54.- Y EL VERBO SE HIZO CARNE…15 min read

“Por aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, por el que se debía proceder a un censo en todo el imperio. Éste fue llamado ‘el primer censo’, siendo Quirino gobernador de Siria.  Todos pues empezaron a moverse para ser registrados cada uno en su ciudad natal. José también que estaba en Galilea, en la ciudad de Nazaret, subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén; porque era descendiente de David; allí se inscribió con María su esposa que estaba embarazada.  Mientras estaban en Belén, llegó para María el momento del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, pues no había lugar para ellos en la sala principal de la casa. En la región había pastores que vivían en el campo y que por la noche se turnaban para cuidar sus rebaños. Se les apareció un Ángel del Señor y la Gloria del Señor los rodeó de claridad. Y quedaron muy asustados. Pero el Ángel les dijo: ‘No tengan miedo pues yo vengo a comunicarles una buena noticia, que será motivo de mucha alegría, para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, ha nacido para ustedes un Salvador, que es el Mesías y el Señor.  Miren cómo lo reconocerán: hallarán a un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.’ De pronto una multitud de seres celestiales aparecieron junto al Ángel y alababan a Dios con estas palabras: ‘¡Gloria a Dios en lo más alto del Cielo y en la tierra paz a los hombres: ésta es la hora de su Gracia!’ Después que los ángeles se volvieron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: ‘Vayamos pues hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha dado a conocer.’ Fueron apresuradamente y hallaron a María y a José con el recién nacido acostado en el pesebre.  Entonces contaron lo que los ángeles habían dicho del Niño. Todos los que escucharon a los pastores quedaron maravillados de lo que decían. María por su parte, guardaba todos estos acontecimientos y los volvía a meditar en su interior. Después los pastores regresaron alabando y glorificando a Dios, por todo lo que habían visto y oído, tal como los ángeles se lo habían anunciado. Cumplidos los ocho días, circuncidaron al niño y le pusieron el Nombre de Jesús, nombre que había indicado el Ángel antes de que madre quedara embarazada.” (Lucas 2, 1-21)

María revela:

Mi José era un hombre santo. Desde que Dios le descubrió su secreto y le dio la misión de cuidar a su familia, no hubo un hombre más amoroso y tierno. ¡Con qué diligencia y solicitud, cuidó siempre de Jesús y de mí!

Cuando llegamos a Belén, su mortificación fue muy grande al no encontrar posada.  Y en la fría gruta en la que nos alojamos por fin, trató de hacer acogedor aquel pesebre. Él se quedó junto a la entrada e hizo una hoguera para atenuar el intenso frío de aquella noche invernal.

Yo me retiré al fondo de la gruta y los dos nos arrodillamos a orar. La Oración era la reina de nuestras ocupaciones;  nuestras fuerzas, nuestra luz, nuestra esperanza. Si en las horas tristes era consuelo, en las alegres era un cantar. Era el alimento de nuestra alma, que nos separaba de la tierra,  del destierro. Y nos llevaba a lo alto, hacia el Cielo, hacia la Patria.

Nos sentíamos unidos a Dios cuando orábamos, porque nuestra plegaria era adoración verdadera de todo nuestro ser, que se fundía en Dios adorándolo y que era abrazado por ÉL.

Las plegarias son vivas, cuando están alimentadas del verdadero amor y del sacrificio.

La Oración era nuestro alimento, ¡TODO! Y sumergidos en aquella profunda adoración a nuestro Padre y Creador, di a luz al Verbo de Dios.

¡De cuánta riqueza se despojó Eva! Al ser desconocedora de culpa, tampoco conocí el dolor de dar a luz como las demás mujeres. Un éxtasis fue la Concepción de mi Hijo. Y un mayor éxtasis su Nacimiento.

ÉL, que vino para ser la Luz del Mundo, inundó en un mar de luz aquel lugar. Y fue aquella luminosidad la que percibió José, cuando me vio arrodillada; cuando con lágrimas y sonrisas besaba a mi Niño Divino.

Mi José sintió una gran alegría y un gran dolor.

Felicidad y dolor fueron como un puñal en su corazón al verlo a ÉL, la Voz del Padre hecha carne entre mis brazos; aniquilándose por amor, hasta la condición de un pequeñín con voz de corderillo. Un bebé totalmente indefenso…

Felicidad al ver las profecías realizadas. Dolor al contemplar al Altísimo Padre, Creador del Universo…  En aquella miserable gruta; en medio de la pobreza más extrema y que él sólo podría proteger con su pobre oficio de carpintero…

Yo amaba profundamente a mi esposo de la tierra. José estaba temblando empavorecido  cuando le ofrecí abrazar a Jesús y murmuraba: ‘¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡Oh no! ¡No soy digno! ¡Imposible tocar a Dios!’

Sin embargo sus lágrimas también mojaron el rostro infantil de mi Hijo, cuando lo estrechó contra su pecho varonil, para protegerlo del frío; mientras yo corría por los pañales y los lienzos, con los que cubriría su delicado cuerpecito de bebé, que estaba envuelto en mi velo.

Dimos gracias al Eterno y el primer Padre Nuestro, lo pronuncié yo en aquel momento, teniendo levantado entre mis brazos a mi Cordero Divino; venido al mundo para ser sacrificado y dar vida a los muertos en el espíritu.

El ‘HÁGASE TU VOLUNTAD’ brotó de mis labios llorando y una oleada de amor atenuó un poco el Dolor de aquella ofrenda.

Y me sentí arder en el fuego del Amor de Dios. Superé el amor de creatura al amar con el Corazón de la Madre de Dios. Dejé de ver a las creaturas con mentalidad de mujer y empecé a verlas como Esposa del Altísimo y Madre del Redentor.

Aquellas creaturas eran mías. Los hombres también eran míos. Fue entonces que también se inició mi maternidad espiritual y me convertí en Vuestra Madre…

¡Oh, hijitos míos tan pequeños y descarriados!… ¡Tan desobedientes y sin embargo tan amados! ¡TAN DOLOROSAMENTE MÍOS!…

Un pesebre fue la primera cuna de Jesús.  Y envueltos en profunda adoración sobre esa cuna, fue que nos encontraron los pastores que fueron avisados por los ángeles.

María termina de hablar y todos se quedan reflexionando en la enseñanza recibida.

Jesús dice que hay que reanudar la marcha y casi todos lo hacen en silencio. Quieren guardar las palabras de la Virgen en el corazón.

Y llegan a la tumba de Raquel.

Todos se acercan a orar respetuosamente.

Después María dice:

–                     Aquí nos detuvimos José y yo… Está igual que entonces. Tan solo la estación es diferente. En aquel tiempo era un día frío de Casleu. Había llovido y los caminos estaban lodosos. Después sopló un viento helado. Los caminos se endurecieron y mi asnito caminaba con fatiga…

Jesús pregunta con ternura:

–                     Tú madre mía, ¿No?

María lo mira con infinita dulzura y dice:

–                     ¡Oh! Te tenía a Ti… La noche se acercaba y José estaba muy preocupado… La gente se dirigía presurosa hacia Belén, chocando unos contra otros. Y muchos se enojaban contra mi asnito, porque caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas. Parecía como si supiese que Tú estabas ahí y que dormías la última noche en mi seno. Hacía frío, pero yo ardía. Sentía que estabas por llegar. Los Cielos bajaban sobre mí y yo veía sus resplandores.

Veía arder la Divinidad en su gozo, en tu próximo nacimiento. Y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían de todo. Frío, viento, gente… ¡De  todo!… Sólo veía a Dios. De vez en cuando sonreía a José que nos guiaba con cuidado y me envolvía en la manta, para que no me fuese a resfriar. Yo sonreía a mi esposo que estaba muy afligido, para darle ánimos. También a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire, el Salvador…

Nos detuvimos aquí, para descansar un poco al asnito y para comer pan y olivas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre; estaba colmada de alegría. Emprendimos de nuevo el camino y os mostraré en donde encontramos al pastor.

De aquel campo a éste, vino Elías con sus ovejas. Y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado nos detuvimos, mientras Elías ordeñaba la leche caliente y restauradora.

Al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales… ¡Allí está Belén! ¡Oh! ¡Cómo lo amo! ¡Tierra querida de mis padres, que me dio el primer beso de mi Hijo! Te has abierto buena y fragante como el pan cuyo nombre tienes, (Belén significa: Casa del Pan) para dar el Pan Verdadero al Mundo que muere de hambre.

¡Mirad qué hermosa es la primavera! Pero también lo fue entonces, aunque los campos y los viñedos estaban desnudos. Un ligero velo de escarcha resplandecía en las ramas limpias y parecía cubrirlas de diamantes.

De las casas salía humo. La cena se acercaba. Todo era limpio y silencioso. Todo estaba en espera de Tí, ¡Oh! De Ti hijo. ¡La tierra presagiaba tu llegada! Los betlemitas no eran malos, aunque no lo creáis. No podían darnos hospedaje.

En los hogares buenos y honrados de Belén, se apretaban arrogantes como siempre, sordos y soberbios; los que todavía ahora lo son y que no podían sentirte. ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, esenios, había! ¡Oh! El que ahora no puedan entender les viene desde entonces en que su corazón fue duro.

Lo cerraron al amor a aquella hermana suya, en aquella noche… y permanecen en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazarlo de su amor al prójimo.

Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño ya no están. Basta la naturaleza amiga, con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Ved allí están las ruinas de la torre de David,

Oh! ¡Qué la amo más que un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que como por milagro te despojaste con el viento de todas tus ramas, para que encontrásemos leña y pudiéramos encender el fuego!…

María baja rápida a la gruta atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente, corre al lugar despejado en donde están las ruinas y cae de rodillas a sus umbrales. Se inclina y besa el suelo.

La siguen los demás, muy conmovidos. El niño ha escuchado su maravillosa narración y la contempla absorto.

María se levanta y entra. Observa todo con inmenso amor y una gran emoción…

Y dice:

–                     Todo como entonces… con excepción de que era de noche. José hizo fuego en la entrada. Sólo al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo. Nos saludó un buey. Fui a donde estaba para sentir un poco de calor, para apoyarme en el heno. José, aquí donde estoy, extendió heno para que me sirviese de lecho. Y lo secó por mí y por Ti, Hijo; con el fuego que encendió en aquel rincón.

Porque era bueno como un padre en su amor de esposo ángel y unidos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos pan y queso. Luego se fue allá para echar leña en la hoguera. Se quitó el manto para tapar la abertura. En realidad, bajó el velo ante la gloria de Dios que descendía de los Cielos. Ante Ti, Jesús mío.

Yo me quedé sobre el heno al calor de los dos animales envuelta en mi manto y mi cobija de lana. ¡Querido esposo mío! En aquella hora en que me encontraba temerosa ante el misterio de la maternidad; hora en que la mujer primeriza ignora del todo y para mí, la hora de mi única maternidad.

Me encontraba sumergida ante lo ignoto del misterio que sería ver al Hijo de Dios, salir de mi carne mortal y él, José; fue para mí como una madre, un ángel, mi consuelo… siempre.

Luego el silencio y el sueño envolvieron a José, para que no viese lo que para mí era el beso cotidiano de Dios: el éxtasis.

En un océano de luz, de alegría, de amor, hasta encontrarme sumergida totalmente en Dios. Se oyó una voz de la tierra, ¡Tan lejana!…

Un eco, un recuerdo de la tierra:

–                     ¿Duermes, María?

Es tan débil el alma, cuando se eleva en ese abismo de fuego, de   felicidad infinita que es Dios… ¡Oh! ¿Pero eres Tú el que naciste de mí? O ¿Soy yo la que nací entre fulgores trinos aquella noche?…

La luz despertó a José y Tú, ¡Tú! Estabas sobre mi corazón… Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin las barreras de la carne.

Y de aquí me levanté para llevarte al amor del que como yo, era digno de amarte entre los primeros. Y aquí entra estas dos columnas rústicas, te ofrecí al Padre. El primer Padre Nuestro, brotó de mis labios… Llorando de felicidad y de… Dolor…

Y por primera vez estuviste sobre el pecho de José… que estaba aterrorizado de poder tocar a Dios. Y lloraba de emoción…

Luego te envolví entre pañales y juntos te colocamos aquí. Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí, ambos te adoramos. Inclinados sobre Ti, para aspirar tu aliento. Para ver a qué grado puede conducir el amor…  Para llorar lágrimas que ciertamente se vierten en el Cielo, al ver la gloria de Dios.

 

María, al recordar aquella noche, ha ido y venido, señalando los lugares, llena de amor. Con un parpadear de llanto en sus ojos azules. Y con una sonrisa de alegría se inclina sobre su Jesús, que está sentado en una gran piedra y lo besa sobre los cabellos, llorando. Adorándolo como en aquel entonces…

–                     Y luego los pastores vinieron a adorarte aquí adentro con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos. Era el olor de la humanidad, de rebaños, de heno. Que te adoraban con amor. Que te cantaban con cánticos que jamás repetirá criatura humana. Que te amaban con el amor de los Cielos, en tu Nacimiento. ¡Oh, Bendito!…

 

María está arrodillada al lado de su Hijo y llora de emoción, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Nadie se atreve a romper el silencio. Todos se miran entre sí y se vuelve a escuchar la voz de María:

–                     Este fue el Nacimiento de mi Hijo. Nacimiento infinitamente sencillo y grande. Lo he referido con mi corazón de mujer, no con palabras sabias de un maestro. No hubo nada más, porque fue la cosa más grande de la Tierra, escondida bajo las apariencias más comunes.

María de Alfeo pregunta:

–                     ¿Y al día siguiente?

–                     ¿Al día siguiente? Al día siguiente fui la Madre que amamanta a su Niño. Que lo baña. Que lo envuelve en pañales, como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua que tomaba del río cercano y bañaba a Jesús en una vieja jofaina. Y le ponía pañales limpios que lavaba en el río. Y luego ponía a mi Hijo sobre mi pecho y El bebía mi leche. Se ponía cada día, más bonito y feliz.

El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allá afuera, para verlo mamar. Y a la luz del sol miré al Verbo Encarnado. La madre conoció entonces a su hijo y la sierva de Dios a su Señor. Y fui mujer y adoradora… después, la casa de Anna. Los días que pasaste en la cuna. Tus primeros pasos. Tus primeras palabras…

Y la huída a Egipto…

Y maría se sumerge relatando sus recuerdos en Belén… Y sus oyentes la escuchan absortos.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

 

 

 

 

2 comentarios

  1. poned los autores de los cuadros

    1. Lo tomaremos en cuenta. ¿Hay alguno que te interese en particular?

Responder a ghjytreCancelar respuesta

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