64.- EL PODER DE LA FE

En un bello amanecer en el lago de Galilea, Jesús está con todos los apóstoles y también con Judas de Keriot que ya está totalmente recuperado y con una cara más dulce, tal vez debido a la enfermedad y a los cuidados que recibió.

También está Marziam, un poco atemorizado porque es la primera vez que está en el agua. Trata de disimular, pero a cada movimiento fuerte de la barca, se agarra con un brazo del cuello de la oveja que comparte su mismo miedo con él, balando lastimosamente…

Y con el otro se agarra de lo que puede y cierra los ojos, convencido de que ha llegado su última hora.

Pedro le da un cachetito y le dice:

–                     No tengas miedo. Un discípulo jamás debe temer.

El niño dice que no con la cabeza, pero como el viento sopla más fuerte y el agua se mueve más, conforme se van acercando a la desembocadura del río Jordán, Marziam se asusta más.  Aprieta más fuerte los ojos y cuando una ola azota fuertemente sobre un costado de la nave, grita de miedo.

Algunos se ríen. Otros se burlan de Pedro, porque quiso ser padre de uno que no sabe estar en la barca. Y otros se burlan de Marziam, porque dijo que quería ir por tierras y mares, a predicar a Jesús y ahora tiene miedo de navegar unos cuantos km. En el lago.

Pero Marziam se defiende diciendo:

–                     Cada quien tiene miedo de lo que no conoce. Yo del agua y Judas de la muerte…

¡Y vaya que Judas debió haber tenido miedo de morir! En lugar de reaccionar como acostumbra, con un dejo de cansancio y tristeza, dice:

–                     Dijiste bien. Se tiene miedo de lo que no se conoce. Pero ahora estamos por llegar a Betsaida y tú estás seguro de encontrar allí amor.

Andrés le pregunta sorprendido:

–                     ¿Desconfías de Dios?

Judas contesta:

–                     No. Desconfío de mí mismo. En los días en que estuve enfermo, rodeado de tantas mujeres puras y buenas. ¡Me sentí tan pequeño en mi espíritu! ¡Cuánto he pensado! Decía: “Si ellas todavía trabajan para ser mejores y para conquistar el Cielo, ¿Qué cosa debo hacer yo?… ¿Llegaré alguna vez, Maestro?

Jesús dice:

–                     Con buena voluntad, todo se puede.

–                     Pero mi voluntad es muy imperfecta.

–                     El auxilio de Dios pone en ella lo que le hace falta, para ser completa. Tu actual humildad ha nacido de la enfermedad. Piensa pues que el Buen Dios ha proveído mediante un incidente penoso, a darte una cosa que antes no tenías.

–                     Es verdad, Maestro. Pero, ¡Esas mujeres! ¡Qué perfectas discípulas! No me refiero a tu Mamá. Ella es cosa aparte y clara. Me refiero a las demás. ¡Oh! ¡Verdaderamente se superaron! He sido una de sus primeras pruebas en su futuro ministerio. Créeme, Maestro. Puedes apoyarte seguro en ellas.

Elisa y yo estuvimos bajo sus cuidados. Elisa ha regresado a Betsur con el alma rehecha y yo… espero rehacérmela ahora que tanto trabajaron…

Y Judas se echa a llorar.

Jesús que está sentado cerca de él, le pone una mano sobre la cabeza y hace señal a los demás de que no digan ni una palabra.

La barca entra en la desembocadura del Jordán y se detienen en la playa. La otra barca hace la misma maniobra y de ella bajan los demás apóstoles y las ovejas.

Pedro pone al niño su vestido nuevo y lo arregla para presentarlo a su mujer. Luego dice muy emocionado:

–                     Vamos ahora.

Marziam está tan angustiado, que cuando Pedro lo toma de la mano; no puede ocultar un destello de miedo y estremeciéndose pregunta:

–                     Pero, ¿Me irá a querer? ¿De veras me amará?

Pedro solicita con la mirada, la ayuda a Jesús.

Jesús sonríe y dice:

–                      No os preocupéis. Yo hablaré con Porfiria.

Siguiendo por la arena a lo largo de la playa, pronto llegan a la casa de Pedro. Encuentran a Porfiria ocupada en sus quehaceres domésticos. Jesús se asoma a la puerta de la cocina, donde Porfiria está ordenando sus trastos. Y en cuanto la mujer de Pedro se da cuenta,

–                     ¡Jesús! ¡Simón! –y corre a postrarse primero ante Jesús y luego da la bienvenida a su marido. Enseguida, levantando una cara que no es un dechado de belleza, pero que está iluminada por una gran bondad, continúa toda ruborizada- ¡Tanto que os he estado esperando! ¿Estáis todos bien? Venid. Venid. Estaréis muy cansados…

Jesús sonríe y dice:

–                     No. Venimos de Nazareth, dónde nos detuvimos unos días y de Caná, donde también estuvimos algunos días. En Tiberíades estaban las barcas. Pedes ver que no estamos cansados. Judas se encuentra débil porque estuvo enfermo y también traíamos un niño con nosotros.

Porfiria exclama:

–                     ¡Oh! ¿Un niño? ¿Un discípulo pequeño?

–                     Un huérfano que recogimos en el camino.

Porfiria ve a Marziam, que está semiescondido detrás de Jesús y se arrodilla extendiendo sus brazos hacia él.

–                     ¡Oh, prenda! ¡Ven tesoro para que te bese!

Marziam se deja abrazar y besar sin protestar. Y mientras lo estrecha contra sí y la mejilla del niño está junto a la suya, Porfiria dice:

–                     Y ahora os lo lleváis. ¡Tan pequeño y frágil que es! Se cansará… –una gran compasión irradia en su voz.

Jesús dice:

–                     En realidad, yo tenía pensado confiarlo a alguna discípula, cuando nos vamos lejos de Galilea, del lago…

Porfiria lo interrumpe anhelante:

–                     ¿A mí no Señor? Nunca tuve hijos. Sobrinos sí y sé cómo tratar a los niños. Soy la discípula que no sabe hablar. Que no estoy  muy sana para poder seguirte, como lo hacen las otras que… ¡Oh! ¡Tú lo sabes! Seré cobarde si quieres, pero entiendes entre qué tenazas me encuentro…  Mi madre es demasiado dominante… ¿Tenazas dije?… No. Me encuentro en medio de dos sogas que me arrastran en direcciones contrarias y no tengo el valor para romper una de ellas. Déjame servirte aunque sea un poco, siendo la mamá-discípula de este niño. Le enseñaré todo lo que las otras enseñan a tantos… A amarte…

Jesús le pone la mano sobre la cabeza y dice:

–                     Hemos traído aquí al niño, porque aquí habría encontrado una madre y un padre. ¡Ea pues! Formemos una familia.

Y Jesús pone la mano de Marziam sobre la de Pedro, que tiene los ojos anegados de lágrimas y luego las une con la de Porfiria. Agrega:

–                      Educadme santamente a este inocente…

Pedro se seca las lágrimas con el dorso de la mano y Porfiria, que se ha quedado como estatua por la estupefacción. Sacude su cabeza cómo si no pudiera asimilar lo que está pasando…

Vuelve a arrodillarse y dice:

–                     ¡Oh, Señor mío! Me quitaste al esposo haciéndome casi viuda; pero ahora me das un hijo… Así pues devuelves todas las rosas a mi vida; no sólo las que tomaste, sino las que nunca tuve. Qué seas Bendito. Amaré a este niño, mucho más que si hubiese salido de mis entrañas, porque Tú me lo has dado… –y besa la orla del vestido de Jesús.

Luego abraza estrechamente a Marziam y lo sienta sobre sus rodillas. Es una mujer absolutamente felíz…

Jesús dice:

–                     Dejémosla expansionarse. Quédate también tú Simón Pedro. Nosotros vamos a la ciudad a predicar. Vendremos al atardecer a pedirte comida y descanso.

Juan lleva las ovejas al fondo del huerto, cerca del lugar en donde están las redes, les da agua del pozo y hierba y luego se reúne con los demás para ir a la ciudad.

En Betsaida, Jesús habla en la casa de Felipe. Se ha reunido mucha gente y llega uno de Cafarnaúm a rogarle que vaya lo más pronto posible a la casa del sinagogo, porque su hija se está muriendo.

Jesús promete que irá durante el transcurso de la mañana, cuando termine de hablar y curar enfermos.

Un par de horas después, Jesús camina por una calle polvorienta que bordea la ribera del lago. Va rodeado por una gran multitud que lo ha seguido desde Betsaida y a la que se ha juntado la de Cafarnaúm. Se amontonan a su alrededor, no obstante que los apóstoles se esfuerzan en separarlos, utilizando los brazos y las espaldas y gritando en voz alta, exigiendo que lo dejen pasar.

Jesús por su parte, no se inquieta por el alboroto. Mucho más alto que todos los que lo rodean, mira con una dulce sonrisa a la gente que lo estruja; responde a los saludos, acaricia a los niños que logran acercársele y a los que las madres le ponen a su alcance para que los toque.

De esta forma sigue caminando, lenta y pacientemente; en medio de estos apretujamientos que pondrían histérico a cualquiera.

Se oye el grito angustiado de un hombre:

–                     Abrid paso. Abrid paso.

Los que lo conocen y lo respetan mucho, a duras penas le abren paso. Es un hombre maduro y vestido como dignatario del Templo.

Cuando llega ante Jesús se postra a sus pies y suplica:

–                     ¡Oh, Maestro! ¿Por qué has tardado tanto? Mi niña está agonizando. Nadie la puede curar… Tú Eres mi esperanza y la de mi mujer. Ven Maestro. Te he esperado con ansia infinita. Ven. Ven al punto. Mi única hija está muriendo. –y rompe en un llanto desconsolado.

Jesús pone su mano sobre la cabeza del hombre que solloza angustiado. Y le dice:

–                     No llores. Ten fe. Tu niña vivirá. ¡Vamos! ¡Levántate! ¡Vamos! –estas últimas palabras son perentorias como una orden.

Y vuelven a ponerse en camino. Jesús lleva de la mano al padre que llora y Santiago y Judas vienen detrás, tratando de formar una barrera. Todos los demás apóstoles intentan rechazar a la muchedumbre que casi los aplasta.

Jesús, de repente se detiene y se voltea con todo su cuerpo, soltando la mano del padre que ha tratado de consolar. Toma la actitud majestuosa de un rey y con el rostro y la mirada severos; con sus ojos investigadores, busca entre la muchedumbre. Sus ojos despiden una luz de majestad cuando pregunta:

–                     ¿Quién me ha tocado?

Nadie responde.

Jesús insiste:

–                     ¿Quién me ha tocado?

Judas y varios apóstoles dicen:

–                     Maestro, ¿Acaso no ves cómo la gente nos apretuja por todas partes?

–                     Todos te tocan no obstante nuestros esfuerzos.

–                     ¿Cómo puedes preguntar quién te ha tocado?

Jesús responde:

–                     Pregunto qué quién me ha tocado para alcanzar un milagro. He sentido que la virtud de hacer un milagro, ha salido de mí; porque lo pidió un corazón con fe. ¿De quién es este corazón?

Los ojos de Jesús bajan hasta una mujer madura, vestida muy pobremente y que trata de desaparecer entre la multitud. Los ojos divinos le traspasan el alma y comprende que no puede huir.

Se arroja a los pies de Jesús y suplica:

–                     Perdón Señor. Fui yo. Estaba enferma. ¡Desde hace doce años que estaba enferma! Todos huían de mí. Mi marido me abandonó. He gastado todos mis bienes para no ser tenida como oprobio, pero nadie pudo curarme. Lo ves Maestro. He envejecido antes de tiempo… Las fuerzas se me escaparon con este flujo incurable. Uno a quién curaste de su lepra y que no tuvo asco de mí, me dijo que Eres Bueno.

¡Perdóname! Pensé que con solo tocarte me curaría. Pero no te he hecho inmundo. Toqué la punta de tu vestido que va tocando el suelo, que toca lo sucio del camino. También yo soy una suciedad… ¡Pero estoy curada! ¡Bendito seas! En el momento en que toqué tu vestido, mi mal se detuvo. Ya nadie huirá más de mí. Podré recuperar a toda mi familia y los podré acariciar. ¡Gracias Jesús! ¡Maestro Bueno! ¡Qué siempre seas Bendito!

Jesús la mira con un amor infinito. Le sonríe y le dice:

–                     Vete en paz, hija. Tu fe te ha salvado. Estás curada para siempre. Sé buena y sé felíz. Vete.

En este preciso momento, llega un siervo y dice ansioso al padre que estaba llorando:

–                     Tu hija ya murió. Es inútil que molestes al Maestro. Su espíritu la ha abandonado y ya las mujeres comenzaron los lamentos. Tu mujer te manda el recado y te ruega que regreses al punto.

El pobre padre emite un sollozo ahogado. Se lleva las manos a la cabeza y se oprime, abrumado por el dolor. Y se dobla como si hubiese sido derribado por un golpe.

Jesús se vuelve y poniendo la mano sobre la espalda encorvada le dice:

–                     Ya te lo he dicho: Ten fe. Ahora te lo repito: Ten fe. No tengas miedo. Tu niñita vivirá. Vamos allá.

Abraza al hombre aniquilado por el dolor y lo conduce suavemente.

La multitud, que se ha quedado pasmada por el milagro que acaba de suceder, se detiene atemorizada; se divide y no estorba más el paso. Esto hace que el grupo apostólico avance más rápidamente.

Cuando llegan al centro de Cafarnaúm, enfrente de una bella casona, están las plañideras a todo pulmón. Jesús dice a los suyos que permanezcan en el umbral y llamando a Pedro, Juan y Santiago de Alfeo; con ellos entra a la casa. Mantiene fuertemente asido al padre que llora amargamente. Parece como si quisiera infundirle la certeza de que Él está allí para hacerlo feliz.

Las plañideras al ver al dueño de la casa y a sus acompañantes, aumentan aun más sus aullidos, baten las manos y tocando unos triángulos al ritmo de la música, apoyan sus lamentos.

Jesús ordena suavemente:

–                     Callaos. No es necesario que lloréis. La niña no está muerta, sino que está dormida.

Las mujeres lanzan gritos más desgarradores y algunas se arrojan por tierra y simulan arañarse, mostrando muchos gestos de desesperación, para demostrar que sí ha muerto. Los que tocan los instrumentos, los parientes y amigos de la familia, sacuden la cabeza ante lo que consideran una ilusión de Jesús.

Jesús repite con imperio:

–                     ¡Callaos!

Y hay tal energía en la demanda, que lo obedecen a regañadientes.

Jesús avanza hasta la habitación donde está extendida sobre el lecho una niña de unos once años, muerta, delgada y palidísima. Ya ha sido arreglada para el sepulcro, la cubren muchas flores y su mamá llora y besa su manita que parece de cera.

Jesús se transfigura con una belleza extraordinaria y se acerca rápido hasta el lecho. Los tres apóstoles se quedan en la puerta e impiden el paso a los curiosos. El padre avanza hasta los pies del lecho y la contempla, paralizado por el dolor.

Jesús se dirige al lado contrario de donde llora la madre y extiende su mano izquierda. Con ella toma la otra mano inerte de la niña y levantando su brazo derecho ordena con absoluta majestad:

–                     ¡Niña! ¡Yo te lo ordeno! ¡Levántate!

Después de unos segundos electrizantes en los que todos; menos Jesús y la muerta,  quedan en suspenso…

Los apóstoles alargan su cuello para ver mejor. Tanto el padre como la madre, desgarrados por el dolor, miran angustiados a su hija. Luego…

Un instante que pareciera un siglo y enseguida se escucha un profundo suspiro que se levanta del pecho de la muertita. Un ligero color empieza a cubrir la carita de cera y hace desaparecer la palidez de la muerte…

Una sonrisa se dibuja en los exangües labios, que de pronto se sonrojan… Justo antes de que unos bellos ojos castaños se abran. Es como si ella despertase de un apacible sueño y sorprendida mira a su alrededor…

Ve el rostro de Jesús que le sonríe con una dulzura incomparable y ella le sonríe a su vez.

Jesús repite con ternura:

–                     Levántate.

Y con su amorosa mano sosteniendo la pequeñita que lo acoge sin miedo, la ayuda a levantarse mientras separa todos los preparativos fúnebres que la cubrían. La ayuda a bajar del lecho y hace que de unos pasos

Jesús ordena suavemente:

–                     Ahora dadle de comer. Está curada. Dios la ha devuelto. Dadle gracias y no digáis a nadie lo que le había pasado. Habéis creído y merecido un milagro. Los otros no han tenido fe… Inútil es el persuadirlo. Dios no se muestra a quién niega el milagro. Y tú niña, sé buena. Adiós.

Y sale diciendo a los atónitos padres:

–                     La paz sea en esta casa.

Cierra la puerta detrás de sí y se reúne con sus apóstoles.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

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