59.- PEORES QUE LOS PAGANOS
El alba, algún langostino o alguna concha que puedan con sus frescas caricias despierta a los que duermen. Se levantan de su cama de arena y caminan por el borde de la duna, hasta llegar a una húmeda playa.
Juan queda como hinoptizado al mirar el océano sin fin y que con los primeros rayos del sol, se ve más azul.
Pedro, más práctico; se quita las sandalias, se levanta el vestido y chapotea en el agua, tratando de encontrar chupar.
A unos dos km. Se ve una hermosa ciudad marítima, alargada sobre el arrecife en forma de hoz.
Felipe pregunta:
– ¿Por cuál parte entraremos, Señor? por acá solo se ve la muralla y por la parte del mar, no se puede entrar. La ciudad está en el punto más profundo del arco.
Jesús indica:
– Venid. Sé por dónde entraremos.
Y Jesús se dirige a un arrabal donde los hortelanos cultivan sus verduras.
Tomás se adelanta con Pedro y llegan a un huerto que está cerca del camino principal, que conduce al poblado.
Es un hermoso camino empedrado; por donde transitan burros, camellos, perros y caballos. Y desde donde se ve la puerta de la ciudad con su doble pórtico y columnas de mármol.
Tomás pregunta:
– ¡Buenos días! ¿Nos vendes pan?
El viejo no lo oye por el rechinar de la noria.
Pedro pierde la paciencia y grita:
– ¡Detén a tu Sansón! Al menos podrá tomar aire para que no muera ante mis ojos y ¡Escúchanos!…
El hombre detiene el burro y mira de soslayo a su interlocutor.
Pedro lo desarma:
– ¡Eh! ¿No es justo poner el nombre de Sansón a un burro? Si eres filisteo te debe gustar, porque es en ofensa de Sansón. Si eres de Israel, te debe gustar, porque recuerda a una derrota filistea. Mira pues…
– Mi nombre es Ananías. Soy filisteo y estoy orgulloso de ello…
– Está bien. Me gloriaré de ti también, si me das pan…
– Pero… ¿No eres judío?
Y por primera vez, Pedro usa el denominativo que será el distintivo de los adoradores del Padre Celestial guiados por Jesús…
– Soy cristiano.
– ¿Qué lugar es ése?
– No es lugar. Es una persona y le pertenezco.
– ¿Eres un esclavo?
– Soy más libre que cualquier otro hombre, porque quién pertenece a esa persona, no depende más que de Dios.
– ¿De veras? ¿Ni siquiera del César?
– ¡Puff! ¿Qué cosa es el César respecto a Éste a quién sigo y al que pertenezco y en cuyo Nombre te pido un pan?
– Pero… ¿Dónde está ese Poderoso?
– Ese Hombre que está allí, que nos ve y que está sonriendo. Es el Mesías. ¿Nunca has oído hablar de Él?
– Sí. El Rey de Israel. ¿Vencerá a Roma?
– ¿A Roma?… ¡Pero a todo el Mundo y aún al Infierno!
– ¿Sois vosotros sus generales? ¿Vestidos así? Tal vez para escapar a las persecuciones de los pérfidos judíos.
– Sí y no. Pero dame panes y mientras comemos te lo explicaré.
– ¿Panes? Venid bajo la sombra y te daré a ti, a tus compañeros y al Mesías; también agua y vino. ¡Llámalo!
Pedro corre rápido a donde está Jesús y le dice:
– ¡Ven! Ven. Ese viejito filisteo, nos dará lo que queremos. Le dije que Eres el Mesías y está bien dispuesto.
Todos van al huerto en donde el hombre ha puesto bancas, alrededor de una tosca mesa, bajo un tupido emparrado.
Jesús saluda:
– La paz sea contigo, Ananías. Que la tierra florezca para ti, por tu caridad y te produzca frutos abundantes.
Ananías ordena a dos mujeres africanas que están cerca:
– Gracias. También a Ti sea la paz. Siéntate. Sentaos. ¡Anibé! ¡Nubi! Pan, agua, vino, al punto. –El viejo explica- Son las hijas de las esclavas de mi mujer. Ella murió y con ella, los que vinieron con ella. Quedaron sus hijas. Alto y Bajo Nilo. Mi mujer era de allá. Prohibido, ¿Eh? Pero a mí no me importa eso. No soy de Israel y las mujeres de raza inferior son mansas.
– ¿No eres de Israel?
– Los soy por la fuerza. porque a Israel tenemos sobre el cuello como un yugo… pero… Tú eres israelita y… ¿Te ofendes por lo que estoy diciendo?
– No. No me ofendo. Tan solo querría que escuchases la Voz de Dios…
– Él no nos habla a nosotros.
– Tú lo dices. Yo te estoy hablando y Soy su Voz.
– Pero Tú Eres el Rey de Israel.
Las mujeres que están llegando con pan, agua y vino; se paran cohibidas mirando al joven rubio, sonriente, lleno de dignidad. A quién su dueño llama ‘Rey’ y se retiran con un profundo respeto.
Jesús les dice:
– Gracias, mujeres. También la paz sea con vosotras. –y volviéndose a Ananías- son jóvenes… Puedes continuar con tu trabajo.
– No. La tierra está mojada y puede esperar. ¿Te detienes, Señor?
– No te molestes más. Me basta con tomar un poco de alimento y luego iré a Ascalón.
– No es ninguna molestia. Ve a la ciudad si quieres, pero regresa por la tarde. Partiremos el pan y compartiremos la sal. ¡Daos prisa vosotras! Tú al pan y di a Geteo que mate un cabrito y lo prepare para la tarde. Podéis iros.
Las dos mujeres obedecen.
– Pues bien. ¿Eres Tú Rey? ¿Y las armas? Herodes es cruel en cualquier género. Nos reconstruyó Ascalón, pero para gloria suya. ¡Y ahora! Tú conoces mejor que yo, las vergüenzas de Israel. ¿Cómo le vas a hacer?
– No tengo sino el arma que viene de Dios.
– ¿La espada de David?
– La Espada de mi Palabra.
– ¡Oh! ¡Pobre tonto! Se achatará. Perderá el filo en el bronce de los corazones.
– ¿Lo crees? No pienso en un reino del mundo. Yo preparo un reino celestial para todos vosotros.
– ¿Para todos nosotros? ¿También para mí, que soy filisteo? ¿Y para mis esclavas?
– Para todos. Para ti. Para ellas. Y también para el más salvaje que se encuentre en el centro de la floresta africana.
– ¿Quieres formar un reino tan grande? ¿Por qué lo llamas celestial?
– Mi Reino es del Verdadero Dios y Dios está en los Cielos. Por esto es Reino Celestial. Cada hombre es un alma vestida con un cuerpo. Y el alma no puede vivir sino en el Cielo. Yo quiero curar el alma. Quitarle sus errores y sus rencores. Conducirla a Dios a través de la bondad y del amor.
– Eso me está gustando mucho. Yo no voy a Jerusalén. Los otros de Israel no se expresan de ese modo. Tú no nos odias… ¿Verdad?
– No odio a nadie. Voy a la ciudad. Volveré esta tarde y te pediré aquel pórtico, para dormir allí con los míos.
– No, Señor. tengo muchas habitaciones vacías. Te las ofrezco.
Judas pone sobre la mesa el dinero.
El hombre objeta:
– No. No lo quiero. Adiós, Señor.
– La paz sea contigo, Ananías.
Poco después entran en Ascalón, que es una imitación de Roma.
Jesús dice:
– Dividámonos en cuatro grupos. Os dejo ir. Después de las tres nos encontraremos en la Puerta por donde entramos. Sed prudentes y tened paciencia.
Jesús los mira irse. Él se queda con Judas de Keriot que ha afirmado que a esta gente no le dirá ni una palabra, porque son peores que los paganos. Pero cuando oye que Jesús va a ir de acá para allá sin hablar…
Entonces cambia de opinión.
– ¿No te desagrada quedarte solo? Me voy con Mateo, Santiago y Andrés. Son los menos capaces…
– Vete pues. Hasta pronto.
Y Jesús camina solo por la ciudad. Anónimo entre la gente atareada.
Una mujer muy bonita, vestida con descaro, le viene al encuentro; con aire decidido y una sonrisa llena de sobreentendidos.
Jesús la mira tan severamente, que ella se pone colorada. Baja los ojos y se va.
Los niños lo miran curiosos y lo rodean. El que es más audaz, un chicuelo como de ocho años; le pregunta:
– ¿Quién eres?
Jesús responde acariciándolo:
– Jesús.
– ¿Qué haces?
– Espero a unos amigos.
– ¿De Ascalón?
– No. De mi tierra y de Judea.
– ¿Eres rico? Yo sí. Mi padre tiene una casa hermosa y adentro hace tapetes. Ven a ver. Está cerca de aquí.
Jesús se va con él y encuentran a una niña que llora de miedo. El niño explica:
– Es DINA. Es pobre, ¿Sabes? Mi madre le da comida. Su madre está muy enferma. Su padre murió en el mar. Y como era un marinero nuestro, ahora los cuida mi mamá. ¿Qué te parece? Debe ser cosa fea ser huérfano y pobre.
Esta es mi casa. –entran por un largo pasillo- No les digas que andaba en la calle. Debería estar en la escuela. Me echaron fuera porque hacía reír a mis compañeros con esto…
Y saca de debajo del vestido un muñeco tallado en madera, muy cómico en realidad. Es la caricatura de un hombre con barba y una nariz descomunales.
Por los labios de Jesús se asoma una sonrisa que reprime rápidamente, diciendo serio:
– ¿No será el maestro verdad? ¿Ni ningún familiar? ¡No está bien!
El chiquillo responde:
– No. Es el sinagogo de los judíos. Es viejo y feo. Y siempre nos burlamos de él.
– Tampoco eso está bien. Y…
– ¡Oh! Es un vejete medio jorobado y casi ciego. Pero, ¡Es tan feo!… Yo no tengo la culpa de que sea feo.
– No. Pero tienes la culpa de burlarte de un viejo. También tú cuando seas viejo serás feo. Porque caminarás inclinado, tendrás pocos cabellos, estarás medio ciego y caminarás con bastones. Tendrás una cara semejante… Y ¿Te gustaría que se burlaran de ti, muchachos in respeto? Y luego, ¿Por qué perturbas al maestro y a tus compañeros? ¡No está bien! Si tu padre lo supiese te castigaría. Tu madre se afligiría. No les diré nada. Tú dame dos cosas: la promesa de no volver a hacer esto y ese muñeco. ¿Quién lo hizo?
– Yo, señor. –dice el niño avergonzado. Consciente de la gravedad de sus pillerías. Agrega- Me gusta mucho tallar en madera. Algunas veces logro reproducir las flores de los tapetes o los animales que hay allí. ¿Sabes? También los dragones, las esfinges y otras figuras…
– Eso puedes hacer. Hay tantas cosas bellas en la tierra. Así pues, promete y dame ese muñeco. Si no, ya no somos amigos. Lo guardaré como recuerdo tuyo y rogaré por ti. ¿Cómo te llamas?
– Alexandro. ¿Y Tú que me das?
Jesús se preocupa. Casi nunca tiene nada. Se acuerda de que Salomé le puso una hebilla muy bonita en el cuello de su vestido. Busca en su alforja, la encuentra, la quita. Se la da al niño y le dice:
– Ahora vámonos. Pero ten en cuenta que aunque Yo me vaya; de todos modos Yo sé todo. Y si sé que eres malo, regresaré y le diré todo a tu mamá.
El pacto de hace.
Entran en la casa. Después del vestíbulo, hay un amplio patio en donde están los telares. La criada que abrió y que se ha sorprendido al ver al niño con un desconocido, avisa a su patrona.
Y ésta, una mujer alta y de dulce aspecto; acude preguntando:
– ¿Se sintió mal mi hijo?
– No, mujer. Me ha traído para que vea tus telares. Soy forastero.
– ¿Quieres hacer algunas compras?
– No. No tengo dinero. Pero tengo amigos a quienes les gustan las cosas bellas y tienen dinero.
La mujer mira con curiosidad a este hombre que declara paladinamente ser pobre.
– Tienes modales y aspecto de un gran señor.
– Solo soy un rabí Galileo. Jesús el Nazareno.
– Nosotros somos comerciantes y no tenemos prejuicios.
– Eres muy inteligente y estoy contento de saber que eres buena.
– ¿Cómo lo sabes?
– Se ve en la cara. Y el niño me ha contado lo de Dina. Es esa niña, ¿No es así?
– Sí. Tiene una madre que se está muriendo. –La llama- Ven Dina, con este señor.
La niña se acerca con timidez.
Jesús la acaricia y le dice:
– ¿Me conduces a donde está tu mamá? ¿Quieres que se cure?
Dina asiente con un gesto.
– Llévame con ella. Adiós, mujer. Adiós Alexandro, sé bueno.
Sale con la niña de la mano.
– ¿Estás sola?
La voz infantil, se quiebra al contestar:
– Tengo tres hermanitos. El último, no conoció a nuestro padre…
– No llores. ¿Eres capaz de creer que Dios puede curar a tu madre?
¿Lo sabes que es un solo Dios que ama a los hombres que creó? ¿Y sobre todo a los niños buenos? ¿Y qué lo puede todo?
– Lo sé, Señor. Primero iba a la escuela mi hermano Tolmé y tenía compañeros judíos. Sé que existe y que se llama Yeové. Y que nos han castigado porque los filisteos fueron malos con Él. Siempre nos lo reprochan los hebreos. Pero yo no existía en esa época; ni mi mamá, ni mi papá… ¿Por qué?…
Y el llanto impide que salgan las palabras.
Jesús la consuela:
– No llores. Dios te ama también a ti y me ha traído aquí, por ti y por tu mamá. ¿Sabes que los israelitas esperan al Mesías, que debe venir para fundar el Reino de los Cielos? ¿El Reino de Jesús Redentor y Salvador del Mundo?
– Lo sé, Señor. Y nos amenazan diciendo: “Y cuando Él venga… Entonces, ¡Ay de vosotros!”…
– ¿Y sabéis que hará el Mesías?
– Hará grande a Israel y nos tratará muy mal.
– No. Redimirá al Mundo. Quitará los pecados. Enseñará a no pecar. Amará a los pobres; a los enfermos, a los afligidos. Irá a donde estén ellos. Enseñará a los ricos; a los sanos; a los felices; a que lo amen. Recomendará que sean buenos para poseer la Vida Eterna. Hará esto y no oprimirá a nadie.
– ¿Y cómo sabrá uno, que es ÉL?
– Porque amará a todos y curará a los enfermos que crean en Él. Redimirá a los pecadores y enseñará el Amor.
– ¡Oh!… ¡Si Él estuviese antes de que mi mamá se muriese! ¡Yo creería! ¡Yo le rogaría! Iría a buscarlo hasta encontrarlo y le diría: ‘Soy una pobre niña sin padre. Mi mamá se está muriendo. Yo espero en Ti’ Y estoy segura de que aunque yo sea filistea, Él me escucharía.
Una Fe sencilla y fuerte, vibra en la voz de la niña.
Jesús la mira con infinita ternura y le sonríe a la inocente que camina a su lado.
Ella no ve esa sonrisa esplendorosa, porque va mirando que están por llegar a su paupérrima casa, que está situada en el fondo de un callejón.
Empuja la puerta y dice:
– Es aquí, Señor. Entra…
Es una habitación miserable. Un jergón con un cuerpo desvanecido. Tres pequeñitos que van desde los tres hasta los diez años, están sentados alrededor. Miseria y hambre, se reflejan por todas partes. Jesús saluda:
– La paz sea contigo, mujer. No te muevas. Encontré a tu hijita y supe que estabas enferma. He venido… ¿Querrías curarte?
La mujer responde con un hilillo de voz:
– ¡Oh, Señor! Pero, ¡Ya no tengo remedio! – y le resbalan las lágrimas por las mejillas.
– Tu hija ha llegado a creer, que el Mesías puede curarte… ¿Y tú?
– ¡Oh! Si Él viniese también yo creería… Pero, ¿En dónde está el Mesías?
Jesús declara sencillamente:
– Soy Yo, que te está hablando.
Y Jesús, que estaba inclinado sobre el jergón y hablando en voz baja; se endereza y en voz alta dice:
– Quiero que seas curada.
Los niños lo miran con estupor.
Dina, se aprieta las manos contra su pechito. Una luz de esperanza; de felicidad, ilumina su carita. Casi se le va la respiración, por lo emocionada que está.
Y ve a su madre que se incorpora… ¡Y da un grito de alegría!:
– ¡Jesús!
Y abrazando a su madre, la obliga a arrodillarse diciendo:
– ¡Adora! ¡Adora! ¡Es Él!… El que el profesor de Tolmé tenía profetizado.
Jesús dice:
– Adorad al verdadero Dios. Sed buenos. Acordaos de Mí. Adiós.
Y rápido sale, mientras las dos felices, están postradas en el suelo… Pronto se pierde entre las callejuelas de Ascalón…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
58.- RECHAZO Y CONDENA
Es una llanura sobre la que el sol cae y caldea el trigo maduro. Se aspira el olor de las mieses. El olor del verano. El día es caluroso, no se ve a nadie por los campos. En los dos extremos del camino; en uno hay un poblado y en el otro, una hacienda.
Todos avanzan en silencio, acalorados. Se han quitado los mantos, pero sufren con sus vestidos de lana, aunque sea ligera. Sólo Jesús, sus dos primos e Iscariote, traen vestidos de lino.
Llegan a un grupo de árboles que hay en un cruce de caminos; se detienen a la sombra y beben de sus botijas.
Judas está sediento, acalorado, cansado y hambriento… Pero esta vez no se ha quejado… Muy pensativo, bebe su agua tibia…
Pedro refunfuña:
– Está caliente como si la hubiera quitado del fuego.
Bartolomé suspira:
– Si hubiera por lo menos un arroyo. ¡Pero nada! ¡No hay nada!
Santiago de Zebedeo se queja:
– Creo que sería mejor la montaña.
El corazón de Pedro se va a su lago y suspira:
– ¡Ah! Mejor es la barca. Tranquila y limpia.
Jesús dice para darles ánimo:
– Todos tenéis razón. Pero los pecadores están tanto en la montaña como en la llanura. Si no nos hubieran arrojado de Aguas Hermosas y perseguido hasta donde pudieron, habría venido aquí entre Tebet y Scebat.
Pero dentro de poco llegaremos a la costa. El aire está templado con el viento del mar abierto.
Pedro pregunta:
– ¡Eh! Que si hace falta. Aquí parecemos pescados agonizantes. Pero… ¿Cómo logran estar tan hermosas las espigas de trigo, sin agua?
Jesús explica:
– Hay aguas subterráneas. Mantienen el suelo húmedo.
Con su humor impetuoso, Pedro responde:
– Sería mejor que estuviesen arriba. ¿De qué me sirven que estén abajo? ¡Yo no soy raíz!
Todos sueltan la carcajada. Y cuando cesan las risas…
Tadeo dice con seriedad:
– El suelo es egoísta como los corazones. E igual de seco. Si nos hubiesen recibido en aquel poblado, hubiésemos pasado el sábado. Hubiese habido sombra, agua reposo. Pero nos arrojaron…
Tomás señala el poblado que han dejado atrás y dice:
– Hubiéramos tenido también comida. Pero ni siquiera eso. Tengo hambre… Si tan solo hubiese frutas. Éstas, si las hay, están cerca de las casas.
Judas replica:
Y ¿Quién va? Si éstos piensan igual que los de allá. ¿Cómo crees que nos recibirán?
Zelote dice:
– Toma mi comida. Yo no tengo mucha hambre.
Jesús apoya:
– Toma también la mía. – y agrega- Quién sienta tener más hambre que coma…
Juntan las provisiones de Jesús, Zelote y Nathanael. Son tan poquitas… Lo dicen los ojos espantados de Tomás y de los jóvenes…
Pero se callan, mordisqueando las microscópicas partes.
Zelote encuentra un hilito de agua, en el fondo de un arenal, al que se ha guiado por un montón de hierba y llama a sus compañeros.
Todos van y se refrescan los pies polvorientos. Se lavan la cara sudada y llenan las botijas vacías. Luego las dejan donde hay sombra para que se conserven frescas. Se sientan al pie de un árbol y cansados, se quedan dormidos.
Jesús los mira con amor y compasión. Mueve la cabeza…
Zelote, que había ido a beber agua otra vez, lo descubre y le pregunta:
– ¿Qué te pasa, Maestro?
Jesús se levanta, le pone un brazo sobre la espalda y lo lleva a un árbol que está más lejos.
Le dice:
– ¿Qué tengo? Me aflijo por vuestro cansancio. Si no supiese lo que estoy haciendo de vosotros; no me permitiría jamás, causaros tantas molestias.
Simón objeta:
– ¿Molestias? No, Maestro. ¡Es nuestra alegría! Todo desaparece al venir contigo. Todos somos felices, créelo. Ninguno se lamenta, ni…
– Calla, Simón. Lo humano da gritos, aún en los buenos… Y humanamente hablando no os equivocáis al gritar. Os he arrancado de vuestras casas, familias e intereses. Y vinisteis pensando que significaría otra cosa el seguirme.
Vuestro grito interno de ahora, un día se calmará y entonces entenderéis que fue una cosa hermosa, haber venido entre neblinas y fango, entre polvo y canículas; perseguidos, sedientos, cansados, hambrientos; detrás del Maestro perseguido, odiado, calumniado… y más.
Todavía falta más. Entonces todo os parecerá hermoso, porque vuestro pensamiento será diferente y todo lo veréis bajo otra luz. Y me bendeciréis por haberos conducido por mis caminos tan difíciles…
– Estás triste, Maestro. El mundo justifica tu tristeza, pero no nosotros. Todos estamos contentos…
– ¿Todos? ¿Estás seguro?
– ¿Piensas Tú de otro modo?
– Sí, Simón. De otro modo. Tú siempre estás contento. Tú has entendido… Otros muchos, no. ¿Ves a esos que están durmiendo? ¿Puedes imaginar, cuántos pensamientos envuelven aún el sueño?… ¿Y todos los que están entre los discípulos? ¿Crees que serán felices hasta que todo se cumpla?
Mira, juguemos a esto que ciertamente tú hiciste cuando eras pequeño…
Y Jesús toma un Diente de León ya florecido que sobresale de entre las hierbas y lo lleva con cuidado a la boca. Sopla y la flor se disuelve en minúsculos paraguas que se van por el aire…
Y continúa:
– Simón, así sucederá con mis discípulos… Se disgregarán detrás de una vana hermosura mentirosa porque así serán… Algunos por inquietud, otros por inconstancia, quién por torpeza, quién por orgullo… Uno por ligereza, otro por apetito de fango, uno más por miedo, otros por demasiada simplicidad, otros por pereza… y se irán. ¿Crees que todos los que ahora me dicen ‘voy contigo’ los encontraré a mi lado en la hora decisiva de mi misión?
Eran más de setenta los penachitos del diente de León que el Padre me creó…
Y ahora sobre mis piernas han quedado siete, porque los demás se fueron en esa onda de viento que arrastró a los tallitos más ligeros.
Así sucederá… y pienso en las luchas que deberéis sostener por serme fieles… ven, Simón. Vamos a ver aquellas libélulas, que hacen sus danzas sobre el agua. A no ser que quieras descansar.
– No, Maestro. Tus palabras me han llenado de tristeza.
Simón va con Él y después de un rato, dice:
– Maestro… ¿Qué piensas de Judas? El año pasado lloraste conmigo por su causa. Después… no sé… debo confesarte que no logro amar a Judas.
Él es quién rechaza mi deseo de amarlo. No quiero decir que me desprecie, no. Al contrario, es más cortés con el viejo Zelote que le adivina más fácilmente, pues conoce a los hombres mejor que los demás. ¿Te parece sincero? ¡Dímelo!…
Jesús guarda silencio…
Por un momento pareciera estar como fascinado con dos libélulas que posadas sobre la superficie del agua del pequeño estanque, forman un pequeño arco iris con sus élitros iridiscentes; que a su vez atraen a un mosquito que cae muerto al contacto del élitro de la libélula, que al mismo tiempo es atrapada por una rana que saltando, se la atraganta.
Jesús se incorpora, después de ver los pequeños dramas de la naturaleza…
Y dice:
– Así es… La libélula tiene sus robustas mandíbulas para alimentarse de hierbas y sus robustas alas para matar los mosquitos. Y la rana tiene una garganta ancha para tragar, libélulas. Cada uno tiene su modo de ser y lo emplea… Vamos Simón. Los otros ya despertaron.
– No me has respondido, Señor. ¿No quieres hacerlo?
– ¡Te he dado la respuesta! Viejo sapiente mío. Medita y darás con ella.
Zelote suspira…
Y los dos vuelven a subir por el arenal, a reunirse con los demás.
Reemprenden la caminata y Jesús dice señalando a lo lejos:
– Es necesario llegar hasta aquella casa.
Cuando llegan, piden pan y alivio. Son rechazados bruscamente.
Los discípulos hambrientos y cansados avanzan hasta un campo lleno de espigas maduras. Las cortan, las desgranan sobre las palmas de las manos y las comen con gusto.
Pedro grita:
– Están sabrosas Maestro… ¿No quieres unas? También voy a guardar unas para ti.
Jesús continúa adelante, seguido por los suyos que vienen desgranando espigas y comiendo alegremente.
Y al llegar a la encrucijada se topan con un grupo de fariseos ceñudos que vienen del poblado de donde los arrojaron.
Jesús los saluda cordial y sonriente:
– La paz sea con vosotros.
En lugar de responder el saludo, el más viejo le pregunta arrogante:
– ¿Quién eres?
– Jesús de Nazareth.
Otro fariseo dice:
– ¿Veis que es Él?
El primero vuelve a hablar:
– ¡Ah! ¡Así que Tú eres el famoso Jesús de Nazareth! ¿Cómo es posible que te encuentres aquí?
– Porque también aquí hay almas que salvar.
– Para eso bastamos nosotros. Sabemos salvar las nuestras y las de los que dependen de nosotros.
– Si es así. Hacéis bien. Pero Yo he sido enviado para evangelizar y salvar.
Varios dicen al mismo tiempo:
– ¡Oh! ¡Mandado!
– ¡Mandado!
– ¿Y quién nos lo prueba?
El más viejo dice con desprecio:
– Ciertamente, ¡No tus obras!
Jesús pregunta:
– ¿Por qué hablas así? ¿No te importa tu vida?
– ¡Ah! ¡Entendido! Tú eres el que da muerte a los que no te adoran. Entonces vas a matar a toda la clase sacerdotal: a los fariseos, los escribas, saduceos y a todos los demás porque no te adoran, ni jamás te adorarán. ¿No puedes entender? Nosotros los elegidos de Israel jamás te adoraremos y ni siquiera te amaremos.
– No os fuerzo a amarme. Os digo: Adorad a Dios porque…
El viejecillo lo interrumpe furioso:
– En otras palabras a Ti, porque Eres Dios. ¿No es verdad? Nosotros no somos los piojosos campesinos galileos, ni los estúpidos de Judá que vienen en pos de Ti, olvidando a nuestros rabíes…
Jesús contesta con mansedumbre:
– No te inquietes hombre. No pido nada. Cumplo con mi misión. Enseño a amar a Dios y vuelvo a repetir el Decálogo, porque ha sido olvidado y lo peor de todo: se aplica mal.
Quiero dar la vida eterna. No auguro la muerte corporal, ni mucho menos la espiritual. La vida que te pregunté si no tenías interés en perder, es la de tu alma. Porque Yo amo tu alma, aun cuando ella no me ame. Y me duele ver que le matas, con ofender al Señor, despreciando a su Mesías.
Al fariseo parece darle una convulsión de furia; porque se agita violentamente, se descompone rasgando sus vestiduras y se arranca las franjas. Se quita el turbante y se revuelve los cabellos…
Mientras grita:
– ¡Oíd! ¡Me dice esto a mí, Jonatás de Uziel, descendiente directo de Simón el Justo. ¡Yo ofender al Señor! No sé qué me detiene para no maldecirte, pero…
Jesús dice tranquilo:
– El miedo. ¡Hazlo! No serás convertido en cenizas. A su tiempo lo serás y entonces me llamarás. Pero entre tú y Yo habrá en ese entonces un arroyo purpúreo: Mi Sangre…
– ¡Está bien! Pero mientras tanto, Tú que te llamas santo ¿Por qué permites ciertas cosas? Tú que te llamas Maestro, ¿Por qué no instruyes primero a tus discípulos antes que a los demás?…
Míralos detrás de Ti, con el instrumento del pecado en sus manos… ¿Los ves? Han cortado espigas y es Sábado. Han cortado espigas que no son suyas. Han violado el Sábado y han robado.
Pedro responde:
– Tenían hambre. Pedimos pan en el poblado a donde llegamos ayer tarde, pedimos alojo y comida y nos arrojaron. Caminamos lo permitido y luego nos detuvimos, cómo lo marca la Ley, a beber agua del río. Cuando llegó el crepúsculo, fuimos a aquella casa y nos despidieron. Ved que teníamos voluntad de obedecer la Ley.
– Pero no lo hicisteis. No es lícito hacer en Sábado obras manuales y jamás es lícito tomar lo que es de otros. Yo y mis amigos estamos escandalizados.
Jesús pregunta:
– ¿No habéis leído jamás, cómo David tomó los panes sagrados de la proposición, para alimentarse y alimentar a sus compañeros? Los panes sagrados eran de Dios. Estaban en su casa, reservados por orden eterna para los sacerdotes y sin embargo David los tomó y los comió en sábado, él a quién no era lícito comérselos y con todo, no se le imputó como pecado, porque Dios continuó amándolo aun después de esta acción.
¿Cómo puedes llamarnos pecadores, si recogemos del suelo las espigas crecidas que también son de los pájaros y cómo puedes prohibir que se alimenten de ellas, los hombres hijos del padre?
Les pidieron esos panes, no se los tomaron sin haberlos pedido. Y esto cambia de aspecto. Y Dios si se lo imputó como pecado, porque lo castigó duramente…
– Pero no por esto. Fue por la lujuria, por el censo, no por…
– ¡Oh! ¡Basta! ¡No es lícito! Y… no es lícito. No tenéis derecho de hacerlo y no lo haréis. Largaos. No os queremos en nuestras tierras. Nos os necesitamos y ya no sabemos qué hacer con vosotros.
– Está bien. Nos iremos.
– ¡Largo!
– No os condeno. Os perdono. Pediré al Padre que os perdone; porque quiero misericordia y no castigo. Pero sabed que el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. Y que el Hijo del hombre es el Señor también del Sábado. Adiós.
Y volviéndose a sus discípulos:
Jesús dice:
– Venid. Vamos a buscar un lecho entre la arena que ya está cerca. Tendremos como compañeras las estrellas y nos dará alivio el rocío. Dios que envió el maná a Israel, proveerá a alimentarnos también, porque somos pobres y fieles a Él.
La noche ya baja con sus velos color violeta y encuentran unos nopales. Sobre sus pencas llenas de espinas, hay tunas casi maduras. Espinándose, se dan un dulce banquete, pues la fruta es deliciosa.
Y de esta forma van acercándose a las dunas. De lejos llega el rumor de las olas del mar.
Jesús dice:
– Quedémonos aquí. La arena es suave y acogedora. Mañana entraremos en Ascalón.
Y todos cansados se acuestan junto a una alta duna.
HERMANO EN CRISTO JESUS: