18.- MI PADRE, MI ENEMIGO29 min read

Jesús, con todos los suyos, van por el lago de Tiberíades; repartidos en dos barcas que navegan muy juntas entre sí. Jesús va en la de Pedro, junto con Simón, José y los dos primos: Santiago y Tadeo. En la otra; los dos hijos de Zebedeo; con Judas, Felipe, Tomás, Nathaniel y Mateo.

Las barcas se deslizan empujadas por el viento boreal, que apenas si peina el agua con hilillos de espuma en el hermoso lago. Van dejando dos estelas que se funden, confundiendo sus espumas, pues apenas las separan un par de metros. De barca a barca; intercambian palabras, noticias. Y los galileos explican a los judíos las características principales del lago; los diferentes poblados y sus distancias.

Jesús está sentado en la proa, gozando de la belleza que lo rodea; del silencio, del cielo despejado, del viento fresco que le acaricia el rostro y de las aguas que bañan las playas, en las riberas verdes; esparcidas entre los blancos poblados.

Parece distraído a la conversación de los discípulos. Va recargado sobre un montón de velas, con la cabeza inclinada sobre el espejo zafiro que es el lago; como si lo único que le interesara, es cuanto vive bajo la transparencia del agua.

Va totalmente absorto en sus pensamientos. Pedro le pregunta dos veces que si el sol que ya está en su cenit, no le molesta. Luego le ofrece pan y queso. Pero Jesús no quiere nada y Pedro lo deja en paz.

Un grupo de lujosas barcas de recreo, pequeñas y ligeras. Adornadas con baldaquines de púrpura y mullidos cojines, se atraviesan en el camino que llevan las barcas de los pescadores.

Estrépito, risas y perfumes, pasan con ellas. Pues las hermosas mujeres, con alegres romanos y palestinenses y uno que otro griego; son jóvenes, ricos y despreocupados. Lucen hermosas y elegantes vestiduras. Un joven alto con un vestido rojo, adornado con grecas y ceñido con un cinturón de oro que es una obra maestra de la orfebrería, dice:

–           ¿La Hélade es hermosa? Pero ni siquiera mi olímpica patria tiene este azul y estas flores. En realidad no es extraño que las diosas la hayan abandonado para venir aquí. Arrojemos flores sobre las diosas, ¡Que ya no son griegas, sino judías!

Y esparce sobre las mujeres que van en su barca, pétalos de espléndidas rosas. Y avienta otras a la barca más cercana.

Un romano responde:

–           ¡Arroja! ¡Arroja más, griego! Pues Venus está conmigo. Yo no desfloro. ¡Yo recojo las rosas de esta hermosa boca! ¡Es mucho más dulce! –y se inclina a besar la boca entreabierta y sonriente de la hermosísima rubia que tiene la cabeza entre sus piernas y va recostada entre cojines.

Pero las barcas están a punto de chocar.

–           ¡Atentos, si queréis vivir! –Pedro grita enojado mientras vira para evitar el choque, con fuerte golpe de barra.

Insultos de hombres. Gritos espantados de las mujeres van de barca a barca. Los romanos insultan a los galileos:

–           ¡Alejaos, perros judíos!

Pedro, rojo como un gallo de pelea, de pie sobre el borde de la barca que se balancea; con las manos en la cintura, responde vivamente y no perdona a nadie. Ni a romanos, ni griegos, ni hebreos y hebreas. Y especialmente a estas últimas les dedica un ramillete de floridos insultos que es mejor dejar en la pluma… el altercado dura mientras la maraña de quillas y de remos, no se deshace. Y cada quién se va por su camino.

Jesús no cambió de posición. Se quedó sentado y ausente. Sin mirar, ni decir nada. Ni a las barcas, ni a sus ocupantes. Apoyado sobre el codo, sigue mirando la lejana ribera, como si no sucediese nada a su alrededor. A Él también le avientan una flor, que casi le pega en la cara y se oye una risa femenina.

Es la rubia del romano, que dice:

–           ¡También los dioses abandonaron el Olimpo! ¡Allí está Apolo, esperándome!…

Pero Él…  nada.

La rosa cae sobre las tablas y llega hasta los pies de Pedro que hierve como una caldera. Cuando las barcas se alejan, la rubia se pone de pie y mira atentamente el sereno, inaccesible e indiferente rostro de Jesús; que parece tan lejano del mundo.

Judas de Keriot dice:

–           Oye, Simón. Tú que eres judío como yo. Responde: Aquella hermosísima rubia que estaba entre las piernas del romano. La que se puso de pie. ¿No es la hermana de Lázaro de Bethania?

Zelote responde seco:

–           Yo no sé nada. Hace poco que regresé al mundo de los vivos y esa mujer es joven.

Judas dice con cierta ironía:

–           ¡Espero que no me vayas a decir que tampoco conoces a Lázaro de Bethania! Sé muy bien que eres su amigo y que has estado en su casa, con el Maestro.

–           ¿Y qué si así fuese?

–           Puesto que así lo es. Yo digo que también debes de conocer a la pecadora que es la hermana de Lázaro. ¡Hasta las tumbas la conocen! Hace diez años que está en la boca de todos. En cuanto llegó a la pubertad empezó a ser ligera de cascos. Pero ¡Desde hace cuatro años! No puedes ignorar el escándalo, aunque estuvieras en el ‘Valle de los muertos’. Toda Jerusalén habló de ella y Lázaro se encerró desde entonces en Betania.

Hizo bien. Nadie hubiera puesto un pie en su espléndido palacio de Sión; a donde también ella iba y venía. Quiero decir: ninguno que fuese santo. Todo se sabe y en todas partes. Ahora, ciertamente está en Mágdala. Tal vez se encontró un nuevo amor… ¿No respondes? ¿Puedes desmentirme?

–           No desmiento. Callo.

–           Entonces, ¿Es ella? ¡También tú la reconociste!

Simón suspira antes de responder:

–           La conocí de pequeña, cuando era pura. La vuelvo a ver ahora. Pero la reconozco. Impúdicamente refleja la cara de su madre, que era una santa.

–           Entonces, ¿Por qué querías casi negar que tu amigo fuese su hermano?

–           Nuestras llagas y las de los que amamos, tratamos de tenerlas cubiertas. Sobre todo cuando se es honrado.

Judas ríe forzado.

Pedro observa:

–           Dices bien, Simón. Tú eres un hombre honrado.

Judas insiste:

–           ¿Y tú la reconociste? Seguro que vas a Mágdala a vender tus pescados. ¡¿Y quién sabe cuántas veces la habrás visto?!

Pedro contesta:

–           Muchacho. Ten en cuenta que cuando uno tiene los riñones cansados por un trabajo honrado, no se le antojan las mujeres. Se prefiere solo el lecho casto de nuestra esposa.

–           ¡Eh! ¡Pero lo bello a todos gusta! Al menos que no se vea otra cosa, se le mira.

–           ¿Para qué? ¿Para decir: ‘No es comida para tu mesa’? No. ¿Sabes? De mi trabajo en el lago he aprendido varias cosas y una de ellas, es que peces de agua dulce y de fondo; no están hechos para agua salada ni vertiginosa.

–           ¿Qué quieres decir?

–           Quiero decir que cada uno debe estar en su lugar; para no morir de mala muerte.

–           ¿Te hacía morir la Magdalena?

–           No. Tengo el cuero duro. Pero ya que me lo dices. ¿Acaso tal vez tú te sientes mal?

–           ¿Yo? ¡Ni siquiera la he visto!

–           Mentiroso. Apuesto que te habrás arrepentido de no haber estado en la primera barca, para verla mejor.  Me habrías soportado con tal de estar más cerca. Y tan cierto es lo que te digo, que me honras con tu palabra; en honor suyo; después de tantos días de silencio.

Judas se defiende:

–           ¿Yo? Pero… ¡Ni siquiera me hubiera visto! ¡Ella miraba fijamente al Maestro!

–           ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Y dices que no la mirabas! ¿Y cómo hiciste para ver a donde miraba, si tú no la veías?

A la ironía de Pedro, todos ríen. Menos Jesús y Zelote.

Jesús, que parecía que no oía; pone fin a la discusión preguntando a Pedro:

–           ¿Es aquello Tiberíades?

–           Sí, Maestro. Ahora llegamos.

–           Espera. ¿Puedes meterte en aquel lugar tranquilo? Quiero hablaros solo a vosotros, antes de entrar en la ciudad.

–           Mido el fondo y te lo diré. –Pedro echa una pértiga larga y lentamente va hacia la playa- se puede, Maestro. ¿Quieres que me acerque más?

–           Todo lo que puedas. Hay sombra y paz. Me gusta.

Pedro va hasta la ribera y como a unos quince metros, Jesús le dice:

–           Detente. –a los de la otra barca- Vosotros, acercaos lo más que podáis para oír.

Jesús deja su lugar y se sienta en el centro de la barca; de tal forma que todos le puedan oír:

–           ‘Escuchad. Os parecerá que algunas veces no ponga atención a vuestras conversaciones y que por eso sea Yo, un Maestro descuidado, que no se preocupa de sus discípulos. Tened en cuenta que mi alma no os abandona ni un instante. ¿Habéis visto a un médico cuando estudia a un enfermo de un mal que no conoce y que tiene síntomas raros? No separa sus ojos de él. Después de haberlo visitado, lo vigila. Cuando duerme y cuando está despierto. Por la mañana y por la tarde, cuando está callado y cuando habla; porque todo puede ser un medio y guía; para descifrar la enfermedad que oculta y curarla. Os tengo unidos con hilos invisibles, pero sensibilísimos; que están en Mí y me trasmiten aún las más leves vibraciones de vuestro ‘yo’. Os dejo que penséis que sois libres, para que manifestéis cada vez más lo que sois. Cosa que sucede cuando un alumno o un maníaco, cree que el vigilante lo ha perdido de vista. ¿Qué sois? ¿Qué debéis ser? Sois la sal de la tierra. Y debéis ser la luz del mundo. Os escogí Yo…

Y Jesús da una larga lección para forjar a sus apóstoles. Concientizándoles de la realeza de su sacerdocio; mientras el sol, lentamente se encamina hacia su ocaso…

Al día siguiente…

La ciudad de Tiberíades es nueva y rica. Es moderna y está mejor delineada que otras ciudades palestinenses. Presenta un conjunto armonioso que ni siquiera Jerusalén tiene. Hermosas y rectas calles que ya tienen el sistema de alcantarillado, lucen amplias y muy limpias. Plazas anchas, con bellas fuentes de mármol. Y palacios que rivalizan unos de otros, en el estilo de Roma, con atrios llenos de luz.

Las casas más hermosas, son las que están a la orilla del lago. Las tres primeras son señoriales.

Jesús viene caminando por la avenida que bordea el lago y Pedro pregunta:

–           ¿Has estado alguna vez en Tiberíades, Maestro?

Jesús contesta:

–           Nunca.

–           ¡He! ¡Antipas ha hecho bien las cosas y en grande, para adular a Tiberio! ¡Es un vendido ese…!

Jesús no lo deja continuar:

–           Me parece que es más bien una ciudad de descanso, que de comercio.

–           Los negocios están del otro lado. Tiene mucho comercio. Es muy rica.

–           ¿Estas casas son palestinenses?

–           Sí y no. Muchas pertenecen a romanos.

José el pastor dice:

–           Maestro, hemos llegado. Esta es la casa del mayordomo de Herodes.

La casa señalada es la primera. Tiene un jardín tapizado de flores. Fragancia de jazmines y rosas, se extienden hasta el lago.

Jesús pregunta:

–           ¿Y aquí está Jonathás?

–           Aquí. Es el mayordomo del Mayordomo. A él le fue bien. Cusa no es malo y es justo en reconocer los méritos de su mayordomo. Es uno de los pocos de la corte que es honrado. ¿Voy a llamarlo?

–           Ve.

José va hasta el gran portón y toca. Acude el portero. Hablan entre sí y José hace un gesto de desagrado. Después viene hacia Jesús, que lo espera bajo un árbol.

Le dice:

–           Jonathás no está. Se encuentra en el Alto Líbano. Fue a llevar a Juana de Cusa, que está muy enferma. Dice el portero que fue él, porque Cusa está en la corte y que no puede venir por el escándalo producido por la fuga del Bautista. Y que la enferma empeoraba y se moriría. El criado dice que entres a descansar. Jonatás les ha hablado del Mesías y de tu nacimiento en Belén. Tu Nombre les es conocido y te esperan.

–           ¡Vamos!

En el atrio hay una gran cantidad de siervos de todas las edades. Todos se inclinan respetuosamente a saludar. Una anciana llora en un rincón.

Jesús entra y bendice con su ademán y saludo de paz. El siervo encargado, se acerca y le dice:

–           ¡Oh! ¡Cuánto le pesará a Jonathás, no haber estado! Su esperanza era verte. Él nos ha alimentado con tu historia. Jonatás es bueno. Dice que lo es; porque lo hizo el beso que te dio.

–           Solo en los buenos aumenta la bondad. ¿Está ahora ausente? Vine por él.

–           Está en Líbano. Es la última esperanza para la joven patrona.

La anciana llora mucho más fuerte.

El criado explica:

–           Es Esther. La nodriza de la patrona. Llora porque no se resigna a perderla.

Jesús la llama:

–          Ven, madre. No llores así. Ven aquí, cerca de Mí. Enfermedad no quiere decir muerte.

Ella contesta afligida:

–           ¡Oh! ¡Es muerte! Ella es buena. Honrada y muy amada. ¡Debe morir!

–           Pero, ¿Qué es lo que tiene?

–           Fiebre que la consume. ¡Oh! Yo quería ir con ella. Pero Jonatás prefirió criadas jóvenes; porque ella no tiene fuerzas y hay que cargarla en peso. Yo ya no sirvo para eso. Pero para amarla sí. La recibí del seno de su madre. Y he sido para ella madre desde que quedó huérfana y era apenas un bebé. He recibido todas las sonrisas y lágrimas de su vida. Le he dado todas las sonrisas y lágrimas de mi corazón. Y ahora muere y no la tengo cerca de mí…

Jesús la acaricia y le dice:

–           Escucha madre. ¿Tienes fe?

–           ¿En Ti? Sí.

–           En Dios, mujer. ¿Puedes creer que todo lo puede Dios?

–           Lo creo y también creo que Tú, su Mesías; lo puedes. ¡Oh! En la ciudad ya se habla de tu poder. Jonatás dijo: ‘Si Él estuviese aquí, yo te juro que Él la sanaría’ pero Tú no estabas aquí. Y él se fue con ella. Y ahora estará muriendo.

–           No. Ten fe. Sonríe, madre.

–           Pero ella no está. –la anciana vacila entre la esperanza y el temor- ella no está aquí. Y Tú… Tú estás aquí.

–           Ten fe. Escucha. Si Jonatás regresa dentro de seis días, mándalo a Nazareth. A Jesús de José. Si no viene, iré Yo.

–           ¿Cómo lo hallarás?

–           Tú robustécete en la fe. Sólo te pido esto. Ya no llores madre. Yo me voy. No puedo esperar. Os bendigo.

–           Maestro, regresa otra vez.

–           Regresaré muchas veces. Adiós. La paz sea en esta casa y en todos vosotros.

Jesús sale con los suyos, acompañado por los criados que lo aclaman.

Su primo Santiago observa tristemente:

–           ¡Eres más conocido aquí que en Nazareth!

Jesús lo mira y le contesta:

–           Esta casa la preparó alguien que tenía verdadera fe en el Mesías. Para Nazareth, Yo soy el carpintero… Nada más.

–           ¿Vamos de veras a Nazareth?

–           Sí. Quiero hablar con mi Madre. Y hacer otra cosa más.

Los primos se ponen muy contentos.

Judas Tadeo dice:

–           Santiago. Pasaremos por Caná. Vamos a casa de Susana. Nos dará huevos y frutos para papá.

Santiago responde:

–           Y por supuesto también de su magnífica miel.  ¡A él tanto que le gusta!

–           Y lo alimenta.

–           ¡Pobre madre! ¡Sufre tanto! Él no quiere morirse. –Santiago mira a Jesús en una muda plegaria.

Pero Jesús no da señales de haberlo visto.

Días después…

Al llegar a Nazareth, Judas y Santiago se separan para ir a su casa. Jesús y los demás, van a la carpintería. María no está. Y se lo dice un anciano llamado Alfeo de Sara, que fue amigo de sus abuelos: Joaquín y Anna.

Los apóstoles entran a la casa y Jesús se queda con Alfeo.

Éste le dice:

–           Quería decirte que soy tu verdadero amigo. Yo no quiero darte consejos. Solo quiero ponerte sobre aviso. Yo creo en Ti, Mesías. Y me siento mal al ver que dicen que Tú no eres el Mesías. Que eres un enfermo que estás arruinando a la familia y a los parientes. La ciudad… ¿Sabes?… Alfeo es muy estimado y lo escuchan. También yo estaba aquella tarde en que Judas y Santiago te defendieron. Y defendieron la libertad de seguirte. ¡Oh! ¡Qué escena! No sé cómo tu Madre puede aguantar. Y la pobre María de Alfeo. En ciertas situaciones de familia, las mujeres son siempre las víctimas.

Jesús dice:

–           Ahora mis primos están en la casa de su padre y…

–           ¿Con Alfeo? ¡Oh! ¡Los compadezco! El viejo está realmente fuera de sí. Será por la edad o por la enfermedad; pero se comporta como un loco. Si no lo estuviera me causaría mayor compasión. Porque está poniendo en peligro su salvación…

–           ¿Piensas que tratará mal a sus hijos?

–           Estoy seguro. Me desagrada por ellos y por las mujeres. ¿A dónde vas?

–           A casa de Alfeo.

–           ¡No! ¡Jesús! ¡No quieras que te falte al respeto!

–           Los primos me aman más que a ellos mismos. Y es justo que les pague con igual amor. Allí están dos mujeres a quienes amo. Voy. No me entretengas.

Jesús apresura el paso, mientras el otro se queda pensativo en medio de la calle.  Jesús camina veloz y cuando llega al huerto de Alfeo, alcanza a escuchar el llanto de una mujer y los gritos descompasados de un hombre. En los umbrales de la casa, su Madre saca la cabeza y lo ve.

Jesús exclama:

–           ¡Mamá!

–           ¡Jesús!

Dos gritos de amor. Jesús quiere entrar, pero María lo detiene:

–           No, Hijo. –y pone las manos en el marco de la puerta. Es una barrera de carne y de amor que repite- ¡No, Hijo! ¡No lo hagas!

–           Déjame, mamá. No pasará nada.

Jesús está muy tranquilo. A pesar que la marcada palidez de María, ciertamente lo turba. Toma su muñeca delgada, le quita la mano del marco de la puerta y pasa.

En la cocina, esparcidos por el suelo, hechos un montón viscoso; están los huevos que trajeron de Caná. De la otra habitación, sale la voz quejumbrosa de un viejo que insulta, acusa, se lamenta; con uno de esos arrebatos seniles tan injustos; dolorosos e impotentes cuando se ven y tan penosos al sufrirlos.

El anciano grita dolorido:

–           Ved mi casa destruida. Convertida en el hazmerreír de todo  Nazareth. ¡Y yo aquí solo, sin ayuda! Herido en el corazón, en el respeto, en mis necesidades. ¡Esto es lo que te toca Alfeo, por haberte portado como un verdadero fiel! ¡Y porqué! ¿Por qué? ¿Por quién? Por un loco. Un loco que ha vuelto locos a mis estúpidos hijos. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué dolores!

Y se oye la voz de María de Alfeo que suplica llorando:

–           ¡Calma, Alfeo! ¡Calma! ¿Ves que te haces daño? Espera a que te ayude. Tú que siempre has sido bueno. Siempre justo. ¿Por qué te portas así contigo? ¿Conmigo?  ¿Con tus pobres hijos?

–           ¡Nada! ¡Nada! ¡No me toques! ¡No quiero! ¿Buenos los hijos? ¡Ah, sí! ¡En realidad son solo dos ingratos! Me traen miel, luego de haberme convertido en un vaso de hiel. ¡Me traen huevos y frutas; después que se han atragantado con mi corazón! ¡Lárgate! ¡Lárgate, te lo digo! ¡Lárgate! No te quiero. Quiero a María. Ella sí que sabe hacerlo. ¿Dónde está esa débil mujer que no sabe hacerse obedecer de su hijo?

María de Alfeo, arrojada; entra en la cocina en el preciso instante en que Jesús está por entrar en la habitación de Alfeo.

Cuando lo ve se le arroja en los brazos, desesperada. Mientras María la Virgen; humilde y paciente, va a donde está el viejo iracundo.

Jesús trata de consolarla:

–           No llores, tía. Ahora voy Yo.

Ella gime:

–           ¡No! ¡No hagas que te insulten! Parece un loco. Tiene el bastón. No, Jesús. ¡No! Ya les pegó también a sus hijos.

–           No me hará nada.

Y Jesús, suave pero resueltamente, hace a un lado a su tía y entra.

Saluda:

–           La paz sea contigo, Alfeo.

El viejo, que está por acostarse en medio de mil quejas e insultos a María, porque es una ignorante que no sabe cómo hacerlo; se voltea  inmediatamente:

–           ¡Tú aquí! ¡Aquí! ¿Has venido para burlarte de mí? ¿También esto?

Jesús dice tranquilo:

–           No. Vine a traerte la paz. ¿Por qué tan alterado? ¡Te pones peor! Mamá, deja. Yo lo levanto. No te lastimaré. Lo haremos fácil. Mamá, levanta las cobijas.

Y Jesús levanta con cuidado aquel montón de huesos que se desquebrajan. Anhelante, duro, quejumbroso y miserable. Lo recuesta con delicadeza, como si fuera un recién nacido.

Le dice:

–           Así, así. Como hacía Yo con mi padre. Más arriba está la almohada. –lo acomoda- te sentirás mejor y respirarás más fácilmente. Mamá, ponle esa bajo la cintura. Estarás más cómodo ahora. Así. La luz que no le hiera los ojos; pero sí que pueda entrar aire puro. ¡Muy bien!

Después que lo acomoda sobre el lecho dice a María:

–                      Vi una pócima en el fuego. Tráela, mamá. Por favor endúlzala.

Luego añade con dulzura, dirigiéndose al enfermo:

–                     Estás sudando y te resfrías. Te hará bien.

María. Obediente, sale.

Alfeo está turbado:

–           Pero yo… Pero yo… ¿Por qué eres bueno conmigo?

Jesús dice:

–           Porque te quiero mucho. Lo sabes.

–           Yo te quería. Pero ahora…

–           Ahora ya no me quieres. Lo sé. Pero Yo sí te quiero y esto me basta. Luego me amarás…

–           Y entonces… ¡Ay! ¡Ay, qué dolores! Y entonces, sí es verdad que me quieres, ¿Por qué ofendes mis canas?

–           No te ofendo, Alfeo. De ningún modo. Te respeto.

–           ¿Respeto? Soy el hazmerreír de Nazareth. Eso sí.

–           ¿Por qué dices eso, Alfeo? ¿En qué cosa te hago el hazmerreír?

–           En los hijos…  ¿Por qué son rebeldes? ¡Por Ti! ¿Por qué se  burlan de mí los demás? ¡Por Ti!

–           Dime. ¿Si Nazareth te alabase por la suerte de tus hijos, experimentarías igual dolor?

–           ¡Claro que no! Pero Nazareth no me alaba. Me alabaría si de verdad fueses Tú un conquistador. ¡Pero abandonarme por alguien que es poco menos que un loco que va por el mundo atrayéndose odios y burlas! ¡Pobre, en medio de los pobres!

¡Ah! ¿Quién no se burlaría? ¡Pobre casa mía! ¡Pobre estirpe de David! ¡Cómo termina! Y yo tenía que vivir tanto para contemplar esta desgracia.

Verte a Ti, la última palmera de la estirpe gloriosa, convertido en un demente por demasiado servilismo.

¡Ah! La desgracia vino sobre nosotros desde el día en que mi cobarde hermano se dejó unir con aquella insípida y prepotente mujer, que ejerció sobre él tanto imperio. Entonces dije: ‘José no es para el matrimonio. ¡Será infeliz!’ Y lo fue.

Él se conocía y nunca había querido saber nada de casamiento. ¡Maldita sea la ley de vírgenes huérfanas y herederas! ¡Maldición al destino y maldición a aquellas bodas!

La ‘virgen heredera’ con la pócima en la mano, regresa a tiempo para oír las lamentaciones de su pariente.

Se ve mucho más pálida; pero su actitud paciente no ha perdido la calma. Se dirige a Alfeo con una dulce sonrisa y le ayuda a beber.

Jesús le levanta la cabeza y dice:

–           Eres injusto, Alfeo. ¡Pero has sufrido tanto que todo se te perdona!

–           ¡Oh, sí! ¡Mucho he sufrido! ¡Dices que eres el Mesías y que haces milagros! Eso es lo que dicen. Si al menos me curaras para pagarme los hijos que me quitaste. ¡Cúrame y te perdonaré!

–           Tú perdona a los hijos. Comprende su corazón y Yo te daré consuelo. Si tienes rencor, no puedo hacer nada.

–           ¿Perdonar? –el hombre hace un movimiento rápido que agudiza los espasmos. Y de nuevo se enfurece- ¿Perdonar? ¡Jamás! ¡Lárgate, si sólo has venido para decirme esto! ¡Largo! Quiero morir sin ser perturbado.

Jesús tiene un gesto de resignación:

–           Adiós, Alfeo. Me voy. ¿De veras me arrojas? Tío, ¿De verdad debo irme?

–           Si no me curas, sí. Vete. Y di a esas dos serpientes, que su viejo padre muere teniéndoles rencor.

–           No. Esto no. No pierdas tu alma. No me ames si no quieres. No creas que soy el Mesías. Pero no odies. No odies, Alfeo. Búrlate de Mí. Dime loco. Pero no odies.

–           Pero, ¿Por qué me quieres tanto, si te insulto?

–           Porque Soy Aquel a quien no quieres reconocer. Soy el Amor…  Mamá, me voy a casa.

María dice con dulzura:

–           Sí, Hijo, mío. Iré pronto.

Jesús se despide:

–           Te dejo mi paz, Alfeo. Si me necesitas, mándame llamar a cualquier hora y vendré.

Jesús sale tranquilo, como si nada hubiera pasado. Una gran palidez cubre su cara. María de Alfeo, gime:

–           ¡Oh, Jesús! Jesús, perdónalo.

–           Claro que sí, María. Ni siquiera tienes que pedirlo. A uno que sufre, todo se le perdona. Ahora ya está más calmado. La Gracia trabaja aún sin que los corazones se den cuenta. Y luego, están tus lágrimas. Y también el dolor de Tadeo y de Santiago. Y su fidelidad a su vocación. La paz sea a tu angustiado corazón, tía. –Jesús la besa y sale al huerto para irse a su casa.

Al salir a la calle, se encuentra con Pedro y Juan. Están jadeantes por qué venían corriendo.

Pedro explica:

–           ¡Oh, Maestro! Pero, ¿Qué sucedió? Alfeo el de la fuente le dijo a Tadeo: ‘Jesús está en tu casa’ Y Santiago me dijo: ‘¡Corre a mi casa! Quién sabe cómo sea tratado Jesús.’ Tus primos están espantadísimos. Yo no entiendo nada. Pero al verte, me tranquilizo.

–           No ha pasado nada, Pedro. Es solo un pobre enfermo al que los dolores lo hacen insoportable. Ahora ya todo acabó.

–           ¡Oh! ¡Me da gusto! ¿Y tú porque estás aquí? –pregunta Pedro con un tono de voz severo, a Judas de Keriot; que también se ha acercado.

Judas le contesta a la defensiva:

–           También tú has venido.

–           Me pidieron que viniera y por eso estoy aquí.

–           También yo vine. Si el Maestro está en peligro en su patria; yo que lo defendí en Judea, puedo defenderlo también en Galilea.

–           Para esto bastamos nosotros. Pero en Galilea no hay necesidad.

–           ¡Ah! ¡Ah! ¡En realidad! Su patria lo arroja como un alimento indigesto. Me alegro por ti que te escandalizaste con un pequeño incidente ocurrido en Judea, donde Él es un desconocido. ¡Aquí, al contrario!… –y Judas termina con un silbido que es un poema de sátira.

Pedro concluye:

–           Oye, muchacho. No estoy de buen humor para aguantarte. Olvida todo, si algo se te atora. – Se vuelve hacia Jesús y pregunta- Maestro, ¿Te hicieron algún daño?

Jesús contesta:

–           No. Pedro mío. Te lo aseguro. Vamos más aprisa. Hay que consolar a los primos.

Apresuran el paso. Llegan y entran el gran taller de carpintería. Tadeo y Santiago están sentados junto al banco de carpintero. Jesús se les acerca sonriente, para asegurarles que su corazón los ama.

Y les dice:

–           Alfeo está más tranquilo ahora. Los dolores se calman y todo está en paz. También vosotros tranquilizaos.

Los dos contestan al mismo tiempo:

–           ¿Lo viste?

–           ¿Y mamá?

–           Vi a todos.

Tadeo pregunta:

–           ¿También a mis hermanos?

–           No. No estaban allí.

–           Estaban. No quisieron dejarse ver. Pero nosotros sí los vimos. ¡Oh! ¡Sí hubiéramos cometido un crimen, no nos hubieran tratado como lo hicieron! Y ¡Pensar que veníamos volando desde Caná, por la alegría de volver a verlo y traerle lo que sabemos que le gusta! Lo amamos. Pero ya no nos comprende. Y ya no nos cree. –Judas dobla el brazo y llora con la cabeza sobre el banco, pues está sentado sobre el banquillo.

Santiago es más fuerte; pero su cara muestra su martirio interno.

Jesús les dice:

–           No llores, Judas. Y tú, no sufras.

Santiago exclama:

–           ¡Oh! ¡Jesús! Somos sus hijos y nos ha maldecido. Pero aun cuando esto nos destroza, ¡No daremos un paso atrás! ¡Somos tuyos! ¡Y tuyos seremos aun cuando nos amenacen con la muerte!

Jesús sonríe:

–           ¡¿Y eras tú el que decías que no eras capaz de heroísmo?! Yo lo sabía. Lo estás diciendo por tu propia boca. En verdad serás fiel aún hasta la muerte. Y tú también.

Jesús los acaricia. Ellos sufren. El llanto de Judas empapa la parte curva de la piedra. Y en esta ocasión, se refleja mejor el alma de los discípulos.

Pedro, en su cara honrada, refleja dolor.

Y exclama:

–           ¡Eh! ¡Sí! Es un dolor. Cosas tristes. Pero muchachos míos. –los sacude con cariño- No todos merecen esas palabras. Yo estoy dándome cuenta que he sido un afortunado porque me llamó. Esa buena mujer mía, siempre me dice: ‘Es como si yo estuviese repudiada, porque ya no eres mío. Pero yo digo: ¡Oh, feliz repudio!’ también decidlo vosotros. Habéis perdido a un padre; pero conseguisteis a Dios.

José el pastor, que siempre ha sido huérfano, está sorprendido de que un padre pueda ser causa de llanto y dice:

–           Yo creía que era el más infeliz porque no tenía padre. Ahora me doy cuenta de que es mejor llorarlo muerto, que tenerlo por enemigo.

Juan se limita a besar y a acariciar a sus compañeros. Andrés suspira y guarda silencio.  Tomás, Felipe, Mateo y Nathaniel hablan en voz baja en un rincón. Como quién respeta un dolor profundo y verdadero. Santiago de Zebedeo ora muy bajito, rogando a Dios para que de su paz.

Simón Zelote se acerca a los dos afligidos, pone una mano sobre la cabeza de Tadeo y el otro brazo alrededor de los hombros de Santiago y dice:

–           No llores, hijo. ÉL nos lo había dicho: ‘Os uno a ti que por mi causa pierdes un padre y a ti que tienes corazón de padre, sin tener hijos’ Entonces no comprendimos la profecía que encerraba en sus palabras. Pero Él lo sabía. Pues bien, yo ruego y siempre he soñado en que se llamase ‘padre’. Os suplico que me aceptéis como a tal. Y yo como padre, os bendeciré siempre.

Los dos lo aceptan y lloran más fuerte.

María entra y corre junto a sus sobrinos. Los acaricia. Está pálida como un lirio.  Tadeo la toma de la mano y se la besa diciendo:

–           ¿Qué está haciendo?

María lo mira con dulzura y responde:

–           Durmiendo, hijo. Vuestra mamá os manda un beso.

Y los besa a los dos.

Se oye la áspera voz de Pedro:

–           Oye. Ven aquí un momento, que te quiero decir algo. –Y Pedro ase con su robusta mano, por un brazo a Judas de Keriot y lo lleva hacia la calle. Luego regresa solo.

Jesús pregunta:

–           ¿A dónde lo enviaste?

Pedro contesta:

–         ¿A dónde? A tomar un poco de aire. Si no, terminaría por dárselo yo mismo. Y de otro modo… y no lo hice solamente por Ti. ¡Oh! Ahora estamos mejor. Quién es capaz de reír, ante un dolor es un áspid. Y yo aplasto a las serpientes. Aquí estás Tú. Y tan solo lo dejé mirando la luna. Creo que yo me haré primero un escriba, con un milagro de Dios; a que él, ni siquiera con la ayuda divina, se haga bueno. Es más seco y duro que una piedra, bajo el sol de Agosto. ¡Ea, muchachos! Aquí hay muchos corazones que os aman sinceramente. Las borrascas hacen bien. Y mañana estaréis más frescos y más ligeros que los pájaros, para seguir a Jesús.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA,CONOCELA

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