Archivos diarios: 17/09/12

42.- PRINCIPIO DE LA CAÍDA

Jesús despide las barcas diciendo:

–                 No regresaré atrás.

Y seguido  por los suyos a través de un área que desde la ribera se veía frondosa, se dirige a un monte.

Los apóstoles malhumorados, caminan en silencio hablándose con los ojos. Avanzan despacio por el camino que atraviesa esta región hermosa pero selvática, en la que es muy difícil caminar, por los lugares engañosos de hierbas que parecen haber nacido en suelo firme y que ocultan hoyos de agua en los que de repente se sume el pie. Y esto sucede porque solo son montones de amarantos que nacieron en pequeñas charcas y  las esconden formando trampas, a veces algo profundas.

Jesús por su parte, parece muy feliz con todo este verdor de tantos matices. Con las flores, los pajarillos y sus nidos. Va admirando el paisaje y su naturaleza; la tierra que creó Dios Padre y que todavía el hombre no ha profanado. Quiere compartir su felicidad con los otros, pero no encuentra terreno propicio.

Los corazones están cansados y agriados de tanta perversidad y traen un mutismo negro.

Tan solo su primo Santiago, Zelote y Juan, se interesan por lo que interesa a Jesús. Pero los demás… parecen ausentes, por no decir hostiles.

De pronto se oye un grito de admiración, al ver a un halcón que llega hasta  su compañera, trayéndole un pescadito plateado.

Jesús dice:

–                 ¿Puede haber algo más agasajador?

Pedro responde:

–                 Más gentil, tal vez no. Pero te aseguro que es más cómoda la barca. Aquí también está  húmedo y no hay comodidad.

Judas de Keriot dice:

–                 Hubiese preferido el camino real a este… jardín; si quieres llamarlo así. Y estoy completamente de acuerdo son Simón.

Jesús contesta:

–                 Vosotros no quisísteis el camino real.

Bartolomé gruñe:

–                 ¡Eh! Así es. Pero hubiera sido preferible estar al alcance de los gerasenos, si hubiéramos continuado  al otro lado del río siguiendo por Gadara, Pela y más abajo.

Felipe concluye:

–                 A fin de cuentas, los caminos son de todos y también nosotros podíamos pasar.

Jesús dice tranquilo:

–                 Amigos… amigos. Estoy afligido. Hastiado. No aumentéis más mi dolor con vuestras mezquindades. Dejadme buscar un poco de consuelo, en las cosas que no saben odiar…  

El reproche dulce y triste, llega al corazón de los apóstoles.

Varios dicen al mismo tiempo:

–                 Tienes razón, Maestro.

–                 Somos indignos de Ti.

–                 Perdona nuestra necedad.

–                 Tú eres capaz de ver lo hermoso, porque eres Santo y miras con los ojos del corazón.

–                 Nosotros, piltrafa humana, no sentimos más que ésta… incomodidad.

–                 No hagas caso. Son tan solo nuestros cuerpos…

Jesús promete:

–                 Dentro de poco saldremos de aquí y encontraremos terreno más cómodo, aunque menos fresco.

Pedro pregunta:

–                 ¿A dónde vamos?

–                 Llegaremos al Tabor. Lo rodearemos y pasando cerca de Endor, iremos a Naím y después a la llanura de Esdrelón…

Juan exclama:

–                 ¡Oh! Será bello. Dicen que desde la cima se descubre el Mar Grande, el de Roma. Tanto que me gusta.  ¿Nos llevas a verlo? –suplica Juan con su carita de niño grande, mirando a Jesús.

Jesús pregunta acariciándolo:

–                 ¿Por qué te gusta tanto verlo?

–         No sé. Porque es grande y no se le ve el horizonte. Me hace pensar en Dios. Cuando estuvimos en el Líbano, por primera vez vi el mar; porque nunca había estado fuera del Jordán o en nuestro lago. Y lloré de emoción. ¡Qué azul! Tanta agua y no rebosa jamás. Qué cosa tan maravillosa… Y los astros que rielan en el mar con sus luces. ¡Oh! ¡No te rías de mí! Contemplaba el camino de oro del sol, hasta quedar deslumbrado.

El plateado de la luna hasta no tener más que su blancura fija en el ojo. Y los miraba cómo se perdían en lontananza. Esos caminos me hablaban. Me decían: ‘Dios está en aquella lontananza infinita y estos son los caminos de fuego y pureza que un alma debe seguir para llegar a Dios. Ven. Sumérgete en lo infinito; navegando por estos dos caminos y encontrarás al Infinito.’

Tadeo dice admirado:

–                 Eres poeta, Juan.

–                 No sé si sea poesía esto. Lo que sé es que me enciende el corazón.

Santiago de Zebedeo advierte:

–                 También has visto el mar en Cesárea y en Ptolemaida. Y muy de cerca. Estuvimos en la playa. No veo porqué debamos caminar tanto, para ver otra agua de mar. De hecho, hemos nacido en el agua…

Pedro exclama:

–                 ¡Y todavía lo estamos y en qué forma!…

Se distrajo por un momento, al escuchar a Juan. No vio un charco disimulado y se ha metido en él hasta la cintura.

Todos se ríen y él es el primero.

Juan responde:

–                 Es verdad. Pero desde arriba es más hermoso. Se alcanza a ver más lejos. Se piensa más elevado y más extensamente… Se desea… se sueña… -mira hacia adelante y sonríe a su sueño…

Jesús parece un padre que pregunta a su hijo más querido, al decir en voz baja a su predilecto:

–                 ¿Qué cosa deseas? ¿En qué sueñas?…

Juan suspira profundamente, antes de contestar:

–                 Deseo ir a ese mar infinito. Ver otras tierras que están más allá. Deseo ir allá para hablar de Ti. Sueño… sueño con ir a Roma. A Grecia. A los lugares desconocidos, para llevar la   Luz. Donde los que viven en tinieblas, entren en contacto contigo, Luz del Mundo… Sueño de un mundo mejor. En hacerlo mejor, conociéndote.

O sea, a través del conocimiento del Amor que los haga buenos, puros, heroicos. Un mundo que se ame por tu Nombre y levante tu Nombre, tu Fe, tu Doctrina; sobre el odio, el pecado, la carne, el vicio de la inteligencia, el oro. Y sueño en que yo con éstos mis hermanos; vaya por esos mares de Dios. Por caminos de luz a llevarte… como tu Madre te trajo un tiempo entre nosotros, del Cielo.

Sueño… sueño en ser el muchacho, que sin conocer otra cosa más que el amor, está sereno aún en las tormentas… y que canta para dar fuerzas a los adultos que piensan demasiado. Y que va adelante al encuentro de la muerte con una sonrisa… al encuentro de la gloria con la humildad de quién no sabe cuanto hace; pero que sí sabe ir a Ti, Amor…

Los apóstoles ni siquiera parecen respirar durante la confesión extática de Juan. Miran admirados al más joven.

Miran a Jesús que se transfigura de gozo, al encontrarse así; perfecto en su discípulo.

Cuando Juan calla, quedando un poco inclinado, Jesús lo besa sobre la frente y le dice:

–                 Iremos a ver el mar, para hacerte soñar en el porvenir de mi Reino en el Mundo.

Judas de Keriot dice:

–                 Señor. Dijiste que iremos a Endor. Entonces conténtame a mí también. Para olvidar el juicio amargo de aquel chiquillo…

Jesús pregunta:

–                 ¡Oh! ¿Todavía estás pensando en eso?

–                 Sí. Me siento empequeñecido ante tus ojos y ante los compañeros. Pienso en lo que pensaréis de mí…

–                 ¡Cómo te exprimes el cerebro por nada! Ni siquiera Yo pienso en esa tontería. Ni en lo que dijo de los otros. Tú eres el que te acuerdas de eso… Eres un muchacho acostumbrado a las caricias. Y la palabra de un niño, te ha parecido la condenación de un juez.

No debes tener miedo a esta palabra, sino más bien a tus acciones y al juicio de Dios. Pero para demostrarte que te quiero como antes, te digo que te daré gusto. ¿Qué quieres ver en Endor? Es un lugar pobre entre las rocas…

–                 Llévame y te lo diré…

–                 Está bién. Pero ten cuidado de no sufrir luego…

–                 Si a éste no le puede hacer daño ver el mar; a mí tampoco ver Endor.

–                 ¿Ver?… No. No. Es el deseo del que quiere ver en el ver, lo que te hace mal. Pero iremos…

Toman el camino que va al Tabor. Pronto el camino deja de ser lodoso y está firme. La vegetación va desapareciendo y en su lugar, se ven árboles muy altos y montones de zarzas, llenas de hojas nuevas y de flores.

Después de pernoctar en las faldas del Tabor; llegan a una llanura entre montes y ascienden a la cima. El tiempo es fresco.

Jesús señala un ranchito aferrado a las primeras altitudes del grupo montañoso y pregunta:

–                 Judas, aquello es Endor. ¿De veras quieres ir allá?…

–                 Si quieres darme gusto.

–                 Vamos entonces.

Bartolomé que por su edad no es muy amante de excursiones panorámicas, pregunta:

–                 ¿Tendremos que caminar mucho?

Jesús aclara:

–                 ¡Oh, no! Si os queréis quedar…

Judas se apresura a decir:

–                 Sí. Sí. Mejor es que os quedéis. Me basta ir con el Maestro.

Pedro responde:

–                 Pues bien. yo quisiera saber qué hay de hermoso, antes de decidir… Sobre el Tabor vimos el mar. Y después del discurso del muchacho, debo confesar que fue como si lo viera por primera vez… y lo he visto como tú, Juan: con el corazón. Allí… -Pedro señala Endor- Quisiera saber qué otra cosa se puede aprender. Y en este caso voy; aunque me canse…

Jesús invita:

–                 ¿Lo oyes? ¡Tú no has dicho todavía tu intención! Por cortesía hacia tus compañeros, dila.

Judas lo piensa un poco y luego dice:

–                 ¿No fue Endor a donde quiso ir Saúl, a consultar a la pitonisa?

–                 Sí. ¿Y qué con ello?…

–                 Pues a mí me gustaría, Maestro; ir a aquel lugar y oírte hablar de Saúl…

Pedro exclama entusiasta:

–                 ¡Oh! Si es así, entonces hasta yo voy…

Y todos confirman:

–           Vamos.

Rápidamente caminan hasta llegar a Endor.

Es un lugar muy pobre. Las casas están construidas sobre la falda del monte, que más allá de este ranchito es muy áspera. La gente que vive ahí es pobre. Sus habitantes son pastores que llevan sus ganados por el monte y por los bosques de encinas centenarias.

Pocos campos de cebada o de pienso y árboles de manzanas o higos. Pocos viñedos junto a las casas que sirven para adornar las paredes oscuras. Parece un lugar más bien húmedo.

Jesús d            ice:

–                 Ahora preguntemos dónde era el lugar donde estaba la adivina.

Detiene a una mujer que viene de la fuente con cántaros. Ella los mira con curiosidad y luego que Jesús le pregunta; groseramente responde:

–                 No sé. Tengo otras cosas más importantes en qué pensar, que en estas estupideces. –Y lo deja plantado.

Jesús se dirige a un viejecito que talla un pedazo de leño. Lo mira extrañado y responde:

–                 ¿La adivina? ¿Saúl? ¿Y quién piensa más en ello?… Pero espera. Hay uno que ha estudiado y que tal vez, él si sabe. Ven…

El viejecillo sube por una callejuela pedregosa, hasta una casa muy miserable y descuidada.

–                 Espérame aquí. Voy a llamarlo…

El hombre entra.

Y Pedro señala a las gallinas que escarban en un corralito sucio y dice:

–                 Este hombre no es israelita.

Apenas acaba de decirlo, cuando ya está de regreso el viejecillo a quién sigue un hombre tuerto, sucio y desaliñado, que dice:

–                 Iré con estos extranjeros.

El hombre tiene la voz dura y gutural; lo que aumenta el sentimiento de malestar. Y empieza a caminar para guiarlos.

Pedro, Felipe y Tomás, hacen señas a Jesús para que no vaya; pero éste no les hace caso.

Camina con Judas, detrás del hombre. Y los demás los siguen de mala gana.

El hombre pregunta a Jesús:

–                 ¿Eres israelita?

Jesús contesta:

–                 Sí.

–                 Yo también, aunque no lo parezca. Estuve mucho tiempo en tierras extranjeras y tomé costumbres que estos tontos no pueden aceptar. Soy mejor que los demás. Me dicen demonio porque leo mucho, crío gallinas que vendo a los romanos y sé curar con hierbas. Cuando era muy joven; por causa de una mujer reñí con un romano; estaba entonces en Cintium y lo apuñalé.

Él murió y yo perdí un ojo y mis bienes. Y fui condenado a prisión por muchos años… para siempre. Pero como sabía curar, sané a la hija del carcelero. Esto me valió su amistad y un poco de libertad. Me aproveché de ella para huir. Ciertamente hice mal, porque él pagó con su vida mi huida. La libertad parece atractiva cuando uno está prisionero…

–                 ¿Y después no lo es?

–                 No. Es mejor la cárcel; donde se está solo en contacto con hombres que no te permiten estar solo y que están juntos para odiarse…

–                 ¿Has estudiado a los filósofos?

–                 Era maestro en Cintium. Era prosélito…

–                 ¿Y ahora?

–                 Ahora no soy nada. Vivo en la realidad. Y odio como fui odiado y lo soy…

–                 ¿Quién te odia?

–                 Todos. Dios es el primero. Tenía mi mujer y Dios permitió que me traicionase y arruinase. Era yo libre y respetado y Dios permitió que me convirtiera en presidiario. El abandono de Dios; la injusticia de los hombres; han borrado a Aquel y a éstos. Aquí no hay nada… -y se pega en la frente y en el pecho- esto es. Aquí en la cabeza está el pensamiento. El saber. Aquí está lo que es nada. –y escupe con desprecio.

Jesús objeta:

–                 Te equivocas. Tienes todavía dos cosas allí…

–                 ¿Cuáles?

–                 El recuerdo y el odio. Vacíate de ellos. Y te daré una cosa nueva para que la metas allí…

–                 ¿Qué cosa?

–                 El amor.

–                 ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Me haces reír. ¡Oye!… Hace treinta y cinco años que yo no me reía. Desde que comprobé que mi mujer me traicionaba con el mercader romano de vinos. El Amor… ¿A mí?… Es como si echase joyas a mis pollos. Morirían de indigestión si no lograsen arrojarlas en el estiércol. Lo mismo me sucederá a mí. Tu amor me sería pesado si no lo puedo digerir…

Jesús claramente afligido, le pone la mano sobre la espalda y Dice:

– No, hombre. No digas eso.

El hombre lo mira con el único ojo que tiene… Y lo que ve en ese rostro joven, dulce y hermosísimo, lo hace enmudecer y cambiar de expresión. Del sarcasmo pasa a una seriedad profunda. De ésta, a una verdadera tristeza.

Baja la cabeza y pregunta con una voz diferente:

–                 ¿Quién eres?

–                 Jesús de Nazareth. El Mesías…

–                 ¡¡¡Tú!!!

–                 Sí. ¿No sabías nada de mí, tú que lees?

–                 Sabía… Pero no que estuvieses vivo. Y no… ¡Oh! ¡Sobre todo, esto no lo sabía! No sabía que fueses bueno con todos… así… hasta con los asesinos. Perdóname lo que dije de Dios y del Amor. Ahora entiendo por qué quieres darme el Amor. Porque sin él, el mundo es un infierno. Y Tú Mesías, quieres convertirlo en un Paraíso…

–                 Un paraíso en cada corazón. Dame el recuerdo y el odio que te tienen enfermo y deja que Yo meta en tu corazón el Amor.

–                 ¡Oh! ¡Si te hubiese conocido antes!… Pero cuando yo lo maté; ciertamente no habías nacido todavía… Pero después; cuando libre. Como es libre la serpiente en el bosque; viví para envenenar con mi odio.

–                 Pero también has hecho el bien. ¿No dijiste que curabas con hierbas?

–                 Sí. Para que me toleren. Pero cuantas veces he luchado con el deseo de envenenar con pócimas… ¿Ves? Me vine a refugiar aquí. Porque es un lugar donde se ignora el mundo y en que éste a su vez, lo ignora a uno. Porque puedo comprar libros y estudiar… Y… Pero es un territorio maldito. En otros lugares me odiaban; yo odiaba y tenía miedo de ser reconocido… Pero soy malo.

–                 Tienes remordimientos de haber hecho mal al carcelero de la prisión. ¿Ves que todavía tienes algo de bondad? No eres malvado… Sólo tienes una gran herida abierta y nadie te la cura… Tu bondad huye de ella, como la sangre se escapa de las heridas. Pero si hubiese quién te curase la herida pobre hermano, tu bondad paulatinamente crecería en ti…

El hombre llora con la cabeza inclinada, sin que nada indique que llora.

Sólo Jesús, que camina a su lado, lo ve. Pero no dice nada más.

Llegan al socavón que está hecho de ruinas y cuevas abandonadas en el monte.

El hombre trata de que su voz sea segura:

–                 Es aquí. Puedes entrar.

–                 Gracias, amigo. Eres bueno.

El hombre no dice nada y se queda allí; mientras Jesús con los suyos, subiendo sobre grandes piedras que fueron trozos de muros muy fuertes; perturbando lagartijas y otros animales; entran en una espaciosa gruta que está ahumada en las paredes.

Hay rastros del zodiaco y cosas semejantes en las piedras.

En un rincón que está más ahumado, hay un nicho y debajo un agujero, como si fuese un desagüe. Los murciélagos adornan el techo con sus alas extendidas que causan horror y un búho, que descansaba en el nicho, molestado con la luz de una rama que enciende Santiago de Zebedeo, para evitar pisar víboras o escorpiones, sacude sus alas y cierra sus ojos.

Se percibe el hedor de animales muertos y hay rastros de ratones, pájaros y comadrejas, además del estiércol y la humedad del suelo, que contribuyen a aumentar el ambiente de un marco tenebroso de horror…

Pedro dice con ironía:

–                 Un hermoso lugar en realidad. –Y volviéndose a Juan- Era mejor tu Tabor y tu mar. –Suspira y añade dirigiéndose a Jesús- Maestro, contenta pronto a Judas, porque aquí… Ciertamente no es la sala real de Antipas.

Jesús responde:

–           Al punto. –Y volviéndose hacia Judas-  ¿Qué es lo que quieres saber exactamente?

Judas lo mira y dice:

–                 Pues… quiero saber ¿Por qué pecó Saúl al venir aquí? ¿Y si es posible que alguien pueda de verdad llamar a los muertos? ¡Oh! ¡Mejor habla Tú! Te haré las preguntas…

Pedro suplica:

–                 Bonito negocio. Vámonos por lo menos allá afuera, al sol. Sobre las piedras, nos veremos libres de la humedad y del hedor.

Jesús asiente y salen. Se sientan como pueden sobre las ruinas.

El Maestro dice:

–                 El pecado de Saúl fue solo uno de muchos que cometió antes y muchos después. Todos graves.

Judas pregunta:

–                 ¿Contra Quién? No mató a nadie.

–                 Mató su alma. Exactamente aquí, terminó de matarla. ¿Por qué bajas la cabeza?

–                 Estoy pensando, Maestro.

–                 Que estás pensando lo veo. Pero, ¿En qué? ¿por qué quisiste venir aquí? No por mera curiosidad de investigar… confiésalo.

–         Siempre se oye hablar de adivinos, magos, espíritus invocados… Quería ver si descubría algo… Me gustaría saber cómo sucedió… Pienso que nosotros  estamos destinados a llamar la atención y para atraer, debemos ser un tanto adivinos. Tú Eres Tú y lo haces con tu poder. Pero también nosotros debemos  pedir un poder… una ayuda; para hacer obras prodigiosas que se impongan…

Varios gritan al mismo tiempo:

–                 ¡Oh!

–                 ¡Bah!

–                 ¿Estás loco?

–                  Pero, ¿Qué estás diciendo?

Jesús dice:

–                 Callad. Dejadlo hablar. No está loco. Continúa Judas…

–                 Sí. Me parecía que al venir aquí, podía entrar en mí algo de la magia de tiempos idos y así hacerme más grande. Por interés tuyo, créemelo.

–                 Sé que eres sincero en este deseo natural tuyo, hijo… Pero no extiendas tu mano al fruto prohibido. Aún sólo acercarla es imprudencia. No tengas curiosidad por conocer lo ultraterreno, tan sólo por temor de que no se te meta el veneno satánico.

Huye de lo oculto y de lo que no tiene explicación. Una sola cosa tiene que aceptarse con santa Fe: Dios. Pero lo que Dios no es y que no es explicable con las fuerzas de la razón o que pueden crearse con las fuerzas del hombre, huye de eso. Huye de eso. Que no se te abran las fuentes de la malicia y finalmente comprendas que estás desnudo. DESNUDO. Desnudo; cosa repulsiva aún al mundo.

Dios dijo a Adán y Eva, ¿Cómo supisteis que estabais desnudos? Sólo por haber comido del fruto prohibido… Y los arrojó del Paraíso de delicias.

Y en el Libro, de Saúl está escrito: “Dijo Samuel apareciendo, ¿Por qué me perturbaste con hacerme llamar? ¿Por qué preguntarme después de que el Señor se ha retirado de ti? El Señor te tratará cómo te lo dije, porque no quisiste obedecer a su Voz”

¿Por qué quieres llamar la atención con prodigios tenebrosos? Haz que los demás queden estupefactos con tu santidad y que sea luminosa, como cosa que viene de Dios.

No tengas deseos de rasgar los velos que separan a los vivientes de los que se han ido. No los perturbes. Escúchalos si son prudentes, mientras están en la tierra.

Venéralos con obedecerles, aún después de su muerte. Pero no disturbes su segunda vida. Quien no obedece la voz del Señor, pierde al Señor. 

Y el Señor ha prohibido el Ocultismo, la nigromancia y el satanismo en todas sus formas. ¿Qué quieres saber de más, que la Palabra no te lo haya dicho? ¿Qué quieres hacer de más; de cuanto tu bondad y mi Poder te conceden realizar? No ambiciones el pecado, sino la santidad; hijo.

No te mortifiques. Me gusta que te descubras tal cual eres. Lo que te agrada a ti, agrada a muchos. A demasiados  Solo el fin que pones a este deseo tuyo: ‘El de ser poderoso para atraer a Mí’, quita mucho peso a esta debilidad tuya y pone alas, pero son de pájaro nocturno. 

No, Judas mío. Ponte alas de sol. Pon alas de ángel a tu espíritu. Con el solo viento de ellas, atraerás corazones. Y los atraerás en tu estela a Dios. ¿Podemos irnos?…

–                 Sí, Maestro. Me equivoqué…

–                 No. Has sido un investigador. El mundo está lleno siempre de eso. Ven, ven. Salgamos de este apestoso lugar. Dentro de pocos días es la Pascua. Y luego iremos a la casa de tu madre. Te recuerdo tu casa honesta, a tu madre santa. ¡Oh, qué paz!

Como siempre, el recuerdo y la alabanza de Jesús a la madre, tranquilizan a Judas. Salen de las ruinas y empiezan a descender por el sendero. El hombre tuerto todavía está allí.

Tratando de no ver la cara enrojecida por el llanto, Jesús le pregunta:

–                 ¿Todavía estás aquí?

–                 Sí. Aquí. Si me lo permites, te seguiré. Tengo que decirte algo…

–                 Ven pues conmigo. ¿Qué es lo que quieres decirme?

–                 Jesús… Pienso que para tener fuerzas de hablar y de cambiarme a mí mismo, por medio de una magia santa; para evocar mi alma muerta del modo como  la adivina llamó a Samuel, porque era el deseo de Saúl; yo debo pronunciar tu Nombre, que es dulce como tu mirada. Santo como tu Voz. Tú me acabas de dar una nueva vida y no tiene forma. Está incapacitada como la de un ser que acaba de nacer, con miembros débiles. Lucha entre membranas que le estorban. Ayúdame a salir de mi muerte.

–                 Sí, amigo.

–                 Yo… yo comprendo que tengo todavía un poco de ser humano en mi corazón. No soy del todo una fiera. Puedo todavía amar y ser amado. Perdonar y ser perdonado. Esto me lo está enseñando tu amor, que es Perdón. ¿No es así?

–                 Sí, amigo.

–                 Entonces llévame contigo. Seré Félix. ¡Ironía! Dame otro nombre. Quiero que el antiguo quede muerto para siempre. Te seguiré como el perro callejero que al fin encuentra un dueño. Seré tu esclavo si así lo deseas. Pero no me dejes solo…

–                 Sí, amigo.

–                 ¿Qué nombre me das?

–                 Un nombre que amo: Juan. Porque eres el regalo que hace el Señor. ¿Y tu casa?

–                 Ya no tengo casa. Dejaré a los pobres cuanto poseo. Sólo dame amor y un pan.

–                 Ven. –Jesús se voltea y llama a los apóstoles- A vosotros, amigos. Y sobre todo a ti Judas, os doy las gracias. Hé aquí al nuevo discípulo. Viene con nosotros hasta que lo podamos dejar con los demás. Alabad a Dios conmigo.

Realmente los doce, no parecen muy felices. Pero hacen buena cara por obediencia y cortesía.

Juan de Endor, dice:

–                 Aquella es mi casa. Si me permites, me adelanto. Me encontrarás en el umbral.

–                 Ve pues.

El hombre parte a la carrera. Y Jesús dice:

–                 Ahora que estamos solos, os ordeno. Esto os ordeno, de que seáis buenos con él y que no digáis a nadie, nada de su pasado. Por ningún motivo. ¿Lo entendéis? Quién diga algo o falte a la caridad al hermano redimido, lo arrojaré al punto de Mí. ¿Habéis entendido? Y ¡Ved cuán bueno es el Señor! Venimos aquí por un fin humano y Él nos concede regresar con algo sobrenatural. ¡Oh! ¡Yo gozo por la alegría que hay en el Cielo por el nuevo convertido!

Llegan frente a la casa. En el umbral está el hombre con un vestido oscuro y limpio, un manto y un par de sandalias nuevas. Y una alforja sobre la espalda. Se ha aseado y se ve diferente. Cierra la puerta y toma una gallina blanca que acloca entre sus manos. La besa, llora y la deja.

Dice a Jesús:

–                 Vámonos. Perdona, pero estas gallinas me han amado. Platicaba con ellas y me entendían… -Y se vuelve hacia un vecino que lo mira pasmado- Ten. Esta es la llave de mi casa. Yo me voy para siempre. Haz con lo mío lo que tú quieras y cuida de mis gallinas. No las maltrates. Cada sábado viene un romano y compra los huevos… te dejarán utilidades. Y que Dios te lo pague.

El hombre está atolondrado. Toma la llave y se queda con la boca abierta.

Jesús agrega:

–                 Haz como él dice. También Yo te lo agradeceré. En Nombre de Jesús, Yo te bendigo.

El hombre lo mira asombrado y grita:

–                 ¡Oh! ¡El Nazareno! ¡Eres Tú! ¡Misericordia! ¡He hablado con el Señor…! ¡Oh!

Y gritando a todo el pueblo:

–           ¡Vengan todos! ¡El Mesías está con nosotros!

El hombre está tan felíz y lo manifiesta abiertamente, gritando alabanzas.

Luego pregunta a Jesús:

–                 ¿A dónde vas?

Jesús contesta:

–                 A Naím. No puedo quedarme.

–                 Te seguiremos… ¿Quieres?

–                 Venid. Y a quién se queda, dejo mi paz y mi bendición.

Se dirigen hacia el camino principal y lo toman.

Juan de Endor, que camina junto a Jesús y que se dobla un poco bajo el peso de su alforja, atrae la curiosidad de Pedro.

El antiguo pescador le pregunta:

–                 Pero, ¿Qué llevas ahí que parece tan pesado?

Juan de Endor contesta:

–                 Mi ropa y… libros. Mis amigos, junto con los pollos. No pude separarme de ellos y pesan…

–                 ¡Eh! ¡La ciencia pesa! Y ¿A quién le gusta, he?

–                 No me dejaron enloquecer.

–                 Debes quererlos mucho. Qué libros son.

–                 Filosofía e historia. Poesía griega y romana.

–                 Hermosos, hermosos. Ciertamente hermosos. Pero, ¿Piensas llevarlos contigo?

–                 Algún día lograré separarme de ellos. Pero al mismo tiempo todo, no se puede. O ¿No es así, Mesías?

Jesús responde:

–                 Llámame Maestro. No se puede. Te buscaré un lugar donde puedas dar refugio a tus amigos, los libros. Te podrán servir para discutir con los paganos acerca de Dios.

–                 ¡Oh! ¡Cuán claramente sabes pensar y comprender!

Jesús sonríe y Pedro exclama:

–                 ¡Vive Dios! –Señala a Jesús- ¡Él es la misma Sabiduría Encarnada!

Juan de Endor agrega:

–                 Es la Bondad. Créemelo. Y ¿Tú eres culto?

Pedro dice:

–                 ¿Yo? ¡Cultísimo! Distingo una alosa de una carpa y ahí termina toda mi cultura. Soy pescador, amigo. –Y Pedro ríe humilde y francamente.

–                 Eres honrado. Es una ciencia que se aprende por sí misma. Y es muy difícil conseguirla. Me gustas.

–                 También tú porque eres franco. Y aún en el excusarte. Yo perdono todo. ayudo a todos. Pero soy enemigo jurado de los falsos e hipócritas. Me dan asco.

–                 Tienes razón. El falso es un criminal.

–                 Un criminal. Lo has dicho. Oye, ¿No tienes desconfianza en prestarme un poco tu alforja? Puedes estar seguro de que no me escaparé con los libros. Me parece que te pesan mucho.

–                 Veinte años de minas lo despedazan a uno. Pero, ¿Por qué quieres cansarte tú?

–                 Porque el Maestro nos ha enseñado a amarnos como hermanos. Dámela y toma mis harapos. Mi alforja es ligera. No hay historias, ni poesía y la otra cosa que dijiste es Él… ¿Filosofía?…  Él, mi Jesús; nuestro Jesús…

Y siguen conversando mientras avanzan a lo largo del camino que atraviesa la montaña…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

 

 

41.- ARREPENTIMIENTO

En Nazareth, María está trabajando sosegadamente en una tela. Ya ha anochecido y las puertas están cerradas. Una lámpara con tres quemadores ilumina la pequeña habitación. Especialmente la mesa cercana, donde está la Virgen. Su vestido azul oscuro, parece como si saliese de un montón de nieve, por la tela en donde está trabajando y que le cae sobre las rodillas y sobre el banco, llegando hasta el suelo.

Está sola y cose diligente, con la cabeza inclinada sobre su trabajo. La luz ilumina su cabeza, con reflejos de oro pálido. Su rostro permanece en la penumbra.

En la ordenada habitación, reina un absoluto silencio. No hay ruido ni en la calle, ni en el huerto.

La pesada puerta que conduce al huerto, de la habitación en donde trabaja María; dónde suele tomar sus alimentos y recibir a los amigos; está cerrada e impide que se oiga aún el rumor de la fuentecita que brota en el estanque. María ora mentalmente; mientras sus manos trabajan ligeras.

Se oye que alguien llama quedamente a la puerta…

María levanta su cabeza y escucha…  Vuelven a tocar, un poco más fuerte.

María se levanta y pregunta:

–                 ¿Quién llama?

Responde una voz femenina, muy delicada:

María abre al punto; levantando la lámpara para conocer a la peregrina. Ve un montón de vestidos. Una envoltura que no deja traslucir nada. Que se inclina profundamente y dice:

–                 ¡Ave, Señora! –Y otra vez repite-  En el Nombre de Jesús, ten piedad de mí.

María responde:

–                 Entra y dime lo que quieres. No te conozco.

–                 Nadie…  Y muchos me conocen, Señora. Me conoce el vicio y me conoce la santidad. Pero tengo necesidad ahora de que la piedad, me abra sus brazos. Tú eres la Piedad…

Y se echa a llorar.

María insiste:

–                 Entra pues y dime… Has dicho suficiente para comprender que eres infeliz. Pero quién seas; todavía no lo sé… Dime tu nombre, hermana.

–                 ¡Oh, no! No, hermana. No te puedo llamar hermana. Tú eres la madre del Bien… y yo soy el Mal… – Y llora mucho bajo el manto que la oculta.

María deja la lámpara sobre una silla. Toma de la mano a la desconocida arrodillada en el umbral y la hace que se levante.

Ella se levanta apenas sin fuerzas… temblorosa. Sacudida por los sollozos y aun así no quiere entrar.

–                 Soy una pagana, Señora. Para vosotros los hebreos; suciedad aunque fuese santa. Doble suciedad; porque soy una prostituta.

–                 Si vienes a mí. Si buscas a mi Hijo por mi medio; no puedes ser sino un corazón que se arrepiente. Esta casa acoge a quién tiene el nombre de Dolor….

Y la jala hacia adentro. Cierra la puerta y pone la lámpara sobre la mesa. Le ofrece una silla y le dice:

–           Habla.

Pero ella no quiere sentarse. Inclinada, continúa llorando.

María está sentada junto a ella, dulce y majestuosa. Espera con súplicas, a que termine el llanto. Ora con todo su ser; aunque nada manifieste que lo haga. Tiene entre sus manos la pequeña mano de la mujer, que finalmente deja de llorar. Se seca las lágrimas con su velo y dice:

–                 Y sin embargo; no he venido de muy lejos, para ser una desconocida. Es la hora de mi Redención y debo desnudar mi alma, para… para mostrarte las heridas que esconde el corazón. Y tú eres… una madre. Su Madre… Tendrás pues… piedad de mí.

–                 Sí, hija.

Y el llanto de nuevo, cobra fuerzas.

María palidece de pena. Le pone su mano sobre la cabeza para consolarla…

–                 ¡Ya no tendré quién me llame hija!… yo tenía a mi mamá y la abandoné. Después me dijeron que había muerto de dolor. Tenía a mi papá y me maldijo. Y a los de esa ciudad, dice: ‘Ya no tengo hija’…

Y llora más fuerte y con mayor dolor.

María palidece de pena. Le pone la mano sobre la cabeza, para consolarla…

–                 ¡Ya no tendré quién me llame hija!… ¡Sí! Así…. Acaríciame así. Cómo hacía mi mamita; cuando yo era pura y buena… ¡Deja que te bese esta mano y que con ella, seque mis lágrimas!… Mi llanto no sólo me lava… ¡Cuánto he llorado desde que comprendí!… antes había llorado; porque es un horror ser una carne de la que se disfruta e insulta el hombre.

Más era llanto de una bestia maltratada, que odia y se revuelve contra quien la tortura. Y me ensuciaba a mí más; porque cambiaba de dueño, pero no de bestialidad… Hace ocho meses que lloro… Porque he comprendido… He comprendido, mi miseria… mi podredumbre… estoy cubierta de ella. Saturada de ella. Y tengo náuseas.

Pero mi llanto, siempre más consciente, no me lava todavía. Se mezcla con mi podredumbre y no la lava. ¡Oh, Madre! ¡Sécame el llanto! ¡Y así limpia; podré acercarme a mi Salvador!

–                 Sí. Hija mía. Siéntate aquí conmigo. Habla tranquilamente. Deja todo tu peso aquí; sobre estas rodillas mías de Madre.

Y María se sienta.

La mujer se echa a sus pies y empieza a relatarle su historia…

–           Soy de Siracusa. Tengo veintiséis años. Era la hija del procurador de un poderoso romano. Era hija única. Vivía feliz cerca de la playa, en una hermosa quinta, de la cual mi padre era el intendente…  De vez en cuando venía el dueño de la quinta o su mujer y sus hijos. Nos trataban bien y eran buenos conmigo. Yo jugaba con las niñas; mi mamá era feliz. Estaba orgullosa de mí. Yo era hermosa, inteligente… Todo me salía bien.

Pero amaba yo más las cosas frívolas, que las buenas. En Siracusa hay un teatro muy grande, hermoso y espacioso. Sirve para los juegos; para las comedias y para las tragedias; en las cuales emplean danzarinas. Con su danza muda, dan vida al significado de lo que canta el coro. Tú no lo sabes; pero también con las manos y con los movimientos del cuerpo; podemos expresar los sentimientos del hombre, agitado por alguna pasión.

Jóvenes de ambos sexos son educados, para ser danzantes en un escenario apropiado. Deben ser bellos como dioses y ágiles como mariposas. A mí me gustaba mucho ir a un lugar un poco alto; desde donde se dominaba el escenario y veía las danzas.

Luego las imitaba en los prados florecientes, en la arena rojiza de mi tierra o en el jardín de la quinta. Parecía yo una estatua de arte o un viento que pasaba volando. Porque podía tomar poses cual estatua o girar haciendo que pareciese, que no tocaba el suelo. Mis amigas ricas me admiraban… Y mi mamá se sentía orgullosa…

Los recuerdos traen un nuevo acceso de llanto. Los sollozos entrecortan el relato…

Un día… Era el mes de Mayo… toda Siracusa estaba en flor. Hacía poco que había terminado la fiesta y me había quedado admirando una danza que se había hecho. Los dueños me habían llevado con sus hijas. Tenía yo catorce años.

En aquella danza; las jóvenes que debían representar las ninfas; que corren a adorar a Ceres. Danzaban coronadas con rosas y vestidas con una red de hilos muy finos en los que estaban esparcidas más rosas… Las vestiduras eran las flores… Cuando danzaban parecían que estaban semi-aladas, por lo ligeras. Sus espléndidos cuerpos se dejaban ver detrás de las bandas que parecían alas. Practiqué esta danza día tras día…

Ella llora mucho más fuerte, interrumpiendo su relato.

Luego continúa:

–                 Era yo hermosa. Lo soy. ¡Mira!

Se pone de pie echando para atrás el velo y deja caer el manto. Y emerge la esplendorosa hermosura de Aglae; una verdadera y perfecta flor de carne. Realmente hermosísima. Más todavía en su espléndida belleza natural y sin afeites; pues no trae vestiduras provocativas, ni adornadas.

Con sus trenzas negras y peinado sin joyas. Bajo su sencilla túnica, se dibuja su figura estatuaria. Su piel muy blanca; su rostro de facciones armoniosas y perfectas, con ojos de terciopelo, llenos de fuego.

Vuelve a arrodillarse llorando ante María.

–                 Era yo hermosa para desgracia mía. Era yo una necia. Un día me puse unos velos. Me ayudaron las muchachas, las hijas de los dueños que querían verme danzar… Me vestí en el borde de una playa rojiza, que estaba desierta, frente al mar. Había flores selváticas blancas y amarillas, con perfumes penetrantes de almendros y de vainilla. De los limonares y de los rosales que enviaban oleadas de fragancia, sentí que me envolvían junto con la arena y el mar.

El sol traía de todas las cosas un perfume embriagador… Algo así como un pánico rodeó mi cabeza, me sentí como una ninfa y adoraba… ¿A qué? ¿A quién?… ¿A la tierra fecunda? ¿Al sol fecundador? No lo sé.

Yo, pagana como soy, entre paganos; pensé que adoraba al sentido. Mi rey déspota del que lo único que sabía es que era un dios poderoso. Me coroné con rosas que había tomado del jardín y comencé a danzar. Estaba ebria de luz, perfumes, del placer de ser joven, ágil, hermosa. Dancé… y fui vista…

Noté que me miraban, pero no me avergoncé de estar desnuda ante los ojos ávidos de un hombre. Al contrario, me complací en aumentar mis vuelos. La complacencia de ser admirada me ponía verdaderamente alas. Y esto fue mi ruina…

Tres días después me quedé sola, porque los dueños partieron para regresar a su casa de Roma. Pero no me quedé en casa. Aquellos dos ojos admiradores, habían despertado en mí, más que la danza… me despertaron la sensualidad y el sexo.

María hace un involuntario gesto de disgusto que nota Aglae…

–                 ¡Oh! ¡Tú eres Pura! Tal vez te repugno…

–                 Habla. Habla, hija. Mejor a María que a Él. María es un mar que lava…

–                 Sí. Mejor a ti. Me lo dije a mí misma; cuando supe que Él tenía una Madre. Porque al principio, al ver que es tan distinto de todos los hombres, cual si fuese solo espíritu… Porque ahora sé que existe el espíritu. Lo que es… No habría podido decir de qué está hecho tu Hijo, que pese a ser hombre, no muestra nada de sensualidad. Y pensaba dentro de mí que no habría tenido madre. Qué así había descendido del Cielo sobre la Tierra, para salvar a las horribles miserias, de la que soy la más grande…

Volví todos los días a aquel lugar, esperando volver a ver a aquel joven moreno, bello… y después de algún tiempo, volví a verlo. Me habló y me dijo: ‘Ven conmigo a Roma. Te llevaré a la corte imperial. Serás la perla de Roma’ le respondí: ‘Sí. Seré tu fiel mujer. Ven a hablar con mi padre.’ Se rió burlón; me besó y dijo: ‘No mi mujer. Tú eres una diosa y yo el sacerdote que te descubrirá a ti misma, los secretos de la vida y del placer.’

Era yo una necia. Era yo una niña. Más aunque jovencita, no ignoraba qué cosa es la vida. Era yo una taimada. Era yo una loca. Pero no estaba pervertida todavía y tuve asco de su propuesta. Me le escapé de los brazos y corrí a casa. No dije nada a mi mamá. Pero no supe resistir el deseo de volver a verlo. Sus besos me habían enloquecido más.

Y regresé… apenas había regresado yo a la desierta playa, cuando me abrazó y me besó con frenesí. Una lluvia de besos; de palabras de amor y de preguntas: ¿No te amo en realidad? ¿No es esto más dulce que un vínculo? ¿Qué otra cosa quieres? ¿Puedes vivir sin ello?

¡Oh, Madre!… huí aquella misma tarde con el asqueroso patricio. Y fui el andrajo que pisoteó bajo su animalidad. Nada de diosa, sino fango. No perla, sino estiércol. No se me reveló la vida; sino la suciedad de la vida, la infamia, la náusea, el dolor, la vergüenza; la infinita miseria de no pertenecerme más a mí…Y luego la caída total.

Después de seis meses de orgía, cansado de mí, encontró nuevos amores y me vi en la calle… Aproveché mi habilidad como danzarina…

Sabía que mi madre había muerto de dolor y que no tenía casa, ni padre. Un maestro de danza me recogió en su gimnasio, me perfeccionó, gozó de mí. Y me lanzó cual experta flor en todas las artes del sentido; en medio de la corrupción del patriciado romano.

La flor que estaba sucia, cayó en una cloaca. Hace ya diez años que he bajado al abismo y siempre bajo más. Luego me llevaron para alegrar los ratos libres de Herodes y nuevamente aquí tuve un dueño.

¡Oh! ¡No hay perro más encadenado que una de nosotras! Y no hay patrón de perros de caza más brutal que el hombre que posee a una mujer. ¡Madre! ¡Tiemblas! ¡Te causo horror!

María se ha llevado la mano al corazón, como si se sintiera herida.

Responde:

–                 ¡No! No tú. Me causa horror el Mal, que es muy dueño de la Tierra. Continúa, pobre criatura.

Aglae continúa:

–                 Me llevó a Hebrón. ¿Era yo libre? ¿Rica? Sí, porque no estaba en el cárcel y porque abundaba en joyas. Pero no podía tener derecho ni siquiera sobre mí misma.

Un día llegó a Hebrón un Hombre… Tu Hijo. Esa casa le era cara, lo supe y lo invité a entrar. Sciammai no estaba… Y por la ventana había oído palabras y visto un rostro que me inquietó el corazón.

Te juro, ¡Oh, Madre! que no fue la carne la que empujó hacia tu Jesús. Fue aquello que Él me reveló, lo que me hizo ir hasta el umbral, desafiando las burlas del vulgo, para decirle: ‘Entra’ fue entonces cuando supe que tenía alma. Él me dijo: ‘Mi Nombre quiere decir Salvador. Salvo a quién tiene voluntad de ser salvado. Salvo enseñando a ser puros. A amar el dolor más que el honor. El bien, más que cualquier otra cosa. Soy el que busca a los perdidos; el que da la Vida. Soy Pureza y Verdad.’

Me dijo que yo también tenía un alma y que la había matado con mi manera de vivir. Pero no me maldijo, ni me escarneció. ¡No me miró ni un solo instante!

Fue el primer hombre que no me comió con la mirada, porque parece maldición mía el que atraiga a los hombres… Me dijo que quién lo busca, lo encuentra, porque Él está donde hay necesidad de médico y de medicina. Y se fue, pero sus palabras estaban aquí, -y se señala el corazón- Y de aquí jamás se han ido.

Me decía a mí misma: ‘Su Nombre quiere decir Salvador, “Jesús

Me lo repetía una y otra vez y fue como si empezara a curarme. Se me habían quedado grabadas sus palabras y sus amigos pastores. Di un primer paso al darles una limosna a ellos y pidiéndoles una oración… Y luego huí…

¡Oh! ¡Santa huida! Huí del pecado en busca del Salvador.  Anduve buscándolo, segura de que lo encontraría, porque me lo había prometido. Me enviaron a un hombre que se llamaba Juan, como si él fuese. Pero no lo era…

Un hebreo me dijo que estaba en Aguas Hermosas. Vivía vendiendo el oro que poseía. Durante los meses que anduve errante, tuve que cubrirme siempre mi cara para que no me aprehendiesen y para que realmente Aglae quedara sepultada, bajo este velo.

Murió la antigua Aglae. Pero su alma estaba herida y sangraba. Buscaba al médico. Tuve que huir muchas veces, al sentir al hombre que me perseguía, aun así; hecha nada bajo mis vestidos. También uno de los amigos de tu Hijo, me acechaba…

En Aguas Hermosas, viví como un animal; pobre pero feliz. Los rocíos y el río no me lavaron tanto, como sus palabras. ¡Oh! No me perdí ni una de ellas. Una vez perdonó a un hombre asesino. Lo oí. Y estuve a punto de decirle: ‘Perdóname a mí también…’ Otra vez habló de la inocencia perdida, ¡Oh! ¡Cuántas lágrimas!… En otra ocasión curó a un leproso y estuve a punto de decirle: ‘Cúrame a mí también…’ ‘Límpiame de mi pecado…’

Cierto día curó a un demente y era romano. Y me hizo pensar que pasan las patrias, pero el Cielo permanece. Una tarde en que había tempestad, me acogió en su casa. Y luego hizo que me diera hospedaje el administrador y por medio de un niño me mandó decir: ‘No llores…’

¡Oh, Bondad la suya! ¡Oh, miseria mía! Ambas tan grandes que no me atreví a llevar mi miseria a sus pies. No obstante que uno de los suyos me hablase en la noche, de la infinita misericordia de tu Hijo. Y luego, el que andaba en acecho mío, porque consideraba pecado mi deseo de alma vuelta a nacer; desapareció…

Después, Jesús se fue y lo esperé… Pero también lo esperaba la venganza de quien es más indigno que yo de verlo. Porque yo como pagana he pecado contra mí misma; mientras que ellos pecan conociendo a Dios; contra el Hijo de Dios…

Y me pegaron. Y las piedras me hicieron menos daño, que sus acusaciones. Y menos que en la carne; me hirieron en mi pobre alma, arrojándola a la desesperación.

¡Oh, lucha tremenda contra mí misma!

Desgarrada, sangrando, herida, febril, sin tener más al Médico… sin techo, ni pan, miré atrás… Adelante… El pasado me decía: ‘Regresa…’ El presente: ‘Mátate’. El futuro: ‘Espera…’

He esperado. No me he matado. Lo haré si Él me arroja. Porque ya no quiero ser lo que era…

Me fui a una población a pedir refugio… Allí me reconocieron. He tenido que huir como una bestia acá, allá. Siempre perseguida, siempre escarnecida, siempre maldecida, porque quiero ser honesta…

Y porque desenmascaré a quienes por medio mío, quieren herir a tu Hijo. Siguiendo el río llegué hasta Galilea. Y luego hasta aquí… Tú no estabas…

Fui a Cafarnaúm. Apenas habías partido de allá. Me vio un viejo fariseo, uno de sus enemigos. Y me dijo que yo podía acusarle a Él, a tu Hijo. Y como me vio llorar, sin que le dijese nada. Agregó: ‘Todo podría cambiar para ti, si consientes en ser mi amante y mi cómplice al acusar al Rabí Nazareno. Basta con que digas delante de mis amigos que Él era tu amante…’

Huí como quién ve salir una serpiente de en medio de un manojo de flores. Así comprendí que no podía ir a sus pies y vine a los tuyos. Aquí estoy. Písame…. Soy lodo. Aquí estoy. Arrójame, porque soy pecadora. Llámame prostituta. Todo lo aceptaré de tu parte. Pero ten piedad, madre. Toma mi pobre alma sucia y llévasela a Él. En tus manos es un crimen poner mi lujuria…

Pero sólo en ellas estará protegida del mundo que la quiere… Y hará penitencia.

Dime qué debo hacer. Dime que medios debo emplear para no ser más Aglae. ¿Qué cosa debo mutilar en mí? ¿Qué debo arrancar de mí, para no ser más pecado, ni seducción? Para no tener miedo ni de mí misma, ni del hombre. ¿Me debo quemar los ojos? ¿Me debo quemar los labios? ¿Me debo cortar la lengua? Ojos, labios, lengua, me han ayudado al mal. Aborrezco el mal y estoy dispuesta a castigarme y a sacrificarlos.

¿O quieres que me arranque estas caderas que me empujaron a perversos amores? ¿O estas entrañas insaciables que tengo miedo de que se despierten? Dime…  Dime como se hace para hacer olvidar que una, es mujer. Y como se hace para hacer olvidar a los demás, que una lo es.

María está conturbada. Llora. Sufre. De su dolor, la única señal son las lágrimas que caen sobre la arrepentida.

Aglae continúa:

–                 Quiero morir perdonada. Quiero morir no recordando a otro que al Salvador. Quiero morir con su Sabiduría como amiga mía… Y no puedo acercarme porque el mundo lo asecha a Él y a mí, para acusarnos.

Aglae llora echada en tierra como un andrajo.

María se levanta y dice entre dientes:

–                 ¡Qué difícil es ser redentores!…

Casi está acongojada…

Aglae, que oye aquel murmullo e intuye, dice:

–                 ¿Lo ves? ¿Ves que también tú sientes asco? Me voy. ¡Todo se ha acabado!…

María objeta:

–                 ¡No, hija! No se ha acabado. Ahora empieza. Escucha, pobre alma… No lloro por ti; sino por el mundo cruel. No te dejo ir, sino que te recojo. Pobre golondrina a la que la tempestad ha arrojado contra mis paredes. Te llevaré a Jesús y Él te dirá que camino debes seguir para tu redención…

–                 Ya no tengo más esperanzas… El mundo tiene razón. No puedo ser perdonada.

–                 El mundo no te puede perdonar. Pero Dios sí. Deja que te hable en nombre del Amor Supremo que me dio un Hijo para que lo diese al Mundo. Ha nacido de la bienaventurada ignorancia de mi virginidad consagrada, para que el Mundo tuviese perdón.

Me ha sacado sangre, no en el parto; sino del corazón; al revelarme que mi Hijo es la Gran Víctima. Mírame, hija. En este corazón hay una gran herida. Hace más de treinta años que gime y crece cada vez más y me consume. ¿Sabes cómo se llama?…

–                 Dolor.

–                 No. Amor. Lo que me desangra es este amor que hace que no esté solo mi Hijo para salvar. Es Amor el que da fuego para que se purifique a los que no se atreven a ir a donde está mi Hijo. Es amor el que me da llanto para lavar a los pecadores…  Querías mis caricias; te doy mis lágrimas que te hacen más blanca, para que puedas mirar a mi Señor. No llores así. No eres la única pecadora que viene al Señor y regresa redimida. Hubo también otras y las habrá…

¿Dudas de que pueda perdonarte? Pero, ¿No ves en cada cosa de las que te han sucedido, un misterioso querer de su Bondad Divina? ¿Quién te llevó a Judea? ¿Quién a la casa de Juan? ¿Quién te puso a la ventana aquel día? ¿Quién encendió una luz para iluminarte sus palabras? ¿Quién te dio la capacidad de comprender que la caridad unida a la plegaria de quién recibe el beneficio, alcanza la ayuda divina? ¿Quién te dio fuerzas para huir de la casa de Sciammai? ¿Quién el de perseverar en los primeros días hasta su llegada? ¿Quién te trajo a su camino? ¿Quién te hizo capaz de vivir como penitente, para limpiar cada vez más tu alma? ¿Quién te dio alma de mártir, alma de creyente, alma de perseverante, alma de pura?…

No muevas la cabeza. ¿Crees que tan solo es puro el que no ha conocido el placer sensual? ¿Crees tú que el alma no puede hacerse más virgen y bella? ¡Oh, hija! Entre mi pureza que es una gracia del Señor y tu heroica ascensión de espaldas a la cima de tu pureza perdida, puedes pensar que es más grande la tuya. Tú la rehaces contra los sentidos, la necesidad y la costumbre. Para mí es una dote natural como el respiro. Tú debes truncar el pensamiento, los afectos, la carne, para no acordarte; para no apetecer; para no secundar.

Yo… ¡Oh!… ¿Puede una niñita recién nacida apetecer la carne? ¿Tiene mérito en no hacerlo? Así yo. No sé lo que significa esta trágica hambre que ha hecho de los hombres una víctima. No conozco otra cosa, más que el hambre santísima de Dios.

Tú, ésta no la conocías por ti misma. La has apresado. Y la otra, trágica y horrenda, la has entregado por amor de Dios. Que es ahora tu único amor.¡Sonríe, hija de la Misericordia Divina! Mi Hijo obra en ti, lo que te dijo en Hebrón. Ya lo ha hecho. Estás salvada, porque has tenido buena voluntad para salvarte. Porque has preferido la pureza, el dolor, el Bien.

El alma ha renacido. Sí, es necesario que Él te diga en Nombre de Dios: ‘Estás perdonada’ Esto yo no te lo puedo decir. Pero te doy mi beso como promesa; como principio del perdón…’

¡Oh, Espíritu Eterno! Siempre hay un poco de Ti en tu María. Deja que Ella te infunda, Espíritu santificador; sobre la criatura que llora y que espera. Por nuestro Hijo, ¡Oh, Dios de Amor! Salva a ésta que de Dios espera la salvación…

La gracia de la que el ángel me dijo que estaba yo llena, descanse por un milagro sobre ésta y la levante hasta Jesús, el Salvador Bendito. El Supremo Sacerdote que la absolverá en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

Es noche, hija. Estás cansada y herida. Ven, descansa…  Mañana partirás. Te mandaré con una familia de personas buenas, porque son muchos los que vienen. Te daré un vestido igual al mío. Parecerás una hebrea. Y como veré a mi Hijo a solas en Judea, pues la pascua se aproxima y en la luna nueva de Abril estaremos en Betanía, le hablaré de ti… Ven a la casa de Simón Zelote. Me encontrarás y te llevaré a Él.

Aglae todavía llora, pero con sosiego. Se ha sentado sobre la tierra.

También María vuelve a sentarse. Aglae reclina la cabeza sobre sus rodillas y besa la mano de María…

Luego gime:

–                 Me reconocerán.

–                 ¡Oh, no! No tengas miedo… Tu vestido era muy atractivo. Yo te prepararé para este viaje tuyo al Perdón y serás como la doncella que va a las nupcias.

Diversa y desconocida a la gente que no sabe qué va a casarse. Ven, tengo una habitación pequeña, que está junto a la mía. Santos y peregrinos se han alojado ahí, deseosos de ir a Dios. Tú también estarás ahí.

Aglae trata de recoger el manto y el velo.

María dice:

–                 Déjalos. Son los vestidos de la pobre Aglae extraviada. Ella no existe más… Y ni siquiera los vestidos deben permanecer. Han experimentado mucho odio… Y el odio hace tanto mal como el pecado.

Salen al huerto oscuro y entran en la habitación que era de José.

María toma la lamparita que está sobre una mesa. Acaricia nuevamente a la joven mujer. Cierra la puerta. Y con su lamparita de tres mecheros, va a donde va a llevar el manto desgarrado de Aglae, para que ningún visitante lo vea al día siguiente…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA