59.- PEORES QUE LOS PAGANOS15 min read

amaneceren la playa

El alba, algún langostino o alguna concha que puedan con sus frescas caricias despierta a los que duermen. Se levantan de su cama de arena y caminan por el borde de la duna, hasta llegar a una húmeda playa.

Juan queda como hinoptizado al mirar el océano sin fin y que con los primeros rayos del sol, se ve más azul.

Pedro, más práctico; se quita las sandalias, se levanta el vestido y chapotea en el agua, tratando de encontrar chupar.

A unos dos km. Se ve una hermosa ciudad marítima, alargada sobre el arrecife en forma de hoz.

Felipe pregunta:

–                     ¿Por cuál parte entraremos, Señor? por acá solo se ve la muralla y por la parte del mar, no se puede entrar. La ciudad está en el punto más profundo del arco.

Jesús indica:

–                     Venid. Sé por dónde entraremos.

Y Jesús se dirige a un arrabal donde los hortelanos cultivan sus verduras.

Tomás se adelanta con Pedro y llegan a un huerto que está cerca del camino principal, que conduce al poblado.

Es un hermoso camino empedrado; por donde transitan burros, camellos, perros y caballos. Y desde donde se ve la puerta de la ciudad con su doble pórtico y columnas de mármol.

Tomás pregunta:

–                     ¡Buenos días! ¿Nos vendes pan?

El viejo no lo oye por el rechinar de la noria.

Pedro pierde la paciencia y grita:

–                     ¡Detén a tu Sansón! Al menos podrá tomar aire para que no muera ante mis ojos y ¡Escúchanos!…

El hombre detiene el burro y mira de soslayo a su interlocutor.

Pedro lo desarma:

–                     ¡Eh! ¿No es justo poner el nombre de Sansón a un burro? Si eres filisteo te debe gustar, porque es en ofensa de Sansón. Si eres de Israel, te debe gustar, porque recuerda a una derrota filistea. Mira pues…

–                     Mi nombre es Ananías. Soy filisteo y estoy orgulloso de ello…

–                     Está bien. Me gloriaré de ti también, si me das pan…

–                     Pero… ¿No eres judío?

Y por primera vez, Pedro usa el denominativo que será el distintivo de los adoradores del Padre Celestial guiados por Jesús…

–                     Soy cristiano.

–                     ¿Qué lugar es ése?

–                     No es lugar. Es una persona y le pertenezco.

–                     ¿Eres un esclavo?

–                     Soy más libre que cualquier otro hombre, porque quién pertenece a esa persona, no depende más que de Dios.

–                     ¿De veras? ¿Ni siquiera del César?

–                     ¡Puff! ¿Qué cosa es el César respecto a Éste a quién sigo y al que pertenezco y en cuyo Nombre te pido un pan?

–                     Pero… ¿Dónde está ese Poderoso?

–                     Ese Hombre que está allí, que nos ve y que está sonriendo. Es el Mesías. ¿Nunca has oído hablar de Él?

–                     Sí. El Rey de Israel. ¿Vencerá a Roma?

–                     ¿A Roma?… ¡Pero a todo el Mundo y aún al Infierno!

–                     ¿Sois vosotros sus generales? ¿Vestidos así? Tal vez para escapar a las persecuciones de los pérfidos judíos.

–                     Sí y no. Pero dame panes y mientras comemos te lo explicaré.

–                     ¿Panes? Venid bajo la sombra y te daré a ti, a tus compañeros y al Mesías; también agua y vino. ¡Llámalo!

Pedro corre rápido a donde está Jesús y le dice:

–                     ¡Ven! Ven. Ese viejito filisteo, nos dará lo que queremos. Le dije que Eres el Mesías y está bien dispuesto.

Todos van al huerto en donde el hombre ha puesto bancas, alrededor de una tosca mesa, bajo un tupido emparrado.

Jesús saluda:

–                     La paz sea contigo, Ananías. Que la tierra florezca para ti, por tu caridad y te produzca frutos abundantes.

Ananías ordena a dos mujeres africanas que están cerca:

–                     Gracias. También a Ti sea la paz. Siéntate. Sentaos. ¡Anibé! ¡Nubi! Pan, agua, vino, al punto. –El viejo explica- Son las hijas de las esclavas de mi mujer. Ella murió y con ella, los que vinieron con ella. Quedaron sus hijas. Alto y Bajo Nilo. Mi mujer era de allá. Prohibido, ¿Eh? Pero a mí no me importa eso. No soy de Israel y las mujeres de raza inferior son mansas.

–                     ¿No eres de Israel?

–                     Los soy por la fuerza. porque a Israel tenemos sobre el cuello como un yugo… pero… Tú eres israelita y… ¿Te ofendes por lo que estoy diciendo?

–                     No. No me ofendo. Tan solo querría que escuchases la Voz de Dios…

–                     Él no nos habla a nosotros.

–                     Tú lo dices. Yo te estoy hablando y Soy su Voz.

–                     Pero Tú Eres el Rey de Israel.

Las mujeres que están llegando con pan, agua y vino; se paran cohibidas mirando al joven rubio, sonriente, lleno de dignidad. A quién su dueño llama ‘Rey’ y se retiran con un profundo respeto.

Jesús les dice:

–                     Gracias, mujeres. También la paz sea con vosotras. –y volviéndose a Ananías- son jóvenes… Puedes continuar con tu trabajo.

–                     No. La tierra está mojada y puede esperar. ¿Te detienes, Señor?

–                     No te molestes más. Me basta con tomar un poco de alimento y luego iré a Ascalón.

–                     No es ninguna molestia. Ve a la ciudad si quieres, pero regresa por la tarde. Partiremos el pan y compartiremos la sal. ¡Daos prisa vosotras! Tú al pan y di a Geteo que mate un cabrito y lo prepare para la tarde. Podéis iros.

Las dos mujeres obedecen.

–                     Pues bien. ¿Eres Tú Rey? ¿Y las armas? Herodes es cruel en cualquier género. Nos reconstruyó Ascalón, pero para gloria suya. ¡Y ahora! Tú conoces mejor que yo, las vergüenzas de Israel. ¿Cómo le vas a hacer?

–                     No tengo sino el arma que viene de Dios.

–                     ¿La espada de David?

–                     La Espada de mi Palabra.

–                     ¡Oh! ¡Pobre tonto! Se achatará. Perderá el filo en el bronce de los corazones.

–                     ¿Lo crees? No pienso en un reino del mundo. Yo preparo un reino celestial para todos vosotros.

–                     ¿Para todos nosotros? ¿También para mí, que soy filisteo? ¿Y para mis esclavas?

–                     Para todos. Para ti. Para ellas. Y también para el más salvaje que se encuentre en el centro de la floresta africana.

–                     ¿Quieres formar un reino tan grande? ¿Por qué lo llamas celestial?

–                     Mi Reino es del Verdadero Dios y Dios está en los Cielos. Por esto es Reino Celestial. Cada hombre es un alma vestida con un cuerpo. Y el alma no puede vivir sino en el Cielo. Yo quiero curar el alma. Quitarle sus errores y sus rencores. Conducirla a Dios a través de la bondad y del amor.

–                     Eso me está gustando mucho. Yo no voy a Jerusalén. Los otros de Israel no se expresan de ese modo. Tú no nos odias… ¿Verdad?

–                     No odio a nadie. Voy a la ciudad. Volveré esta tarde y te pediré aquel pórtico, para dormir allí con los míos.

–                     No, Señor. tengo muchas habitaciones vacías. Te las ofrezco.

Judas pone sobre la mesa el dinero.

El hombre objeta:

–                     No. No lo quiero. Adiós, Señor.

–                     La paz sea contigo, Ananías.

Poco después entran en Ascalón, que es una imitación de Roma.

Jesús dice:

–                     Dividámonos en cuatro grupos. Os dejo ir. Después de las tres nos encontraremos en la Puerta por donde entramos. Sed prudentes y tened paciencia.

Jesús los mira irse. Él se queda con Judas de Keriot que ha afirmado que a esta gente no le dirá ni una palabra, porque son peores que los paganos. Pero cuando oye que Jesús va a ir de acá para allá sin hablar…

Entonces cambia de opinión.

–                     ¿No te desagrada quedarte solo? Me voy con Mateo, Santiago y Andrés. Son los menos capaces…

–                     Vete pues. Hasta pronto.

Y Jesús camina solo por la ciudad. Anónimo entre la gente atareada.

Una mujer muy bonita, vestida con descaro, le viene al encuentro; con aire decidido y una sonrisa llena de sobreentendidos.

Jesús la mira tan severamente, que ella se pone colorada. Baja los ojos y se va.

Los niños lo miran curiosos y lo rodean. El que es más audaz, un chicuelo como de ocho años;  le pregunta:

–            ¿Quién eres?

Jesús responde acariciándolo:

–                     Jesús.

–                     ¿Qué haces?

–                     Espero a unos amigos.

–                     ¿De Ascalón?

–                     No. De mi tierra y de Judea.

–                     ¿Eres rico? Yo sí. Mi padre tiene una casa hermosa y adentro hace tapetes. Ven a ver. Está cerca de aquí.

Jesús se va con él y encuentran a una niña que llora de miedo. El niño explica:

–                     Es DINA. Es pobre, ¿Sabes? Mi madre le da comida. Su madre está muy enferma. Su padre murió en el mar. Y como era un marinero nuestro, ahora los cuida mi mamá. ¿Qué te parece? Debe ser cosa fea ser huérfano y pobre.

Esta es mi casa. –entran por un largo pasillo- No les digas que andaba en la calle. Debería estar en la escuela. Me echaron fuera porque hacía reír a mis compañeros con esto…

Y saca de debajo del vestido un muñeco tallado en madera, muy cómico en realidad. Es la caricatura de un hombre con barba y una nariz descomunales.

Por los labios de Jesús se asoma una sonrisa que reprime rápidamente, diciendo serio:

–                     ¿No será el maestro verdad? ¿Ni ningún familiar? ¡No está bien!

El chiquillo responde:

–                     No. Es el sinagogo de los judíos. Es viejo y feo. Y siempre nos burlamos de él.

–                     Tampoco eso está bien. Y…

–                     ¡Oh! Es un vejete medio jorobado y casi ciego. Pero, ¡Es tan feo!… Yo no tengo la culpa de que sea feo.

–                     No. Pero tienes la culpa de burlarte de un viejo. También tú cuando seas viejo serás feo. Porque caminarás inclinado, tendrás pocos cabellos, estarás medio ciego y caminarás con bastones. Tendrás una cara semejante… Y ¿Te gustaría que se burlaran de ti, muchachos in respeto? Y luego, ¿Por qué perturbas al maestro y a tus compañeros? ¡No está bien! Si tu padre lo supiese te castigaría. Tu madre se afligiría. No les diré nada. Tú dame dos cosas: la promesa de no volver a hacer esto y ese muñeco. ¿Quién lo hizo?

–                     Yo, señor. –dice el niño avergonzado. Consciente de la gravedad de sus pillerías. Agrega- Me gusta mucho tallar en madera. Algunas veces logro reproducir las flores de los tapetes o los animales que hay allí. ¿Sabes? También los dragones, las esfinges y otras figuras…

–                     Eso puedes hacer. Hay tantas cosas bellas en la tierra. Así pues, promete y dame ese muñeco. Si no, ya no somos amigos. Lo guardaré como recuerdo tuyo y rogaré por ti. ¿Cómo te llamas?

–                     Alexandro. ¿Y Tú que me das?

Jesús se preocupa. Casi nunca tiene nada. Se acuerda de que Salomé le puso una hebilla muy bonita en el cuello de su vestido. Busca en su alforja, la encuentra, la quita. Se la da al niño y le dice:

–                     Ahora vámonos. Pero ten en cuenta que aunque Yo me vaya; de todos modos Yo sé todo. Y si sé que eres malo, regresaré y le diré todo a tu mamá.

El pacto de hace.

Entran en la casa. Después del vestíbulo, hay un amplio patio en donde están los telares. La criada que abrió y que se ha sorprendido al ver al niño con un desconocido, avisa a su patrona.

Y ésta, una mujer alta y de dulce aspecto; acude preguntando:

–                     ¿Se sintió mal mi hijo?

–                     No, mujer. Me ha traído para que vea tus telares. Soy forastero.

–                     ¿Quieres hacer algunas compras?

–                     No. No tengo dinero. Pero tengo amigos a quienes les gustan las cosas bellas y tienen dinero.

La mujer mira con curiosidad a este hombre que declara paladinamente ser pobre.

–                     Tienes modales y aspecto de un gran señor.

–                     Solo soy un rabí Galileo. Jesús el Nazareno.

–                     Nosotros somos comerciantes y no tenemos prejuicios.

–                     Eres muy inteligente y estoy contento de saber que eres buena.

–                     ¿Cómo lo sabes?

–                     Se ve en la cara. Y el niño me ha contado lo de Dina. Es esa niña, ¿No es así?

–                     Sí. Tiene una madre que se está muriendo. –La llama- Ven Dina, con este señor.

La niña se acerca con timidez.

Jesús la acaricia y le dice:

–                     ¿Me conduces a donde está tu mamá? ¿Quieres que se cure?

Dina asiente con un gesto.

–                      Llévame con ella. Adiós, mujer. Adiós Alexandro, sé bueno.

Sale con la niña de la mano.

–                     ¿Estás sola?

La voz infantil, se quiebra al contestar:

–                     Tengo tres hermanitos. El último, no conoció a nuestro padre…

–                     No llores. ¿Eres capaz de creer que Dios puede curar a tu madre?

¿Lo sabes que es un solo Dios que ama a los hombres que creó? ¿Y sobre todo a los niños buenos? ¿Y qué lo puede todo?

–                     Lo sé, Señor. Primero iba a la escuela mi hermano Tolmé y tenía compañeros judíos. Sé que existe y que se llama Yeové. Y que nos han castigado porque los filisteos fueron malos con Él. Siempre nos lo reprochan los hebreos. Pero yo no existía en esa época; ni mi mamá, ni mi papá… ¿Por qué?…

Y el llanto impide que salgan las palabras.

Jesús la consuela:

–                     No llores. Dios te ama también a ti y me ha traído aquí, por ti y por tu mamá. ¿Sabes que los israelitas esperan al Mesías, que debe venir para fundar el Reino de los Cielos? ¿El Reino de Jesús Redentor y Salvador del Mundo?

–                     Lo sé, Señor. Y nos amenazan diciendo: “Y cuando Él venga… Entonces, ¡Ay de vosotros!”…

–                     ¿Y sabéis que hará el Mesías?

–                     Hará grande a Israel y nos tratará muy mal.

–                     No. Redimirá al Mundo. Quitará los pecados. Enseñará a no pecar. Amará a los pobres; a los enfermos, a los afligidos. Irá a donde estén ellos. Enseñará a los ricos; a los sanos; a los felices; a que lo amen. Recomendará que sean buenos para poseer la Vida Eterna. Hará esto y no oprimirá a nadie.

–                     ¿Y cómo sabrá uno, que es ÉL?

–                     Porque amará a todos y curará a los enfermos que crean en Él. Redimirá a los pecadores y enseñará el Amor.

–                     ¡Oh!… ¡Si Él estuviese antes de que mi mamá se muriese! ¡Yo creería! ¡Yo le rogaría! Iría a buscarlo hasta encontrarlo  y le diría: ‘Soy una pobre niña sin padre. Mi mamá se está muriendo. Yo espero en Ti’ Y estoy segura de que aunque yo sea filistea, Él me escucharía.

Una Fe sencilla y fuerte, vibra en la voz de la niña.

Jesús la mira con infinita ternura y le sonríe a la inocente que camina a su lado.

Ella no ve esa sonrisa esplendorosa, porque va mirando que están por llegar a su paupérrima casa, que está situada en el fondo de un callejón.

Empuja la puerta y dice:

–                     Es aquí, Señor. Entra…

Es una habitación miserable. Un jergón con un cuerpo desvanecido. Tres pequeñitos que van desde los tres hasta los diez años, están sentados alrededor. Miseria y hambre, se reflejan por todas partes. Jesús saluda:

–                     La paz sea contigo, mujer. No te muevas. Encontré a tu hijita y supe que estabas enferma. He venido… ¿Querrías curarte?

La mujer responde con un hilillo de voz:

–                     ¡Oh, Señor! Pero, ¡Ya no tengo remedio! – y le resbalan las lágrimas por las mejillas.

–                     Tu hija ha llegado a creer, que el Mesías puede curarte… ¿Y tú?

–                     ¡Oh! Si Él viniese también yo creería… Pero,  ¿En dónde está el Mesías?

Jesús declara sencillamente:

–                     Soy Yo, que te está hablando.

Y Jesús, que estaba inclinado sobre el jergón y hablando en voz baja; se endereza y en voz alta dice:

–                     Quiero que seas curada.

Los niños lo miran con estupor.

Dina, se aprieta las manos contra su pechito. Una luz de esperanza; de felicidad, ilumina su carita. Casi se le va la respiración, por lo emocionada que está.

Y ve a su madre que se incorpora… ¡Y da un grito de alegría!:

–                     ¡Jesús!

Y abrazando a su madre, la obliga a arrodillarse diciendo:

–                     ¡Adora! ¡Adora! ¡Es Él!… El que el profesor de Tolmé tenía profetizado.

Jesús dice:

–                     Adorad al verdadero Dios. Sed buenos. Acordaos de Mí. Adiós.

Y rápido sale, mientras las dos felices, están postradas en el suelo… Pronto se pierde entre las callejuelas de Ascalón…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA,CONOCELA

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