En el camino principal hay mucho tránsito. El aire es limpio y seco. El cielo está sereno y en el ambiente está el frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas, parece más extensa y en los pastizales la hierba está quemada con los vientos y la escarcha del invierno.
María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un grueso manto.
José camina a su lado llevando la rienda y le pregunta:
– ¿Estás cansada?
María lo mira, sonríe y contesta:
– No. –A la tercera vez añade- Más bien tú debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho.
– ¡Oh! ¡Yo, ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más rápido. Pero no lo encontré… En estos días todos necesitan una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efratá.
Luego ambos guardan silencio.
María, cuando no habla con José, se recoge en la plegaria. Dulcemente sonríe y aunque mira a la gente, es como si no la viera. Y aunque hay hombres, mujeres, ancianos, pastores, ricos y pobres… Es como si Ella estuviese absorta con una visión celestial…
Sopla el aire helado y José le pregunta:
– ¿Tienes frío?
Ella contesta sonriendo:
– No.
Pero José no se fía. Le toca los pies calzados con sandalias, que cuelgan a un lado del borriquillo y los siente muy fríos…
José mueve la cabeza y se quita la capa pequeña, para cubrir las rodillas de María. La extiende sobre sus manos y sobre sus muslos; tratando de cubrirla lo mejor posible, para que esté calientita.
Encuentran a un pastor que atraviesa el campo con su ganado y José se le acerca para pedirle un poco de leche. El pastor dice que sí. Y José lleva su borriquillo atrás del rebaño que está paciendo.
El pastor busca en su alforja una taza, ordeña a una robusta oveja y la entrega a José, que la lleva luego a María.
María mira a los dos hombres y dice con dulzura:
– Dios os bendiga… A ti por tu amor y a ti por tu bondad. Rogaré por ti.
El pastor pregunta:
– ¿Venís de lejos?
José responde:
– De Nazareth.
– ¿Y vais?
– A Belén.
– El camino es largo para una mujer en este estado. ¿Es tu esposa?
– Sí.
– ¿Tenéis a dónde llegar?
– No.
– ¡Vaya! ¡Entonces todo va mal! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes, para empadronarse. No sé si encontraréis alojo. ¿Conocéis el lugar?
– No muy bien.
– Bueno… Te voy a enseñar… –Y el pastor da a José todas las instrucciones necesarias para el caso… Y finaliza diciendo- Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén, los utilizan como albergue. Están húmedos, fríos y sin puerta. Pero siempre son un refugio… Porque tu mujer no puede quedarse así, en mitad del camino… Y tal vez ahí encontréis un lugar y heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe.
María le dice:
– Y a ti te dé su alegría.
José por su parte:
– Gracias por todo. La paz sea contigo.
Y continúan su camino.
Cuando llegan a Belén, José le dice con cariño:
– Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar; porque me parece que ya estás muy cansada…
– No. Estoy pensando… –María aprieta la mano de José y dice con una gran sonrisa- Creo que el momento ha llegado…
José exclama aterrado:
– ¡Dios nos socorra, María! ¿Qué vamos a hacer?…
– No temas José. Ten constancia. ¿Ves qué tranquila estoy yo?
– Pero sufres mucho…
– ¡No! ¡Oh, no! Me encuentro llena de alegría. Una alegria tan incontenible que mi corazón palpita muy fuerte diciéndome: ¡Va a nacer! ¡Va a nacer! Es mi hijo que toca a mi corazón diciéndome: “Mamá. Ya llegué. ¡Vengo a darte un beso de parte de Dios! ¡Oh!… ¡Qué alegría, José mío!
Pero José no participa de la misma alegría. Le preocupa encontrar un refugio con urgencia y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojamiento… Y nada.
Todo está ocupado. Llegan al albergue y está lleno hasta en los portales que rodean el patio interior. Entonces deja a María sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de alojamiento en otras casas.
Regresa desconsolado, porque nadie los puede recibir. El crepúsculo invernal se echa encima y extiende sus velos sobre toda la campiña.
José suplica al dueño del albergue y a cuantos puede, porque se trata de una mujer próxima a dar a luz; pero nadie se conmueve.
Un rico fariseo los mira con evidente desprecio y cuando María se acerca; se aparta de ella como si fuera una leprosa.
José lo mira con indignación.
Pero María pone su mano sobre la muñeca de Jose, para calmarlo y le dice:
– No insistas. Vámonos. Dios proveerá.
Salen y llegan hasta las afueras de la ciudad, sin encontrar alojamiento. Llegan a los apriscos y los mejores ya están ocupados.
José se siente completamente descorazonado.
Y un viejo le grita:
– Oye galileo. Allá en el fondo, detrás de aquellas ruinas hay una cueva. Tal vez ahí no haya nadie.
Se apresuran a ir a esa cueva… Y que si es una madriguera… Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.
Como ha anochecido, para ver mejor José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda.
José sonríe y dice:
– Ven María. Está vacía. Solamente hay un buey. Es mejor que nada…
María baja del borriquillo y entra.
José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo está revuelto con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos y paja.
En el fondo un buey los mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón indica que allí suele hacerse fuego.
María se acerca al buey porque tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge y parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del estante que hay arriba del pesebre, para hacerle un lecho a María. Hace lugar también al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer.
José voltea un cubo con abolladuras y va hasta el arroyo que corre cerca de las ruinas de la torre. Regresa con agua para el borriquillo. Luego toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo… Enseguida desparrama el heno y hace una especie de lecho cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira… Prende fuego y con una infinita paciencia, seca poco a poco el heno junto al fuego.
Una cansada María sentada en el banco, lo mira y sonríe.
Cuando todo está listo, María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle heno, con la espalda apoyada contra un tronco.
José adorna todo aquel… ajuar y pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta. Una defensa muy pobre… Luego le invita a la Virgen pan y queso y le da a beber agua de una cantimplora.
Cuando termina la frugal cena, le dice:
– Duerme ahora. Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara.
María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella y con la capa que tenía antes en los pies.
María objeta:
– Pero tú vas a tener frío…
José le contesta con una sonrisa:
– No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor.
María no insiste y cierra los ojos.
José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con los pedazos de leña cerca. De vez en cuando se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure.
Pasa el tiempo y no hay más que el brillo del fuego que va disminuyendo poco a poco. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y las manos de José. Todo lo demás se confunde en la gruesa penumbra.
En el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales, la pequeña hoguera está a punto de apagarse, porque quien la vigila está a punto de quedarse dormido.
María levanta su cabeza y ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios!…
Haciendo menos ruido del que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta y luego se arrodilla para orar. Una sonrisa de bienaventurada ilumina su rostro. Ora con los brazos abiertos y con las palmas hacia arriba y hacia adelante. Y parece como si no se canse con esta posición. Después de un rato, se postra contra el heno orando más intensamente. Es una larga y ardiente plegaria.
José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama se levanta vigorosa. Le agrega unas ramas gruesas y un par de troncos; porque el frío es muy agudo… Un frío nocturno invernal que penetra hiriente, por todas las rendijas de estas ruinas.
El pobre José, como está junto a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta; está literalmente casi congelado. Frota sus manos una contra otra y las acerca al fuego. Se quita las sandalias y también acerca los pies al fuego.
Cuando ve que éste ya volvió a agarrar fuerza en la pequeña hoguera y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta… Pero no ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Entonces se pone de pie y despacio se acerca a donde está Ella.
Le pregunta suavemente:
– ¿No te has dormido? – Y tiene que repetirlo por tres veces.
Hasta que Ella se estremece y responde:
– Estoy orando.
– ¿Estás bien? ¿Te hace falta algo?
– Nada, José.
– Trata de dormir un poco. Al menos intenta descansar.
– Lo haré. Pero el orar no me cansa.
– Buenas noches, María.
– Buenas noches, José.
María vuelve a su antigua posición.
José, para no dejarse vencer otra vez del sueño; se arrodilla cerca del fuego y se pone a orar. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria.
En la cueva, fuera del rumor de la leña que chisporrotea y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
El tiempo pasa lentamente y un rayo de luna se cuela entre una grieta del techo y es un hilo plateado que desciende lentamente iluminando todo lo que toca. Se alarga, conforme la luna se levanta en lo alto del cielo… Y finalmente alcanza a María. Sobre su cabeza orante, la nimba del plateado resplandor.
María levanta su cabeza como si desde lo alto alguien la llamase y nuevamente se pone de rodillas. Una sonrisa sobrehumana transforma su rostro con la bienaventuranza del éxtasis.
A su alrededor la luz aumenta cada vez más y la envuelve totalmente. Parece como si bajara del cielo… Como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor y sobre todo, parece como si de Ella misma procediese…
Su vestido azul oscuro, se tiñe de un suave color de miosotis. Sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego y con sus resplandores iluminaran todas cosas que rodean a María.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María… Absorbe la de la luna y parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto.
Ya es la Depositaria de la Luz… La que será la Luz del mundo… La eterna y divina Luz que se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan como una marea… Que suben como una nube incienso y que se esparcen cual un velo…
La bóveda llena de agujeros, telarañas y escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen. La bóveda negra, llena de humo y apestosa… Parece de pronto la bóveda de una sala real.
Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí…
Y unos murciélagos que descansan colgados, parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, ya no es hierba… Es hilo de plata pura, que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El pesebre en su madera negra, es un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve.
Y el suelo… parece un cristal encendido con luz blanca. Los salientes semejan rosas de luz tiradas como homenaje a Él. Y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes…
La luz crece hasta hacerse irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen…
Y de ella emerge la Madre.
Cuando la incandescencia disminuye, María está con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas y sus pies pequeñitos… Y que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer.
Tiene su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello. Una redonda cabecita que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito y lo adora ya sonriendo, ya llorando… Se inclina a besarlo sobre su pecho pequeñito, donde palpita su corazoncito…
Un pequeño corazón que palpita por nosotros… Allí donde un día recibirá la lanzada… Se la cura de antemano su Mamita con un beso pleno de adoración…
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que los ha despertado y saludan a su Creador… El Creador de todo cuanto existe y tiene vida… El Creador de los animales…
José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra la luz. Se quita las manos del rostro, levanta la cabeza y voltea hacia el pesebre. El buey que está parado no lo deja ver…
En cuanto María pudo estrechar contra su corazón al recién nacido, lo adoró profundamente y con inmensa devoción levantándolo entre sus brazos lo ofreció al Padre Eterno. Luego llamó a José.
Entonces María grita:
– ¡José, ven!
José corre. Y cuando ve… Se detiene, presa de reverencia.
La alegría, la emoción y la admiración que sintió él al contemplar por primera vez al Unigénito fueron indecibles.
Y está para caer de rodillas donde se encuentra, cuando María insiste:
– Ven, José
Ella se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a hacia José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
María dice:
– Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre…
Y mientras José se arrodilla.
Ella de pie entre los dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice:
– Heme aquí. En su Nombre Bendito, ¡Oh Dios! te digo esto: Heme aquí para hacer tu voluntad… Y con Él, yo María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier circunstancia; tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo… Pater Noster…
Luego María se inclina y dice a su esposo terreno:
– Tómalo, José. – y le ofrece al Pequeñín.
José la mira despavorido y exclama:
– ¿Yo?… ¿Me toca a mí?… ¡Oh, no, no! ¡No soy digno!…
José está terriblemente aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste:
– Eres digno de ello. Nadie más que tú. Y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales.
José se ha puesto rojo como la púrpura… Y extiende sus brazos para tomar ese montoncito de carne que chilla de frío…
Habiéndolo adorado con profundísima humildad lo recibió de sus manos y teniéndolo en sus brazos lo veneró y estrechándolo, se ofreció a si mismo recibiendo del Celestial Niño torrentes de gracias.
Cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto y se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas:
– ¡Oh, Señor, Dios mío!…
Y se inclina a besar los pies tan pequeñitos y perfectos… Y los siente fríos… Entonces se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, trata de cubrirlo. Con sus manos procura calentarlo y defenderlo del viento helado de la noche.
Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor… Es mejor quedarse aquí. Pero no… Mira a su alrededor y piensa… Es mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor.
Y se va entre el buey y el asno y se queda con la espalda contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas y un grande hocico blanco, cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María abre el cofre y saca lienzos y fajas. Va hacia la hoguera para calentarlos. Regresa a donde está José y envuelve al Niño en los lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. Y mirando a su alrededor, pregunta:
– ¿Dónde lo pondremos ahora?
José mira también a su alrededor. Piensa…
Y dice:
– Espera. Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto.
Y se pone presto a hacer lo dicho.
Mientras tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón y poniendo sus mejillas sobre la rubia cabecita para darle calor.
José vuelve a atizar la hoguera hasta levantar una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo más caliente, lo mete dentro de su pecho, para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita.
Cuando lo acomoda dice:
– Ya está. Ahora se necesita una manta, porque el heno espina… Y para cubrirlo completamente…
María dice:
– Toma mi manto.
– Tendrás frío.
– ¡Oh, eso no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada… Con tal de que no sufra Él.
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado…
María lo coloca con mucho cuidado y lo cubre con la extremidad del manto. Le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la protege muy flojamente con su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito y pequeño, como el puño de un hombre.
Y los dos bienaventurados inclinados sobre el pesebre, lo ven dormir su primer sueño; porque el calor de los pañales y del heno, han calmado su llanto.
Y los dos se absorben en adoración sobre su Dios Encarnado, un indefenso bebé que duerme plácidamente…
HERMANO EN CRISTO JESUS: