26.- EL PREDILECTO17 min read

Al día siguiente, en una fría mañana invernal, sobre el improvisado púlpito del establo, Jesús va a predicar a la multitud…

Y Pedro lo hace que se incline y le dice en voz baja:

–           Detrás del muro está la mujer velada. La he visto. Está desde ayer. Vino siguiéndonos desde Betania. ¿La arrojo o la dejo?

Jesús ordena suavemente:

–                     Déjala. Lo he dicho.

–                     ¿Pero si es una espía, como dice Iscariote?

–           No lo es. Ten confianza en lo que digo. Déjala y no digas nada a nadie. Respeta su secreto.

–                     No he dicho nada, porque pensé que estaba bien.

–                     Procura que no se le perturbe y respétala.

Hay por lo menos el doble de gente que ayer. Y algunos no parecen campesinos. Tienen su burro amarrado y toman su comida bajo el cobertizo. El día es frío pero sereno.

La gente habla entre sí:

–                     Pero, ¿Es más que Juan?

–                     No. Es diferente. Yo era de Juan; que era el Precursor. La Voz de la Justicia. Éste es el Mesías, la Voz de la Sabiduría y de la Misericordia.

Varios preguntan:

–                     ¿Cómo lo sabes?

–                     Me lo dijeron tres discípulos del Bautista, que siempre han estado con él. Ellos lo vieron nacer. Isaac es uno de los pastores y es mi amigo. Estaría bien decir a los Betlemitas que fuesen buenos. Ni en Belén, ni en Jerusalén pudo predicar.

–                     ¡Sí! ¡Imagínate si los escribas y fariseos van a querer sus palabras! ¡Son unas víboras y hienas, como los llama el Bautista!

–                     Yo querría que me curase. ¿Ves? Tengo una pierna con gangrena. He sufrido lo indecible al venir en burro hasta aquí. Lo busqué en Sión, pero ya no estaba.

Alguien responde:

–                     Lo amenazaron de muerte.

–                     ¡Perros!

–                     Sí. ¿De dónde vienes?

–                     De Lidda.

–                     ¡Mucho camino!

Otro muy abatido, dice:

–                     Yo… yo quisiera decirle un error mío. Se lo dije al Bautista y me escapé con tantos reproches que me dijo. Pienso que no puedo ser perdonado.

–                     ¿Qué fue lo que hiciste?

–                     Mucho mal. Se lo diré a Él. ¿Qué pensáis? ¿Me maldecirá?

Un viejo imponente responde:

–                     No. Lo oí hablar por casualidad en Betsaida. Hablaba a una pecadora. ¡Qué palabras! ¡Ah! ¡Yo hubiera querido ser ella; para merecer su perdón…!

Varios gritan:

–                     ¡Mírenlo! ¡Ahí viene!

–                     ¡Misericordia! ¡Me avergüenzo! –dice el culpable haciendo el intento de huir.

Y se oye su Voz misericordiosa:

–           ¿A dónde huyes hijo mío? ¿Tienes tanta lobreguez en el corazón, como para odiar la Luz y huir de Ella? ¿Has pecado tanto, como para tener miedo de mi Perdón? Pero, ¿Qué pecado pudiste cometer? Ni aunque hubieses matado a Dios, deberías de tener miedo, ¡Si hay en ti un verdadero arrepentimiento! No llores. Más bien ven, que lloraremos juntos.

Jesús, que había estirado su brazo para detener al que iba a huir; lo estrecha contra Sí y luego se dirige a los que lo están esperando y dice:

–                     Sólo un momento. Debo aliviar este corazón. Luego regreso.

Y se va más allá de la casa. Rozando al dar vuelta en el ángulo, a la mujer velada. Jesús la mira fijamente por un momento.

Avanza unos diez pasos y se detiene. Pregunta al hombre que llevaba abrazado:

–           ¿Qué hiciste, hijo?

El hombre cae de rodillas. Tiene como cincuenta años. Una cara quemada por muchas pasiones y consumida por un tormento secreto.

Extiende sus brazos y grita:

–                     Para gozar de toda la herencia paterna, maté a mi madre y a mi hermano. Para gastarla en mujeres. No he tenido jamás paz… mi comida: ¡sangre! Si sueño, son pesadillas. Mi placer… ¡Ah!… en el pecho de las mujeres y en sus gritos de lujuria; sentía el frío de mi madre muerta y la asfixia de mi hermano envenenado. Malditas mujeres del placer que sois áspides, medusas, murenas insaciables. ¡Ruina! ¡Ruina!…  ¡Ruina, mía!

Jesús dice:

–                     ¡No maldigas! ¡Yo no te maldigo!

–                     ¿No me maldices?

–                     ¡No! ¡Lloro y tomo sobre Mí tu pecado!… ¡Qué pesado es! ¡Me quiebra! Pero lo abrazo fuerte, para destruirlo por ti…y a ti te doy el perdón. ¡Sí! ¡Te perdono tu gran pecado!

Extiende sus manos sobre la cabeza del hombre que solloza y dice estas palabras en Oración: ‘Padre. También por él mi sangre será derramada. Pero ahora mira el llanto y la plegaria. Padre, perdona porque él se ha arrepentido. Tu Hijo, en cuyas manos se ha confiado todo juicio, ¡Así lo quiere!…

Por algunos minutos sigue en esta actitud. Luego se inclina. Levanta al hombre y le dice:

–                     La culpa se te ha perdonado. Te toca ahora expiar con una vida de penitencia lo que queda, por tu delito.

–                     Dios me ha perdonado… ¿Y mi madre?… ¿Y mi hermano?

–                     Lo que Dios perdona, lo perdonan todos. Vete y no peques más.

El hombre llora más fuerte y le besa la mano. La mujer velada hace un movimiento como para salirle al encuentro; pero luego baja la cabeza y no se mueve. Jesús pasa delante de ella sin mirarla.

Va hasta su lugar y dice en voz alta y fuerte:

–                     Paz a vosotros que buscáis la Palabra…

Y Jesús da una extensa lección sobre los Mandamientos de la Ley de Dios…

La semana siguiente…

Los discípulos están muy agitados. Parece un enjambre provocado.  Hablan; miran a todas partes… Jesús no está.

Pedro ordena a Juan:

–                     Vete a buscar al Maestro. Está en el bosque junto al río. Dile que venga pronto para que diga lo que debemos hacer.

Juan va a la carrera.

Judas de Keriot, dice:

–                     No entiendo por qué tanta confusión y tanta descortesía. Yo habría ido y lo habría recibido con todos los honores. Es un honor suyo y también para nosotros. Así pues…

Pedro advierte.

–                     Yo no sé nada. Él será diferente a su pariente… pero a quién está con hienas se le pega el olor y el instinto. Por lo demás, tú querrías que se fuese aquella mujer… ¡Pero ten cuidado! El Maestro no quiere y yo la tengo bajo mi protección. Si la tocas… ¡Yo no soy el Maestro! Te lo digo para tu conducta futura.

Judas dice con ironía:

–                     ¡Hummm! ¿Quién es pues? ¿Tal vez la bella Herodías?

–                     ¡No te hagas el chistoso!

–                     Tú eres el que me hace serlo. Le has hecho la guardia real alrededor como si fuese una reina.

–                     El Maestro me dijo: ‘Procura que no se le perturbe y respétala’ Y eso es lo que hago.

Tomás pregunta:

–                     ¿Pero quién es? ¿Lo sabes?

Pedro dice:

–           Yo no.

Varios insisten:

–                     ¡Ea! ¡Dilo! ¡Tú lo sabes!

–                     Os juro que no sé nada. El Maestro lo sabe. Pero yo no.

–                     Hay que preguntárselo a Juan. A él le dice todo.

Judas pregunta:

–                     ¿Por qué? ¿Qué cosa especial tiene Juan? ¿Es acaso un dios tu hermano?

Santiago de Zebedeo responde:

–                     No, Judas. Es el más bueno de nosotros.

Santiago de Alfeo dice:

–                     Por mí ni me preocupo. Ayer mi hermano la vio cuando salía del río con el pescado que le había dado Andrés y se lo preguntó a Jesús. Él respondió: ‘Tadeo. No tiene cara. Es un espíritu que busca a Dios. Para Mí no se trata de otra cosa y así quiero que sea para todos.’ Y lo dijo en tal forma: ‘Quiero’ que os aconsejo de no insistir.

Judas de Keriot dice:

–                     Yo voy a donde está ella.

Pedro se enciende como un gallo de pelea y replica:

–                     ¡Haz la prueba! Si eres capaz…

–                     ¿La harás de espía para acusarme con Jesús?

–                     Dejo ese encargo a los del Templo. Nosotros los del lago ganamos el pan con el trabajo y no con la delación. No tengas miedo de que Simón de Jonás la haga de espía. Pero no me provoques y no te atrevas a desobedecer al Maestro, porque yo soy…

–                     ¿Y quién eres tú? ¡Un pobre hombre como yo!

–                     Sí, señor. al revés. Más pobre, más ignorante, más vulgar que tú. Y no me avergüenzo. Me avergonzaría si fuese igual a ti en el corazón. El Maestro me confió este encargo y yo lo hago.

–                     ¿Igual a mí en el corazón? Y… ¿Qué cosa hay en mi corazón que te causa asco? ¡Habla! ¡Acusa! ¡Ofende!…

Bartolomé interviene:

–                     ¡Judas! ¡Cállate! Respeta las canas de Pedro.

–                     Respeto a todos. Pero quiero saber qué cosa hay en mí…

Pedro estalla:

–                     Al punto eres servido. Déjame hablar… hay tanta soberbia que con ella se puede llenar esta cocina. Hay falsedad y hay lujuria.

Judas casi se ahoga:

–                     ¿Yo falso?…

Todos se interponen y Judas debe callar.

Simón, con calma dice a Pedro:

–                     Perdona amigo, si te digo una cosa. Él tiene defectos, pero tú también los tienes. Y uno de ellos es el de no compadecer a los jóvenes. ¿Por qué no tomas en cuenta la edad? ¿El nacimiento y… tantas otras cosas? Mira. Tú obras por amor a Jesús. Pero, ¿No has notado que estas disputas le causan hastío? A él no le digo nada. –señala a Judas- pero a ti, sí. Porque eres un hombre maduro y muy sincero, te hago esta súplica: ¡Él tiene tantas penas por sus enemigos y dárselas también nosotros! Hay tantas guerras a su alrededor. ¿Por qué provocar otra en su nido?

Tadeo confirma:

–                     Es verdad. Jesús está triste y ha adelgazado. En las noches oigo que da vueltas en su cama y suspira. Hace algunos días, me levanté y ví que lloraba, orando. Le pregunté: ‘¿Qué te pasa?’ Él me abrazó y me dijo: ‘Quiéreme mucho. ¡Qué fatigoso es ser ‘Redentor’!

Felipe agrega:

–                     También yo me di cuenta de que había llorado en el bosque junto al río. Y a mi mirada interrogante respondió: ‘¿Sabes qué diferencia hay entre el Cielo y la Tierra, además de no ver a Dios? Es la falta de amor entre los hombres. Me estrangula como una soga. He venido a darles granos a los pajaritos, para que me amen los seres que se aman.’

amor animal

Escuchar todo esto, resquebraja por un momento el gran egoísmo de Judas. Siente una oleada de amor por su Maestro y el conocer su sufrimiento, se le clava como un puñal en su corazón. Y se deja caer, llorando como un niño.

Y en ese preciso momento, entra Jesús con Juan:

–           Pero, ¿Qué sucede? ¿Por qué ese llanto?

Pedro responde:

–                     Por mi culpa, Maestro. Cometí un error. Regañé a Judas muy duramente.

Judas replica entre sollozos:

–                     No… yo… yo… el culpable soy yo. Yo soy el que te causa dolor. No soy bueno… Perturbo… Pero, ¡Ayúdame a ser bueno! Porque tengo algo aquí en el corazón… algo que no comprendo… que me obliga a hacer cosas que no quiero hacer. Es más fuerte que yo. Y te causo dolor a Ti, Maestro; al que debería dar gozo. Créelo; no es falsedad.

Jesús dice:

–                     Sí, Judas. No lo dudo. Viniste a Mí, con sinceridad de corazón; con verdadero entusiasmo. Pero eres joven… Nadie. Ni siquiera tú mismo te conoces como Yo te conozco. ¡Ea! ¡Levántate y ven aquí! Luego hablaremos los dos solos. Mientras tanto, hablemos de aquello por lo que me mandasteis llamar. ¿Qué hay de malo en que venga Mannaém?

¿No puede un hermano de leche de Herodes, tener sed del Dios Verdadero? ¿Tenéis miedo por Mí? Tened fe en mi palabra. Este hombre ha venido con fines honestos.

Pedro:

–                     ¿Entonces por qué no se dio a conocer?

Jesús:

–                     Precisamente porque viene como un ‘alma’; no como hermano de Herodes. Se ha envuelto en el silencio, porque piensa que ante la Palabra de Dios, no existe el parentesco con un rey. Respetaremos su silencio.

Andrés:

–                     Pero si por el contrario… ¿Él lo envió?

–                     ¿Quién?…  ¿Herodes?… No. No tengáis miedo.

Tadeo:

–                     ¿Quién lo manda entonces?

Santiago:

–                     ¿Cómo se ha informado de Ti?

–                     Es discípulo de mi primo Juan. Id y sed con él corteses; como con los demás. Id. Yo me quedo con Judas.

Los discípulos se van.

Jesús mira a Judas, que está todavía lloroso y le pregunta:

–                     ¿Y? ¿No tienes nada que decirme? Yo sé todo lo tuyo. Pero quiero saberlo por ti. ¿Por qué ese llanto? Y sobre todo, ¿Por qué ese desequilibrio, que te tiene siempre tan descontento?

–                     ¡Oh, sí Maestro! Lo dijiste. Soy celoso por naturaleza. Tú sabes que así es… Y sufro al ver que… Al ver tantas cosas. Esto me saca de quicio, porque soy injusto. Y me hago malo, aun cuando no quisiera. No…

–                     ¡Pero no llores de nuevo! ¿De qué estas celoso? Acostúmbrate a hablar con tu verdadera alma. Hablas mucho. Hasta demasiado…  Pero, ¿Con quién? Con el instinto y con tu mente. Tomas un fatigoso y continuo trabajo, para decir lo que quieres decir: hablo por ti. De tu ‘yo’. Porque cuando tienes que hablar de otros y a otros, no te pones cortapisas, ni límites. Y lo mismo haces con tu carne. Ella es un caballo bronco. Pareces un jinete a quien el jefe de las carreras, le hubiese dado dos caballos locos para hacer el paso de la muerte…  

Uno es el sentido. Y el otro… ¿Quieres saber cuál es el otro? ¿Sí?…

Judas asiente con la cabeza.

Jesús continúa:

–           Es el error que no quieres domar. Tú…  Jinete capaz pero imprudente. Te fías de tu capacidad y crees que basta. Quieres llegar primero… no pierdes tiempo ni siquiera para cambiar de caballo. Antes bien, los espoleas y pinchas. Quieres ser el ‘vencedor’… quieres aplauso. ¿Acaso no sabes que la victoria es segura cuando se conquista con constante, paciente y prudente trabajo?… Habla con tu alma. De allí es de donde quiero que salga tu confesión. O, ¿Debo decirte lo que hay dentro?

Una sombra cruza por la mirada de Judas antes de responder:

–                     Veo que también Tú no eres justo. Y no eres firme y esto me hace sufrir.

–                     ¿Por qué me acusas? ¿En qué he faltado a tus ojos?

–                     Cuando quise llevarte con mis amigos, no te gustó. Y dijiste: ‘Prefiero estar entre los humildes.’ Luego Simón y Lázaro te dijeron que era bueno que te pusieras bajo la protección de un poderoso y aceptaste. Tú das preferencia a Pedro, a Simón, a Juan. Tú…

–                     ¿Qué otra cosa?

–                     Nada más, Jesús.

–                     Nubecillas… pompas de espuma. Me das compasión porque eres un desgraciado  que te torturas, pudiendo alegrarte. ¿Puedes decir que este lugar es de lujo? ¿Puedes decir que no hubo una razón poderosa que me obligó a aceptarlo?… ¿Si Sión no me hubiera arrojado, estaría refugiado en un lugar de asilo?

–                     No.

–                     ¿Entonces cómo puedes decir que no te trato como a los demás? ¿Puedes decir que he sido duro contigo cuando has faltado? Tú no fuiste sincero… las vides… ¿Qué nombre tenían esas vides?…

No fuiste complaciente con quién sufría y se redimía. Ni siquiera fuiste respetuoso conmigo. Y los otros lo vieron. Y con todo; una sola voz se levanta incansable en tu defensa: la mía. Los demás tendrían el derecho de estar celosos. Porque si ha Habido uno que fuera preferido y protegido, eres tú.

Judas, avergonzado y conmovido, llora.

–                     Me voy. Es la hora en que soy de todos. Tú quédate y reflexiona…

–                     Perdóname, Maestro. No podré tener paz, si no tengo tu perdón. No estés triste por mi causa. Soy un muchacho malvado… Amo y atormento… Así sucedía con mi madre. Así es ahora contigo. Y así será con mi esposa, si algún día me caso… creo que sería mejor que me muriese.

–                     Sería mejor que te enmendases. Estás perdonado. ¡Hasta luego!

Jesús sale.

Afuera está Pedro, que le dice:

–                     Ven, Maestro. Ya es tarde. Hay mucha gente. Dentro de poco se pondrá el sol. Y no has comido. Ese muchacho es causa de todo.

–                     ‘Ese muchacho’ Tiene necesidad de todos vosotros para no ser el causante de estas cosas. Procura recordarlo, Pedro. Si fuese tu hijo, ¿Lo compadecerías?

–                     ¡Uhmmm! Sí y no. Lo compadecería. Pero le enseñaría también algunas cosas. Aunque fuese adulto le enseñaría como a un jovencillo mal educado. Bueno… si fuese mi hijo, no sería así…

–                     ¡Basta!

–                     Sí, ¡Basta, Señor mío! Mira, allí está Mannaém. Es el que tiene el manto rojo muy oscuro, que parece casi negro. Me dio esto para los pobres. Y me preguntó que si podía quedarse a dormir.

–                     ¿Qué respondiste?

–                     La verdad. ‘No hay más que para nosotros…’

Jesús no dice nada. Deja a Pedro y va a dónde está Juan y le dice algo en voz baja.    Luego va a su puesto y comienza a hablar sobre el Segundo Mandamiento…

Cuando termina, no hay ningún enfermo. Jesús se queda con los brazos cruzados y mira a los que se van yendo, después de que los ha despedido y bendecido.

El hombre vestido de rojo oscuro, parece que no sabe qué hacer.

Jesús no lo pierde de vista, cuando lo ve que se dirige hacia su caballo, lo alcanza y le pregunta:

–                     ¡Oye! Espérame. Ya va anochecer. ¿Tienes dónde dormir? ¿Vienes de lejos? ¿Estás solo?

El hombre contesta titubeante:

–                     De muy lejos… Y me iré. No sé… si en el poblado encontraré… o hasta Jericó. Allí dejé la escolta en la que no confiaba.

Jesús le dice:

–                     No. Te ofrezco mi cama. Ya está lista. ¿Tienes que comer?

–                     No tengo nada. Creí que este lugar sería más hospitalario.

–                     No falta nada.

–                     Nada. Ni siquiera el odio contra Herodes. ¿Sabes quién soy? 

–                     Los que me buscan tienen un solo nombre: ‘Hermanos, en el Nombre de Dios’. Ven. Juntos compartiremos el pan. Puedes llevar el caballo a aquel galerón. Yo dormiré allí y te lo cuidaré.

–                     No. Esto jamás. Yo dormiré ahí. Acepto el pan; pero no más. No pondré mi sucio cuerpo donde Tú pones el tuyo, que es santo.

–                     ¿Me crees santo?

–                     Sé que eres santo. Juan, Cusa, tus obras… tus palabras. El palacio real es como una concha que conserva el rumor del mar. Yo iba a donde estaba Juan… y luego lo perdí. Él me dijo: ‘Uno que es más santo que yo, te recogerá y te elevará’ no podrías ser otro, sino Tú. Vine en cuanto supe en dónde estabas.

Zelote regresa del río, después de bautizar y Jesús bendice a los últimos bautizados. Luego le dice:

–                     Esta persona, es el peregrino que busca refugio en el Nombre de Dios. Y en el Nombre de Dios lo saludamos como amigo.

Simón se inclina y el hombre también. Entran en el galerón y Mannaém amarra el hermosísimo caballo blanco, con gualdrapas de color rojo que penden de la silla, adornadas con plata, en el pesebre.

Juan acude con hierba y un cubo con agua.

Acude Pedro también, con una lámpara de aceite, porque ya está oscuro.

Mannaém dice:

–                     Aquí estaré muy bien. Dios os lo pague.

Jesús le pone la mano en el hombro y le dice:

–           Ven amigo mío. Vamos a compartir el pan…

Luego entran todos en la cocina, donde arde una tea y se reúnen para cenar…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

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