79.- DISCÍPULOS DEL BAUTISTA

Judas, cumplido su propósito, se ha reunido con sus compañeros y está sentado a la mesa, en la casa de Cafarnaúm. Terminada la cena, Jesús los invita a ir con Él a un collado, cubierto de olivos que está cercano. El viento refresca con su brisa, el calor que los agobia. Cuando llegan al lugar elegido, Jesús dice:

–                     Sentémonos. Poned atención. Ha llegado la hora de que empecéis a evangelizar. Estoy casi a la mitad de mi vida pública, para preparar los corazones a mi Reino. Ahora ha llegado el tiempo en que también mis apóstoles tomen parte en la preparación de este Reino. Todavía no estáis formados para poder entrar en contacto con cualquiera sin padecer daño o causarlo. Y mucho menos sois heroicos hasta el punto de desafiar al mundo por la Idea e ir al encuentro de sus venganzas.

En vuestro camino predicad: “El Reino de Dios está cercano”  Y que ésta sea la base de vuestro anuncio. Sobre esto apoyad toda vuestra predicación. Pero el hombre para ser atraído y convencerse de las verdades sobrenaturales, tiene necesidad de dulzuras materiales. Y Yo, para que tengáis modo de que se os crea y se os busque; os concedo el don del milagro.

Los apóstoles se ponen de pie; menos Santiago y Juan. Gritan, protestan, explotan de entusiasmo… Cada uno, según su propio temperamento.

Pedro dice:

–                     No, Señor. no somos dignos de tanto.

Zelote confirma:

–                     Esto es para los santos.

Quien en realidad se pavonea con la idea del milagro, es Judas de Keriot. Que a sabiendas de que lo que va a decir es falso e interesado, exclama:

–                     ¡Ya era hora de que también pudiésemos hacer esto, para tener un mínimo de autoridad sobre las turbas!

Jesús lo mira, pero calla.

Zelote lo reprende:

–                      ¿Cómo te atreves a reprochar al Maestro? ¡Hombre necio y orgulloso!

Pedro le grita:

–                     ¿El mínimo? ¿Quieres hacer más que el milagro? ¿Convertirte también en Dios? ¿Tienes el mismo prurito que Satanás?

Jesús ordena:

–                     ¡Silencio! – y continúa:

Hay una cosa que es más que el milagro y que igualmente convence a las multitudes. Y con mayor profundidad y duración: una vida santa. Pero de ésta, todavía estáis lejanos. Y tú, Judas; mucho más que los otros. Pero dejadme hablar porque la instrucción es larga…

Iréis curando enfermos, limpiando leprosos, resucitando muertos en el cuerpo y en el espíritu. Porque cuerpo y espíritu pueden estar igualmente enfermos. Sabéis también como se hace para efectuar un milagro: con una vida de penitencia. Una oración ferviente. Un deseo sincero de hacer brillar el poder de Dios. Una humildad profunda. Una caridad viva. Una fe, encendida. Una esperanza que no se intimida ante ninguna dificultad.

En verdad os digo que todo es posible a quién tiene en sí estos elementos. También los demonios huirán al oír de vuestros labios el Nombre del Señor, si tenéis en vosotros lo que acabo de decir.

Este poder os doy Yo y os lo da vuestro Padre. No se compra con dinero, sólo nuestro querer lo concede. Y solo una vida justa lo mantiene.

Y como gratis se os dio, dadlo gratis a los demás, a los que tengan necesidad de él. ¡Ay de vosotros si echáis a perder el don de Dios; sirviéndoos de él, para llenar vuestra bolsa! No es un poder vuestro. Es de Dios. Usadlo, pero no os lo apropiéis diciendo: ‘Es mío’ Como se os dio, se os puede quitar.

Pedro dice a Judas:

–                      ¿Tienes también el mismo prurito de Lucifer? Él dijo una cosa muy clara y muy recta. Decir: ‘Puedo hacer esto que hace Dios, porque soy como Dios’ es imitar a Lucifer.

Jesús los mira y prosigue:

–                     Conocéis su castigo. El único fruto que os es lícito tomar de lo que hagáis, son las almas que con el milagro conquistaréis para el señor y que entregaréis a Él. No llevéis oro, ni plata, ni monedas en vuestra cintura. Ni alforja de viaje, porque vuestras visitas apostólicas por ahora serán cortas y al atardecer de cada sábado, nos volveremos a encontrar y podréis cambiaros vuestros vestidos sudados.

No son necesarias armas. Estas las necesita el hombre que no conoce la santa pobreza e ignora el perdón divino. No tenéis tesoros que guardar, ni defender contra los ladrones. Al único al que debéis temer, es al Ladrón de Satanás. Y a éste se le vence con las constancia y la oración; no con espadas, ni puñales.

Dad preferencia a los pobres, al buscar hospedaje; para no humillarlos. Para recuerdo mío que soy pobre y que me glorío de ello. Y también porque los pobres suelen ser frecuentemente, mejores que los ricos. Siempre encontraréis pobres justos. Y rara vez encontraréis un rico que no sea injusto.

Si recibís la ofensa de ser arrojados, burlados, perseguidos, con paz, lograréis conversiones con la predicación más bella: el silencio de la verdadera virtud.

Ved que os mando como ovejas entre lobos. Sed pues prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas.

Sabéis como el mundo me trata a Mí, que soy el Mesías. Puedo defenderme con mi poder y lo haré mientras no sea la hora del triunfo momentáneo del Mundo. Pero vosotros no tenéis este poder y os falta más prudencia y sencillez. Por esta razón tenéis que usar de sagacidad, para evitar que se os encarcele y flagele.

En verdad os digo que aunque digáis que derramaríais vuestra sangre por Mí, no podéis soportar ni siquiera una mirada irónica o iracunda. Llegará el tiempo en que seréis fuertes como héroes contra todas las tentaciones. Más fuertes que héroes. De un heroísmo que el mundo no podrá concebir, por inexplicable y que llamará: ‘Locura’.

Pero locura no será. Será el haberos sumergido a fuerza de amor con el Hombre-Dios y sabréis lo que Yo hice. Para entender este heroísmo será necesario verlo, estudiarlo y juzgarlo desde un punto de vista ultraterreno, porque es algo sobrenatural; que está más allá de cualquier límite de la naturaleza humana. Los reyes de mi espíritu serán mis héroes; para siempre reyes y héroes.

Respondedme. ¿Para vosotros cuál es el mayor crimen? ¿Matar al padre, al hermano, al hijo o a Dios Mismo?

Judas de Keriot dice secamente:

–                     A Dios no se le puede matar.

Bartolomé confirma:

–                     Es verdad. Es espíritu que no puede asirse.

Y los demás con su silencio, son del mismo parecer.

Jesús dice tranquilamente:

–                     Yo Soy Dios y Hombre.

Iscariote objeta:

–                     Nadie piensa en matarte.

–                     Os ruego. Responded a mi pregunta.

Varios dicen:

–                     ¡Es más grave matar a Dios!

–                     ¡Eso se comprende!

Jesús los mira a todos y dice despacio:

–                     Pues bien. Dios será matado por el hombre, en la Carne del Hombre-Dios. Y así como se llegará a este delito sin que se horrorice quién lo lleve a cabo. De igual modo se llegará al crimen de que los padres, hermanos, hijos; se alcen contra los hijos, hermanos, padres.

Se os odiará por causa de mi Nombre; pero quién persevere hasta el fin, será salvo. Y cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, no por cobardía. Sino para dar tiempo a la recién nacida Iglesia de Cristo a que crezca y se fortalezca, hasta que sea capaz de afrontar la vida y la muerte, sin temor a la muerte.

A quienes el Espíritu aconsejare huir, que lo hagan. Así como Yo de pequeño huí. En verdad que en la vida de mi Iglesia se repetirán todas las vicisitudes de mi vida de Hombre. Todas. Desde el Misterio de su formación, hasta la humildad de los primeros tiempos. Desde las turbaciones y asechanzas que presentan los hombres crueles, hasta la necesidad de huir; para poder seguir subsistiendo.

Desde la pobreza y trabajo incansable, hasta otras muchas realidades que estoy viviendo actualmente, que padeceré en un futuro cercano, hasta llegar al triunfo eterno.

Aquellos a quienes el Espíritu aconsejare permanecer, que se queden. Porque si fueren muertos, vivirán y serán útiles a la Iglesia. Porque es siempre recto lo que el Espíritu de Dios aconseja

Y Jesús sigue dando instrucciones… que al final concluye:

He terminado. Oremos ahora y vámonos a casa. Al alba partiréis y será así: Pedro con Juan. Zelote con Judas de Keriot. Andrés con Mateo. Santiago de Alfeo con Tomás. Felipe con Santiago de Zebedeo. Tadeo con Bartolomé. Esta semana así será. Después os daré nuevas órdenes. Oremos…

Varias semanas después…

Jesús está solo con Mateo, que se hirió en un pié y no puede ir a predicar con los demás. Está terminando su discurso a toda la gente reunida en el huerto. Luego se dirige con los pobres y los enfermos. Escucha con bondad sus historias. Los socorre con dinero. Los aconseja. Los sana con la imposición de manos y con la palabra.

Mateo a su lado tiene el encargo de dar el dinero.

Una pobre viuda le refiere llorando, la muerte repentina de su marido; un carpintero que cayó muerto en el banco de su trabajo. Como eso sucedió pocos días antes, dice a Jesús:

–                     Vine corriendo a buscarte aquí. Pero toda la parentela del muerto me acusó de haber sido desordenada y dura de corazón. Y ahora me maldice. Yo vine porque sé que resucitas muertos. Y porque de haberte encontrado, él hubiera resucitado. Y no estabas.

Hace dos semanas que mi marido está en el sepulcro. Y tengo cinco hijos. Los parientes me odian y no me ayudan. Tengo olivos y vides. Pocos. Que me darían pan para el invierno, si pudiera tenerlos hasta la cosecha. No tengo dinero porque mi marido ya tenía tiempo enfermo y trabajaba poco. Para sostenerse, comía y bebía mucho. Decía que el vino le hacía bien… y fue al revés, pues le hizo doble mal: matarlo y acabar con los ahorros que se agotaron, porque trabajaba poco.

Estaba terminando un carro y un cofre. Había pedido dos lechos, tablas y ménsulas. Pero ahora… no fueron terminados y mi hijo mayor solo tiene siete años. Perderé el dinero… Tendré que vender los instrumentos, la madera. El carro y el cofre no pueden venderse como tales, aunque están casi terminados y tendré que rematarlos como leña.

Y el dinero no alcanzará, porque somos siete personas: yo y mi madre vieja y enferma… venderé el viñedo y los olivos… Pero Tú sabes como es el mundo, estrangula donde hay necesidad. ¿Dime que hago? Quería conservar el banco y la carpintería… quería conservar la tierra para vivir y para dote de las hijas…

Jesús está escuchando todo esto, cuando un bullicio de la gente le advierte que algo nuevo sucede y ve a tres hombres acercarse.

Al llegar hasta Él, Jesús reconoce a uno de ellos y entonces se vuelve a la viuda y le pregunta:

–                     ¿Dónde vives?

La mujer responde:

–                     En Corozaím; cerca de la calle que va a la fuente de aguas calientes. Es una casa baja en medio de dos higueras.

–                     Está bien, iré a terminar el carro y el cofre. Los venderás a quién los pidió. Espérame mañana al amanecer.

La mujer apenas si puede hablar de la admiración:

–                     ¡Tú!… ¡Trabajarás Tú por mí!…

–                     Volveré a tomar mi trabajo y te daré paz. A los de Corozaím que no tienen alma, les daré una lección de caridad.

–                     Es verdad que no tienen alma. No tienen corazón. Si viviese todavía el viejo Isaac, el sinagogo anterior, no nos dejaría morir de hambre. Pero ya regresó al seno de Abraham…

–                     No llores. Vete tranquila. Mira, esto es para hoy… Mañana iré. Vete en paz.

La mujer se arrodilla. Le besa la orla de su vestido y se va consolada.

Los tres hombres, respetuosamente han esperado a que Jesús termine de hablar con la mujer y han oído lo que Jesús le prometió.

Uno de ellos le pregunta:

–                     Maestro, tres veces Santo. ¿Puedo saludarte?

Jesús se vuelve con la sonrisa en los labios y responde:

–                     ¡La paz sea contigo, Mannaén! ¡Te acordaste de Mí!

–                     Siempre, Maestro. Me había propuesto ir a verte a la casa de Lázaro. O al Huerto de los Olivos, para estar contigo. Pero antes de la Pascua, estuve cerca del Bautista.

Con una traición, fue apresado nuevamente  y yo temía que cuando Herodes estuviese ausente por ir a Jerusalén para la Pascua; Herodías ordenara la muerte del santo. No quiso ir a las fiestas de Sión, porque dijo que estaba enferma. Enferma, sí. Pero de Odio y de Lujuria…

Estuve en Maqueronte para vigilar y contener a la pérfida mujer; que sería capaz de matarlo con sus propias manos. No lo hace porque tiene miedo a perder el favor de Herodes que… por miedo o por convicción defiende a Juan y solo se limita a tenerlo prisionero.

Ahora Herodías se largó de Maqueronte a causa del calor que hace allí y se fue a un palacio de su propiedad. Yo he venido con éstos amigos míos y discípulos de Juan. Él los mandó para que te preguntasen y me uní a ellos.

Al oír hablar de Herodes y comprendiendo quién es el que habla; la gente se arremolina curiosa a su alrededor.

Jesús dice después de los saludos mutuos con los otros dos:

–                     ¿Qué queréis preguntarme?

Mannaém contesta:

–                     Soy discípulo de Juan. Te conozco Tí y a Juan. A él lo venero por ser el Profeta y a Ti, por lo que Eres: El Mesías. Os amo a los dos con justicia y tanto es así; que aún cuando deseo estar contigo; preferí hacer el sacrificio de estar junto a Juan. Porque ahora él se encuentra en más peligro que Tú.

Por el rencor de los Fariseos, los demás discípulos comenzaron a dudar de que Tú fueses el Mesías y se lo confesaron a Juan; creyendo darle una alegría, diciéndole: ‘Para nosotros tú eres el Mesías. No puede haber nadie, más santo que tú’ Pero Juan, ante todo esto los reprendió y los llamó blasfemos.

Después del regaño, muy dulcemente les explicó; todas las circunstancias y las profecías que te señalan como el verdadero Mesías. Y como no estaban totalmente convencidos, escogió precisamente a estos dos y les dijo: ‘Id a donde está Él y decidle en mi nombre. ¿Eres Tú el que ha de venir o debemos espera a otro?’

No mandó a los discípulos que creen. Mandó a los que dudan más, para que éstos disipen las dudas de los demás compañeros. Es todo lo que tengo que decir. Ahora Tú haz que no vacilen…

Ellos dicen apresuradamente:

–                     ¡No nos tomes como enemigos, Maestro! Las palabras de Mannaém te lo podrían insinuar. Nosotros… desde hace años conocemos al Bautista y lo hemos visto siempre, portarse como un santo, penitente, inspirado.

Tú… a Ti, sólo te conocemos por las palabras de otros. Tú sabes lo que signifique las palabras de los hombres… Crea y destruye famas y alabanzas; según sea quién exalte o quién abata. Al igual que los vientos contrarios forman o deshacen una nube.

Jesús dice:

–                     Lo sé. Lo estoy leyendo en vuestros corazones. Y vuestros ojos leen la verdad en lo que os rodea; así como vuestros oídos oyeron mi conversación con la viuda. Esto bastaría para persuadir. Pero Yo os digo, observad lo que me rodea.

Aquí no hay ni ricos, ni personas que se entreguen a la diversión; ni seres escandalosos. Sino pobres, enfermos, honrados israelitas que quieren conocer la palabra de Dios y no otra cosa. Éste, ése, aquella mujer; aquella niña y aquel viejo; llegaron aquí enfermos. Y ahora están sanos.

Preguntadles a ellos y os dirán que tenían. Cómo los curé y como se sienten ahora. Id. Id. Mientras que hablo con Mannaém.

Y Jesús intenta retirarse.

Pero ellos le contestan:

–                     No, Maestro. No dudamos de tus palabras. Danos sólo una respuesta, para llevársela a Juan. Para que vea que vinimos y para que apoyado en ella, persuada a nuestros compañeros.

–                     Id a decir a Juan esto. Los sordos oyen. Esta niña era sorda y muda. Los mudos hablan. Aquel hombre era mudo de nacimiento. Los ciegos ven. Hombre… Ven aquí y di a éstos lo que antes tenías. –dice Jesús, tomando por el brazo a un curado.

Éste dice:

–                     Soy albañil y me cayó en la cara un cubo de cal viva. Me quemó los ojos. Hace cuatro años que vivía en las tinieblas. El Mesías me puso saliva suya en los ojos secos y se volvieron más vivos que cuando tenía veinte años. Que Él sea bendito.

Jesús vuelve a tomar la palabra:

–                     Y con los ciegos, sordos, mudos curados; se enderezan los cojos y corren los lisiados. Ved, aquel viejo que antes estaba tullido y ahora está más derecho que una palma del desierto y más ágil que un cervatillo. Las enfermedades más graves son curadas. Mujer, oye, ¿Qué tenías?

–                     Un mal en el seno por la mucha leche que daba a quienes no se hartaban de ella. El mal me iba royendo la vida, así como el seno. Mirad ahora. –y abre su vestido y muestra las tetas intactas- Era una llaga y te lo demuestra el pus que todavía está en la tela de la túnica. Ahora me voy a casa a cambiarme de ropa. Me siento fuerte y feliz. Ayer estaba muriendo y varias personas compasivas me trajeron. Me sentía muy desdichada porque iba a dejar a mis hijos huérfanos. ¡Sea dada eterna alabanza al Salvador!

Jesús prosigue:

–                     Habéis oído. Podéis preguntar al sinagogo de esta ciudad; de la resurrección de su hija y regresando por Jericó, pasad a Naím y preguntad por el joven resucitado en presencia de toda la ciudad; cuando ya lo llevaban al sepulcro. Así podréis decir a Juan, que los muertos resucitan.

Podéis informaros en muchos lugares de Israel, que los leprosos son curados. Pero si queréis ir a Sicaminón, buscadlos entre los discípulos y encontraréis a muchos de ellos. Decid pues a Juan que los leprosos son curados y decidle, pues lo estáis viendo; que se anuncia la Buena Nueva a los pobres y bienaventurado es el que no se escandaliza de Mí. Decidlo a Juan y decidle que lo bendigo con todo mi amor.

–                     Gracias, Maestro. Bendícenos antes de que partamos.

–                     No podéis partir a esta hora que hace tanto calor. Seréis mis huéspedes hasta el atardecer. Viviréis por una jornada, la vida de este Maestro que no es Juan, pero a quien Juan ama, porque sabe Quién Es. Venid a la casa. Hace fresco ahí. Y os daré algún alimento. Adiós a vosotros.

Y despide a toda la gente. Entra a la casa con los tres huéspedes.

Al atardecer, dos de ellos se preparan para irse a Jericó. Y Mannaém, hermano de Herodes y con gran poder en su corte; con sus modales respetuosos hacia Jesús, que asombran a los curiosos espectadores de aquella despedida, se queda.

Se encuentra también Jairo, el sinagogo, que dice:

–                     Juan estará contento. No solo le enviaste una respuesta completa; pues al entretenerlos los adoctrinaste y les mostraste un milagro. Les traje a mi niña para que la viesen. Jamás había estado mejor.

Es para ella una alegría acercarse al Maestro. ¿Oísteis su respuesta? “No me acuerdo que es la muerte. Pero recuerdo que un ángel me llamó y me llevó a través de una luz muy viva, hasta donde estaba Jesús. Y como lo ví en aquellos momentos con mi espíritu, no lo veo. Ni siquiera ahora.

Vosotros y yo vemos al Hombre. Pero mi espíritu vio a Dios, que está encerrado en el Hombre.” Mi hija, que era buena; hora es un ángel. ¡Ah! ¡Que digan lo que quieran todos, pero para mí, Tú Eres Dios!

Y Jairo se postra y besa los pies de Jesús.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

 

 

 

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