Es una noche clara de luna llena. Tan clara que se ve el terreno con todas sus particularidades y los campos con el trigo que acaba de nacer unos cuantos días antes. Parecen alfombras de felpa verde y plateada, por las que atraviesan las cintas oscuras de los senderos y brillan los árboles, bañados con la luz plateada de la luna.
Jesús camina solo con su paso veloz. Hasta que se encuentra un riachuelo que desciende hacia la llanura. Y sube por su curso hasta un lugar solitario y cercano a una cuesta de árboles. Da vuelta, trepando por un sendero y llega a un refugio natural que está en la falda de la colina. Entra.
Se inclina sobre alguien que está en el suelo y dice suavemente:
– Juan…
El hombre se despierta. Se sienta todavía adormilado. Pero reconoce quién lo llama y se postra en tierra diciendo:
– ¿Cómo es posible que haya venido a verme, mi Señor?
Jesús contesta:
– Para hacer feliz tu corazón y el mío. Me querías ver, Juan. He venido. Levántate. Vamos a la luz de la luna y sentémonos sobre la piedra que está junto a la cueva.
Juan obedece. Se levanta y sale. Cuando Jesús se ha sentado; él, con su piel de oveja que pobremente le cubre su flaquísimo cuerpo; se pone de rodillas frente a Cristo. Con las manos, se echa hacia atrás lo largos cabellos descompuestos que le caen sobre los ojos, para ver mejor al Hijo de Dios…
El contraste es muy grande.
Jesús, pálido y rubio; con su cabellera muy bien peinada y barba corta.
Juan es un mechón de cabellos negrísimos, por los que se asoman dos ojos hundidos; ardientes. Que brillan profundamente en su color negro azabache.
Jesús dice:
– He venido a darte las gracias. Has cumplido y sigues cumpliendo con la gracia que tienes: tu misión de ser Precursor mío. Cuando llegue la hora a mi lado entrarás al Cielo; porque Dios con ello te premiará todo. Cuando me esperes estarás ya en la paz del Señor, querido amigo mío.
Juan contesta:
– Muy pronto entraré en la paz, Maestro mío y Dios mío. Bendice a tu siervo para que encuentre fuerzas en su última prueba. Sé que está próxima y que todavía tengo que dar un testimonio: el de la sangre. Y Tú mejor que nadie sabes que la hora se acerca. Tu venida es muestra de tu misericordiosa bondad, de tu corazón de Dios; para fortalecer al último mártir de Israel y al primer mártir de la Nueva Era. Pero dime una cosa, ¿Deberé esperar mucho tu llegada?
– No, Juan. Un poco más de cuanta diferencia existió entre tu nacimiento y el mío…
– Sea bendito el Altísimo. Jesús… ¿Puedo decirte así?…
– Lo puedes… Porque eres mi pariente y porque eres santo. El Nombre que también los pecadores pronuncian, lo puede decir el santo de Israel. Para ellos es salvación, para ti que sea dulzura. ¿Qué quieres de Mí, maestro y primo tuyo?
– Voy a morir. Así como un padre se preocupa de sus hijos; así yo de mis discípulos… Tú Eres el Maestro y sabes cómo los amamos. La única pena que tengo al morir, es el miedo de que se pierdan como ovejas sin pastor. Recógelos. Te devuelvo los que son tuyos y que fueron perfectos discípulos míos, en esperarte. En ellos, especialmente en Matías, está realmente presente la sabiduría. Tengo otros… Irán a Ti. Pero permite que te confíe éstos, personalmente. Son los que más quiero.
– Yo también los quiero. Tranquilízate, Juan. No perecerán. Ni éstos. Ni los otros, tus verdaderos discípulos. Recojo tu herencia y la cuidaré como el tesoro más querido que Yo el Señor, haya recibido de su amigo y siervo.
Juan se postra en tierra. Y cosa que se ve extraña en un personaje tan austero: llora fuertemente de alegría.
Jesús le pone la mano sobre la cabeza y le dice:
– Tu llanto de alegría y humildad, tiene eco en un canto lejano, a cuya melodía tu corazoncito saltó de júbilo. Ese canto y ese llanto son el mismo himno de alabanza al Eterno, ‘Que ha hecho grandes cosas. Él que es Poderoso, extendió el brazo de su poder y disipó el orgullo de los soberbios y elevó a los humildes.’ También mi Madre está por entonar su canto, que en otros tiempos cantara.
Y después, también para Ella vendrá la más grande gloria. Como para ti; después del martirio. Te manda por mi medio, muchos saludos. La despedida y consuelos. Lo mereces. Aquí no tienes más que la mano del Hijo del Hombre, que está sobre tu cabeza. Pero del Cielo abierto desciende la Luz y el amor para bendecirte, Juan.
– No merezco tanto. Soy tu siervo.
– Eres mi Juan.
– ¡Ah! ¡Tu Juan!
– Aquel día en el Jordán era Yo el Mesías que se manifestaba. Ahora, soy el primo y Dios, que te quiere dar el viático de su amor de Dios y de pariente. Levántate Juan, démonos el beso de despedida.
– No merezco tanto… Siempre lo he deseado. Durante toda mi vida. Pero no me atrevo a besarte. Eres mi Dios.
– Soy tu Jesús. Adiós. Mi alma estará junto a la tuya, hasta la paz. Vive y muere en paz, por amor a tus discípulos… No puedo darte ahora, más que esto. Pero en el Cielo te daré el ciento por ciento, porque has encontrado gracia ante los ojos de Dios.
Lo levanta y lo abraza, besándole sobre las mejillas y a su vez, Juan lo besa. Luego éste se arrodilla otra vez y Jesús le pone las manos sobre su cabeza y ora con los ojos levantados al Cielo.
Parece como si lo consagrase en una escena majestuosa. Finalmente, se despide con su dulce saludo:
– Mi paz sea siempre contigo.
Y torna por el camino por el que vino.
Unas horas más tarde, cuando está con sus discípulos.
Simón le dice:
– Señor, ¿Por qué no reposas en la noche? Esta vez me levanté y no te encontré. Tu lugar estaba vacío.
Jesús pregunta:
– ¿Para qué me buscabas?
– Para darte mi manto. No quise que tuvieras frío en la noche que era serena, pero muy fresca.
– ¿Y tú no tenías frío?
– Me acostumbré durante muchos años de miseria a vivir casi desnudo. Sin comer. Sin dónde dormir… el Valle de los Muertos… ¡Qué horror!… Otra vez que bajemos a Jerusalén; ven Señor mío, a aquellos lugares de muerte. Hay tantos infelices ahí… Y la miseria corporal no es lo peor. Lo que más roe y consume allí, es la desesperación. ¿No te parece Señor, que hay mucha dureza contra los leprosos?
Judas se adelanta a contestar a Zelote:
– ¿Y querrías entonces que estuviesen entre la gente? Peor para ellos si son leprosos.
Pedro exclama:
– ¡Lo único que falta es que se conviertan en mártires de los hebreos! ¡Bonito sería que la lepra anduviese entre todos nosotros!
Santiago de Alfeo advierte:
– Me parece que es una medida de justa prudencia, el tenerlos alejados.
Simón contesta:
– Sí. Pero se haría con piedad, no con condena. No sabes lo que significa ser leproso. No puedes hablar. Porque si es justo tener cuidado de nuestros cuerpos; no observamos igual justicia para con las almas de los leprosos. ¿Quién les habla de Dios? Y sólo Dios sabe cuánta necesidad tienen de Él; en una paz; en medio de aquella atroz desolación.
Jesús dice:
– Simón. Tienes razón. Iré a ellos porque es justo. Y para enseñaros esta clase de misericordia. Iré a lo más miserable de Israel. Y entre ellos están los leprosos del valle de los Muertos. No haré que pierdan su fe en Mí; éstos a quienes evangelizó un leproso agradecido.
– ¿Cómo sabes que lo hice, Señor?
– Como sé lo que piensan de Mí, amigos o enemigos, cuyo corazón escudriño.
Pedro grita:
– ¡Misericordia! ¿Tú sabes exactamente todo lo nuestro, Maestro?
– Sí. También tú… y no sólo tú, querías alejar a Fotinaí. Pero, ¿No sabes que no te es lícito alejar del Bien a un alma? El primer año ha terminado. También debéis avanzar en este segundo año. De otra manera sería inútil que me cansase en evangelizar y volver a evangelizaros a vosotros, mis futuros sacerdotes.
Juan dice:
– ¿Fuiste a orar, Maestro? No prometiste enseñarnos tus oraciones. ¿Lo harás este año?
– Lo haré. Más quiero enseñaros a ser buenos. Pues la bondad en sí, ya es oración. Lo haré, Juan.
Judas de Keriot pregunta:
– ¿Y también nos enseñarás a hacer milagros este año?
– No se enseña a hacer milagros. No es juego de ilusionista. El milagro viene de Dios. Lo obtiene quien goza de favor ante Dios. Si aprendéis a ser buenos; tendréis este favor y podréis hacer milagros.
Pedro dice:
– Pero tú nunca respondes a nuestra pregunta. La hicieron Simón y Juan y no nos dices a dónde fuiste esta noche. Ir así; sólo, en un país pagano, puede ser peligroso.
– Fui a hacer feliz a un corazón recto, porque pronto morirá. Y a recoger su herencia.
– ¿De veras? ¿Es mucha?
– Mucha Pedro. Y de gran valor. Fruto del trabajo de un verdadero justo.
– Pero… Pero yo no he visto nada en tu alforja. ¿Acaso son joyas que tienes en el seno?
– Sí. Son joyas que amo con todo el corazón.
– Muéstranoslas, Señor.
– Las recibiré cuando el que está por morir, haya fallecido. Por ahora le sirven a él y a Mí, dejándolas donde están.
– ¿Las has puesto en interés?
– ¿Crees que todo lo valioso sea dinero? Esto es la cosa más inútil e insípida que haya sobre la tierra. No sirve sino para la materia, el crimen y el Infierno. Muy raras veces el hombre lo emplea para el Bien.
– ¿Entonces si no es dinero, que cosa es?
– Tres discípulos educados por un santo.
– ¡Has estado con el bautista!, ¡Oh! Pero, ¿Por qué?
– Porque vosotros siempre me tenéis y entre todos, valéis menos que una sola uña del Profeta. ¿No era justo que llevase al santo de Israel, la bendición de Dios; para darle fuerzas para el martirio?
Judas exclama:
– Pero si es un santo, no tiene necesidad de fuerzas. ¡Lo hace por sí mismo!
Jesús lo mira detenidamente, antes de responder:
– Llegará un día en que mis santos serán llevados ante los jueces y a la muerte. Serán santos. Estarán en gracia de Dios. Estarán fortalecidos con la Fe, Esperanza y caridad. Y con todo… ¡Ya oigo el grito de su corazón!: ‘¡Señor, ayúdanos en esta hora!… Sólo con mi ayuda, mis santos serán fuertes en las persecuciones.
Bartolomé dice:
– Pero no seremos nosotros, ¿No es verdad? Porque yo no tengo realmente la capacidad para sufrir.
– Es verdad. No la tienes Bartolomé; porque todavía no estás bautizado.
– Sí que lo he sido.
– Con el agua. Pero te falta todavía otro bautismo. Entonces sabrás sufrir.
– Ya estoy viejo.
– Y cuando seas viejísimo; serás más fuerte que un joven.
– Pero nos ayudarás siempre, ¿Verdad?
– Estaré siempre con vosotros.
– Trataré de acostumbrarme al sufrimiento. –concluye Bartolomé.
Mateo dice:
– Yo debo sufrir y espero haber lavado con mucho trabajo mi espíritu.
Juan suspira y agrega:
– Y yo… no sé. Querría morir pero no verte sufrir. Querría estar a tu lado para consolarte en la agonía. Querría vivir por mucho tiempo, para servirte por largos años. Querría morir contigo para entrar contigo en el Cielo. Querría todo porque te amo y pienso que yo; el menor entre mis hermanos; podré todo esto si sé amarte perfectamente. JESÚS AUMENTA TU AMOR.
Judas corrige:
– Querrás decir, aumenta mi amor. Porque somos nosotros quienes debemos amar siempre más.
Jesús atrae hacia Sí al apasionado y puro Juan. Y lo besa en la frente diciendo:
– Has revelado un misterio de Dios sobre la santificación de los corazones. Dios se derrama sobre los justos. Y cuanto más ellos se rinden a su amor, tanto más Él lo aumenta y crece la santidad. No es equivocación, sino una sabia palabra el pedir que Él aumente su amor en el corazón de uno.
HERMANO EN CRISTO JESUS: