero traer el agua para acá. Trabajaré en las tardes de verano, cuando venga a verte…

Alfeo pregunta muy extrañado:

–           Pero ¡Cómo hermano!…  ¿No vais a casaros ahora?

José responde:

–           No. María quiere hilar telas, lo único que falta a todo el ajuar. Yo la apoyo. Es todavía muy joven y no importa si esperamos uno o dos años; mientras tanto Ella se acostumbra al hogar…

–           ¡Claro! Siempre has sido un poco diferente a los demás y sigues siéndolo. Primero estabas decidido a no casarte y ahora… No sé quién no tendría prisa por tener a una mujer en la flor de la primavera como lo está María y tú pones de por medio…

José sonríe y dice con elegancia:

–           Alegría largamente esperada; alegría mucho mejor gozada…

Su hermano se encoge de hombros y pregunta:

–           ¿Y entonces cuando pensáis celebrar las bodas?

–           Cuando María tenga dieciséis años. Después de la Fiesta de los Tabernáculos. Las tardes de inviernos serán agradabilísimas para los nuevos esposos…

Y nuevamente sonríe mirando a María. Es una sonrisa delicada y de inteligencia mutua.

Luego continúa:

–           En este cuarto grande que da al monte, si te parece aquí pondré mi taller cuando venga. Es junto a la casa, pero no dentro de ella. Así no molestaré a nadie con mis ruidos. Pero María, si piensas de otro modo…

–           No José. Está muy bien así.

Vuelven a entrar en la casa y prenden  las lámparas.

José dice a todos sus parientes:

–           María está cansada. Vámonos todos y dejémosla descansar.

Todos se despiden y José al último, después de hablar con Zacarías.

Dice a María:

–           Tu primo te deja a Isabel por un tiempo. ¿Quieres? De mi parte sí. Para que te ayude a convertirte en una perfecta mujer de hogar. Vendré por las tardes a acomodarte y a todo lo que tú necesites. Ella te podrá ayudar a comprar lana y todo lo que te haga falta. Yo pagaré todos los gastos. Acuérdate que prometiste recurrir a mí para cualquier cosa. Adiós María. Duerme la primera noche en tu casa como dueña y señora. Y que el ángel del Señor te guarde. Que el Señor esté siempre contigo. Hasta pronto…

–           Hasta pronto José. Qué también tú estés bajo las alas del Ángel de Dios. En lo que pueda te pagaré tu amor con el mío.

Y José se despide de los primos y se va, conversando alegremente con los suyos…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

 

49.- ARCOIRIS DE PAZ

Salen de Betania a la primera sonrisa de la aurora. Jesús se dirige a Belén con su Madre, con María de Alfeo y con María Salomé. Les siguen los discípulos. Marziam encuentra por todas partes motivos para alegrarse: las mariposas que despiertan, los pajaritos que cantan o caminan por el sendero, las flores que resplandecen con las perlas del rocío, la aparición de un rebaño en que hay muchos corderitos que balan.

Pasado el río que está al sur de Betania, que se deshace en espumas, la comitiva se dirige a Belén en medio de dos series de colinas verdes con sus olivares y viñedos, con campos en los que apenas se ven las mieses doradas. El valle es fresco y el camino bastante bueno.

Simón de Jonás se adelanta, llega al frente grupo y pregunta:

–           ¿De acá se puede ir a Belén? Juan dice que la otra vez fuisteis por otro camino.

Jesús responde:

–                     Es verdad. Pero es porque veníamos de Jerusalén. Por acá es más breve. Nos separaremos como habéis decidido, en la tumba de Raquel que las mujeres quieren ver. Luego nos reuniremos en Betsur donde mi Madre quiere detenerse.

–                     Así es… Pero sería muy hermoso que estuviésemos todos… Tu Madre especialmente… Porque finalmente Ella es la Reina de Belén y de la gruta. Y Ella sabe todo muy bien… Si lo oyese de sus labios… sería diferente… Eso es todo.

Jesús sonríe al mirar a Simón que ha insinuado dulcemente su deseo.

Marziam pregunta:
–           ¿Cuál gruta, padre?

Pedro contesta:

–                     La gruta en donde nació Jesús.

El niño exclama alborozado:

–                     ¡Oh! ¡Qué bien! ¡También yo voy!…

María de Alfeo y Salomé exclaman:

–                     ¡Sería muy hermoso en realidad!

–                     ¡Oh, sería maravilloso!

María coincide:

–                     ¡Muy hermoso! … Sería regresar al pasado… Cuando el mundo te ignoraba es verdad, pero que no te odiaba todavía… Sería encontrar otra vez el amor de los sencillos que no supieron dudar y amaron con humildad y fe… Para mí sería lo mismo que quitar este peso de amargura que me taladra el corazón desde que sé que te odian… Y ponerlo allí, en el lugar en donde naciste… Aun debe quedar ahí la dulzura de tu mirada, de tu respiración, de tu sonrisa vaga, allí… Y me acariciarían el alma que está tan amargada… María llora quedito, con recuerdos y con tristeza.

Jesús confirma:

–                     Si es así iremos, Mamá. Hoy tú eres la Maestra y Yo el niño que aprende.

–                     Oh, ¡Hijo! ¡No! Tú siempre eres el Maestro…

–                     No, Mamá. Simón de Jonás dijo bien. En la tierra de Belén tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David. Guía a este pequeño pueblo a su morada.

Iscariote hace intento de hablar, pero se calla.

Jesús que lo ve y comprende, dice:

–           Si alguien por cansancio o por otra razón no quiere venir, que prosiga hasta Betsur.

Judas piensa y prefiere callarse. No tiene ganas de regresar a ver una cueva llena de estiércol. Pero tampoco desea provocar una disputa. Y como nadie dice nada. Y todos prosiguen por el camino del valle que lleva de Jerusalén  a Belén.

Cuando el sol alcanza su cenit, se detienen a la sombra de una arboleda para comer y descansar. Inmediatamente todos rodean a Jesús y a María y les piden que les relaten la historia de la Encarnación…

Dice Jesús:

Faltaban tres dias para que finalizara la Fiesta de los Tabernáculos y fuera de los muros de Jerusalén, sobre las colinas y entre los olivos estaban asentadas como siempre; las tiendas de los galileos.

Una fuerte voz masculina dice:

–                     ¡Este mes de octubre es hermoso como pocos lo han sido!

Joaquín; un hombre con su cabeza completamente blanca y unos bondadosos ojos azules como turquesas, asiente con gravedad:

–                     Así es. Parece como si la naturaleza estuviera dando un anuncio celestial.

De una de las fogatas, regresa Anna…

Una mujer alta y majestuosa, de cabellos plateados, que tiene alrededor de sesenta años. Sus facciones son armoniosas y sus ojos negros y refulgentes, son muy parecidos a los del Bautista…

Cuando llega junto a Joaquín lo saluda amorosa:

–                     Perdona que te haya hecho esperar, Joaquín. Me entretuve con una pobre mujer que tiene seis hijos varones. ¡Figúrate!…  Y dentro de poco tendrá otro más… –un largo suspiro es el único gesto de su aflicción interior.

También Joaquín suspira… Trata de consolarla, le pone la mano sobre sus cabellos encanecidos y le dice:

–                     Hay que esperar todavía. Dios todo lo puede… Mientras uno viva, el milagro puede suceder; sobre todo cuando se le ama y se nos ama.

Joaquín ha recalcado las últimas palabras.

Anna guarda silencio desconsolada. Y las lágrimas descienden silenciosas a lo largo de sus marfileñas mejillas.

y Joaquín le dice con ternura:

–                     ¡No llores Anna! Somos igualmente felices. Al menos yo lo soy, porque te tengo a tì…

Anna protesta:

–                     También yo lo soy por ti; pero no te he dado ni un hijo… Pienso en qué habré desagradado al Señor, porque me ha secado las entrañas…

–                     ¡Oh, mujer! ¿En qué cosa puedes haberlo desagradado, tú que eres tan buena! Vamos a seguir suplicándole al Señor… Puede que te suceda lo que sucedió a Sara… Cómo a Anna, la mujer de Elcana.

Joaquín es un hombre un poco más bajo que su mujer y ve las lágrimas que siguen rodando por las mejillas de su esposa. Se las enjuga con una caricia llena de ternura y continúa:

–                     Sí… Todavía puede suceder así. Por mucho tiempo, Elcana y Anna esperaron y pensaron que Dios ya no los amaba, porque eran estériles. Pero ya ves. En los Cielos de Dios, se preparaba un hijo santo…  Sonríe esposa mía. Tu llanto me causa más dolor que el que no tengamos hijos… Llevaremos al pequeño Alfeo y haremos que él pida…  Es un inocente de cinco años y Dios aceptará su plegaria junto con la nuestra y nos escuchará…

Anna concede:

–                     De acuerdo. Prometeremos al Señor que si nos concede un hijo se lo consagraremos a Él… ¡Oh! Oír qué me llamen ¡Mamá!…Lo vale todo.

La noche está tapizada de estrellas y de antorchas que son cada vez más numerosas en la campiña. Conforme los peregrinos cenan y se van a dormir, se van apagando poco a poco el murmullo de las conversaciones y algunas luces…

Al día siguiente, Anna arrulla en sus brazos a Alfeo, su pequeño amiguito de la tienda contigua.

Y dice a su esposo:

–                     Anoche soñé que el año que viene, vendré a la Ciudad Santa por dos motivos especiales, en vez de por uno…  Uno será la ofrenda al Templo del ser que engendraré… ¡Oh, Joaquín!

Joaquín contesta:

–                     Ten paciencia Anna. ¿No oíste algo más?…  ¿No te ha dicho el Señor algo en el corazón?

–                     Nadamás…   Fue tan solo un sueño.

–                     Mañana es el ultimo dia de oracion. Se han presentado ya todas las ofrendas. Pero de nuevo las renovaremos y como mejor podamos…  Nos ganaremos a Dios con nuestro amor y fidelidad. Yo siempre pienso que te pasarà como a la mujer de Elcana…

–                     Dios te oiga…  Si hubiere alguien que me dijese: “Vete en paz. El Dios de Israel te ha concedido la gracia que le has pedido.”

–                     Si. La gracia viene…  Te lo dirà el ser que lata en tu seno, cuando lo sientas vivir. Y serà la voz de un inocente y por lo tanto, la Voz de Dios.

Los justos siempre son sabios, porque son amigos de Dios; viven en su compañía y por lo tanto El los instruye. El que es la Sabiduria infinita.  Mis abuelos eran justos y por eso poseían la sabiduría. Anna la hija de Aaron fue la mujer fuerte de la que habla nuestro abuelo en el libro de los Proverbios. Y Joaquin de la estirpe del rey David, no habia buscado ni la belleza, ni las riquezas, sino la virtud… Y Anna estaba llena de virtudes. Era la esposa santa  cuyas caricias conservaban el fresco encanto de la primera noche nupcial y envolvían dulcemente su amor. Por esto en su mutua aflicción trataban siempre de consolarse.

El Espiritu Santo iluminò estos ‘sueños’ con una promesa de gloria que ni siquiera imaginaban…

La primavera siguiente, los ramos de flores que han sido podados de los arboles del huerto; adornan la casa de una manera muy singular.

Anna esta en el telar, tejiendo primores y cantando mientras lleva el compás con su pie… Canta y sonríe. Con un ritmo alegre y contagioso:

“Gloria al Señor Omnipotente que ha amado a los hijos de David. ¡Gloria al Señor! Su gran bondad desde el cielo me ha visto, la vieja planta ha dado un ramo nuevo ¡Y soy feliz! La esperanza en la Fiesta de las Luces arrojò su semilla y la fragancia de Nisan la ve ahora germinar. Mi cuerpo cual almendro en primavera, se siente tambien florecer. El siente por las noches que lleva consigo el fruto. En aquella rama hay una rosa. Hay una manzana dulcísima. Hay una estrella brillante. Un pequeñin inocente. Esta la alegria de la casa, del esposo y de la esposa. Sea alabado mi Dios, mi Señor que tuvo piedad de mi. Su Luz me lo dijo: ‘Una estrella de ti vendrá.’ ¡Gloria! ¡Gloria! ¡El fruto de esta planta, tuyo serà! El Primero y el Ultimo que es santo y puro;  cual don recibido del Señor; tuyo sera y por su medio sobre la tierra, vengan la alegria y la paz. Vuela lanzadera. El hilo es para la tela del ser que nacerà. ¡Nace!…  A Dios llegue gozoso el canto de mi corazòn.

Es un cántico inspirado por el Espiritu Santo, que ha preparado la llegada al mundo de su Esposa Santisima… La verdadera Arca Viviente de la Nueva Alianza…

Y cuando Anna va a repetir por cuarta vez su cantico, entra Joaquin y dice:

–                     ¡Estas contenta Anna! Pareces un pajarillo que se alegra en la primavera. ¡Que clase de canto es ese? Nunca lo habia oído. ¿De donde lo sacaste?

Anna se pone de pie y se dirige hacia su esposo rebosante de alegría. Se ha rejuvenecido y luce mucho más bella.

Ella le contesta amorosísima:

–                     De mi corazón, Joaquín.

Joaquín la mira con admiración y adoración mientras le dice:

–                     No sabía que fueras poeta.

No parece que sean dos esposos ya muy entrados en la tercera edad. Pues tanto en sus actitudes como en su jovialidad, parecen muy jóvenes.

Joaquín continúa:

–                     Desde el huerto te oí cantar y vine a ver. Desde hacía años no escuchaba tu voz de tórtola enamorada. ¿Quieres repetirme ese cántico?

–                     Te lo cantaría aunque no me lo pidieses. Los hijos de Israel siempre han puesto en el canto los ímpetus más sinceros de sus esperanzas, de sus alegrías, de sus dolores.  Al canto he encomendado que me diga y que te comunique una gran alegría. Porque nos comunica a los dos algo tan grande, que todavía me parece que es un sueño…

Y empieza nuevamente a cantar…

Y al llegar a las palabras: “Hay una rosa en aquella rama, hay una manzana dulcísima, hay una estrella…” Su hermosa voz de contralto se hace trémula y luego se quiebra.

Con un sollozo de alegría mira a Joaquín y levantando los brazos dice:

–                     ¡Soy madre, querido mío!

Joaquín está pasmado y automáticamente abre los brazos y luego los cierra sobre la esposa llena de alegría, que se ha estrechado contra su corazón. En un abrazo casto y lleno de ardiente ternura…

Y un dulce reproche se oye entre los cabellos plateados de Anna:

–                     ¿Y por qué no me lo habías dicho?

Brota la dulce confesión:

–                     Porque quería estar segura… Pues ya estoy vieja… ¡Soy una anciana y saber qué soy madre!… No podía creer que fuese cierto. Y no quería causarte una desilusión más amarga que todas las demás. Desde fines de Diciembre, siento que algo se mueve en lo más profundo de mis entrañas y que producen como digo, una nueva rama. Y ahora en esa rama hay un fruto… ¿Comprendes?… Esta tela que estoy tejiendo, es para el nuevo ser que vendrá…

–                     ¿No es el hilo que compraste en Jerusalén, en Octubre?

–                     ¡Sí! Lo torcí mientras esperaba… Porque el último día mientras oraba en el Templo, lo más cerca que se permite a una mujer acercarse a la Casa de Dios y ya era tarde. En la sombra que bajaba hasta el Lugar Sagrado, mientras yo imploraba al Señor por su favor; ví que de una de las estrellas preciosas que están a los pies de los querubines, se desprendía una chispa de luz hermosísima, que atravesó el Velo sagrado…  Al mismo tiempo que parecía como si de la otra parte del velo sagrado, de la Gloria misma del Santo de los santos, saliese una llama de fuego dirigida hasta mí. Y mientras cortaba el aire, cantó con Voz Celestial: “Hágase lo que has pedido…” Y por esto canto: ‘Una estrella de ti vendrá’…

–           ¿Qué hijo será el nuestro;  que se muestra como una estrella en el Templo y qué dice: “Yo estoy” en la Fiesta de las Luces?

Joaquín está boquiabierto y no sabe qué contestar.

Anna continúa:

–                     ¿Acaso tuviste razón al compararme con Anna de Elcana?  ¡Y cómo llamaremos a nuestro hijo, qué dulce como el canto del arroyo, oigo que me habla en el seno; con su pequeño corazón que palpita como el de una tortolita?

Joaquín recupera la voz:

–                     Si es varón lo llamaremos Samuel. Si es mujer, será Estrella. La palabra que ha formado tu canto, para darme esta alegría de que soy padre. Y también la forma que tomó para manifestarse, en medio de la sagrada sombra del Templo…

Anna murmura con una gran alegría:

–                     ¡Estrella!  Nuestra Estrella porque siento que será una niña. Me parece que caricias tan dulces, no pueden venir sino de una hija amadísima. Porque yo no soy la que la llevo. No me causa ninguna molestia. Es Ella la que me lleva por una senda verde y florida… Es como si los santos ángeles me sostuviesen y la tierra estuviese lejos de mí. Es un éxtasis continuo. Las mujeres siempre me han dicho que el perder la virginidad, concebir y el llevar un ser, es doloroso. Pero yo no siento ningún dolor. Me siento fuerte, joven, lozana. Mucho más que cuando te entregué mi virginidad hace tantos años.

Hija de Dios más que de nosotros, porque nace de un tronco seco. A su madre no causa ninguna molestia; solamente me trae paz y bendición; los frutos de Dios, su verdadero Padre…

–                     Entonces la llamaremos María. Estrella de nuestro mar, perla, dicha. El nombre de la primera mujer grande de Israel. Pero ésta jamás será infiel al Señor y sólo para Él cantará, porque a Él se le consagra: una hostia desde antes de nacer.

–                     Sí. A Él se le consagra. Sea varón o mujer. Después de que haya estado con nosotros tres años, lo entregaremos al Señor. Y también nosotros junto con Ella seremos hostias; para la Gloria de Dios.

Jesús añade:

–                     La Sabiduría, después de haberlos iluminado con sueños, descendió… ‘Emanación de la Virtud de Dios. Emanación de la Gloria del Omnipotente’ y se convirtió en Palabra para la estéril. Yo veía que se acercaba el tiempo para redimir. Yo nieto de Anna, casi cincuenta años después; mediante la palabra obraría milagros en las estériles, en las enfermas, en las poseídas, en las abandonadas… En todas las miserias de la tierra.

Pero entretanto la alegría de tener una Madre, murmuró palabras arcanas en la sombra del Templo que encerraba las esperanzas de Israel. Del Templo cuya vida tenía las horas contadas… Porque el Nuevo y Verdadero Templo, que no encerraba más las esperanzas de un Pueblo; sino la certeza de un Paraíso, para los pueblos de Toda la Tierra; por los siglos de los siglos, hasta el Fin del Mundo, estaba por venir a la tierra.

Esta Palabra realiza el Milagro de hacer fecundo lo que no era; de darme una Madre que no solo fue lo óptimo, porque nació de dos santos. Qué no tuvo solo un alma buena, como muchos en la tierra todavía la tienen. Ni siquiera por haber hecho crecer esta bondad con el poder de su voluntad, ni porque al tener un cuerpo sin mancha; fue la única entre todas las creaturas, que tuvo un espíritu inmaculado.

Cuando Dios proyectó la belleza de esta alma, que sería su Sagrario Viviente y delicia de la Santísima Trinidad. Pensad en cuál sería la belleza con la que adornó a la creó para ser el alma de la Madre de Dios…

Todo el Cielo se alegró cuando el pétalo de rosa empírea, bajó a animar un cuerpo muy diferente de los demás…  Con un Fuego tan poderoso, que la Culpa no pudo contaminarla cuando se encerró en un seno santo.  La tierra tenía ya su flor, pero no lo sabía. La flor maravillosa que compendiaba todas las flores. La única y verdadera Flor en la que están todas las virtudes. La Rosa de Dios estaba desconocida…

La más bella de todas las flores, había empezado a florecer para Dios en el secreto del vientre materno; porque mi Madre amó desde que fue concebida.  Pero sólo cuando la vida; para ser vino y el olor del mosto azucarado y fuerte, llena las eras y el olfato; perfuma todo en su entorno.

Ella sonrió primero a Dios y luego al mundo, diciendo con una sonrisa plena de inocencia: ‘Ved que la vid que dará el racimo que será exprimido en la prensa para ser medicina Eterna a vuestros males, ya está entre vosotros…

Una calurosa tarde de verano, aunque el huerto está lleno de sombra; el aire quema, ahoga. Las cosechas de trigo ya han sido levantadas y la tierra está reseca por la falta de lluvia.

Joaquín está junto a una hilera de árboles y de olivos cargados de frutos, trabajando con un vigor juvenil junto con otros dos hombres, abriendo pequeñas zanjas en los bordes del campo, para llevar agua la tierra sedienta y a los  grandes sarmientos cargadísimos, donde las abejas rezumban alrededor de las doradas uvas.

Lentamente, Anna llega hasta la sombra del emparrado…  Está en la última etapa de su embarazo.

Joaquín la ve y se apresura a ir a su encuentro:

–                     ¡Has venido hasta aquí!

Anna contesta casi sin aliento:

–                     La casa está que arde como un horno.

–                     Y te hace mal.

–                     El único sufrimiento de estas horas antes de que dé a luz, es el sufrimiento de todos: de hombres y de bestias. No te expongas mucho al sol, Joaquín.

–                     Desde hace tres días debió haber llovido y los campos se queman. Tenemos suerte de que el manantial esté cercano y hemos abierto zanjas para traer el precioso líquido.

–                     Regresemos a casa. Tampoco aquí hay aire fresco y creo que estaremos mejor adentro…

–                     ¿Sufres?

–                     No. Siento esa gran paz que experimenté en el Templo, cuando se me concedió lo que pedía y que experimenté una vez más, cuando supe que iba a ser madre. Es como un éxtasis. Un suave adormecimiento del cuerpo, mientras mi alma se alegra. Y no sé por qué, pero desde que tengo esta pacífica alegría, tengo el cántico de Tobías en mi corazón.

No te rías de mí, pero cuando pienso que Dios reedificará en Jerusalén su Tabernáculo y será en lo que está por nacer… No en su Ciudad santa; sino en lo que va a nacer de mí. Fue una profecía: “Resplandecerás con una Luz brillante. Todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti. Las naciones vendrán trayéndote dones. Adorarán en ti al Señor y tendrán como santa tu tierra; porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre.

Serás feliz en tus hijos, porque todos serán benditos y se reunirán junto al Señor, ¡Bienaventurados todos los que te amen y gocen de tu paz!… Y la primera en gozar de Ella soy yo, su madre dichosa…

Anna cambia de color. Se pone colorada como una granada y luego palidece al decir estas palabras. Lágrimas suaves y dulces, corren por sus mejillas al decir estas palabras. Luego sonríe llena de alegría y es conducida por un esposo pensativo y silencioso, hasta el umbral de la casa. Se apresuran a entrar porque un viento fuerte, empuja las nubes a través del firmamento y la llanura se oscurece por un temporal que se acerca…  Un relámpago ha surcado el cielo y el rumor del primer trueno acompaña las primeras gotas que caen sobre la tierra reseca.

Anna se retira a su habitación y Joaquín recibe a los trabajadores que regresan corriendo.

De repente se ha desatado una violentísima tempestad, con rayos y nubes preñadas de granizo. Los trabajadores temen por las uvas y las aceitunas. Y Joaquín por su esposa, que está a punto de dar a luz… Aunque sus parientas la asisten, él no sabe qué hacer. Llega el aguacero torrencial, con mucho viento y rayos; pero el granizo se descarga en otras partes. Es verdaderamente una tromba, la que el cielo descarga.

Uno de los trabajadores observa:

–                     Parece como si Satanás esté tan furioso, que haya salido del Infierno.

Y los demás comentan:

–                     ¡Mira que negras nubes! Miren cómo huele a azufre y cómo se oyen como silbidos que parecen gritos de lamento; gritos que maldicen…

–                     Si es él; verdaderamente esta noche estará muerto de rabia.

Otro trabajador se ríe y dice:

–                     Se le habrá escapado una gran presa o tal vez Miguel le ha arrojado nuevos rayos, que le han quebrado los cuernos y le han cortado la cola.

–                     O tal vez un nuevo Fuego lo está haciendo arder de rabia.

Una mujer pasa corriendo con una jofaina y toallas calientes desde la cocina. Y grita:

–                     ¡Joaquín! ¡Está por nacer! ¡Todo va bien!  -y desaparece rumbo a la habitación de Anna.

El temporal cesa igual de rápido que cómo empezó; después de un relámpago tan fuerte, que arroja contra la pared a los tres hombres… Y delante de la casa, en el huerto; queda como recuerdo un hueco negro que despide humo.

Mientras tanto un grito que parece el lamento de una tórtola, se escucha desde la puerta del cuarto de Anna.

En el huerto, un hermoso arcoíris se levanta glorioso y muy ancho, desde la cresta del Hermón, por toda la llanura hasta el horizonte, donde una cordillera impide la vista más allá…

Todos están admirados…

Porque aun cuando el sol todavía no se pone, una estrella brilla como si fuera un gigantesco diamante;  junto a una luna llena que apenas se levanta por el lado contrario. ¡Es un espectáculo increíble!

En ese preciso momento, las mujeres llegan felicísimas a donde está Joaquín, para mostrarle un hermoso bebé color de rosa, envuelto en blancos lienzos.

¡Es María, la Mamá!  ¡La Reina de Belén! Una María pequeñita y con unas facciones tan delicadas, cinceladas por el más portentoso de los artistas: ¡Dios!

Es la Virgen santa e Inmaculada, a la que ningún hombre verá jamás desnuda. Ha heredado de su padre, los ojos azules, los cabellos rubios, la sonrisa, la mirada, los ademanes, el donaire y la estatura.

María no tendrá el aire grandioso de Anna; una palma alta y flexible, que heredará a su nieto: Jesús. Así cómo también el tinte marfileño de su piel.

También las mujeres hablan de la tempestad y del prodigio de la luna, de la estrella y del inmenso arcoíris.

Y entran con Joaquín a donde está la madre sonriente y felicísima, para devolverle a su criaturita.

Como los comentarios llegaron hasta la parturienta, Anna sonríe ante sus propios pensamientos y dice:

–                     Es la estrella. Su señal está en el cielo…  ¡María. Arco de Paz! ¡María, Estrella mía! ¡María, Luna brillante! ¡María, Perla nuestra!

Una de sus parientas pregunta:

–                     ¡¿La llamas María?!

Anna contesta dichosa:

–                     ¡Sí! ¡María! Estrella, Perla, Luz, Paz…

–                     Pero también significa “Amargura”… ¿No tienes miedo de pronosticarle desventuras?

–                     Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiese. Él la conducirá por sus caminos y toda amargura se cambiará en miel del Paraíso. –Estrecha a la bebita contra su corazón y le dice- ¡Ahora eres de tu mamá!… Por un poco de tiempo… ¡Antes de que seas toda de Dios!…

Y Anna se duerme junto con la recién nacida…

                       HERMANO EN CRISTO JESUS:

                          ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

48.- EL HIJO PRÓDIGO

Esa noche después de la cena, Jesús se lleva a los once apóstoles al Huerto de Getsemaní. Cuando salen de la casa y pasan cerca de la Puerta de Herodes.

Tadeo pregunta:

–          ¿A dónde vamos, Señor?

–          Venid conmigo. Los llevo a que coronemos la Pascua con una perla rara y deseada. Por esto he querido estar con vosotros solos. ¡Mis apóstoles! Gracias amigos por el amor que me profesáis. Si pudieseis ver cómo me consuela, os quedaríais estupefactos.

Cuando van caminando sobre un puentecito que atraviesa hacia el Cedrón, Santiago de Alfeo pregunta:

–          ¿Vamos a Getsemaní?

–          Más arriba. Al monte de los Olivos.

Juan exclama:

–          ¡Oh! ¡Será algo bello!

–          Quiero daros una cosa grande, porque ya es justo que la tengáis.

Suben por entre el olivar. Dejan a su derecha Getsemaní. Y suben hasta la cumbre, donde los olivos se balancean crujiendo.

En un determinado lugar, Jesús se detiene y dice:

–          Queridos discípulos míos y mis continuadores en el futuro. Acercaos a Mí. Un día me pedisteis: ‘Enséñanos a orar como Tú oras’ Y siempre os respondí: ‘Os enseñaré cuando vea en vosotros un mínimo de preparación suficiente, para que la plegaria no se convierta en una fórmula vacía de palabras humanas; sino que sea una verdadera conversación con el Padre. Ha llegado el tiempo. Hemos obedecido el Precepto Pascual, como verdaderos israelitas y el precepto divino de la caridad; para con Dios y para con el prójimo.

Uno de vosotros ha sufrido mucho en estos días, debido a una acción que no merecía. Y ha sufrido por el esfuerzo que se ha hecho a sí mismo, para controlar la ira que esa acción había provocado. Sí, Simón de Jonás, ven aquí. Ni una palpitación de tu corazón honrado, me ha pasado desapercibida. Y no ha habido sufrimiento que no haya compartido contigo. Yo… y tus compañeros.

Pedro dice:

–          Pero Tú Señor, has sido ofendido más que yo. Y esto era para mí una pena mayor… Que Judas haya desdeñado acompañarme en la fiesta, me molestó mucho como hombre. Pero al ver que Tú estabas adolorido y ofendido, me molestó de otro modo. Y sufrí el doble… Yo no quiero gloriarme, ni hacerme el héroe, usando tus palabras. Pero debo decir que he sufrido con mi alma… Y esto causa mayor dolor.

–          No es soberbia, Simón. Has sufrido espiritualmente, porque Simón de Jonás, pescador de Galilea; se está convirtiendo en Pedro de Jesús; Maestro del espíritu; por lo cual también sus discípulos se hacen activos y sabios en el espíritu. Porque has avanzado en la vida del espíritu. Y porque vosotros también habéis avanzado, quiero enseñaros esta noche la Oración. ¡Cuánto habéis cambiado desde aquel día en que nos detuvimos en un lugar desierto por algunos días!

Bartolomé pregunta un poco incrédulo:

–          ¿Todos, Señor?

–          Comprendo lo que quieres decir. Yo os hablo a vosotros los once, que estáis aquí, no a otros.

Andrés dice con mucha tristeza:

–          Pero, ¿Qué le pasa a Judas de Simón, Maestro? Ya no lo comprendemos. Parecía muy cambiado y ahora… desde que dejamos el lago…

Pedro interviene:

–          Cállate hermano. La llave del misterio la tengo. Se ha colgado un pedacito de zebú.

Fue a buscarlo a la caverna de Endor, para sorprender a los demás. Lo tomó del nicho donde estaba el búho. ¡Y se lo tiene merecido! El Maestro se lo dijo aquel día…  En Gamala, los diablos entraron en los cerdos. En Endor, los que salieron del desgraciado Juan, entraron en él. Se entiende que… Se entiende… ¡Déjame decirlo, Maestro! Lo tengo aquí, en la punta de la lengua y si no lo digo, me muero…

–          Simón. Sé bueno.

–          Sí, Maestro. Y te aseguro que no le haré ningún desprecio. Pero digo y pienso que siendo Judas tan vicioso… Y tan mujeriego… Todo el Templo lo conoce, lo sabe y Todos lo sabemos. Y está sin protección porque quiere. Se entiende que también los demonios, gustosos cambian de casa.  Es un semejante al cerdo… -Pedro calla. El  silencio se extiende un largo momento. Y agrega con un suspiro-  Bueno, lo he dicho.

Santiago de Zebedeo pregunta:

–          ¿Entonces tú piensas que por eso es así?

–          ¿Y qué otra cosa quieres que sea? No hay ninguna otra razón para que se haya vuelto tan intratable. Está peor que en Aguas Hermosas. Allí se podía pensar que el humor y la estación  lo pusiesen nervioso. Pero ahora…

Jesús agrega con calma:

–          Hay otra razón, Simón…

–          Dila, Maestro. Estoy contento de desengañarme del compañero.

–          Judas está celoso. Está inquieto por celos.

–          ¿Celoso de quién? No tiene mujer. Y aunque la tuviese, creo que ninguno de nosotros sería capaz de ofender a un condiscípulo…

–          Está celoso de Mí. Piensa… Judas ha cambiado desde Endor y luego…  Empeoró en Esdrelón. Esto es; desde que vio que me ocupaba de Juan y de Marziam. Pero ahora que Juan nos dejará y que se irá con Isaac, verás que volverá a ser alegre y bueno.

–          Está bien. pero no querrás decirme que no es presa de un diablillo… Y sobre todo; no querrás que diga que se ha compuesto en estos meses en que se ha portado peor. El año pasado yo también era celoso… ¿No recuerdas que no quería que hubiese nadie más que nosotros seis? Ahora deja que invoque a Dios como testigo de mi pensamiento. Ahora digo que soy feliz; entre más aumentan los discípulos a tu alrededor. ¡Oh! ¡Cómo quisiera traerte a todos los hombres! Pero, ¿Por qué he cambiado? Porque me he dejado cambiar por Ti. Él…  él no ha cambiado. Al contrario…  Convéncete, Maestro. Un diablillo se ha apoderado de él…

–          No lo digas, ni lo pienses. Ruega para que se cure. Los celos son una enfermedad…

–          De la que se puede curar si uno quiere. ¡Ah! Lo soportaré por causa tuya… Pero, ¡Qué fatiga!…

Judas Tadeo, dice:

–          Me parece que ya recibió su castigo, al no estar con nosotros en esta noche; en que aprenderemos algo tan importante.

Jesús declara:

–          Ha llegado el momento. Vosotros poseéis cuanto es suficiente para conocer las palabras dignas que se digan a Dios y os las quiero enseñar esta noche en medio de la paz y el amor que existe entre nosotros. En la paz y el amor de Dios y con Dios… escuchad: cuando oréis, decid así:

“Padre Nuestro…”

A la semana siguiente, Jesús está en un campo de lino en flor, perteneciente a Lázaro. Está sentado en el borde de un surco, meditando. Casi no hay viento y se oyen unos gritos que lo llaman:

–           ¡Maestro! ¡Jesús!

Jesús se sacude y se levanta. Aunque el lino está ya crecido y es muy alto.  Jesús es más alto y parte de su figura emerge, en el mar verde y azul del lino.

Zelote grita:

–          ¡Allí está Juan!

Y Juan a su vez dice:

–          ¡Madre! El Maestro está aquí en el lino.

Y mientras Jesús se acerca al sendero que lleva a la casa, llega María.

Jesús le dice:

–          ¿Qué quieres, Mamá?

–          Hijo mío, han llegado algunos gentiles con mujeres. Dicen que Juana les dijo que estabas aquí. Dicen también que te han estado esperando estos días, cerca de la Torre Antonia.

–          ¡Ah! Muy bien. Voy al momento. ¿En dónde están?

–          En el jardín de la casa de Lázaro. A él lo quieren los romanos. Les dijo que entrasen con sus carros, para no escandalizar a nadie.

–          Está bien, Madre. Son soldados y damas romanas, lo sé.

–          ¿Y para qué te quieren?

–          Buscan la Luz; más que muchos de Israel.

–          Pero, ¿En qué forma y de qué modo creen en Ti? ¿Acaso como Dios?

–          A su manera de ellos, sí. Les es más fácil aceptar la idea de que un Dios se encarne en un hombre, más que nosotros.

–          ¿Entonces han llegado a creer en tu Fe?

–          Todavía no, Mamá. Primero les destruiré la suya. Por ahora soy a sus ojos un sabio; un filósofo, como ellos dicen. Pero bien se trate de este anhelo de conocer doctrinas filosóficas; bien de su inclinación a creer posible la encarnación de un Dios; las dos cosas me ayudan mucho para llevarlos a la verdadera Fe. Créelo. Son más sencillos en su modo de pensar que muchos en Israel.

–          Serán sinceros. Se dice que el Bautista…

–          No. Si hubiera estado en sus manos, Juan estaría libre y seguro. A quien es rebelde se le deja estar. Aún más, te digo que entre ellos el ser profeta… lo llaman filósofo; porque la elevación de la sabiduría sobrenatural, para ellos es siempre filosofía; es una garantía de que sea uno respetado. No te preocupes Mamá. De este lado no me vendrá ningún mal.

–          Pero los fariseos, si lo saben… ¿Qué dirán también de Lázaro? A él ya lo han injuriado mucho…

–          Pero es intocable. ¡Saben que Roma lo protege!

–          Te dejo Hijo mío. Ahí viene Maximino, (el mayordomo de Lázaro) para llevarte a donde están los gentiles.

Y María se separa rápida, en dirección a la casa de Zelote.

Jesús entra en el huerto y se encuentra con Lázaro, que le dice:

–          Maestro, me permití hospedarlos…

–          Hiciste bien. ¿Dónde están?

–          Entre aquella sombra de bojes y laureles.

Jesús se dirige al lugar señalado.

–          ¡Salve, Maestro! –lo saluda Publio Quintiliano vestido de civil.

Las damas se ponen de pie para saludar. Son Plautina, Valeria, Lidia y Flavia. Están vestidas de una manera sencilla.

Publio agrega:

–          Hemos querido oírte. No viniste nunca. Estaba de guardia cuando llegaste. Pero no te pude ver.

–          Yo tampoco vi a un soldado amigo mío, en la Puerta de los Peces. Se llama Alejandro.

–          ¿Alexandro?… No sé exactamente si haya sido él. Lo que sé es que hace tiempo tuvimos que retirar para calmar a los judíos; a un soldado culpable…  de… haber hablado contigo.  Ahora está en Antioquia. Pero tal vez regresará. ¡Oh! ¡Cómo son fastidiosos esos que quieren mandar todavía, ahora que son súbditos! Es menester contemporizar para no llevar las cosas más lejos. Nos hacen difícil la vida, créelo. Pero Tú eres bueno y sabio. ¿Nos diriges unas palabras? Quiero, antes de dejar Palestina, alguna cosa que me traiga siempre tu recuerdo.

–          Os hablaré, sí. Jamás desilusiono a alguien.  ¿Qué queréis saber?

Quintiliano mira con ojos interrogantes a las mujeres.

Plautina contesta:

–          Querría saber cómo se construye una fe. La tuya por ejemplo. Sobre un terreno que dijiste ser yermo de la fe verdadera. Dijiste que nuestras creencias son vanas. Entonces nos quedamos sin nada. ¿Cómo se puede llegar a tener fe?

A Jesús se le ilumina el rostro y con su encantadora sonrisa, empieza a hablar:

–          Tomaré el ejemplo de una cosa que tenéis: los templos. Esos edificios sagrados vuestros, verdaderamente bellos, que tienen un solo defecto y es que están dedicados a la NADA. Mirad…

Y Publio Quintiliano asiste a su primera lección que lo convertirá en el cristiano;   que formará una familia cristiana y que dará testimonio con su sangre; ante la ferocidad de Nerón…

Cuando Jesús termina:

–          … ¿Habéis entendido? ¿Tenéis alguna otra cosa que preguntarme?

Plautina contesta:

–          No, Maestro. Flavia escribió todo lo que dijiste, porque Claudia lo quiere saber. –y dirigiéndose a Flavia, pregunta- ¿Escribiste todo? ¿No te faltó nada?

–          Al pie de la letra. –dice la mujer, entregando las tablillas enceradas.

–          Las tendremos para poder leerlas. –dice Valeria, la prima de Séneca.

Jesús advierte:

–          Es cera. Se borra. Escribidlas en el corazón y nunca se borrarán.

Plautina dice con un suspiro:

–          Maestro, están llenos de templos vanos. Arrojamos tu palabra contra ellos para destruirlos. Pero es un trabajo largo. –acuérdate de nosotros en tu Cielo…

–          Id seguros de que lo haré. Os dejo. Tened en cuenta que vuestra venida, me ha hecho muy feliz. Adiós, Publio Quintiliano. Acuérdate de Jesús de Nazareth.

Las mujeres saludan y son las primeras en retirarse. Quintiliano las sigue, muy pensativo.

Jesús lo mira que sale acompañado de Maximino, hasta donde están sus carros y sonríe. Lázaro lo ve y pregunta:

–          ¿Qué piensas, Maestro?

–          Estoy viendo a los futuros vencedores de mi Iglesia Niña… ¡Me siento muy feliz!

Lázaro ve alejarse a los romanos y piensa en las palabras de Jesús…

Luego dice:

–          Mira maestro. Las joyas que me diste para que las vendiese, se han convertido en dinero para los pobres. Eran muy valiosas y muy hermosas…

–          Te ruego que guardes secreto completo, en lo que se refiere a esas joyas.

–          Pierde cuidado, Maestro.

Lázaro le entrega una gruesa y gran bolsa, con monedas de oro y se retira.

Jesús se asoma a la entrada de la puerta del patio y dice:

–          Juan de Endor, ven aquí conmigo. Debo hablarte.

El hombre deja al niño, a quién le estaba enseñando algo y acude pronto.

–          ¿Qué se te ofrece, Maestro?

–          Ven conmigo arriba. A la terraza.

Suben y se sientan en donde no da el sol, porque hace mucho calor.

Jesús pasea su mirada sobre los campos cultivados en los que el trigo, día con día, se convierte en espigas doradas y los árboles se hinchan con sus frutos.

Jesús dice:

–          Escúchame Juan. Creo que hoy viene Isaac y me traerá a los campesinos de Yocana antes de que partan. He dicho a Lázaro que preste a Isaac un carro, para que regresen más pronto y no vayan a retardarse; lo que podría ocasionarles un castigo. Tengo algo que pedirte… Tengo aquí una cantidad de dinero que me dio una persona para  los pobres del Señor.

Casi siempre es un apóstol mío el encargado de guardar el dinero y de distribuir las limosnas. Casi siempre es Judas de Keriot, muy rara vez otro. Ahora Judas no está. No quiero que los demás sepan lo que quiero hacer. Esta vez, tampoco Judas lo hubiera sabido. Lo harás en Nombre mío…

–          ¿Yo, Señor? ¿Yo? ¡Oh! ¡No soy digno!

–          Debes acostumbrarte a trabajar en mi Nombre. ¿No viniste para esto?

–          Sí. Pero pensaba que trabajaría en reconstruir mi pobre alma.

–          Y Yo te doy los medios. ¿Contra qué pecaste? Contra la misericordia y el amor. Con el odio has destruido tu alma. Con amor y misericordia la reconstruirás. Te doy material. Te emplearé sobre todo, en las obras de misericordia y de amor. Tú también eres capaz de curar. Eres capaz de hablar. Por este motivo estás preparado para cuidar de la desgracia física y moral. Y tienes capacidad para hacerlo. Empezarás con esta obra. Ten la bolsa. La entregarás a Miqueas y a sus amigos. Distribúyela en partes iguales. Y lo harás cómo te voy a decir: la divides en diez partes. Darás cuatro a Miqueas. Una para él; otra, para Saulo; otra, para Joel y otra más para Isaías. Las otras seis las entregarás a Miqueas, para que las entregue al abuelo de Yabé. Para sí y para sus compañeros. Así podrán tener alguna ayuda.

–          Está bien. ¿Pero qué razón les doy?

–          Les dirás: ‘Esto es para que os acordéis de rogar por un alma que se redime’

–          Pero pensarán que se trata de mí, ¡Y no es justo!

–          ¿Por qué? ¿No te quieres redimir?

–          No es justo que piensen que yo soy el benefactor.

–          No te preocupes y haz cómo te dije.

–          Obedezco. Pero al menos permite que ponga algo de lo mío. Por otra parte por ahora no tengo necesidad de nada. Ya no compraré libros y no tengo gallinas que alimentar. Me contento con muy poco… ten Maestro. Me guardo tan solo para comprar unas sandalias. –Y saca de una bolsa que tenía colgada en la cintura, muchas monedas y las junta con las de Jesús.

–          Dios te bendiga por tu misericordia… Juan, dentro de poco nos separaremos. Porque te irás con Isaac.

–          Lo siento, Maestro. Pero obedezco.

–          También a Mí me duele alejarte. Pero tengo necesidad de discípulos peregrinos. No me doy abasto. Pronto lanzaré a los apóstoles también. Lo harás muy bien. Te reservaré para misiones difíciles… entretanto te formarás con Isaac. Es muy bueno y el espíritu de Dios lo instruyó durante su larga enfermedad. Es el hombre que siempre ha perdonado todo. Nos encontraremos frecuentemente. Ven. Vayamos a aquel manzanar. Los reuniremos a todos y te diré cómo te ama Dios…

Descienden. Se sientan a la sombra de los manzanos y todos escuchan la parábola del Hijo Pródigo…

Cuando termina, los apóstoles junto con María y las mujeres, se dirigen a la casa; precedidos por Marziam que va  saltando entre ellos. De pronto el niño se regresa y toma a María de la mano, diciéndole:

–          Ven conmigo. Te debo decir una cosa, nada más a Ti.

Y María le da gusto.  Dan la vuelta hacia el pozo, que se encuentra en un ángulo del patio, cubierto con un emparrado, que se extiende hasta la terraza en forma de arco. Detrás está Judas de Keriot.

María lo ve y le pregunta:

–          Judas… ¿Qué quieres? Vete Marziam. –el niño se va y María agrega-  Habla.

¿Qué  quieres?

–          Me siento culpable. No me atrevo a ir con el Maestro. Ni a ver a mis compañeros. Ayúdame.

–          Te ayudaré. ¿Pero tienes alguna idea de lo que me afliges? Mi Hijo ha llorado por tu causa. Tus compañeros han sufrido. Pero ve. Nadie te dirá nada. Y si puedes, no vuelvas a cometer las mismas faltas. Es indigno en un hombre y es sacrilegio ante el Verbo de Dios.

–          Y tú, Madre. ¿Me perdonas?

–          ¿Yo? Yo no valgo para ti, que te crees muy grande. Soy la más pequeña de las siervas del Señor. ¿Cómo te puedes preocupar por mí, si no tienes compasión de mi Hijo?

–          Porque también yo tengo una madre. Y si obtengo tu perdón, me parece que obtengo el suyo.

–          Ella no conoce esta falta tuya.

–          Pero ella me hizo jurar que iba a ser bueno con el Maestro. Soy perjuro. Siento en mi alma el reproche de mi madre.

–          ¿Lo sientes? Y el lamento y el reproche del Padre y del Verbo, ¿No los sientes? Eres un desgraciado Judas. Siembras en ti y en quién te ama, el dolor.

María tiene un rostro serio y triste. No habla con brusquedad, sino con mucha gravedad. Judas se pone a llorar.

María le dice:

–          No llores. Procura corregirte. Ven. –lo toma de la mano y lo lleva a la cocina.

La sorpresa y la admiración se pintan en todos los rostros.

María se adelanta piadosa a cualquier palabra que no lo sea y dice:

–          Judas ha regresado. Sed como el primogénito, después de hablar con su padre. (En alusión a la parábola que acaban de escuchar) Juan, ve a avisar a Jesús.

Juan de Zebedeo sale a la carrera. Hay un gran silencio en  la cocina.

Luego Judas  se acerca a Pedro y dice:

–          Perdóname, Simón. Tú primero. Tienes un corazón paternal. Yo también soy huérfano.

–          Sí. Te perdono. Por favor no hablemos más de eso. Seamos hermanos. Y no me gustan esos altibajos de perdones y de recaídas. Envilece a quién los comete y a quién los da. Ahí está Jesús. –señala la casa de Lázaro-  Ve a Él… Y basta.

Judas se va.

Mientras tanto, Pedro se desahoga partiendo leña…

Jesús está despidiendo a los pastores y a los campesinos que regresan a Hebrón.

Juan llega y le dice:

–          Maestro, ya llegó Judas.

–          Sí. Gracias Juan.

Después que los otros se han ido, Jesús regresa a la casa de Simón. Lázaro y Juan van con Él. Entran. Judas está en un rincón semioscuro, apenado. No se atreve a acercarse a Jesús.

Lázaro se congratula con Jesús y dice:

–          ¡Oh! Me desagrada que te vayas. Pero estoy más contento que si te hubiese visto partir anteayer.

–          ¿Por qué Lázaro?

–          Porque tenías un aire triste y cansado. No hablabas. Sonreías poco. Ayer y hoy has vuelto a ser mi Santo y dulce Maestro y esto me causa alegría.

–          Lo estaba, aunque no decía nada.

–          Lo estabas. Pero Tú eres serenidad y palabra. Esto queremos de Ti. Bebemos en estas fuentes nuestra fortaleza. Estas fuentes parecían secas. Teníamos una gran sed. Tu ves que hasta los gentiles se han admirado y vinieron a buscarlas. Lamento que a Alejandro lo mandasen a Antioquia.

–          Sí. Era mi amigo y lo retiraron para calmar a los judíos. Porque los poderosos lo acusaron ante Pilatos, de haber… hablado conmigo.

–          Y de perturbar la paz del Templo. Lo sé. Pero aún así vinieron y te han hablado en mi casa. Aquí puedes citarlos cuando quieras. Nadie te perturbará.

Iscariote, quién se ha acercado a Juan, se atreve a hablar:

–          También a mí me preguntaron, pues estaba muy cerca de la Torre Antonia, esperando verte…

Jesús responde cortante:

–          Sabías donde estaba Yo.

–          Lo sabía. Pero esperaba que no hubieras desilusionado a quien te aguardaba. También los romanos se sintieron desilusionados. No sé por qué obraste así.

–          ¿Y eres tú quien lo pregunta? ¿No estás al corriente de los rumores del Sanedrín, de los fariseos, de los demás, acerca de Mí?

–          ¿Cuáles? ¿Habrías tenido miedo?

–          No. Asco. El año pasado, cuando estaba Yo solo. Yo solo contra todo un mundo que no sabía que Yo era Profeta. Demostré que no tenía miedo. Y tú eres una de las adquisiciones de mi autoridad.

Hice oír mi Voz, contra todo un mundo de gritos. Hice oír la Voz de Dios a un pueblo que la había olvidado. Purifiqué la Casa de Dios de las suciedades materiales que había, sin esperar limpiarla completamente de las suciedades morales que anidan en ella; por el celo de la Casa del Señor Eterno, convertida en una plaza en la que se oían las voces de barateros, usureros, ladrones.

Está pálido como un muerto y se atreve a hablar otra vez;   con una voz tan llena de falsedad, que se oye plañidera y ridícula:

–          Créeme Maestro, que estoy confuso y adolorido. No sé qué decir. Yo no sé       nada. De veras. Y no ví a nadie del Templo. He roto el contacto con todos… pero si Tú lo dices, verdad será…

Jesús lo mira fijamente y le pregunta:

–          Judas… ¿Ni siquiera viste a Sadoc, el escriba?

Judas inclina la cabeza rezongando:

–          Es un amigo. Y como a tal, lo traté… no como a uno del Templo.

Jesús no responde.

Lázaro y los apóstoles están muy tristes. Jesús, con un esfuerzo heroico que solo Dios ve, vuelve a sonreír y se dirige a ellos, mientras abraza a su Madre y acaricia al niño:

–          Y ahora me despido de vosotros que os quedáis, porque mañana al amanecer partiremos. Adiós Lázaro. Gracias por todo. da mi bendición a los demás. Regresaré pronto, Madre. Ve a descansar. La paz sea con todos vosotros.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA