Archivos diarios: 12/10/12

72.- JUSTICIA DIVINA

El grupo va caminando por una cañada que hay entre dos colinas, verdes y muy bien cultivadas, desde abajo hasta la cima. El rocío las conserva brillantes y frescas, al contacto con el sol. Todos admiran el paisaje imitando a Jesús. Pero María Magdalena recorre con sus ojos la cresta de los montes, como si no encontrase un lugar.

Susana, que también va con ella, le dice:

–                     ¿Qué buscas?

Magdalena contesta:

–                     Quisiera encontrar el monte en donde encontré al Maestro.

–                     Pregúntaselo.

Martha dice:

–                     ¡Oh! No es necesario que lo perturbes. Ahora está hablando con Judas de Keriot.

Susana cuchichea:

–                     ¡Qué clase de hombre es ese! –y sin que agregue nada más, se entiende lo que quiere decir.

Magdalena concluye:

–                     Aquel monte no se encuentra en este camino. Algún día te llevaré allí, Martha. Era un día como éste y con tantas flores y tanta gente… ¡Oh, Martha! ¡Y tuve la desfachatez de presentarme con un vestido muy pecaminoso!… ¡Y con unos amigos que…! –mueve la cabeza- No puedo ofenderme con las palabras de Judas.

Me las merezco. Todo me he merecido. Mi expiación está en sufrir esto. Todos lo recuerdan. Todos tienen derecho a decirme la verdad. Y yo debo guardar silencio. ¡Oh! ¡Si se meditase antes de pecar…!  Quien me ofende ahora es mi mejor amigo, porque me ayuda a expiar.

Martha pregunta:

–                     Pero eso no quita que haya faltado. Madre, ¿De veras tu Hijo está contento con ese hombre?

La Virgen contesta:

–                     Es necesario rogar mucho por él. Así me lo ha dicho.

Juan se separa de los apóstoles para ir a ayudar a las mujeres en un lugar que está escabroso, donde las sandalias resbalan. Zelote lo imita y apoyándose en ellos, suben el lugar peligroso.

Zelote dice:

–                     Es un poco difícil este atajo, pero no tiene polvo, ni hay gente. Es más corto.

María dice con un suspiro:

–                     Lo conozco, Simón. Lo recorrí con mis sobrinos cuando Jesús fue arrojado de Nazareth.

Mientras tanto, Santiago de Zebedeo pregunta a Jesús:

–                     ¿En dónde haremos parada Señor mío?

Jesús contesta:

–                     En el monte que domina Merala. Nosotros los hombres podríamos haber avanzado más, pero detrás vienen las discípulas, aunque jamás se lamentan, no debemos cansarlas en exceso.

Bartolomé admite:

–                     Jamás se lamentan, es verdad. Nosotros somos más propensos a hacerlo.

Pedro comenta:

–                     Y sin embargo están menos acostumbradas que nosotros a esta vida.

Tomás interviene:

–                     Tal vez por eso lo hacen con más gusto.

Jesús dice:

–                     No, Tomás. Lo hacen por amor. Mi Madre y todas, son mujeres de hogar y no están acostumbradas a las fatigas. No lo harían gustosas si el amor no las impulsase. Respecto a María Magdalena, solo un poderoso amor le puede dar fuerzas para soportar este tormento.

Judas replica:

–                     ¿Por qué se lo impusiste si sabes que es tortura? No es buena cosa, ni para ella ni para nosotros.

–                     Ninguna otra cosa podría persuadir al mundo de su indudable conversión,  que es una demostración clara. María quiere convencer al mundo de que ha cambiado. Su separación del pasado ha sido perfecta. Es completa.

–                     ¡Habrá que ver! Todavía es pronto para afirmarlo. Cuando se está acostumbrado a un determinado género de vida; difícilmente se separa del todo. Amistades y nostalgias, nos llevan otra vez a él.

Mateo le pregunta;

–                     Entonces, ¿Tú sientes nostalgia de tu vida de antes?

–                     ¿Yo?… ¡No! Soy un hombre que ama al Maestro… Y tengo en mí, medios que me sirven para perseverar en mi propósito. Pero, ella es una mujer. ¡Y qué mujer! Y luego, aunque estuviese muy firme; no es nada agradable tenerla con nosotros.

Si nos encontramos con rabíes o sacerdotes y grandes fariseos, pensad que no será placentero el momento. De antemano me siento enrojecer de vergüenza.

Jesús dice:

–                     No te contradigas Judas. Si realmente has destruido los puentes que te unían con el pasado, como tratas de insinuar, ¿Por qué te duele tanto que una pobre alma nos siga para completar su transformación en el bien?

–                     Por amor, Maestro. Yo también lo hago todo por amor. Amor por Ti.

–                     Entonces perfecciónate en este amor. Un amor para ser tal, jamás debe ser exclusivista; porque eso no es amor, es Odio. Debes amar a todos los niveles y con todas las fuerzas.

–                     Sí, Maestro.

Han llegado a un bosque y buscan un lugar para descansar.

Alguien duerme. Alguien conversa en voz baja. Alguien contempla un panorama. Las mujeres se han retirado detrás de una cortina flotante de madreselvas en flor y se refrescan en un pequeño manantial. Los de más edad se duermen cansados.

Magdalena dice:

–                     Voy con Juan, ahora que está con Simón, viendo el mar.

La Virgen dice:

–                     También yo voy.

Pasan cerca de donde está Jesús solo, orando.

María dice:

–                     Mi Hijo encuentra su descanso en la Oración.

Magdalena dice:

–                     ¿Sabes Madre? Hice lo que me dijiste. Cada noche me aíslo para poder restablecer dentro de mí, la calma que turban demasiadas cosas. Y luego me siento mucho más fuerte.

–                     Por ahora te sientes fuerte. Más tarde feliz. Créeme María. En todo momento nuestro espíritu tiene necesidad de sumergirse dentro del océano de la Meditación, para reconstruir lo que el mundo y las vicisitudes humanas debilitan. Para crear nuevas fuerzas, para poder subir siempre hacia arriba.

En Israel usamos y hasta abusamos de la oración vocal; pero es más útil al corazón elevarse a Dios con la mente, en la Meditación. En la que se contempla su Divina Perfección y nuestra miseria… o la de tantas pobres almas; no para murmurar de ellas, sino para compadecerlas, comprenderlas y amarlas; agradeciendo al Señor que nos ha sostenido para no pecar o nos ha perdonado, para no dejarnos caídas. Y así llegamos a orar realmente con amor.

Y… abandónate al amor. No le hagas violencia. Aún más; permite que en ti se convierta en un incendio devorador. El incendio consume todo lo que es material y tu espíritu aumentará su vitalidad. Y se hará puro y ágil para subir a Dios. ¿Ves ahí a Juan? Es realmente muy joven y con todo, es un águila. Es el más fuerte de todos los apóstoles. Porque ha comprendido el secreto de la formación espiritual: la meditación amorosa.

–                     Pero él es puro y yo… él es un jovencillo… yo…

–                     Mira a Zelote. No es jovencillo. Llevó su vida, luchó y odió. Lo confiesa sinceramente. Pero aprendió a orar. Y créeme, también él ha llegado muy alto. ¿Ves? Ambos se buscan porque se sienten iguales. Han llegado a la misma edad perfecta del espíritu y con el mismo medio: la Oración Mental.Y… ¿Sabes quién por su inclinación natural a la Meditación está muy adelantado y desde que se hizo amigo de Jesús, se ha convertido en él, en una necesidad espiritual? Tu hermano Lázaro…

–                     ¡Mi hermano Lázaro!… ¡Oh, Madre! Tengo miedo. Fui muy cruel con mis hermanos. Dímelo, tú que sabes muchas cosas porque Dios te las muestra, ¿Cómo me tratará Lázaro en nuestro primer encuentro? Mi corazón era cínico y desvergonzado. Cerrado a toda voz que no fuese el ‘Mal’. Ahora ya no tengo la fuerza perversa del Mal. Y tengo miedo… ¿Qué me va a hacer Lázaro?

–                     Te abrirá los brazos y te gritará más con el corazón que con  los labios: ‘¡Hermana mía, amada!’ Ha avanzado tanto en Dios, que procederá de este modo. No tengas miedo. No te dirá nada del pasado. te está esperando en Bethania…

–                     Lo amaré aunque me eche en cara todo. Me lo merezco.

–                     Él solo te amará. Sólo esto.

Han llegado a donde están Simón y Juan.

María dice:

–                     También nosotras venimos a alabar al Señor por las bellas obras de su Creación.

Simón pregunta:

–                     ¿Habías visto antes el mar, Madre?

–                     Lo ví. Y en esa ocasión estaba menos tempestuoso que mi corazón. Menos salado que mí llanto. Huía a lo largo del litoral de Gaza, hacia el Mar Rojo. Con mi Niño entre los brazos y el miedo de Herodes en la espalda. Lo ví cuando regresamos. Entonces estaba la primavera en la tierra y en mi corazón. La primavera del regreso a la patria.

Jesús movía sus manitas, feliz de ver cosas nuevas. José y yo también éramos felices; pues la Bondad del Señor nos había hecho de mil modos, menos duro el destino en Matarea, en Egipto…

Y María se sumerge en sus recuerdos, para deleite de sus oyentes.

Es ya tarde cuando llegan a Belén de Galilea. La ciudad está rodeada de colinas ondulantes, verdes y llenas de bosques. De prados en los que pastan los rebaños que poco a poco, van bajando a sus rediles para pasar la noche.

El crepúsculo baña con sus violáceos colores todo lo que toca. El aire está lleno de una música pastoril de cencerros y balidos temblorosos, a los que se unen los gritos alegres de los niños que juegan y las voces de las madres llamándolos.

Jesús dice:

–                     Judas de Simón, ve con Simón a buscar alojamiento para nosotros y las mujeres. En el centro del poblado está el albergue. Allí nos reuniremos.

Mientras Judas y Zelote lo obedecen, Jesús se vuelve a su Madre y le dice:

–                     Esta vez no será como en la otra Belén, en Judea. Aquí encontrarás reposo, Mamá. En esta estación pocos se mueven y no hay edicto.

María contesta amorosa:

–                     En esta estación sería placentero dormir aún en los prados.

Y María envía una sonrisa a su Hijo, así como a unos pastorcillos que la miran con curiosidad. Es tan atractiva su sonrisa, que uno de ellos da un codazo al otro y le dice en voz baja:

–                     Tiene que ser Ella.

Y se le acercan diciendo:

–                     Te saludo, María llena de Gracia. ¿El Señor está contigo?

María responde con una sonrisa mucho más dulce:

–                     Ahí está. – y les señala a Jesús. Se acerca a Él, diciendo- Hijo mío, estos pastorcitos te buscan y me han reconocido, no sé cómo…

Jesús sonríe y dice:

–                     Es que ha pasado por aquí Isaac, dejando el perfume de la Revelación. Muchacho, ven aquí.

Y efectivamente, los pastores dicen que Isaac anda por allí todavía. Y llegan los demás pastores que se apiñan con sus ganados, alrededor de Jesús.

Conversan con Él y con María.

Ella se inclina a acariciar a los corderitos y dice:

–                     Había uno en casa de Isabel mi pariente, que cada vez que me veía, me lamía las trenzas. Éste se parece mucho a él, con estos ojos de dos colores. No lo matéis. Al otro también lo dejaron vivir, porque yo lo quería mucho.

El pastor dice:

–                     Es una corderita, Señora. Y la queríamos vender porque tiene ojos de dos colores y creo que con uno no ve bien. pero la tendremos con nosotros si tú la quieres.

–                     ¡Oh, sí! Yo no querría que fuese degollado un cordero más… Son tan inocentes y con una voz de niño, llaman a su mamá. Me da la impresión de que matase a un niño, al degollar uno de estos.

El Pastor más anciano contesta:

–                     Pero Señora, si no se degollase a todos los corderitos, no habría lugar en la tierra para nosotros.

–                     Lo sé. Pienso en su dolor y en el de sus madres. Tanto que gimen cuando les quitan a sus hijos. Se parecen a nosotras las madres. No puedo ver que alguien sufra y siento la aflicción de una madre destrozada…

Es diferente de las demás, porque a nosotras nos desgarran no solo el corazón y el cerebro cuando se mata a un hijo nuestro, sino las mismas entrañas. Nosotras las madres permanecemos unidas al hijo, siempre y es desgarrarse cuando nos lo quitan…

María ya no sonríe. Tiene una gota de llanto en sus ojos azules y mira a Jesús que la ve y la escucha. Le pone una mano en el brazo, como si temiese que lo arrebatasen de su lado.

Por el camino polvoriento se acercan un pequeño grupo de personas armadas y gritando.

Los pastores se miran entre sí y hablan en voz baja.

Luego dicen:

–                     Ha sido buena suerte que no hayan entrado esta tarde en Belén de Galilea.

Jesús pregunta:

–                     ¿Por qué?

–                     Porque esa gente que acaba de pasar y de entrar en la ciudad, va a arrebatar su hijo a una madre.

–                     ¡Oh! Pero, ¿Por qué?

–                     Para matarlo.

–                     ¡Oh, no! ¿Qué hizo?

Todos se juntan para oír:

–                     Encontraron asesinado por el camino al rico Yoel. Regresaba de Sicaminón con las bolsas llenas de dinero. No se trató de ladrones porque el dinero estaba con el occiso. El siervo que lo acompañaba dice que su patrón le había dicho que se adelantara corriendo para avisar de su llegada.

Y por el camino, dirigiéndose al lugar donde se cometió el homicidio, solo vio al joven que ahora van a matar. Dos de la población juran haberle visto cuando atacaba a Yoel. Ahora las familias del occiso exigen su muerte. Y si es homicida…

Jesús pregunta:

–                     ¿No lo creéis?

–                     No me parece que sea posible. El joven no es muchacho cualquiera. Es bueno. Siempre ha vivido con su madre y es su único hijo. Ella es una viuda santa. No le faltan los medios para vivir, pues su marido también era rico. Él no piensa en las mujeres. No es buscapleitos. Es un hombre cabal. ¿Por qué tendría que matarlo?

–                     Tal vez tendrá enemigos.

–                     ¿Quién? ¿Yoel el muerto o Abel, el acusado?

–                     El acusado.

–                     ¡Ah! No sabría… No sabría…

–                     Sé franco, hombre.

–                     Señor, pienso una cosa… Pero Isaac nos dijo que no debemos pensar mal del prójimo…

–                     Pero se debe tener valor para salvar a un inocente.

–                     Si hablo… Tenga razón o no; tendré que huir de aquí, porque Aser y Jacobo son poderosos.

–                     Habla sin temor. No te verás obligado a huir.

–                     Señor, la madre de Abel es joven y bella. Y muy industriosa. Aser y Jacobo no son industriosos. Al primero le gusta la viuda y al segundo… Todo el poblado sabe que el segundo es un adúltero, profanador del tálamo de Yoel. Yo pienso que…

Jesús dice terminante:

–                     Entendido. Quedaos aquí vosotras las mujeres con los pastores. Regreso pronto.

María suplica:

–                     No, Hijo. Yo voy contigo.

Jesús va con premura hacia el centro de la población y la Virgen con María de Alfeo, se van detrás del grupo apostólico.

En la tercera calle se encuentran con los que se habían adelantado a buscar hospedaje: Iscariote, Simón, Pedro y Santiago, que hacen señas y dan gritos.

Pedro está desencajado y dice con angustia:

–                     ¡Qué desgracia, Maestro! ¡Qué desgracia y qué pena!

Simón agrega:

–                     Un hijo a quién arrebatan de su madre a la fuerza.

Pedro:

–                     Ella lo defiende como una leona. Pero es mujer y ellos están armados.

Judas dice:

–                     Le sale sangre por todas partes.

Santiago de Zebedeo añade:

–                     Le rompieron la puerta porque se había atrancado detrás de ella.

Jesús dice:

–                     Voy allá.

Simón:

–                     ¡Oh, sí! ¡Tú eres el único que puede consolarla!

En el centro del poblado se distingue un montón de gente que se agita alrededor de la casa de Abel. Se oyen los gritos desgarradores de la madre. Gritos que no parecen humanos. Agresivos y dignos de compasión al mismo tiempo.

Jesús apresura el paso. Llega hasta donde el tumulto está en su colmo.

La mujer defiende a su hijo contra los soldados. Con una mano está agarrada a un pedazo de la puerta destrozada y con la otra, a la cintura de su hijo. Si alguien trata de quitársela lo muerde con furia, sin importarle los golpes que recibe, ni los tirones en su cabellera; que son tan fuertes que le echan la cabeza hacia atrás.

Cuando no muerde, grita:

–                     ¡Dejadlo! ¡Asesinos! ¡Es inocente! ¡La noche en que mataron a Yoel durmió conmigo a mi lado! ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Calumniadores! ¡Inmundos! ¡Perjuros! ¡Perversos!

Y al joven a quién sus captores han cogido por la espalda y lo arrastran por los brazos, se vuelve con el rostro desencajado y grita:

–                     ¡Mamá, mamá! ¿Por qué he de morir si no he hecho nada?

Es hermoso. Alto, delgado. De ojos oscuros y dulces. De cabello negro. Sus vestidos desgarrados, muestran su cuerpo ágil y muy joven.

Jesús, con ayuda de quienes lo acompañan, se abre paso entre la multitud y llega en un momento en que la mujer cansada, es arrancada de la puerta y arrastrada como un costal, unida al cuerpo de su hijo, por la calle empedrada.

Pero luego un tirón mucho más fuerte, arranca la mano materna de la cintura del hijo y la mujer cae por tierra, golpeando con su cara contra el suelo, en medio de un charco de sangre. Al punto se endereza y se pone de rodillas. Tiende sus brazos hacia su hijo, al que se llevan a toda prisa.

El joven le grita:

–                     Adiós, mamá. Recuerda al menos tú, que yo soy inocente.

La mujer lo mira con ojos de demente y luego cae por tierra, desvanecida.

Jesús se interpone al paso de los captores y ordena:

–                     ¡Deteneos un momento! ¡Os lo ordeno! –su voz y su rostro no admiten réplica.

Un ciudadano le pregunta agresivo:

–                     ¿Quién eres? No te conocemos. Retírate y déjanos ir para que muera antes de que llegue la noche.

–                     Soy un Rabí. El más grande. En Nombre de Yeové deteneos o Él os destruirá con sus rayos. –Parece como si fuese Él, el que los despidiese con su mirada centelleante- ¿Quién es el que da testimonio contra éste?

Aser dice:

–                     Yo, él y él.

–                     Vuestro testimonio no es válido, porque no es verdadero.

–                     ¿Y cómo puedes decirlo? ¡Estamos prontos a jurarlo!

–                     Vuestro juramento es pecado.

Los tres hombres dicen al mismo tiempo:

–                     ¿Qué estamos pecando nosotros?

–                     ¿Nosotros?

–                     ¿Sabes quiénes somos?…

Jesús los atraviesa con su mirada severa y declara:

–                     Lo sé. Vosotros, sí. Así como adentro fomentáis la lujuria; dais pasto al odio; apacentáis la avaricia de las riquezas y cometéis homicidios. Así también sois unos perjuros. Os habéis vendido a la inmundicia. Podéis realizar cualquier crimen.

–                     Ten cuidado con lo que estás diciendo. Yo soy Aser…

–                     Y Yo Soy Jesús.

–                     No eres de aquí. Y no eres ni sacerdote, ni juez. No eres nada. Eres un forastero.

–                     Sí. Soy el Forastero, porque la Tierra no es mi Reino. Pero Soy Juez y Sacerdote, no solo de esta pequeña parte de Israel; sino de todo Israel y de todo el Mundo. 

Jacobo exclama:

–                     ¡Vámonos! Vámonos. Dejemos a este loco. –y da un empujón a Jesús, para quitarlo de ahí.

Jesús grita con una mirada que paraliza:

–                     ¡No darás ni un paso más! Tú no darás ni un paso más. ¿No crees lo que estoy diciendo? Pues bien, mira… Aquí no hay polvo del Templo, ni el agua de él. Y no están las palabras escritas con tinta, para hacer el agua amarguísima, que es la señal de los celos y el adulterio. Pero aquí estoy Yo. ¡Y Yo voy a juzgar!

La voz de Jesús es tan resonante como una trompeta.

La gente se amontona para ver y solo la Virgen y María de Alfeo, se quedan a ayudar a la mujer desvanecida.

Jesús continúa:

–                     Y Yo voy a Juzgar aquí. Dadme un poco de polvo del camino y un poco de agua en una taza. Y mientras me lo traéis, vosotros acusadores y tú, el acusado, responded: ¿Eres tú inocente, hijo? Dilo con sinceridad al que es tu Salvador.

Abel responde:

–                     Lo soy, Señor.

–                     Aser, ¿Puedes jurar de haber dicho la verdad?

–                     Lo juro. No tengo razón para mentir. Lo juro por el altar. Descienda del Cielo fuego que me queme, si no digo la verdad.

–                     Jacobo, ¿Puedes jurar que eres sincero en tu acusación y no tienes ningún motivo interno para mentir?

–                     Lo juro por Yeové. El amor que tengo por mi amigo occiso, me obliga a hablar. No tengo nada que ver con éste.

–                     Y tú siervo: ¿Puedes jurar de haber dicho la verdad?

–                     Mil veces si fuera necesario. Mi patrón, mi pobre patrón… -el hombre llora cubriéndose la cabeza con el manto.

–                     Está bien. He aquí el agua y he aquí el polvo. Voy a decir lo siguiente: “Padre Santo y Dios Altísimo. Muestra tu Juicio verdadero por este medio, a fín de que vida y honra, permanezcan con el inocente y con la madre desolada.

Y venga digno castigo para el que no lo es. Pero por la Gracia que tengo ante tus ojos, no fuego ni muerte; sino larga expiación tenga, el que cometió el pecado.”

Jesús ha dicho estas palabras, con las manos extendidas sobre la taza, como hace el sacerdote en el altar, durante la Misa, en el Ofertorio.

Después mete la mano derecha en la taza y con la mano rocía a los cuatro sujetos al juicio y luego les hace beber un poco de agua. Primero al joven y luego a los demás.

Cruza los brazos sobre el pecho y mira…

También la gente mira y un momento después, un grito se les escapa de los labios y se arrojan de bruces a la tierra. Aterrorizados y adorando al mismo tiempo.

Entonces los cuatro que estaban en línea, se miran entre sí y gritan a su vez. El el joven Abel, de estupefacción.

Los otros de horror… ¡Porque se ven cubiertos en la cara de una subitánea lepra! ¡Mientras que en la del joven no hay nada!

El siervo se arroja a los pies de Jesús, que se aparta, como todos los demás, incluidos los soldados.

Y se separa tomando de la mano al joven Abel, para no contaminarse con los tres leprosos.

El siervo grita:

–                     ¡No! ¡No! ¡Perdón! ¡Estoy leproso! Son ellos los que me pagaron para que retardase a mi patrón hasta el atardecer, para pegarle en el camino solitario. Me hicieron que quitara las herraduras a la mula. Me enseñaron como mentir, diciendo que yo me había adelantado y no es así; porque yo me estuve allí, para matarlo junto con ellos.

Diré también por qué lo hicieron. Porque Yoel se enteró que Jacobo amaba a su joven esposa. Y porque Aser deseaba a la madre de Abel y ella lo rechazaba. Se pusieron de acuerdo para librarse de Yoel y de Abel al mismo tiempo y quedarse con las mujeres. Esta es la verdad. ¡Quítame la lepra! ¡Quítamela! Abel, tú eres bueno, ¡Intercede por mí!…

Jesús ordena:

–                     Tú vete a donde está tu madre. Que cuando salga de su desvanecimiento vea tu cara y vuelva a una vida tranquila. Y vosotros… debería deciros: ‘Qué os castiguen como queríais hacer’ sería una justicia humana, pero os entrego a una expiación sobrehumana.

La lepra de la que os horrorizáis, os salva de ser arrestados y muertos; cómo debería ser y merecéis. Pueblo de Belén, apartaos. Abríos como el agua de mar, para que se vayan éstos a su galera. ¡Horrible galera! Más atroz que la muerte. Es una piedad divina que les ha dado un medio para recapacitar si quieren. ¡Váyanse! ¡Largaos!

La multitud se pega a las paredes, dejando libre el centro de la calle.

Y los tres, cubiertos de lepra como si ya tuvieran muchos años padeciéndola; se van, uno detrás del otro, a la Montaña del silencio, envueltos en la penumbra que ha empezado a caer.

Lo único que se escucha es su llanto.

Jesús dice a todos:

–                     Purificad el camino con mucha agua después de haberos quemado con el fuego. Soldados; referid que se hizo justicia según la más perfecta Ley Mosaica.

Jesús trata de ir a donde su Madre y su tía María Cleofás, siguen socorriendo a la mujer que está volviendo de su desmayo, mientras el hijo acaricia las manos heladas y las besa.

Pero la gente de Belén, con un respeto lleno de terror, le ruega:

–                     Háblanos, Señor. Realmente eres Poderoso. Ciertamente Tú Eres el Hombre del que habló uno que pasó por aquí, anunciando al Mesías.

–                     Hablaré por la noche, cerca del redil de los pastores. Ahora voy a consolar a la madre.

Y Jesús va con la mujer…

Más tarde, se ha prendido una gran hoguera para iluminar la reunión.

Jesús sale del redil y se dirige a donde lo esperan. Jesús da un largo discurso sobre la Ley, la hipocresía para obedecerla por la falta de fe y finaliza diciendo:

–                     … Nada es inútil de cuanto Dios estableció en su Ley. La Ley que dio, Israel la observa de Nombre, pero no en la realidad. Son ilusorias apariencias de cuerpos vivos. Reales presencias de cosas muertas: las cosas inmateriales; esto es, la virtud y las almas muertas.

La Ley existe en Israel, pero se ha convertido como las plantas petrificadas en el desierto de Egipto, en el Valle del Nilo; en un espejismo que produce la muerte. Tuvisteis hoy un ejemplo de lo que significa una Ley reducida a piedra en corazones que se habían petrificado. Es causa de toda clase de pecados y desventuras. Que esto os sirva para poder vivir y para saber hacer vivir la Ley en vosotros, en su integridad que Yo ilustro con luces de misericordia.

Si el haber venido sirvió para establecer el Reino de Dios entre vosotros, sea Bendito el Señor. Si el haber venido sirvió para hacer brillar una inocencia, Bendito sea el Señor. Si el haber llegado a tiempo para impedir un crimen, sirve también para dar un medio para redimirse a tres culpables, Bendito sea el Señor.

Ya es muy noche. Las estrellas nos están mirando y también Dios. Levantad la mirada al cielo estrellado y elevad hacia Dios vuestro corazón, sin criticar a los infelices que Dios ha castigado. Sin orgullo por haber estado limpios de pecado. La paz sea con vosotros.

Los bendice y luego se retira al amplio recinto del redil, rodeado de rústicos portales, bajo los cuales pusieron heno los pastores, para que sirva de lecho a los siervos del Señor.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA