La mañana del sábado es ocupada en dar descanso a los cuerpos fatigados y en lavar los vestidos llenos de polvo y arrugados del camino, en las piletas del Getsemaní.
– Sólo tú pequeñín, no puedes cambiarte. Pero mañana… -Pedro mira con preocupación el vestido limpio, pero demasiado corto, desteñido, rasgado; que parece de un niño de la mitad de su edad y agrega en voz baja- ¿Cómo puedo hacer para llevarlo a la ciudad? Quisiera partir mi manto en dos, para que con un trozo se cubriese.
Jesús oye este soliloquio paterno y dice:
– Es mejor que descanse ahora. Iremos esta tarde a Bethania.
– Pero yo quiero comprarle un vestido. Se lo prometí.
– Lo harás. Mi Madre te acompañará. ¿Sabes?… las mujeres son más hábiles en las compras que nosotros. Y Ella se sentirá feliz de ocuparse de un niño. Iréis juntos.
La idea de ir de compras con María, llena de felicidad a Pedro.
Jesús pasea por el olivar y mira a Yabé que juega con los más jóvenes.
Judas está muy alegre. Los más viejos miran y sonríen.
Bartolomé pregunta:
– ¿Y qué dirá tu Madre de este pequeñín?
Tomás contesta:
– Yo creo que dirá: ‘Está muy delgaducho’
Pedro dice:
– ¡Oh, no! Dirá: ‘Pobrecito niño’
Zelote pregunta:
– Y tú Maestro, ¿Qué crees que dirá?
Jesús dice:
– Al besarlo dirá tan solo: ‘Que seas bendito’ Y lo curará como si fuese un pajarito caído del nido. Ella, como criatura perfecta; lleva la maternidad en la sangre y en el corazón. Porque la mujer ha sido hecha para ser madre y es una aberración, cuando se hace sorda a este sentimiento, que es amor de segunda potencia.
Tadeo pregunta:
– ¿Qué quieres decir Maestro con amor de segunda potencia?
– Hermano mío. Hay muchos amores y muchas fuerzas. Está el Amor de primera fuerza: el que se da a Dios. El amor de segunda fuerza: el materno o el paterno…
Juan de Endor dice:
– Yo amaba mucho a mis discípulos.
– He comprendido que debiste haber sido un buen maestro, al ver cómo tratas a Yabé.
El hombre de Endor se inclina y besa la mano de Jesús, sin decir nada.
Zelote suplica:
– Continúa te lo ruego, tu clasificación de amores.
– Está el amor por la compañera; que es amor de tercera fuerza. Porque está hecho por mitad de espíritu y mitad de carne. Hablo siempre de amores puros y santos. El hombre para la esposa es un maestro y un padre, además de esposo. La mujer para él, un ángel y una madre, además de esposa. Estos son los tres amores más grandes.
Judas de Keriot pregunta:
– ¿Y el amor del prójimo? ¿No te has equivocado? ¿O lo has olvidado?
Los demás lo miran estupefactos… e irritados.
Tanto por las palabras como por la manera decirlas. En realidad, Judas fue educado en el Templo y su soberbia le empuja a actuar de esa manera. Ni él mismo se da cuenta de lo que hace, ni porqué lo hace. Una sombra pasa por la mirada de Judas…
Las enseñanzas de Sciammai, están ejerciendo su tóxico… Fue su primer maestro y maestro de Sadoc. Y esas ideas aunadas a las raíces del pecado al que no se ha renunciado y a la creencia equivocada de que por ser sacerdote y descendiente de sacerdotes, se es miembro de una élite privilegiada y se es poseedor de la verdad absoluta. Además, la peor tragedia de Judas es creer que sólo la capacidad humana, desarrollada por la voluntad, es la clave del éxito…
Jesús responde tranquilamente:
– No, Judas. Pero mira…
Y Jesús hace una larga y detallada exposición de lo que es el amor. Y concluye:
– … el primero de la segunda serie es el del prójimo. En realidad es el cuarto en fuerza. Luego viene el amor por la ciencia; de aquí el amor por el trabajo.
– ¿Y basta?
– Y basta.
– ¡Pero hay muchos otros amores! –exclama Judas de Keriot.
Jesús rechaza:
– NO. Hay otras hambres, pero no son amores. Son des-amores. Niegan a Dios, niegan al hombre. No pueden por lo tanto, ser amores, porque son negación y la negación es Odio.
– Si me niego a consentir en el Mal es odio.
Pedro exclama exasperado.
– ¡Pobres de nosotros! Eres más caviloso que un escriba. ¿Me puedes decir que te pasa? ¿Es el aire fino de Judea el que te picotea los nervios como un calambre?
– No. Me gusta instruirme y tener muchas ideas. Y muy claras. Aquí es fácil encontrarse y hablar con escribas. No quiero quedarme corto en argumentos.
Pedro pregunta:
– ¿Y crees que podrás en el momento en que te haga falta, sacar la hilacha del color necesario de tu saco donde metes todos esos harapos?
– ¿Harapos las palabras del Maestro? ¡Blasfemas!
– No te hagas el escandalizado. En su boca no hay harapos. Pero lo son cuando tratamos mal sus palabras. Da un viso precioso a un niño… y poco después no será más que un jirón sucio. Es lo que nos sucede… Ahora bien; si tú tratas de coger en el momento oportuno, el trapo que necesitas… entre éste y el que está sucio… ¡Hummm!… no sé qué te resultará.
– Tú no te preocupes. Son negocios míos.
– Puedes estar seguro de que no me meteré. Tengo suficiente con los míos… y luego… Me conformo con que no hagas daño al Maestro; porque en ese caso, pensaría en tus negocios…
– Cuando haga mal lo harás. Pero eso no sucederá jamás, porque yo sé lo que estoy haciendo. No soy un ignorante. Yo…
– Lo soy. Lo sé. Pero no acumulo nada para sacarlo después. Le ruego a Dios y Él me ayudará, por amor de su Mesías; de quién soy su siervo más pequeño y más fiel.
Judas replica, con altanería:
– Todos somos fieles.
Entonces Yabé interviene con energía:
– ¡Oye, sinvergüenza!… ¿Por qué ofendes a mi padre? Es viejo. Es bueno. No debes hacerlo. ¡Eres un hombre malo y me das miedo!
Santiago de Zebedeo da un codazo a Andrés y exclama en voz baja:
– ¡Y van dos!
Habló quedito, pero Judas alcanzó a oír y encendido por la ira, dice:
– Puedes ver Maestro, si las palabras del tonto muchacho de Mágdala no han dejado una huella.
El pacífico Tomás, pregunta:
– Así es, Maestro. ¿No sería mejor que el Maestro continúe con su lección, más bien que estar como gallitos?
Mateo exclama:
– Así es, Maestro. Háblanos un poco más de tu Mamá. ¡Es tan luminosa su infancia! Por reflejo nos hace el alma virgen y yo, pobre pecador; tengo tanta necesidad.
Todos forman un círculo alrededor de Jesús, sentados a la sombra de los olivos. Yabé escucha atentamente los episodios que Jesús relata como si fueran historias deliciosas.
Y al final pregunta con ansia…
– ¿Cuándo iremos a donde está tu mamá, Señor?
– Esta tarde. ¿Qué le dirás cuando la veas?
– “Buenas tardes, madre del Salvador” ¿Está bien así?
– ¡Muy bien! –afirma Jesús y lo acaricia.
Felipe pregunta:
– ¿Hoy no iremos al Templo?
– Iremos antes de partir para Bethania. –Y luego dice al niño- tú te quedarás aquí, ¿Verdad?
– Sí. Señor.
La mujer de Jonás el cuidador del olivar, que se ha acercado despacito, dice:
– ¿Por qué no lo llevas? El muchacho tiene ganas.
Jesús la mira fijamente, sin decirle nada.
Ella comprende y dice:
– ¡Entendido! Ahora vengo… -y corre ligera.
Yabé jala a Juan de la manga y pregunta:
– ¿Serán duros los maestros?
Juan lo anima:
– ¡Oh, no! No tengas miedo. Además no es para hoy. En pocos días serás más sabio que un doctor, con la Madre de Jesús.
Los otros oyen a Yabé y se ríen de sus temores.
Mateo pregunta:
– ¿Quién lo presentará como su padre?
Pedro responde:
– Yo. Es natural. A no ser que lo quiera presentar el Maestro.
Jesús dice:
– No, Simón. No lo haré. Te dejo esta honra.
– Gracias, maestro. ¿Pero también estarás Tú?
– Todos estaremos… ‘Es nuestro niño…’
Regresa maría de Jonás con un manto nuevo de un color violeta… ¡Verdaderamente horroroso!
Ella dice:
– Marcos nunca quiso usarlo porque nunca le gustó el color.
El pobre Yabé, con la cara cenicienta y con ese color parece un ahogado. Pero como él no se ve; está feliz de poder envolverse en él como si fuera un adulto.
Más tarde, Pedro entra solemne en el recinto del Templo, llevando de la mano a Yabé. Detrás, el resto de los apóstoles.
Jesús es el último. Mientras tanto Pedro se industria en explicarle al niño, las cosas de mayor relieve del Templo. Están cerca del gazofilacio para echar las ofrendas, cuando les habla José de Arimatea. Quién después de los saludos recíprocos,
Les pregunta:
– ¿Desde cuándo os encontráis aquí?
Pedro contesta:
– Desde ayer por la tarde.
– ¿El Maestro?
– Está allí con un nuevo discípulo. –señala la columna donde Jesús conversa con Juan de Endor- Pero ahora viene.
José mira al niño y pregunta a Pedro:
– ¿Un nieto tuyo?
– No… Sí… Más bien: nada por la sangre. Mucho por la Fe y todo por amor.
– No te entiendo.
– Es un huérfano… por esto nada por la sangre. Un discípulo; por esto, mucho por la fe. Un hijo, por esto todo por amor. El maestro lo recogió y yo lo cuido. En estos días será mayor de edad.
– Tan pronto doce años. ¡Qué chiquito está…!
– ¡Eh! Pero te lo dirá el Maestro… José, tú eres bueno. Uno de los pocos buenos que hay ahí dentro. Dime: ¿Me ayudarás con esto? Sabes… yo lo presento como si fuera mi hijo. Pero soy Galileo y tengo una lepra horrible en la espalda…
– ¿Lepra? –exclama y pregunta José retirándose.
– ¡No tengas miedo!… tengo la lepra de ser de Jesús. La más odiosa para éstos del Templo, salvo para pocas excepciones.
– ¡Nooo! ¡No digas eso!
– Es la verdad y hay que decirlo. Por esto temo que sean duros con el pequeño por mi causa y por causa de Jesús. Además no sé si sepa o como sepa la Ley, la Halasia, la Haggada y los Midrashot. Jesús dice que sabe demasiado…
– Bueno. Si lo dice Jesús, no debes temer.
– Con tal de darme un disgusto…
– ¡Quieres mucho a este pequeño! ¿Lo tienes siempre contigo?
– No puedo. Siempre estoy caminando. El niño es pequeño y delgaducho.
– Pero yo siempre vendré gustoso contigo… -dice Yabé que ha cobrado confianza al sentir las caricias de José.
Pedro suplica:
– José, ¿Me ayudas?
– Claro que sí. Vendré contigo. Delante de mí, no se atreverán a cometer ninguna injusticia. ¿Cuándo piensas hacerla?
– El miércoles antes de la Pascua.
– Iré a Bethania para traeros.
Ante la actitud de José el Anciano, Pedro está que revienta de felicidad.
– Te dejo. La paz sea contigo. Es la hora del Incienso. –Y José se va.
Más tarde en Bethania…
Jesús dice:
– Lázaro, vi a José de Arimatea. El lunes viene aquí con amigos suyos.
Lázaro exclama:
– ¡Oh! ¡Entonces ese día estarás conmigo!
– Sí. Viene a tratar de una ceremonia que tiene que ver con Yabé y a estar con nosotros. El niño, -explica Jesús a todos- Es nieto de un campesino de Doras. Pasé por Esdrelón. El viejo lo tenía en el bosque, como a un animal salvaje, para que Doras no lo descubriera. Estuvo allí desde el Invierno.
Todas las mujeres se conmueven:
– ¡Oh, pobre niño! Pero, ¿Por qué?…
– Porque sus padres quedaron sepultados en el derrumbe que hubo cerca de Emmaús. Todos: padre, madre, hermanitos. Él sobrevivió porque no estaba en la casa. Lo llevaron al abuelo. Pero, ¿Qué puede hacer un campesino de un fariseo cómo Doras? Tú Isaac, le hablaste de Mí como de un Salvador, aún en este caso.
El pastor pregunta humildemente:
– ¿Hice mal, Señor?
– Hiciste bien. Dios lo quería. El viejo me dio al niño, que en estos días será mayor de edad.
María de Alfeo exclama:
– ¡Oh, pobrecito! ¿Tan pequeño a los doce? Mi Judas a su edad tenía casi el doble de su tamaño… Y Jesús, ¡Oh! ¡Qué flor!…
Martha dice:
– Realmente es muy pequeño. Pensé que tendría cuando mucho diez años.
Pedro explica:
– ¡Eh! ¡El hambre es horrible! Debe haberla padecido desde que vino al mundo. Además, ¿Qué cosa podía darle el pobre viejo, si allí todos mueren de hambre?
Jesús dice:
– Sí. Ha sufrido mucho. Pero es muy bueno e inteligente. Lo tengo para consolar al viejo.
Lázaro pregunta:
– ¿Lo adoptas?
– No. No puedo.
– Entonces lo tomo yo.
Pedro ve que sus esperanzas se le van y con un verdadero grito de angustia, exclama:
– Señor, ¿Todo a él?
Jesús sonríe y dice:
– Lázaro, ya has hecho muchas cosas y te lo agradezco. Pero no te puedo confiar este niño. Es ‘nuestro niño’. De todos nosotros y la alegría de los apóstoles y del Maestro. Por otra parte, aquí crecería en medio de la abundancia. Quiero regalarle mi manto real: la pobreza honrada. Lo que el Hijo del Hombre quiere para Sí, para poder acercarse a todas las grandes miserias, sin mortificar a nadie.
– Al menos me permitirás…
Pedro grita:
– ¡Yo me ocuparé de su vestido para la fiesta!
Todos se echan a reír por lo inesperado del grito.
Lázaro dice:
– Está bien. Pero tendrá necesidad de otros vestidos. Simón, sé bueno. También yo estoy sin niños; permite que yo y Martha nos consolemos proveyendo algunas cosas.
Pedro, ante esta súplica de Lázaro se conmueve al punto y dice:
– Pero el vestido del miércoles, lo compro yo. Me lo ha permitido el Maestro y me dijo que iré mañana con su madre a comprarlo.
Pedro ha dicho esto por temor de que haya algún cambio en su contra.
Jesús sonríe y dice a María:
– Sí, Madre. Te ruego que vayas mañana con Simón; de otro modo este hombre se me muere de ansiedad. Lo aconsejarás en la compra.
Pedro dice:
– Ya dije: vestido rojo y faja verde. Se verá muy bien. Mejor que con ese color que trae ahora.
María sugiere dulcemente:
– El rojo le quedará muy bien. También Jesús iba vestido de rojo. Yo propondría que sobre el vestido rojo, hubiese una faja roja o al menos recamada en rojo.
Pedro contesta:
– Yo decía así, porque veo que Judas se ve muy bien con esa faja sobre su vestido rojo.
Iscariote replica con una sonrisa:
– Pero estas no son verdes, amigo.
– ¿No? ¿Entonces de qué color son…?
– Este color se llama ‘vena de ágatha’
– ¿Y cómo quieres que yo lo sepa? Me pareció verde. Lo he visto en las hojas…
María interviene con dulzura:
– Simón tiene razón. Es el color exacto con el que se revisten las hojas en las primeras aguas de Tisri.
Pedro concluye contento:
– Y como las hojas son verdes, yo pienso que son verdes tus fajas.
María ha puesto paz y ha dado alegría, aún en esta cosa tan pequeña.
Luego dice:
– Llamad al niño.
Cuando Juan lo trae, María pregunta acariciándolo:
– ¿Cómo te llamas?
– Me llamo… Me llamaba Yabé. Pero ahora estoy esperando el nombre…
– ¿Lo estás esperando?
Jesús responde:
– Sí. Yabé quiere un nombre que quiera decir que lo salvé. Lo buscarás, Madre. Un nombre que entrañe amor y salvación.
María piensa y luego dice:
– Marziam. Eres la pequeña gota en el mar de los que salva Jesús. ¿Te gusta? Y así recuerdas la salvación.
– Es muy hermoso. –dice contento el niño, mientras María lo acaricia.
María de Alfeo toca el manto de Yabé y dice:
– Esta es una buena lana. Pero, ¡Tiene un color!... ¿Qué te parece si lo teñimos de rojo oscuro? Quedará mejor.
María contesta:
– Lo haremos mañana por la tarde. Porque mañana tendrá un vestido nuevo y ahora no podemos desteñirlo.
Y de esta forma, todos siguen conversando…
Por la noche, Jesús y María están sentados en la terraza de la casa de Simón y hablan a solas. Jesús le cuenta todo lo sucedido.
Cuando llega el turno de María le dice:
– Hijo. Después de tu partida vino a la casa una mujer que te buscaba. Una gran miseria y una gran redención. Esta persona tiene necesidad de que la perdones, para que sea tenaz en su resolución. Se la confié a Susana diciéndole que era una a la que habías curado. Es verdad. La habría tenido conmigo si nuestra casa no fuese ya un mar, donde todos navegan… Y muchos con malas intenciones. La mujer siente ya el desprecio por el mundo. ¿Quieres saber quién es?
– Es un alma. Pero dime su nombre.
– Es Aglae. Romana, danzarina y pecadora, a la que empezaste a salvar en Hebrón. Que te buscó y te encontró en Aguas Hermosas. La que ha sufrido mucho por tratar de ser honesta. Me lo dijo todo. ¡Qué horror!…
– ¿Su pecado?
– También. ¡Qué horrible es el mundo! ¡Oh, Hijo mío! Desconfía de los fariseos de Cafarnaúm. Quisieron utilizar a esta infeliz para hacerte daño…
– Lo sé madre. ¿Dónde está Aglae?
– Llegará con Susana antes de la Pascua.
– Está bien. le hablaré. Todas las tardes estaré aquí. Menos la de la pascua que dedicaré a la familia. La esperaré. Si viene, sólo dile que me espere. Es como dijiste: una gran redención. Y ¡Tan espontánea! En verdad te digo que en pocos corazones, mi semilla ha echado tan profundas raíces, como en este terreno pobre. Andrés la ayudó a crecer hasta que se hizo grande.
– Me lo dijo.
– Madre, ¿Qué has experimentado al acercarte a esa pobre alma?
– Asco y alegría. Me pareció estar cerca de un abismo del Infierno. Pero al mismo tiempo me sentí transportada a la región azul. ¡Cómo eres Dios, Jesús mío; cuando realizas estos milagros!
Se quedan callados bajo las brillantes estrellas y envueltos en la luz de la luna que pronto estará llena. Madre e hijo. Dos corazones que se aman…
La mañana siguiente es espléndida e invita realmente a dar un paseo. Los que viven en la casa de Zelote, salen a respirar el aire puro en el huerto de Lázaro, que rodea la casa. Y pronto se les unen los que se hospedan en la casa de Lázaro y que son: Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Andrés y Santiago de Zebedeo.
El sol ilumina las habitaciones sencillas y limpias. María de Alfeo y María Salomé, la madre de Santiago y de Juan; están en la cocina, preparando el desayuno. La Virgen María está viendo como un siervo de Lázaro, es el peluquero de Marziam. Cuando termina de arreglarle el cabello, lo lleva a bañarse y lo viste con un ajuar que perteneció a Lázaro, el que han arreglado para que sea de su medida.
María le quita la toalla en que estaba envuelto Marziam y le pone un vestido de lino con crespones en el cuello y en las muñecas. Encima, una bata roja de lana con un gran escote y mangas anchas. Aparece por el escote el lino muy blanco y en las mangas, el rojo oscuro. Le ciñe la cintura con una faja que termina en flecos de lana roja y blanca. Unge su cabello con aceite de almendras y de palma, aromatizado con finas esencias.
El niño se ve totalmente desconocido.
María lo acaricia con inmenso amor y le dice:
– Ahora vete a jugar sin ensuciarte, mientras yo me preparo.
El niño se va brincando alegre a buscar a sus amigos. El primero que lo ve, es Tomás:
– Pero, ¡Qué hermoso te ves! ¡Cómo para las nupcias! Me haces desaparecer. Ven. Vamos a donde están las mujeres. –El siempre alegre y regordete Tomás lo toma de la mano, diciéndole- Te buscan para darte de comer.
Y lo lleva a la cocina.
Después Simón Pedro y maría se van de compras.
Y Jesús dice a Zelote:
– Simón, me acompañarás a donde están tus amigos los leprosos. Los demás haced lo que mejor os parezca. Estáis libres hasta el miércoles. Los espero a las nueve de la mañana en la Puerta Dorada.
Juan dice:
– Yo voy contigo, Maestro.
– Nos vemos en Getsemaní para comer y al atardecer regresaremos aquí. Adiós Lázaro.
– Yo también voy contigo. Me siento un poco mejor de las piernas.
– Vámonos. La paz sea con vosotros, mujeres.
Hasta las cercanías de Jerusalén, todos van juntos. Luego se separan.
Iscariote se va por su lado y entra en la ciudad en dirección a la torre Antonia…
Jesús dice:
– ¡Vamos a ver a esos pobrecitos!
Da la espalda a la ciudad y se dirige a un lugar desolado que está en las faldas de una colina rocosa que hay entre dos caminos que llevan de Jericó a Jerusalén. Un lugar extraño hecho como de escalones. Al dirigir la vista hacia abajo, se ve un foso como de tres metros de profundidad que baja en declive. El lugar es árido. Está muerto. Se respira mucha tristeza.
Simón Zelote grita:
– ¡Maestro! Aquí están. Hemos llegado. Yo viví entre los sepulcros de Siloán y aquí están mis amigos.
– Iremos a donde están.
– ¡Gracias! En su nombre y en el mío.
– ¿Son muchos?
– El invierno mató a la mayoría. Hay todavía cinco de ellos, a los que les había hablado. Te están esperando, míralos. Están en el borde de su mazmorra.
Son como una docena. Entre ellos hay una mujer. Se distingue por sus cabellos largos hasta la cintura. Fuera de esto no se puede distinguir el sexo debido a la enfermedad que ha avanzado y la ha convertido en un esqueleto, destruyendo sus contornos femeninos. De los hombres, uno conserva en su cara rastros de bigote y barba. A los demás la enfermedad los ha dejado sin nada.
Gritan:
– ¡Jesús, Salvador nuestro! ¡Ten piedad de nosotros! ¡Jesús Hijo de David, ten piedad! ¡Oh, Señor, ten piedad!
Y extienden sus manos deformes y ulceradas.
Jesús los mira con infinita compasión y levantando su rostro hacia aquellas miserias humanas, les pregunta:
– ¿Qué queréis que os haga?
– Que nos salves del pecado y de la enfermedad.
– Del pecado salva la voluntad y el arrepentimiento.
– Pero si quieres puedes borrar nuestros pecados…
La mujer suplica:
– Por lo menos eso, si es que no quieres curar nuestros cuerpos.
Jesús declara:
– Yo os digo: Escoged entre ambas cosas, ¿Cuál queréis?
– El Perdón de Dios, para vivir menos abatidos.
Jesús hace una señal de aprobación. En su rostro brilla una sonrisa. Levanta los brazos y grita:
– Obtened lo que pedís. ¡Quiero!…
Y así fueron escuchados…
Los infelices quedan dudosos de si se trata del pecado o de la enfermedad. O de ambas cosas. Pero los apóstoles no dudan y gritan hosannas al ver que la lepra desaparece rápido, como un copo de nieve junto al fuego. Entonces ellos comprenden que fueron escuchados del todo… su grito resuena cual clarín de victoria. Se abrazan entre sí. Avientan besos a Jesús; porque no pueden ir a arrojarse a sus pies.
Luego se vuelven a sus compañeros de desgracia, diciéndoles:
– ¿Y no queréis creer todavía? ¿Pero qué clase de infelices sois?
Jesús dice:
– ¡Calma! Sed buenos. Nuestros pobres hermanos tienen necesidad de pensar. No les digáis nada. La fe no se impone. Se predica con paz, dulzura, paciencia, constancia. Lo que haréis después de vuestra purificación, como Simón hizo con vosotros. Por otra parte, el milagro habla ya de por sí. Vosotros curados, id al sacerdote lo más pronto posible. Vosotros enfermos, esperad hasta la tarde. Os traeremos comida. La paz sea con todos vosotros.
Jesús regresa al camino seguido por las bendiciones de todos y dice a sus apóstoles:
– Ahora vamos a Ben Hinnóm.
Pasan el Cedrón. Flanquean el lado sur del Monte Tofet y entran en un valle lúgubre: ni un árbol. Ninguna defensa contra el sol que flagela con sus rayos en los escalones que descienden a este lugar infernal, de cuyo fondo sale un humo apestoso que aumenta el calor.
Y dentro de los sepulcros están los cuerpos de los pobres que se consumen vivos. Siloán será duro en el Invierno, húmedo, por estar orientado hacia el norte. Pero en este lugar el verano debe ser espantoso…
Simón Zelote llama con un grito. Aparecen tres, luego dos y luego más. Todos se acercan como pueden hasta el límite prescrito. Aquí hay dos mujeres. Una tiene de la mano a un niño monstruoso. La lepra le atacó especialmente en la cara y está ya casi ciego.
Hay un hombre de porte noble, no obstante su miserable condición.
Habla por todos:
– Sé bendito, Mesías del Señor que has bajado a nuestro infierno; para sacar de él a los que esperan en Ti. ¡Sálvanos Señor, que nos morimos! ¡Sálvanos, Salvador; Rey de la estirpe de David! ¡Rey de Israel! ¡Piedad para tus súbditos! ¡Oh, Retoño de la estirpe de Jesé, de quién se dijo que en su tiempo no habría ya mal! Extiende tu mano para que recojas a estos restos de tu Pueblo. Aparta de nosotros esta muerte. Seca nuestras lágrimas, porque así está escrito de Ti. Llámanos Señor a tus campos ubérrimos; a tus dulces aguas porque estamos sedientos. Llévanos a las eternas colinas en donde no hay culpa, ni dolor. Ten piedad, Señor…
– ¿Quién eres?
– Juan. Uno del Templo. Tal vez me contaminé con algún leproso. Hace poco, como puedes ver. ¡Pero éstos!… Hay quién hace años que está esperando la muerte. Esta niña, cuando todavía no comenzaba a caminar… No conoce las obras que Dios ha creado. Lo que conoce o recuerda de las maravillas de Dios, son estos sepulcros; este sol despiadado y las estrellas de la noche. Ten piedad para los inocentes y para los culpables, Señor, Salvador nuestro.
Todos están arrodillados y con sus brazos extendidos…
Jesús llora sobre tanta miseria.
Abre sus brazos y en voz alta, grita:
– Padre, lo quiero. Salud. Vida. Vista. Vengan sobre ellos…
Se queda con los brazos abiertos, orando intensamente, con toda su alma. Parece como si se elevase en el aire al orar. Cual una llama de amor blanca y poderosa, bajo el fuerte oro del sol…
Se escucha un grito infantil:
– ¡Mamá! ¡Yo veo!
A este primer grito, responde el de su madre que estrecha contra su corazón a la niña curada. Luego uno a uno, se oyen los de los demás y los de los apóstoles… se ha realizado el milagro.
Jesús dice:
– Juan, tú que eres sacerdote, guiarás a tus compañeros en el rito. La paz sea con vosotros. Os traeremos comida esta tarde.
Jesús bendice y trata de irse, pero Juan el ex leproso, grita:
– Quiero seguir tus pasos. Dime qué debo hacer. ¿A dónde debo ir a predicarte?
– En esta tierra desolada y desnuda que tiene necesidad de convertidos al Señor. sea la ciudad de Jerusalén tu campo. Adiós.
HERMANO EN CRISTO JESUS: