33.- ANATEMA

Después de la Fiesta de las Encenias en Bethania, Jesús regresa con sus discípulos. El día está lluvioso y todo está desierto en Aguas Hermosas. Llama a Judas de Keriot y lo envía al poblado, para comprar lo más necesario.

Luego se le acerca Andrés, que siempre tímido le dice en voz baja:

–                     ¿Quieres escucharme, Maestro?

–                     Sí. Ven conmigo adelante.

Y alarga el paso seguido por su discípulo, separándose unos metros de los demás.

Andrés dice afligido:

–                     ¡Ya no está la mujer Maestro! Le pegaron y huyó. Estaba herida y manaba sangre. El administrador la vio. Me adelanté diciendo que iba a ver si no había asechanzas, pero era porque quería ir a donde ella estaba. ¡Tenía tantas esperanzas de traerla a la Luz! ¡He orado mucho por ella en estos días!… ¡Ahora ha huido! Se perderá. Si supiera en donde está, la iría a buscar. No lo diría a los demás, pero a Ti sí. Porque me entiendes. Sabes que no hay pasión alguna, sino tan sólo el deseo, ¡Oh, tan grande que parece un tormento! De salvar a una hermana…

Jesús contesta:

–                     Lo sé, Andrés y te digo: aun cuando las cosas se han presentado así, tu deseo se cumplirá. Jamás la plegaria que se hace por ese motivo, se pierde. Dios la escucha y ella se salvará.

–                     Tú lo dices y mi dolor se dulcifica.

–                     ¿No querrías saber otra cosa de ella? ¿No te interesa ser quien me la traiga? ¿No me preguntas cómo sucederá?…

Jesús sonríe dulcemente con un esplendor de luz en sus pupilas que miran al apóstol que va caminando a su lado. Una de esas sonrisas y esas miradas cautivadoras con las que conquista los corazones.

Andrés, con sus dulces ojos castaños lo mira y dice:

–                                         Me basta con saber que vendrá a Ti. Que sea otro o yo, no me importa. ¿Cómo sucederá? Tú lo sabes y yo no tengo necesidad de saberlo. Tengo tu promesa y me siento feliz.

Jesús le pasa un brazo por la espalda y lo atrae hacia Sí, dándole un abrazo afectuoso y diciendo:

–                     Éste es el don del verdadero apóstol. Me decías que el administrador la vio. Cuéntame…

–                     Tres días después de que nos fuimos, vinieron unos fariseos a buscarte. Como no te encontraron dieron vueltas por el poblado y por las casas de la campiña. Entraron a la fonda, arrojando con soberbia a los que estaban ahí; porque decían que no querían estar en contacto con extranjeros desconocidos que pudieran contaminarlos y aún profanarlos.

Todos los días iban a la casa y un día vieron a la pobrecita, que también había ido esperando encontrarte. La hicieron huir. La siguieron hasta su refugio en los establos del administrador. No le pegaron porque él intervino con sus hijos armados con garrotes, pero por la tarde cuando salió, regresaron y habían otros con ellos. Y cuando estaba en el pozo la apedrearon; llamándola prostituta y exponiéndola al oprobio del pueblo.

Y cómo huyese maltratada. La alcanzaron, le quitaron el velo y el manto para que todos la viesen y otra vez la golpearon.

Se impusieron con su autoridad sobre el sinagogo y te culparon a Ti, que la habías traído al país. Pero como él no quiso hacerlo, ahora está a la espera del Anatema del Sanedrín.

El administrador la arrancó de las manos de esos bribones y la ayudó. Por la noche se fue dejando un brazalete y escrito sobre un pedazo de pergamino: ‘Gracias. Ruega por mí.’ El administrador dice que es joven y hermosísima.

Aunque estaba muy pálida y delgada. La buscó por los campos porque estaba muy herida. Pero no la encontró. Y no sabe cómo pudo irse tan lejos. Tal vez se murió en algún sitio y no se salvó…

–                                         No.

–                                         ¿No? ¿No ha muerto? ¿No se ha perdido?

–                                         La voluntad de redimirse es ya una absolución. Aun cuando hubiese muerto, sería perdonada porque ha buscado la Verdad y puesto el error bajo sus pies. Empieza a subir por la pendiente del Monte de la Redención.

La veo… inclinada bajo su llanto de arrepentimiento. El llanto la hace siempre más fuerte y su peso disminuye. La veo. Se dirige al encuentro del Dios-Sol. Va subiendo… ayudada con tus oraciones.

Andrés está tan impactado de poder ayudar a un alma en su santificación, que casi no puede creerlo. Le parece una gracia tanmaravillosa, que lo que considera sus pequeñas oraciones, ahora Dios le muestre lo que está haciendo en las palabras de su Maestro…

–                     ¡Oh, Señor!… –Y mira a Jesús casi espantado.

Jesús sonríe mucho más dulce.

–                     Será necesario abrir los brazos y el corazón al sinagogo perseguido e ir a bendecir al buen administrador. Vamos con tus compañeros a decírselo.

Regresan para unirse a los discípulos que se habían detenido aparte, comprendiendo que Andrés tenía cosas confidenciales que comunicar al Maestro.

Y mientras tanto ven que Judas se acerca a la carrera. Con su manto que flota al viento, parece una mariposa que atraviesa por un jardín y con los brazos abiertos hace toda clase de señales.

Pedro pregunta:

–                     ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco?

Antes de que nadie pueda responder, llega Judas jadeante y gritando:

–                     ¡Espera, Maestro!… ¡Escúchame antes de ir a la casa! ¡Hay asechanzas! ¡Oh, qué villanos! ¡Oh, Maestro! ¡No se puede ir allá! En la población están los fariseos y todos los días van a la casa. Te están esperando para hacerte daño. Despiden a los que van a buscarte. Los espantan con anatemas horrendos.

¿Qué quieres hacer? Aquí te perseguirán y tu obra resultaría en vano… Uno de ellos me vio y me atacó. Un viejo feo, narigón que me conoce porque es uno de los escribas del Templo. Me atacó aferrándose a mí con sus garras. Y me insultó con su voz de gavilán y me rasguñó. ¡Mira!… (En la muñeca y en la mejilla trae las señales de las uñas) No le hice nada. Pero cuando babeó sobre Ti, lo tomé por el cuello…

Jesús grita:

–                     ¡Pero Judas!

–                     No, Maestro. No lo estrangulé. Tan solo le impedí que blasfemase contra Ti. Y luego lo dejé que se fuera. Ahora está allí, muriéndose de miedo por el percance que se encontró. Vámonos de aquí, te lo ruego. Por otra parte, con ellos acá, nadie podrá venir a verte…

Todos exclaman al mismo tiempo:

–                     ¡Maestro!

–                     ¡Es un horror!

–                     Judas tiene razón.

–                     ¡Son como hienas al acecho!

–                     Fuego del Cielo que bajaste sobre Sodoma, ¡Por qué no vuelves a bajar?

Bartolomé dice:

–                     En realidad has estado valiente muchacho.

Pedro dice:

–                     Es una mala suerte que no hubiese estado yo también. Te habría ayudado.

Judas contesta:

–                     ¡Oh, Pedro! Si hubieses estado también tú, ese viejo gavilán hubiese perdido para siempre las plumas y la voz.

–                     ¿Pero cómo hiciste para… para no darle un hermoso fin?

–                     ¡Ah! ¡Un rayo de luz atravesó mi mente! Una idea que salió quién sabe de qué parte profunda del corazón: ‘El Maestro condena la violencia.’… y me contuve. Experimenté un choque más profundo que el que recibí cuando di contra el muro, sobre el que me había arrojado el escriba cuando me atacó. Sentí los nervios como despedazados… en tal forma que no tenía más fuerzas. ¡Qué fatiga es vencerse!…

–                     ¡Eres un muchacho valiente! ¿Verdad, Maestro? ¿No das tu parecer?…

Pedro está feliz por lo que hizo Judas, que no comprende porqué Jesús haya pasado del estado luminoso que tenía antes en su rostro, a una actitud tan severa, que le brota a los ojos y le aprieta la boca que parece hacerse más pequeña.

La abre para decir:

–                     Yo digo que estoy más disgustado de vuestro modo de pensar, que de la conducta de los judíos. Ellos, desgraciados; se encuentran en las tinieblas. Vosotros que estáis en la Luz, sois duros, vengativos, murmuradores, violentos, aprobadores de un acto brutal como ellos. Os digo que me dais la prueba de ser los mismos que erais cuando me visteis por primera vez. Y esto me duele.

En cuanto a los fariseos, sabed que el Mesías no huye. Voy a hacerles frente. No soy un cobarde. Cuando hable con ellos y no los haya persuadido me retiraré. No se debe decir que no haya recurrido a todos los medios para atraerlos a Mí. También ellos son hijos de Abraham. Cumplo con mi deber hasta el fin. Su condenación la pronunciará su mala voluntad y no el que los haya descuidado.

Y Jesús va hacia la casa que se ve con su techo bajo, más allá de una hilera de árboles sin hojas. Los apóstoles lo siguen con la cabeza baja, hablando entre sí. Cuando llegan a la casa entran a la cocina en silencio y se ponen a preparar lo necesario. Jesús está absorto en sus pensamientos.

Están a punto de comer cuando un grupo de personas aparece en la puerta.

Judas dice en voz baja:

–                     Helos aquí.

Jesús, rápido se ha levantado y se dirige hacia ellos. Es tan imponente que el grupillo retrocede por un instante.

Pero el saludo de Jesús les da seguridad:

–                     La paz sea con vosotros, ¿Qué queréis?

Se envalentonan y le intiman con arrogancia:

–                     En Nombre de la Santa Ley, te ordenamos que abandones este lugar, Tú turbador de las conciencias. Violador de la Ley. Corruptor de las tranquilas ciudades de Judá. ¿No temes al castigo del Cielo? Tú, mono imitador del justo que bautiza en el Jordán. Tú que proteges a las prostitutas lárgate de la tierra santa de Judá. Que tu aliento no llegue hasta aquí, a la ciudad santa.

Jesús contesta humildemente:

–                     No hago ningún mal. Enseño como Rabí. Curo como taumaturgo. Arrojo a los demonios como exorcista. Éstas categorías también existen en Judá. Y Dios que las quiere, hace que las respetéis y las veneréis. No exijo veneración. Sólo quiero que me dejéis hacer el bien a los que están enfermos en el cuerpo, en la mente o en el espíritu. ¿Por qué me lo prohibís?

–                     Eres un poseído. ¡Lárgate!

–                     El insulto no es una respuesta. Os pido que no me prohibáis lo que a otros permitís.

–                     ¡Lárgate! ¡Porque eres un poseído! Arrojas a los demonios y haces milagros con ayuda de ellos.

–                     ¿Y vuestros exorcistas entonces?… ¿Con la ayuda de quién lo hacen?

–                     Con su vida santa. Tú eres un pecador. Y para aumentar tu poder te sirves de  las pecadoras. Porque con esta clase de uniones aumenta su fuerza la posesión demoníaca. Nuestra santidad ha purificado la zona de tu cómplice; pero no permitimos que te quedes aquí, para que no atraigas a otras mujeres.

Pedro que se ha acercado al Maestro en actitud no muy conciliadora, pregunta:

–                     ¿Pero esta casa es vuestra?

–                     No es casa nuestra. Pero todo Judá y todo Israel está en manos de los santos, de los puros de Israel.

Judas también se ha acercado, dice con una risa sarcástica:

–           ¿Lo sois vosotros? ¿Dónde está el otro amigo vuestro? ¿Todavía está temblando? ¡Desvergonzados! ¡Largaos de aquí! Y al punto. De otro modo haré que os arrepintáis de…

Jesús interviene:

–                     ¡Silencio, Judas! Y tú Pedro, regresa a tu lugar. Oíd escribas y fariseos: por vuestro bien, por piedad de vuestra alma, os ruego que no combatáis al Verbo de Dios. Venid a Mí. No os odio. Comprendo vuestra mentalidad y la compadezco. Pero os ruego que no combatáis al Verbo de Dios. Venid a Mí. No os odio. Pero os ruego que tengáis una nueva mentalidad santa, capaz de santificarse y de que os dé el Cielo. ¿Creéis que he venido para pelear contra vosotros?

¡Oh, no! He venido para salvaros. Os amo. Os pido amor y comprensión. Precisamente porque sois los más santos en Israel, debéis comprender más que todos la Verdad. Sed alma y no cuerpo. ¿Queréis que os lo pida de rodillas? Lo hago. Os pido en cambio vuestra alma que pondría bajo mis pies para adquirirla para el Cielo. Seguramente que el Padre no tomará como error mío, mi humillación. ¡Decidme la palabra que espero!

Y Jesús está ante ellos en actitud tan implorante, con sus manos extendidas hacia adelante en una rendición completa.

Pero los miembros del Sanedrín se niegan al amoroso ruego y su soberbia se esponja como la cola de un pavo real…

Y sentencian implacables:

–                     ¡Maldición!

–                     Es lo que decimos.

Jesús baja los brazos con una tristeza muy evidente y dice:

–                     Está bien. Está dicho. Idos. También Yo me iré.

Y Jesús les da la espalda y regresa a su lugar.  Dobla su cabeza sobre la mesa y llora.

Bartolomé cierra la puerta, para que ninguno de los que lo han insultado y que se retiran con amenazas y blasfemias, vean ese llanto.

Sigue un largo silencio.

Luego Santiago de Alfeo acaricia la cabeza de Jesús y le dice:

–                     No llores. Nosotros te amamos. Y también en su lugar.

Jesús levanta su rostro y dice:

–                     No lloro por Mí. Lloro por ellos, que se matan a sí mismos, sordos a toda llamada. 

Santiago de Zebedeo pregunta:

–                     ¿Qué vamos a hacer, Señor?

Jesús contesta:

–                     Iremos a Galilea. Partiremos mañana por la mañana.

–                     ¿Hoy no, Señor?

–                     No. Debo saludar a los buenos del lugar. ¿Vendréis conmigo?

Todos se unen a su alrededor y le profesan su amor y su adhesión. Luego van a la casa del administrador.

Después de los saludos mutuos, Jesús le agradece lo que hizo.

El hombre dice:

–           Señor. No he cumplido más que mi deber para con Dios, con mi amo y la sinceridad de mi conciencia. Durante el tiempo que estuvo esta mujer la cuidé porque era mi huésped y siempre vi que era una mujer honesta. Puede ser que haya sido pecadora. Ahora no lo es. ¿Por qué debo meterme en el pasado sobre el que ella ha puesto una cerradura, para anularlo? Tengo hijos jóvenes y que no son feos. Jamás enseñó su cara que es verdaderamente hermosísima. Ni se le oyó hablar.

Puedo decir que oí su voz argentina, cuando gritó al ser herida. Cuando pedía algo, era poca cosa. Me lo pedía a mí o a mi mujer. Y lo decía detrás del velo y tan quedito, que casi no se le entendía. Mira qué prudente fue, cuando temió que su presencia podía causar daño se fue. Le había prometido ayuda y defensa, pero no la aceptó. De este modo no se comportan las mujeres perdidas. Rogaré por ella como me lo pidió, sin tener necesidad de este recuerdo. Tenlo, Señor. Haz alguna limosna con el brazalete y que sea para su bien. Ciertamente esto le producirá paz.

El administrador habla respetuoso a Jesús, que toma el brazalete de oro y lo entrega a Pedro, diciendo:

–                     Para los pobres. –Luego se dirige al administrador- No todos en Israel tienen tu rectitud. Eres sabio porque distingues el bien y el mal. Y sigues el bien sin valuar la utilidad humana al hacerlo. Te bendigo en Nombre del Eterno Padre y también a tu familia y a tu casa. Conservaos siempre en esta disposición de espíritu y el Señor estará siempre con vosotros. Ahora me voy. Pero regresaré y podréis venir siempre a Mí. Dios os dé su paz por lo que hiciste por Mí y por esa pobre criatura.

El administrador, su esposa y sus hijos se arrodillan y besan los pies de Jesús, que después de un último ademán de bendición, se aleja junto con los discípulos en dirección al poblado.

Felipe pregunta:

–                     ¿Y si todavía están allí esos sinvergüenzas?

Tadeo responde:

–                     A nadie se le puede prohibir hablar por las calles de la tierra.

–                     No. Pero para ellos somos anatema.

–                     ¡Oh! ¡Déjalos! ¿Te preocupa algo?

Pedro rezonga:

–                     Lo único que me preocupa es que el maestro rechaza la violencia. Y ellos lo saben y se aprovechan de ello. 

Y Jesús que ha estado hablando con Simón y Judas de Keriot, lo oye. Medio severo y sonriente, se vuelve y le dice:

–           ¿Crees que vencería usando la violencia? Esto es un pobre sistema humano que sirve por un tiempo, para victorias de los hombres. ¿Cuánto tiempo dura el atropello? Hasta que no produzca en los atropellados reacciones que al unirse engendren una violencia mayor, que abate el atropello que existía antes. No quiero un reino temporal. Quiero un Reino Eterno: el Reino de los Cielos. ¿Cuantas veces os lo he dicho? ¿Cuántas os lo deberé decir? ¿No lo entenderéis jamás? Sí. Vendrá el momento cuando lo entenderéis.

Pedro dice:

–                     ¿Cuándo, Señor mío? Tengo prisa en entender para ser menos ignorante.

–                     ¿Cuándo? Cuando seréis machacados como el grano entre las piedras del dolor y el arrepentimiento. Deberíais entender antes. Pero para entender esto deberéis despedazar vuestra humanidad y dejar libre al espíritu. Y no sabéis usar esta fuerza sobre vosotros mismos. Pero entenderéis. Entenderéis…  Y entonces también comprenderéis, que no podéis usar la violencia, ni ningún medio humano para establecer el Reino de los Cielos: el Reino del Espíritu. Pero mientras tanto no tengáis miedo. Esos hombres que os preocupan no os harán nada. A ellos  les basta el haberme arrojado.

Tomás pregunta:

–                     ¿No era más fácil mandar un recado al sinagogo para que viniese a la casa del administrador o que nos esperase en el camino principal?

–                     ¡Oh! ¡Qué prudente estás hoy, Tomás mío! Era más fácil pero no sería justo. Él ha demostrado heroísmo por Mí y se le injurió en su hogar por causa mía. Es justo que Yo vaya a consolarlo a su casa.

Tomás levanta los hombros y no dice más.

Llegan a la casa del sinagogo. Una anciana en cuya cara hay rastros de llanto, abre y al ver a Jesús se alegra y se postra bendiciéndolo.

Jesús le dice:

–                     Levántate madre. Vine a deciros adiós. ¿Dónde está tu hijo?

–                     Allí. –y señala una habitación que está en el fondo- ¿Viniste a consolarlo? Yo no soy capaz.

–                     ¿Está desconsolado? ¿Le duele el haberme defendido?

–                     No, Señor. Pero tiene un escrúpulo. Tú lo oirás. Voy a llamarlo.

–                     No. Yo voy. Esperadme todos aquí. Vamos mujer.

Jesús entra en la habitación. Se acerca despacio al hombre que está sentado. Absorto en una dolorosa meditación.

Jesús lo saluda:

–                     La paz sea contigo, Timoneo.

El hombre contesta:

–                     ¡Señor! ¡Tú!

–                     Yo. ¿Por qué estás triste?

–                     Señor, yo… Me dijeron que he pecado. Me dijeron que soy anatema. Me estoy examinando y no me parece que lo sea. Pero ellos son los santos de Israel y yo el pobre sinagogo. Ciertamente tienen razón. Ahora no me atrevo a levantar la cara ante el Rostro Airado de Dios. Y tanto que me hace falta en este momento. Le servía con verdadero amor y trataba de darlo a conocer. Ahora estoy privado de este bien porque el Sanedrín me ha maldecido.

–                     ¿Pero cuál es el dolor? ¿De no ser más el sinagogo o de estar imposibilitado de hablar de Dios?

–                     ¡Es esto, Maestro lo que me produce dolor! Pienso que me insinúas que me desagrada ya no ser el sinagogo por las utilidades y honores que trae consigo. Esto no me preocupa. No tengo más que a mi madre. Nativa de Azra, donde tengo una pequeña casa. Techo para ella y con qué viva ella lo hay. En cuanto a mí… Soy joven. Trabajaré. Pero yo he pecado y no me atreveré a hablar más de Dios.

–                     ¿Por qué has pecado?

–                     Dicen que soy cómplice de… ¡Oh, Señor!… ¡No me hagas que lo diga!…

–                     No. Ni siquiera Yo lo digo. Yo y tú conocemos sus acusaciones  y sabemos que son mentira. Por lo tanto, no has pecado. Yo te lo digo.

–                     ¿Entonces puedo otra vez levantar mi mirada al Omnipotente? ¿Te puedo?…

–                     ¿Qué cosa, hijo? –Jesús es todo dulzura mientras se inclina sobre el joven que bruscamente se ha encogido, como atemorizado.

Lo que sucede, es que ante los ojos de Timoneo, Jesús ha sufrido una transformación espiritual… A través del velo de su Carne, El Padre Celestial se está manifestando con su propia Persona, en la persona de Jesús y mira a Timoneo con infinita ternura…

Jesús continúa:

– ¿Qué cosa?… Mi Padre busca tu mirada. La quiere. Yo quiero tu corazón y tu pensamiento. Cierto que el Sanedrín lanzará su golpe contra ti. Yo te abro los brazos y te digo: VEN. ¿Quieres ser un discípulo mío? Veo en ti cuanto es necesario para ser obrero del Patrón Eterno. Ven a mi viña…

Timoneo lo mira asombrado y contesta:

–                     ¡Oh! ¿De veras lo dices, Maestro?… ¡Madre!… ¿Oyes? ¡Qué feliz soy madre mía! Yo… bendigo este dolor porque me ha proporcionado esta alegría. Celebrémoslo con una fiesta. Luego me iré con el Maestro y tú regresarás a tu casa. Vengo al punto Señor mío; que has desterrado todos mis temores, dolores y miedo que tenía de Dios.

–                     No. Esperarás la palabra del Sanedrín con corazón sereno y sin rencor. Quédate en tu lugar hasta que se te permita que sigas. Luego me alcanzarás en Nazareth o en Cafarnaúm. Adiós. La paz sea contigo y con tu mamá. Adiós  madre. ¿Estás feliz ahora?

Jesús la acaricia.

La anciana contesta:

–                     Feliz Señor. Había alimentado a un varón para el Señor. Él me lo toma para siervo de su Mesías. Sea bendito el Señor. Bendito Tú que eres su Mesías. Bendita la hora en que viniste. Bendito mi hijo que ha sido llamado a tu servicio.

–                     Bendita sea la madre santa como Anna de Elianna. La paz sea con vosotros.

Jesús sale y se va con sus discípulos. Emprenden el camino para Galilea. Llegan a un lugar muy montañoso. El camino es duro y áspero. Los más viejos se cansan mucho. Los jóvenes por su parte, van contentos alrededor de Jesús y más los de Galilea, por el regreso. Su alegría es tanta que contagia a Judas, que desde hace tiempo está en las mejores disposiciones de espíritu.

Se limita a preguntar:

–                     Maestro, para Pascua, si vienes al Templo… ¿Regresarás a Keriot? Mi madre espera siempre volver a verte. Me lo ha hecho saber. Igualmente mis paisanos…

Juan agrega:

–                     ¿Para Pascua podremos venir? Quisiera mostrar tu gruta a Santiago y a Andrés.

Judas contesta:

–                     ¿Te olvidas que Belén no nos ama? Mejor dicho, al Maestro…

–                     No. Pero iré con Santiago y Andrés.

Simón dice:

–                     Jesús podría estar en Yutta o en tu casa…

Judas aplaude como un niño:

–                     ¡Oh! ¡Eso sí me gustaría! ¿Lo harás, Maestro? Ellos van a Belén. Tú te quedas conmigo en Keriot. Sólo conmigo. Nunca has estado… y tengo tantas ganas de hospedarte…

Jesús dice:

–                     ¿Estás celoso? ¿No sabes que amo a todos de igual modo? ¿No crees que estoy con todos vosotros por igual?

–                     Sé que nos amas. Si no fuese así, serías más severo. Al menos conmigo… Creo que tu espíritu vela siempre sobre nosotros. ¿Pero somos todos más espíritu? Existe también el hombre con sus pasiones, sus deseos y sus quejas. Jesús mío; yo sé que no soy quién te tiene más contento. Pero creo que conoces cuán vivo es en mí, el deseo de agradarte y cómo me pesan las horas en que te pierdo por mi miseria…

–                     No, Judas. No me pierdes. Estoy más cerca de ti por la sencilla razón de que conozco lo que eres…

–                     ¿Qué cosa soy, Señor mío? Dímelo. Ayúdame a entender lo que soy. No me comprendo. Me parece que soy como una mujer que sufro los efectos de estar encinta. Tengo apetitos santos y perversos. ¿Por qué? ¿Qué cosa soy yo?…

Jesús lo mira con una expresión indefinible. Está triste, pero con una tristeza llena de compasión. Mucha piedad… Parece un médico que comprueba el estado del enfermo y que sabe que es una enfermedad incurable… pero no habla.

Judas insiste:

–                                         Dímelo, Maestro. Tu juicio será el menos severo de todos los que se lancen contra el pobre de Judas y luego… somos hermanos. No me importa que sepan de que estoy hecho. Al contrario. Al oírlo de Ti, corregirán su juicio. Y me ayudarán. ¿No es verdad?

Los otros están cohibidos y no saben qué decir. Miran al compañero. Miran a Jesús. Él hace que Judas ocupe el lugar que antes tenía su primo Santiago y dice:

–                                         Eres simplemente un desordenado. Tienes en ti los mejores elementos pero no bien asegurados. El soplo más débil de viento, los echa por tierra. Hace poco pasamos por aquellos desfiladeros y nos mostraron el daño que el agua, la tierra y las plantas, causaron en el poblado. Estos tres elementos son cosas útiles y benditas, ¿No es verdad? Y sin embargo allí, fueron una maldición.

¿Por qué? Porque el agua del río no tenía una ribera propia. Además por la pereza del hombre, se había formado más riberas, según su capricho. Era bello, mientras no había tempestades. Eran bellas las plantas nacidas al azar y que dejaban claros llenos de sol. Bella, la tierra suave, depositada por lejanos aluviones, en la quebrada del monte. Era como un primor de joyeles esa agua clara que regaba el monte con muchos riachuelos que el hombre gozaba porque era útil a sus campos.

Bastó que llegaran hace un mes las tempestades, para que los caprichosos senderos del río, se uniesen y se desbordasen por otro camino, arrastrando las plantas que no estaban en orden, llevándose consigo los trozos de tierra, hasta el valle. Si las aguas hubiesen estado bien reguladas… si las plantas hubiesen estado dispuestas en bosques bien ordenados… si la tierra hubiese estado sostenida con antemurales; entonces los tres elementos buenos: las plantas, el agua y la tierra, no se habrían convertido en ruina y muerte para ese poblado.

Tú tienes inteligencia, valor, educación, actividad, elegancia y muchas otras cosas. Pero están colocadas sin orden alguno y los dejas así. Mira… tienes necesidad de un trabajo paciente y constante sobre ti mismo, para poner orden. Que es también fuerza en tus cualidades; de modo que cuando ruja la tempestad de la tentación, lo bueno que existe en ti, no se convierta en mal para ti y para los demás.

Judas lo mira pasmado y dice:

–                     Tienes razón Maestro. De vez en cuando un viento me golpea  y todo se me embrolla. Y dices que podré…

–                     La voluntad lo es todo, Judas.

–                     Pero hay tentaciones tan ardientes… que se ocultan por miedo de que el mundo las pueda leer en la cara…

–                     ¡Aquí está el error! Sería el momento preciso de no ocultarse. Sino de buscar en el mundo de los buenos, su ayuda. También el contacto con los buenos calma la fiebre. Y buscar también a los criticones del mundo, porque el orgullo empuja a esconderse, para que no se lea entre nuestros espíritus tentados y esto sirve de reactivo a la debilidad moral… y no se caería.

–                     Te metiste en el desierto…

–                     Porque lo podía hacer. Pero ¡Ay! De los solos si no son en su soledad, multitud contra multitud.

–                     ¿Cómo? No entiendo.

–                     Multitud de virtudes contra multitud de tentaciones. Cuando la virtud es poca, hay que hacer lo que hace esta hiedra: aferrarse a las ramas de los árboles robustos para poder subir.

–                     Gracias maestro. Yo me aferro a Ti y a mis compañeros. Ayudadme todos. Sois mejores que yo.

Santiago de Alfeo responde:

–                     Ha sido mejor el ambiente parco y honesto en el que hemos crecido amigo. Ahora estás con nosotros y te queremos mucho. Verás… no es por criticar la Judea, pero créeme que en Galilea hay menos riquezas  y menos corrupción. Están cerca Tiberíades, Mágdala y otros lugares de recreo. Pero vivimos con nuestra alma sencilla, vulgar si quieres; pero activa, contenta, santamente con lo que da Dios.

Juan Objeta:

–                     ¿Santiago, no sabes que la mamá de Judas es una mujer santa? Se le ve la bondad en la cara.

Judas de Keriot al oír tal alabanza, le envía una sonrisa que crece cuando Jesús confirma:

–                     Dijiste bien, Juan. Es una criatura santa.

–                     ¡Eh! ¡Sí! Pero mi padre soñaba con hacerme un gran personaje en el mundo. Y muy pronto y profundamente, me arrancó de mi madre.

Pedro se acerca y pregunta:

–                                         ¿Pero de qué tema habláis que siempre hay materia? ¡Deteneos! Esperadnos. No está bien caminar así y no pensar en que yo tengo las piernas cortas.

Jesús responde:

–                                         Hablábamos de las cualidades de ser buenos…

Y se detienen en una arboleda, para descansar…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

 

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