Archivos diarios: 31/10/12

99.- JUEGO DE LA NIGROMANCIA

Pedro va caminando con Jesús y los demás en grupo lo siguen. Sólo faltan Tomás y Judas.

Pedro dice:

–                     Por lo que a mí toca, me basta con estar contigo y verte menos triste. Y… no tengo ninguna prisa por encontrarme con Judas de Simón. ¡Ojala que ya no lo encontrásemos!… ¡Hemos estado tan bien ahora!

Jesús amonesta:

–                     ¡Simón! ¡Simón! ¿Es ésta tu caridad fraterna?

–                     Señor, ¡Esto es lo que pienso!

Pedro lo ha dicho con tanta vehemencia que Jesús apenas puede contener la risa. ¿Cómo se puede contradecir a un hombre franco y leal? Jesús prefiere guardar silencio y admirar el panorama que los rodea.

Después de un tiempo, Pedro pregunta:

–                     ¿No vamos a Nazareth?

–                     Sí que iremos. Mi madre estará contenta de enterarse del viaje de Juan y de Síntica.

–                     Al menos a Ella, ¿La habrán dejado en paz?…

–                     Lo sabremos.

–                     ¿Por qué están tan enfurecidos? Hay tantos como Juan en Judea y sin embargo… Aún más; por desprecio a Roma son protegidos y ocultados.

–                     Ten en cuenta que no es por Juan; sino porque se trata de una acusación contra Mí. Por esto lo hacen.

–                     ¡Nunca lo encontrarán! ¡Hiciste bien en mandarnos solos por mar!… Una barca por varias millas y luego el barco. ¡Oh, todo estuvo bien! ¡Espero que se lleven un buen chasco!

–                     Se lo llevarán.

–                     Tengo deseos de ver a Judas de Keriot; para estudiarlo como se estudia el cielo, en que soplan los vientos. Para ver si…

–                     ¡En resumidas cuentas!…

Pedro se pega en la frente y dice:

–                     Tienes razón. Es un clavo que tengo dentro.

Para distraerlo, Jesús llama a todos los demás y hace notar los daños causados por el granizo y el frío, cuando ya casi el invierno se va.

Todos creen ver en ello una señal del castigo divino; contra la proterva Palestina, que se niega a acoger al Señor. Los más doctos citan hechos semejantes, que los más jóvenes escuchan admirados.

Jesús dice:

–                     Es efecto de la luna y de lejanos vientos. En las regiones hiperbóreas se ha producido un fenómeno, cuyas consecuencias padecen regiones enteras.

Juan pregunta:

–                     ¿Entonces por qué hay campos tan hermosos?

–                     El granizo es así.

Felipe comenta:

–                     ¿No será un castigo para los peores?

–                     Podría serlo, pero de hecho no lo es. ¡Ay, si lo fuese!

Andrés pregunta:

–                     Se quedaría seca y destruida casi toda nuestra patria. ¿Verdad Señor?

Bartolomé contesta:

–                     En las profecías está dicho por medio de símbolos, que vendrá el mal a quién no acoja al Mesías. ¿Acaso pueden mentir los profetas?

Jesús dice:

–                     No, Bartolomé. Lo que se dijo, sucederá. Pero el Altísimo es tan infinitamente Bueno, que espera todavía mucho más; antes de castigar. Sed buenos también vosotros sin desear castigo alguno para los duros de corazón o de mente. Desead su conversión; no su castigo. Vamos a contemplar el mar desde ese montículo…

Unos días después el cielo está despejado en el Valle del Kisón. Un viento helado cabalga a través de las colinas septentrionales y hace mucho frío. Los ocho apóstoles van bien envueltos en sus mantos que solo dejan ver un pedazo de nariz y los ojos entumecidos.

Santiago de Zebedeo pregunta:

–                     ¡Oh! ¿Qué le pasa a Simón de Jonás, que va corriendo y gritando como un desesperado en día de tempestad? –señalando a Pedro, que dejando a Jesús, corre por el camino, gritando y diciendo algo que el viento no deja percibir.

Apresuran el paso y ven que Pedro va por una vereda que viene de Séforis y por la que vienen a lo lejos dos viajeros que al acercarse más descubren que son Tomás y Judas.

Varios apóstoles dicen:

–                     ¿Qué hacen por estos rumbos?

Alcanzan a Jesús que está tan pálido, que Juan le pregunta:

–                     ¿Te sientes mal?

Jesús le sonríe y mueve la cabeza negando; mientras saluda a los dos recién llegados.

Abraza primero a Tomás, que alegre y contento como siempre le dice:

–                     Solo me hiciste falta Tú, para ser completamente feliz. Mis padres te agradecen que me hayas enviado por algún tiempo. Mi padre estaba un poco enfermo y tuve que trabajar. Estuve en casa de mi hermana gemela y vi a mi sobrinito. Luego llegó Judas y me ha hecho dar vueltas como una tórtola en tiempo de amores, de arriba a abajo. Él te lo contará porque ha trabajado por diez y merece que lo escuches.

El turno es ahora de Judas, que pacientemente ha esperado y que se acerca triunfante y muy alegre.

Jesús lo atraviesa con su mirada de zafiro; lo besa y Judas también lo besa.

Jesús le dice:

–                     ¿Y tu madre se sintió feliz de que estuvieses con ella? ¿Está bien esa santa mujer?

Judas contesta muy contento:

–                     Sí, Maestro. Te bendice porque le enviaste a su Judas. Quería mandarte unos regalos, ¿Pero cómo iba a poder traértelos, si andaba de un lado para otro, por montes y valles? Puedes estar tranquilo, Maestro. Todos los grupos de discípulos que visité, trabajan santamente. La idea se propaga cada vez más. Personalmente quise informarme de su repercusión entre los más poderosos escribas y fariseos.

A muchos  ya los conocía y a muchos los he conocido ahora por amor a Tí. Fui a ver a los Saduceos, Herodianos… ¡Oh! ¡Te aseguro que mi dignidad ha sido pisoteada!… ¡Pero por amor a Ti, esto y más haré! Muchos me han rechazado y anatematizado.

Pero también logré suscitar simpatías en algunos que tenían prejuicios contra Ti. No quiero que me alabes. Me basta haber cumplido con mi deber y agradezco al Eterno por haberme ayudado siempre. Tuve que hacer algunos milagros en determinados casos. Me dolió, porque merecían rayos y no bendiciones. Pero dices que hay que amar y ser pacientes…

Lo hice para honra y gloria de Dios y para alegría tuya. Espero que muchos obstáculos desaparecerán para siempre, tanto más que di mi palabra de honor, de que ya no estaban contigo aquellos dos que te hacen tanta sombra. Después me vino el escrúpulo de haber afirmado lo que no sabía con certeza. Entonces quise informarme por mí mismo, para no caer en mentira; cosa que por otra parte me hubiera indispuesto con los que se pueden convertir.

¡Imagínate! ¡También hablé con Annás y Caifás!… ¡Oh! ¡Quisieron reducirme a cenizas con sus reproches!… Pero me porté tan humilde. Emplee mi elocuencia de tal forma que terminaron diciéndome: “Bueno, si la cosas son así. Nosotros las conocíamos de otro modo. Los Jefes del Sanedrín que podían saberlas bien, no las han contado al revés y…

Zelote lo interrumpe con energía:

–                     No estarás insinuando que José y Nicodemo han sido unos mentirosos…

Judas replica:

–                     ¿Y quién lo está diciendo? Antes bien; José me vio cuando salía de la casa de Annás y me preguntó: “¿Por qué estás tan cambiado?” Le conté todo y como siguiendo su consejo y el de Nicodemo; tú Maestro, habías alejado de Ti al galeote y a la griega.

Porque lo hiciste, ¿No es verdad? –pregunta Judas mirando fijamente a Jesús, con sus ojos brillantes, fosfóricos y oscurecidos.

Parece como si quisiera leer lo que Jesús ha hecho…

Jesús, que lo tiene frente a Sí; muy cerca, responde:

–                     Te ruego que prosigas tu relato, que me interesa mucho. Es una relación exacta que puede servir de mucho.

–                     Bien. Decía yo que Annás y Caifás, han creído. Lo que es mucho para nosotros, ¿No es verdad? Y luego, ¡Oh! ¡Ahora los voy a hacer reír! ¿No sabéis que los rabinos me tomaron y me hicieron pasar otro examen, como el que hace un menor para convertirse en mayor de edad?… ¡Qué examen!… ¡Bien! Los persuadí y me dejaron ir.

Entonces vino la sospecha y el temor de haber afirmado algo que no es verdad. Pensé en ir a traer a Tomás y en volver a recorrer los lugares donde estaban los discípulos y donde era posible que estuvieran Juan y la griega. Estuve en casa de Lázaro, de Mannaém; en el palacio de Cusa; en los jardines de Juana, en Aguas Hermosas; en casa de Nicodemo; de José de Arimatea…

–                     Pero no los viste, ¿Verdad?…

–                     No. Me convencí de que no los encontraría. Pero, ¿Sabes? Quería estar seguro. En una palabra: inspeccioné todos los lugares en donde podrían estar. Y cuando no los encontraba en un lugar. –Tomás es testigo-  Yo decía: “Sean dadas las gracias al Señor, ¡Oh, Eterno! ¡Haz que jamás los encuentre!” ¡De veras! Y mi alma suspiraba… El último lugar fue Esdrelón… ¡Ah! ¡A propósito!… Ismael ben Fabi, que está en su palacio de la campiña de Meggido, tiene deseos de que seas su huésped. Pero si yo fuera tú, no iría.

–                     ¿Por qué? Sin duda alguna que iré. También yo tengo deseos de verlo. En lugar de ir a Séforis, iremos a Esdrelón. Y pasado mañana, que es la vigilia del sábado, a Meggido y de allí, a la casa de Ismael.

–                     ¡No Señor! ¿Por qué? ¿Crees que te quiere?

–                     Pero si fuiste a verlo hiciste que se pasara a mi lado… ¿Por qué no quieres que vaya?

–                     No fui a verlo. Estaba en sus campos y me reconoció. Yo… ¿No es verdad Tomás? Yo quise huir cuando lo vi. Pero no pude porque me llamó por mi nombre. Yo… yo no puedo menos que aconsejarte que no vayas, por ningún motivo a casa de algún fariseo, escriba o bichos semejantes. No sacas nada a tu favor. Estemos entre nosotros, solos con el pueblo y basta.

También Lázaro, Nicodemo y José… Será un sacrificio… Es mejor hacer así para no crear celos, envidias, críticas… Se habla en las sobremesas y ellos tienen todas tus palabras. Volvamos a Juan… Ahora iba a Sicaminón; aun cuando Isaac a quién encontré en los confines de Samaría, me juró que no lo ha visto desde Octubre.

Jesús dice serio:

–                     E Isaac te dijo la pura verdad. Pero lo que me aconsejas acerca de escribas y fariseos, contradice lo que dijiste antes. Tú me has defendido, ¿No es verdad? Has dicho: “Muchos obstáculos que había contra Ti, han sido abatidos.” ¿No es así?

Judas confirma:

–                     Sí, Maestro.

–                     Entonces, ¿Por qué no puedo terminar por defenderme a Mí Mismo? Así pues, iremos a casa de Ismael ben Fabi. Tú regresa y se lo avisas. Irán contigo Andrés, Simón Zelote y Bartolomé. En cuanto a Sicaminón, te aseguramos que Juan de Endor no está en ningún lugar a donde pensabas ir. Ni entre los discípulos, ni en ninguna casa conocida.

Jesús ha hablado con tono tranquilo… natural.

Pero tal vez hay algo en ese tono, que turba a Judas y qué le hace cambiar por un momento de color.

Jesús lo abraza como para besarlo.

Y mientras lo tiene así, en voz baja le dice:

–                     ¡Infeliz! ¡Qué has hecho de tu alma!…

Judas se turba:

–                     ¡Maestro!… yo…

–                     ¡Vete! ¡Hueles más a Infierno que el mismo Satanás!… ¡Cállate!… Y arrepiéntete, si puedes…

Judas…

Cualquiera hubiera escapado por donde hubiera podido, ante la mirada y el tono divino…

Pero él, aunque siente un  escalofrío de terror; se yergue más alto y desvergonzadamente dice en voz alta:

–                     Gracias, Maestro. Te ruego que antes de que vaya; me escuches dos palabras en secreto.

Todos se retiran unos cuantos metros.

Con tono falso y dolorido, Judas reclama:

–                     ¿Por qué señor, me has dicho esas palabras? Me has causado un gran dolor.

–                     Porque son verdad. Quien comercia con Satanás, toma su olor…

–                     ¡Ah!… ¿Es por lo de la nigromancia? ¡Qué susto me diste! ¡Fue solo un juego! ¡Sólo una travesura de niño curioso! Me sirvió para ir a ver algunos saduceos y para perder las ganas de ella. Puedes ver que puedes absolverme tranquilamente. Son cosas inútiles cuando se tiene tu poder. Tenías razón. ¡Ea! ¡Maestro! ¡Mi pecado es tan pequeño!… Y Tu Sabiduría es tan grande. Pero, ¿Quién te lo dijo?

Jesús lo mira severo pero no le responde.

A Judas lo recorre un escalofrío de terror…

Y pregunta un poco atemorizado:

–                     ¿De veras has visto en mi corazón el pecado?…

Pero una sombra cruza por su mirada y una sonrisa burlona y diabólica, distorsiona la belleza de su rostro.

Se sobrepone al miedo y mira a Jesús con una falaz expresión de inocencia…

Jesús lo mira con dolor y le dice:

–                     ¡Y me has dado asco! ¡Vete y no hables más!

Le vuelve la espalda y va a donde están los discípulos a quienes ordena cambiar de ruta. Se despide de Bartolomé, Simón y Andrés, que se unen a Judas.

Y todos quedan ignorantes de lo que ha pasado.

Jesús con los restantes, avanza hacia el Esdrelón…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

98.- LAS DERROTAS DEL MESÍAS

Jesús y los apóstoles salen hacia la campiña… Y luego caminan por una región montañosa. Van en silencio, por el fondo de un valle.

Santiago de Zebedeo suspira y dice, como terminando un razonamiento:

–                     ¡Derrotas y más derrotas! Parece como si estuviéramos malditos…

Jesús le pone la mano en el hombro:

–                     ¿No sabes que es la suerte de los mejores?

–                     ¡Bah! Lo sé desde que estoy contigo. Pero de vez en cuando, es necesario cambiar. Antes lo teníamos. Para aliviar el corazón. Para sostener la fe.

La voz del Maestro es trémula al responder:

–                     ¿Dudas de Mí, Santiago?

–                     ¡No! –el ‘no’ es rotundo.

–                     Si no dudas de Mí, ¿De qué entonces? ¿No me amas como antes? ¿Te ha arrebatado el amor el verme arrojado? ¿Qué se burlen de Mí o que no me tomen en consideración en estos lugares fenicios?

Aun cuando no se ve una lágrima en los ojos de Jesús. Su voz es tan triste. Es su alma la que llora.

–                     Eso no, Señor mío! Antes bien, mi amor aumenta cuanto más veo que no se te comprende. Que no se te ama. Cuanto más te veo afligido. Humillado. Por no verte así. Para poder cambiar el corazón de los hombres, estaría dispuesto a dar mi vida. Créemelo.

Todos los apóstoles apoyan las palabras de Santiago y Él con un rostro luminoso de amor, los estrecha diciendo:

–                     ¿No sabéis que si no tuviese otra cosa, más que la alegría de hacer la Voluntad de mi Padre y vuestro amor; aun cuando todos me abofeteasen, sería feliz? Me siento triste, no por Mí, ni por mis derrotas, como las llamáis. Sino por compasión a las almas que rechazan la vida. Bueno. ¡Niños grandulones! ¡Ánimo! Id a pedir en Nombre de Dios, un poco de leche a aquellos pastores que ordeñan sus cabras.

Al ver la expresión desolada de sus apóstoles, agrega:

–                     No tengáis miedo. Obedeced con fe. Os darán leche y no pedradas. Aun cuando se trate de un fenicio.

Van. Jesús se queda en el camino, orando. Está triste… regresan los apóstoles con una jarrita de leche y dicen:

–                     Dijo aquel hombre que vayas allá; porque tiene algo que decirte. Pero que no puede dejar sus cabras a los pequeños pastores.

Van todos al lugar escarpado donde andan las cabras.

Jesús dice:

–                     Muchas gracias por la leche. ¿Qué se te ofrece?

–                     ¿Eres el Nazareno, verdad? ¿El que hace milagros?

–                     Soy el que predica la salvación eterna. Soy el Camino para ir al Dios Verdadero. La Verdad que se entrega. La Vida que da salud. No soy un hechicero que haga milagros. Éstos son manifestación de mi bondad y de vuestra debilidad, que necesita pruebas para creer. ¿Qué se te ofrece?

–                     ¿Fue hace dos días que estuviste en Alejandroscene?

–                     Sí. ¿Por qué?

–                     También estaba yo con mis cabras. Y cuando vi que se armaba la trifulca, me escapé. Porque es costumbre provocarlas para robar en el mercado. Yo soy prosélito y por la tarde, al salir de la ciudad, me encontré con una mujer que lloraba, llevando una niña entre sus brazos. Había caminado mucho para ir a verte. Le pregunté qué le pasaba. Es una prosélita que oyó hablar de Ti y la esperanza brotó en su corazón. Pero Tú comprendes que cuando se carga algo, se camina despacio. Y cuando llegó; Tú ya no estabas. Y supo que te habían arrojado. Como yo también soy padre, le dije que yo estaría en el crucero por donde pasarías; ya sea que fueras a Tiro o regresaras a Galilea. Le prometí decírtelo y te lo he contado.

–                     Que Dios te lo pague. Iré a donde está la mujer.

–                     Voy para Aczib. Podemos caminar juntos si no sientes desprecio hacia un pastor.

–                     No desdeño a nadie. ¿Por qué vas a Aczib?

–                     Porque tengo allá unos corderos… A no ser que ya no los tenga.

–                     ¿Por qué?

–                     Porque hay como una peste. No sé si sea brujería… mi ganado se enfermó. Y por eso me traje a estas cabras que todavía están sanas, para que no estén con las ovejas. Las dejaré con mis hijos y yo voy para allá a ver morir… a mis hermosas ovejas lanudas. –y el hombre lanza un suspiro. Mira a Jesús y agrega- Hablarte a ti de estas cosas cuando estás tan afligido por la manera en que te tratan. Pero las ovejas son cariño y también dinero. ¿Comprendes? Y nosotros…

–                     Comprendo. Se curarán.

–                     Los que saben me han dicho: ‘Mátalas y vende sus pieles. No hay otra cosa que hacer’ Hasta me han amenazado para que no las saque. Tienen miedo de que las suyas se les contaminen. Las tengo encerradas y cada vez mueren más. ¿Nada más éstos son tus discípulos?

–                     Tengo otros.

–                     ¿Te abandonaron?

–                     Ningún discípulo lo ha hecho.

–                     Me habían dicho que Tú… Que los Fariseos… En una palabra, que los discípulos te habían abandonado por miedo y porque eres un…

–                     Demonio. Dilo. Lo sé. Doble mérito hay en ti que pese a esto, crees.

–                     Y por este mérito, ¿No podrías…? Tal vez te pida una cosa sacrílega.

–                     Dila. Si es mala, te lo digo.

El pastor dice con ansiedad:

–                     ¿No podrías al pasar, bendecir mi ganado?

–                     Bendeciré tu ganado. Éste… -levanta la mano bendiciéndolas- y también tus ovejas. ¿Crees que mi bendición las cure?

–                     Como curas a los hombres de sus enfermedades, así podrás salvar a mis animales. Dicen que eres hijo de Dios. Y Dios creó las ovejas. Y por eso también son suyas. Yo no sabía si era respetuoso pedírtelo. Pero si se puede hazlo, Señor. Y yo llevaré al Templo, muchas ofrendas de alabanza. ¡Mejor no! Te daré a Ti algo para tus pobres y será mejor.

Jesús sonríe, pero no dice nada. Siguen caminando. Y se hospedan por la noche en la casa de Jonás, un campesino amigo del pastor. Un verdadero israelita.

Al día siguiente, al amanecer, Jonás pregunta a Tadeo:

–                     ¿Está el Maestro contigo?

–                     Habrá ido a orar. Sale frecuentemente con el alba, para estar solo. Regresará dentro de poco. ¿Para qué lo quieres?

–                     Hay una mujer con mi esposa. Es una fenicia. No sé cómo supo que el Maestro está aquí y quiere hablarle.

–                     Está bien. Él  espera a una mujer con su hija enferma. Tal vez sea ella.

–                     No. Está sola. No trae a nadie. La conozco porque nuestros poblados están cercanos y el valle es de todos. Yo pienso que no hay que ser duros con los vecinos, aunque sean fenicios y se sirva al Señor. tal vez me equivoque…

–                     El Maestro enseña siempre que hay que ser compasivos con todos.

–                     Él lo es. ¿No es así?

–                     Sí.

–                     Me contó Annás el pastor que lo han tratado mal. ¡Mal, siempre mal!… ¡En Judea como en Galilea! ¡Por todas partes! ¿Por qué Israel es tan malo con su Mesías? Quiero decir, los grandes entre nosotros, porque el pueblo si lo ama.

–                     ¿Cómo sabes estas cosas?

–                     ¡Oh! Vivo aquí, lejos. Pero soy  un fiel israelita. Basta ir a las fiestas de precepto al Templo, para saber todo el bien y todo el mal. El bien se sabe menos que el mal. Porque el bien es humilde y por sí mismo no se alaba. Deberían ser los que reciben favores de Él, quienes deberían alabarlo; pero pocos son los agradecidos. El hombre acepta el favor y luego se olvida de él…

El mal por el contrario, hace sonar fuerte sus trompetas. Hace oír sus palabras aún a los que no quieren oírlas. Vosotros que sois sus discípulos, ¿No sabéis cuanto se habla y se acusa en el Templo al Mesías? Las lecciones de los escribas solo tratan de esto. Creo que se han convertido en un librillo de acusaciones y de pruebas contra Él. Es necesario tener la conciencia muy recta y firme; libre,  para poder resistir y juzgar cuerdamente. ¿Él conoce estas intrigas?

–                     Lo sabe todo. También nosotros, más o menos las sabemos. Pero Él no se preocupa. Continúa su obra. Discípulos y fieles, aumentan cada día.

–                     Dios quiera que lo sean  hasta el fin. El hombre es de pensamiento voluble, débil…

Jesús llega. Jonás dice:

–                     Entra Maestro. El aire es frío esta mañana y en el bosque mucho más. Hay leche caliente para todos.

Desayunan leche con pan.

Y Jesús dice:

–                     Tenemos que irnos pronto para llegar al monte Aczib, antes de que oscurezca. Esta tarde empieza el sábado.

Annás el pastor dice:

¿Y mis ovejas?

Jesús sonríe y responde:

–                     Estarán curadas después de ser bendecidas.

–                     Pero yo vivo al oriente del monte y Tú vas en dirección contraria, para encontrarte con la mujer.

–                     Deja todo en manos de Dios. Él proveerá.

Terminan su desayuno, toman sus alforjas y se disponen a salir.

–                     Maestro. ¿No quisieras hablar con esa mujer que está allí?

–                     No tengo tiempo, Jonás. El camino es largo y por lo demás, vine para las ovejas de Israel. Adiós Jonás. Que Dios premie tu caridad. Mi bendición sea sobre ti y tu familia. ¡Vámonos!

Salen y empiezan a caminar.

La mujer se adelanta llorando, agachada, alcanza al grupo y grita:

–                     ¡Ten piedad de mí! ¡Oh, Señor! ¡Hijo de David! mi hija está muy atormentada por el demonio, que la hace cometer cosas vergonzosas. Ten piedad porque sufro mucho y todos se burlan de mí por ello. Como si mi hija fuera responsable de lo que hace… ¡Ten piedad, Señor! ¡Tú todo lo puedes! Levanta tu voz y tu mano y mándale al espíritu inmundo que salga de Palma. Solo la tengo a ella. Soy viuda… ¡Oh, no te vayas! ¡Ten piedad!…

Jesús camina sin hacerle caso y ella sigue suplicando:

–                     Yo te oí ayer cuando pasabas el arroyo. Y oí que te llamaban ‘Maestro’ Te seguí entre los matorrales. Oí lo que estos hablaron. Comprendí que Eres Dios… Y esta mañana me vine aquí, cuando todavía estaba oscuro. Me quedé en el dintel como una perrita, hasta que se levantó Sara y me dejó entrar. ¡Oh, Señor! ¡Ten piedad y compasión de una madre y de una niña!

Pero Jesús se va ligero sin escuchar a la viuda.

Jonás le dice:

–                     Resígnate. No quiere escucharte. Ha dicho que vino para los de Israel…

Pero ella se levanta desolada y al mismo tiempo llena de Fe. Y responde:

–                     ¡No! Le suplicaré tanto que me escuchará.

Y sigue al Maestro repitiendo sus súplicas, que hacen que la gente se asome a sus puertas. Y se une a ella la familia de Jonás; que quiere ver en que terminan las cosas.

Los apóstoles se miran sorprendidos y en voz baja comentan:

–                     ¿Cómo es posible que haga esto? ¡Jamás lo había hecho!…

Juan dice:

–                     En Alejandroscene curó a aquellos dos…

Tadeo replica:

–                     ¡Eran prosélitos!

–                     Y ésta, ¿A quién quiere curar?

El pastor Annás contesta:

–                     También es prosélita.

–                     ¡Oh! Pero cuantas veces ha curado a gentiles o  paganos. ¿Y la niña romana?… –dice Andrés preocupado, porque no puede comprender la dureza de Jesús para con la mujer cananea.

Santiago de Zebedeo dice:

–                     Yo os diré la razón. El Maestro está airado. Su paciencia se acaba con tantos golpes de la ingratitud humana. ¿No veis cómo ha cambiado? Tiene razón. De hoy en adelante se dedicará sólo a quién conozca bien y según yo; creo que será lo mejor.

Mateo refunfuña:

–                     Así será. Pero entretanto, ésta viene gritando y un buen grupo de gente la sigue. Si quería pasar inadvertido, ha encontrado el mejor modo para llamar la atención aún de las plantas.

Tadeo dice secamente:

–                     Vamos a decirle que la despida… ¿Ya vieron el cortejo que nos viene siguiendo? ¿Y cuando lleguemos a la vía consular?… ¡Vamos a traer a todo el poblado detrás de nosotros!

Santiago de Zebedeo le grita:

–                     ¡Cállate y vete!

Y varios apóstoles hacen lo mismo. Pero la mujer no hace caso ni a las amenazas, ni a las órdenes.

Y sigue suplicando.

Mateo dice:

–                     Vamos a decirle al Maestro que la despida si no quiere escucharla. Esto no puede continuar así.

Andrés dice:

–                     ¡Pobrecilla!

Juan está desconcertado:

–                     ¡No comprendo!…  ¡No comprendo!

Acelerando el paso, alcanzan al Maestro, que camina tan ligero como si lo persiguieran…

Y le dicen:

–                     ¡Maestro, dile a esa mujer que se vaya! ¡Es un escándalo! Viene gritando detrás de nosotros. La gente aumenta cada vez más… Muchos vienen detrás de ella, ¡Dile que se vaya!

–                     Decídselo vosotros. Yo ya le respondí.

–                     No nos hace caso. Mira, díselo Tú. Y con severidad.

Jesús se detiene y se voltea. La mujer cree que es señal de que va a recibir el favor. Acelera el paso, levanta más la voz.

Jesús le ordena:

–                     ¡Cállate mujer! Regresa a tu casa. Ya lo he dicho: ‘He venido para la ovejas de Israel’ Para curar a las enfermas y buscar a las que anden perdidas. Tú no eres de Israel.

Pero la mujer se arroja a sus pies. Se los besa, adorándolo. Se abraza a sus rodillas como un náufrago que ha encontrado un pedazo de madera y gime:

–                     ¡Señor ayúdame! ¡Tú lo puedes! ¡Tú Eres Dios! Ordena al demonio. Tú que eres Santo… ¡Señor! ¡Señor! ¡Tú eres el Dueño de todo! tanto de la gracia como del mundo. Todo te está sujeto, Señor. Lo sé. Toma tu poder y empléalo en favor de mi hija.

–                     No está bien tomar el pan de los hijos de la casa y arrojarlo a los perros del camino.

–                     Yo creo en Ti. Al creer me he convertido de perra de la calle, en perra de la casa. Te lo dije. Llegué antes del alba a acurrucarme en el dintel de la casa donde estuviste. Y si hubieras salido te habrías tropezado conmigo. Pero Tú saliste por la otra parte y no me viste. No viste a esta perra destrozada. Hambrienta de tu favor. Que esperaba poder entrar arrastrándose hasta dónde estabas, para besarte los pies pidiéndote que no me arrojaras…

Jesús repite:

–                     No está bien arrojar el pan de los hijos, a los perros.

La mujer replica:

–                     Pero los perros entran en donde está su dueño comiendo con sus hijos. Y comen de lo que cae de la mesa o de los desperdicios que les dan de lo que no sirve. No te pido que me trates como hija y que me sientes a la mesa. Dame al menos las migajas…

El rostro de Jesús se transfigura con una sonrisa de júbilo, ¡Una sonrisa llena de amor! Todos lo miran admirados, presintiendo que algo va a pasar…

Y Jesús le responde:

–                     ¡Oh, mujer! ¡Grande es tu Fe! Con ella consuelas mi corazón. Vete y hágase cómo quieres. El demonio ha salido desde este momento de tu hija. Vete en paz y si como perra callejera has sabido convertirte en perra de la casa. De igual modo en el futuro, sé hija y siéntate a la mesa del Padre. ¡Adiós!

–                     ¡Oh, Señor! ¡Señor! quisiera correr para ir a ver a mi amada Palma… ¡Quisiera estar contigo y seguirte! ¡Bendito! ¡Santo!

Y se nota su angustia pues desea las dos cosas con igual fervor.

Jesús le dice:

–                     Vete, mujer. Vete en paz.

Jesús emprende su camino, mientras que la cananea corre veloz, seguida por la gente que curiosa, quiere ver el milagro.

Santiago de Zebedeo pregunta:

–                     Maestro, ¿Para qué la hiciste suplicar tanto, para después hacer lo que te pedía?

–                     Por causa tuya y de todos vosotros. Esto no es una derrota, Santiago. Aquí no me arrojaron fuera, ni se burlaron de Mí, ni me maldijeron… Que esto levante vuestro corazón abatido. He gustado de una comida sabrosísima. Bendigo a Dios por ello. Ahora  vamos a donde está la otra; que sabe creer y que espera con fe segura.

–                     ¿Y mis ovejas Señor? Dentro de poco nuestros caminos se separan. Y yo tengo que ir a mi aprisco.

Jesús sonríe pero no responde.

Caminan todos ligeros y alegres con una nueva sonrisa en el rostro. Cuando llegan al crucero, Annás dice un poco avergonzado:

–                     Aquí debo dejarte… También yo tengo fe y soy prosélito. ¿Me prometes que vendrás después del sábado, para curar a mis ovejas?

–                     ¡Oh, Annás! ¿No has comprendido todavía que tus ovejas están curadas, desde que bendije a las otras? Vete tú también a ver el milagro y a bendecir al Señor.

El pastor palidece. Se queda paralizado y luego se arrodilla diciendo:

–                     ¡Bendito seas! ¡Eres Bueno! ¡Eres santo! Te prometí mucho dinero y aquí no traigo… ven a mi casa.

–                     Iré pero no por el dinero. Sino para bendecirte una vez más. ¡Hasta pronto Annás! ¡La paz sea contigo!

Se separan. Jesús dice a los apóstoles:

–                     ¡Y también esto no es una derrota, amigos míos! Tampoco aquí se han burlado de Mí, ni me han insultado o arrojado… ¡Ea! ¡Vamos rápidos! Hay una madre que hace días que está esperando…

Continúan la marcha. Después de un reposo breve junto a un arroyo; comen un poco de pan, queso y beben agua. El sol está en su cenit, cuando llegan a una bifurcación del camino.

Mateo exclama:

–                     ¡Allá está la escalera de Tiro! – feliz al pensar que han recorrido más de la mitad del camino.

Reclinada sobre la mojonera romana, hay una mujer con una niña de siete años de edad.

Andrés pregunta:

–                     ¡Ahí está la mujer! ¿En dónde habrá dormido estos días?

La mujer levanta sus ojos y mira la sonrisa de Jesús. Se inclina. Toma en brazos a su niña y la trae como si fuera una ofrenda a Dios. Llega hasta los pies de Jesús y se arrodilla, alzando o más que puede a la niña, que extática mira el bellísimo rostro de Jesús. La mujer no dice ni una palabra, ¿Qué puede decir cuando toda su actitud es ya una súplica?

Jesús pronuncia solo una palabra breve; pero llena de alegría, mientras pone su mano sobre el pecho de la niña:

–                     Sí.

–                     ¡Mamá! –grita la niña feliz.

Se sienta inmediatamente. Se pone de pie y abraza a su madre que está a punto de caer; por el contraste de los sentimientos que la embargan. Por el cansancio que ha soportado. Por el esfuerzo que ha soportado su corazón.

Jesús la ayuda mientras lágrimas de agradecimiento bajan por su cara cansada y dichosa al mismo tiempo.

–                     ¡Gracias, Señor mío! Gracias y bendiciones. Mi esperanza se ha visto colmada… ¡Tanto te había esperado!…

Y se arrodilla y adora a Jesús…

Después de unos momentos dice.

–                     Hace dos años que empezó a secársele un hueso en la espina dorsal. La había paralizado y ya la llevaba a la muerte, con grandes dolores. La vieron los médicos de Antioquia, Tiro, Sidón, Cesárea, Panéades… para curarla, vendimos casi todas las propiedades, ¡Y nada! Me enteré de lo que haces en otras partes. Te vi y tuve esperanzas de que me ayudarías… Y lo he conseguido. Ahora regreso pronto a mi casa y daré esta alegría a mis esposo.

Jesús acaricia sus cabellos y dice:

–                     Idos y sed siempre fieles al Señor. Que Él esté con vosotras. Os doy mi paz.

Ellas se van dichosas y Jesús continúa caminando por la senda que va a Ptolemaide.

–                     Y también esto no es una derrota amigos. Tampoco aquí me arrojaron fuera, ni se burlaron de Mí, ni me maldijeron.

Llegan a una casa.

El herrero los saluda.

Y Jesús le dice:

–                     ¿Me permites que me esté aquí un ratito, para comer mi pan?

–                     Sí, Rabí. Mi mujer, Esther. Es hebrea. Yo soy romano. Ella deseaba conocerte. Te vi en Alejandroscenne…

–                     Llámala pues.

Una mujer de unos cuarenta años, un poco avergonzada, sale y se acerca.

Jesús está sentado en la banca que está contra a la pared; mientras Santiago de Zebedeo distribuye pan y queso.

Jesús la saluda:

–                     La paz sea contigo Esther. ¿Tenías deseos de conocerme? ¿Por qué?

–                     Por lo que dijiste… Los rabinos nos desprecian a las casadas con un romano. Pero yo he llevado a todos mis hijos al Templo. Y todos mis varoncitos están circuncisos. Lo dije de antemano a Tito cuando me pretendía. Es bueno… Me deja que haga lo que quiera con mis hijos. Aquí todas las costumbres son hebreas. Lo mismo que los ritos. Pero los rabinos, los arquisinagogos, nos maldicen. En cambio tú no. Tú compadeciste…

¡Oh! ¿Sabes lo que significa esto? Es como volver a poner el pie en la casa abandonada y no sentirse extraña en ella. Tito es bueno. Cuando se celebran nuestras fiestas, cierra la herrería con mucha pérdida de dinero. Y me acompaña con los niños al Templo, porque dice que sin religión no se puede vivir. Él dice que la suya es la familia y el  trabajo; como antes lo era el ser soldado.

Pero yo Señor, quiero decirte una cosa… Tú dijiste que los seguidores del Verdadero Dios, deben quitar un poco del fermento santo y ponerlo en la harina buena para que fermente santamente. Lo he hecho con mi esposo. Durante veinte años hemos estado juntos. He procurado trabajarle su alma que es buena, con el fermento de Israel, pero él nunca se decide. Ya está viejo y yo quiero tenerlo conmigo en la otra vida… Unidos en la Fe, como lo estamos en el amor. No te pido riquezas, bienestar, salud. Con lo que tenemos es suficiente, ¡Bendito sea Dios! Pero quisiera esto… Ruega por mi esposo, para que pertenezca al Dios Verdadero.

–                     Lo será. Puedes estar segura. Pides una cosa santa y la alcanzarás. Has comprendido los deberes de la esposa para con Dios y para con el marido. ¡Si así fueran todas las casadas! Te digo que muchas deberían imitarte. Sigue este mismo camino y tendrás la alegría de tener a Tito a tu lado en la Oración y en el Cielo. Enséñame a tus hijos.

La mujer llama a los niños:

–                     Santiago, Judas, Leví, María, Juan, Ana, Elisa, Marcos. –Entra a la casa y sale con otros dos, uno que apenas puede caminar y otro de tres meses de edad- Éste es Isaac y la pequeñuela Judith. –dice presentándolos a todos.

Santiago de Zebedeo comenta sonriente:

–                      ¡Demasiados!

Tadeo exclama:

–                     ¡Seis varones y todos circuncisos!

Bartolomé y Felipe :

–                     ¡Y con nombres judíos!

–                     ¡Eres brava mujer!

La mujer se siente feliz. Hace elogios de Santiago, Judas y Leví, que ayudan a su padre todos los días, menos el sábado. Día en que Tito trabaja solo, poniendo las herraduras hechas. Elogia a María y a Ana que son el auxilio de la mamá. Pero no deja de alabar a los cuatro más pequeños, que son buenos y nada de caprichudos.

–                     Tito me ayuda a educarlos. Él que fue un soldado valiente y disciplinado. –dice mirando con ojos cariñosos a su marido. Que apoyado sobre el dintel ha escuchado todo lo que ha dicho su mujer con una gran sonrisa en su cara. Y se pone colorado al oír que recuerdan sus méritos como soldado.

Jesús dice:

–                     Muy bien. La disciplina militar no es contraria a Dios, cuando el soldado cumple su deber como se debe. Lo que conviene es obrar siempre honestamente en cualquier cosa y así ser virtuosos. Esta disciplina tuya que trasmites a tus hijos; debe prepararte para entrar en un servicio superior: en el de Dios. Ya es hora de despedirnos. Apenas tengo tiempo para llegar a Aczib antes de la puesta de sol. La paz sea contigo Esther y con toda tu casa. Lo más pronto procurad pertenecer al Señor.

Todos se arrodillan mientras Jesús levanta su mano para bendecir.

Y Tito hace algo sorprendente: ¡Mirando a Jesús; como si fuera aún un soldado de Roma, hace el saludo militar ante su emperador!

van. Después de avanzar algunos metros, Jesús pone la mano sobre el hombro de Santiago:

–                     Esta es la cuarta vez del día que te lo hago notar. No se trata de una derrota. No me arrojaron fuera. No me maldijeron, ni se burlaron de Mí… ¿Qué dices ahora?

–                     Que soy un tonto, Señor.

–                     No es eso. Tú como todos vosotros, sois todavía muy humanos. Tenéis el modo de pensar humano. El espíritu cuando es soberano, no se altera por cualquier soplo de viento, que no puede ser siempre una brisa perfumada… Podrá sufrir, pero no se altera.

Yo ruego siempre para qué lleguéis a esta independencia del espíritu. Pero debéis ayudarme con vuestros esfuerzos. Pues bien, el viaje ha terminado. He sembrado en él, todo lo que era necesario para prepararos, para cuando vosotros seáis los evangelizadores. Ahora podemos tomar el descanso sabático, con la conciencia de haber cumplido nuestro deber.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

97.- REY DE LOS JUDÍOS

La gente que lo encuentra, mira con curiosidad al grupo galileo, que es verdaderamente extraño en estas partes.

Mateo dice señalando el promontorio que cae al mar:

–           Este debe ser el peñón de la tempestad, del que habló el pescador…

Santiago de Zebedeo extiende el brazo y dice:

–           Ved allí el poblado que nos dijeron.

Jesús observa:

–           Desde la cima podremos ver Alejandroscene…

Juan contesta:

–           Dentro de poco anochecerá. ¿Dónde nos quedaremos?

–           En Alejandroscene. Iremos por aquel camino que baja hacia allá…

Andrés pregunta:

–           Es la ciudad de la mujer de Antigonia. ¿Cómo podríamos hacer para alegrarla?

Juan explica:

–           Maestro, ella nos dijo: ‘Id a Alejandroscene. Mis hermanos tienen allí negocios y son prosélitos. Procurad que se enteren del Maestro. Nosotros también somos hijos de Dios…’ Y lloraba porque su matrimonio no es bien visto. Sus hermanos jamás van a visitarla y ella no sabe nada de ellos.

Jesús dice:

–           Buscaremos a sus hermanos. Si nos acogen como a peregrinos, le daremos una alegría…

–           Pero ¿Cómo vamos a decirle que la vimos?

–           Trabaja en las posesiones de Lázaro y nosotros somos sus amigos.

–           Es verdad. Tú tomarás la palabra…

Cómo queráis. Pero démonos prisa, para que encontremos la casa. ¿Sabéis dónde está?

–           Cerca del campamento. Tienen relaciones con  los romanos, pues les venden muchas cosas.

–           Está bien.

Caminan rápidos por el camino consular. Alejandroscenne, que es una estratégica ciudad militar, extendida entre dos promontorios; sobre el mar. Ahora ya pueden distinguirse las torres que forman una cadena con las de la llanura y que hacen formidable el imponente campamento.

Llegan a las tiendas de los hermanos de Hermione y ven a los compradores saliendo y llevando sus mercancías: telas, utensilios, granos, heno, aceite, vinos y alimentos. El aire huele a cuero, especias, paja y lana. Es un vasto patio que semeja una plaza y en cuyos pórticos están las diversas bodegas.

Un hombre los recibe y les pregunta:

–           ¿Qué se os ofrece? ¿Alimentos?

Jesús contesta:

–           Sí. Y también hospedaje… Si es que no te desagrada hospedar a peregrinos. venimos de lejos y nunca hemos estado aquí. Danos hospedaje en el Nombre del señor…

El hombre mira atentamente a Jesús y lo escudriña… Luego dice:

–           En realidad no acostumbro hospedar a nadie; pero Tú me caes bien. Eres galileo ¿Verdad? Mejor los galileos que los judíos. Son demasiado orgullosos y no nos perdonan que tengamos sangre impura. sería mejor que ellos tuvieran el alma pura. Ven entra aquí. Regreso pronto. Voy a cerrar porque ya atardeció…

De hecho el crepúsculo va dejando lugar a la oscuridad que desciende sobre el patio que domina el majestuoso campamento.

Todos entran en la habitación señalada y se sientan. Regresa el hombre con otras dos personas y dice:

–           Ahí los tenéis. ¿Qué os parece? A mí me parecieron gente buena…

El hombre mayor dice al hermano:

–           Hiciste bien. – y volviéndose hacia Jesús le pregunta- ¿Cómo os llamáis?

Jesús hace las presentaciones:

–           Jesús de Nazareth. Santiago y judas también de Nazareth. Santiago, Juan y Andrés de Betsaida y Mateo de Cafarnaúm…

–           ¿Por qué habéis venido aquí? ¿Sois perseguidos?

–           No. Evangelizamos. Hemos recorrido más de una vez la Palestina, desde Galilea hasta Judea; de mar a mar. También hemos estado en Transjordania y en la Aurinítide y ahora hemos venido aquí. A enseñar…

–           Pero, ¿Aquí un Rabbí? ¡Nos sorprende! Felipe, Elías, ¡Esto no es posible!

Elías apoya:

–           Mucho. ¿De qué casta eres?

–           De ninguna. Soy de Dios. Los buenos del mundo creen en Mí. Soy pobre y amo a los pobres. Con todo, no desprecio a los ricos a quienes enseño el amor, la misericordia y a no amar las riquezas. Así cómo también enseño a los pobres a amar su pobreza, confiando en Dios que no deja que alguien se pierda. Entre mis ricos amigos y discípulos se encuentra Lázaro de Bethania…

–           ¿Lázaro? Una de nuestras hermanas está casada con uno de sus trabajadores…

–           Lo sé. También por esta razón he venido. Para deciros que os manda saludos y os ama.

–           ¿La viste?

–                      Yo no. Pero éstos que me acompañan, sí. Lázaro los envió a Antigonia.

–                      ¡Oh! ¡Hablad! ¿Cómo está Hermione? ¿Está feliz?

Tadeo responde:

–           Su esposo y su suegra la aman mucho. Su suegro la respeta…

–           Pero no le perdonan su sangre maternal. Dilo…

–           Se la perdonarán. Se expresó de ella muy bien. Tiene cuatro niños bellos y muy buenos. Esto la hace feliz. Pero siempre os recuerda y nos pidió que os trajéramos al Maestro…

–           ¿Pero cómo? ¿Eres a quien llaman el Mesías? ¿Tú?

–           Yo Soy.

–           Eres verdaderamente Él… Nos dijeron en Jerusalén que te llaman el Verbo de Dios…  ¿Es verdad?

–           Sí.

–           Pero, ¿Lo Eres sólo para los de allá o para todos?

–           Para todos. ¿Podéis creer que sea Yo lo que habéis dicho?

–           Creer no cuesta nada. Tanto más cuanto se espera que lo que se cree, pueda arrancar lo que nos hace sufrir.

–           Es verdad, Elías. Pero no hables de este modo. Es un pensamiento muy impuro. mucho más que la sangre mezclada. Alégrate no con la esperanza de que desaparezca lo que es la causa de desprecio de los demás. Más bien alégrate con la esperanza de conquistar el Reino de los Cielos.

–           Tienes razón, Señor. Soy medio pagano.

–           No te preocupes. También te amo a ti. Y también por ti he venido.

Felipe dice:

–           Han de estar cansados. Elías, deja las cosas como están. Vamos a cenar… Aquí no hay criadas. Ninguna israelita nos ha querido. Perdona si la casa te parece fría y sin arreglar…

–           Vuestro corazón la hará caliente y acogedora.

–           ¿Cuánto tiempo vas a estar?

–           No más de un día. Voy a ir en dirección a Tiro y a Sidón. Y necesito estar en Aczib antes del sábado…

–           ¡Sidón está muy lejos!

–           Mañana quisiera hablar aquí…

Nuestra casa parece un puerto. Sin que salgas de ella tendrás oyentes de muchos lugares. Y mañana es día de mercado.

–           Vamos pues. Y el Señor os pague vuestra caridad…

Al día siguiente, en el patio de los tres hermanos que está iluminado en más de la mitad por el sol, está lleno de gente que va y viene haciendo compras y vendiendo. Los soldados romanos, imperiosos y conquistadores; vigilan el orden en todo este barullo. Tambien Jesús, junto con los apóstoles, pasea por el inmenso patio que se ha convertido en una gran plaza de mercado. Muchos comentan mirando al grupo apostólico; reconociendo al Mesías y esperando a que hable.

Una niña acompaña a un viejo semiciego y suplica:

–           Dejad paso libre al viejo Marcos. ¡Por favor decidnos dónde está el Mesías!

Alguien contesta:

–           Si queréis ver al Rabbí, vedlo. Allá está parado, hablando con los pordioseros…

Y los dos se apresuran a llegar al lugar indicado…

Hay numerosos soldados y al verlo, dos de ellos comentan:

–                     Debe ser al que persiguen los judíos, Escipión. Son unos buenos canallas. Basta con verlo para darse cuenta que es mejor que todos ellos.

–                     ¡Por esto les da fastidio, Cayo!

–                     Vamos a decirlo al oficial. Son órdenes.

–                     ¡Esto es muy tonto, Cayo! Roma toma precauciones de los corderos y soporta la caricia de los Tigres.

–                     ¡No me parece como piensas, Escipión! ¡A Poncio no le cuesta matar!

–                     Cierto. Pero no cierra la puerta a las hienas que lo adulan.

–                     ¡Política, Escipión! ¡Política!

–                     ¡Cobardía, Cayo! Y ¡Estupidez! Debería hacerse amigo de este Hombre; para tener una ayuda pronta contra esta gente asiática. Poncio no favorece los intereses de Roma, en hacer a un lado a este Hombre Bueno. Y en adular a los malvados.

–                     No critiques al Procónsul. Nosotros somos soldados. Y el jefe es sagrado como un dios. Hemos jurado obediencia al divino César. Y el Procónsul es su representante…

–                     Eso está bien por lo que se refiere al deber con la Patria, sagrada e inmortal. Pero para nuestro fuero interno…

–                     El obedecer supone juzgar. Si tu juicio se rebela contra una orden y la crítica; no puedes obedecer como se debe. Roma se apoya en nuestra obediencia ciega; para proteger sus conquistas.

–                     Pareces un tribuno y dices bien. pero quiero decirte que si Roma es reina; nosotros no somos esclavos, sino súbditos. Y Roma no debe tener súbditos esclavos. Y por eso afirmo que mi razón juzga que Poncio hace mal, en no preocuparse de este israelita. Llámalo Mesías; Santo, Profeta, Rabí o cómo te dé la gana. Y puedo decirlo porque con ello no disminuye mi amor por Roma. Yo estoy convencido de que Él, al enseñar el respeto a las leyes y a los cónsules, como lo hace; coopera para el bienestar de Roma.

–                     Eres un hombre culto, Escipión. Llegarás a ser algo. Pero mira… hay gente alrededor de Él… Vamos a decirlo a los jefes…

De hecho, una multitud rodea a Jesús.

Luego se oye un grito y algunos se separan del grupo y corren…

Cayo pregunta:

–                     ¿Qué ha pasado?

–                     ¡El Hombre de Israel ha curado al viejo Marcos!

–                     ¡El velo de sus ojos ha desaparecido!

Un limosnero se arrastra apoyado en unos bastones, pues tiene las piernas torcidas y flacuchas. Con voz fuerte, grita sin descansar:

–                     ¡Santo! ¡Santo! ¡Mesías!… ¡Rabí! ¡Ten piedad de mí!

Los hebreos le gritan:

–                     Deja de gritar. Marcos es hebreo y tú no.

Un hebreo grita:

–                     Hace favores a los verdaderos israelitas, ¡No a los nacidos de una perra!

–                     Mi madre era hebrea…

–                     Y Dios la castigó. ¡Haciendo que nacieras como naciste! Por su pecado. ¡Lárgate, hijo de loba! ¡Vuelve a tu lugar; lodo que has de ser!

El pobre hombre se apoya contra la pared… Acobardado, humillado, espantado al ver los puños levantados de los hebreos puros.

Jesús se detiene. Se vuelve y ordena.

–                     ¡Oye! ¡Ven aquí!

El hombre lo mira… Mira a los que lo amenazan… No se atreve a avanzar.

Jesús se abre paso entre la gente y se le acerca.

Le pone la mano sobre el hombro y le dice:

–                     No tengas miedo. Ven conmigo. –y mirando a los que no tuvieron compasión… Con tono severo agrega- Dios es de todos los hombres que lo buscan y que son misericordiosos.

Los otros comprenden y ya no se mueven.

Jesús los ve avergonzados y a punto de irse y les dice:

–                     No. Venid también vosotros. Y fortaleced vuestra alma, así como éste que supo tener fe. Yo lo mando. Vete libre desde ahora de tu enfermedad.

Quita su mano del hombro del hombre que se estremece. Éste se levanta. Arroja los bastones acabados por el uso y grita:

–                     ¡Me ha curado! ¡Alabado sea el Dios de mi madre!  -y se postra adorando y besando la orla del vestido de Jesús.

El tumulto aumenta y llega hasta las murallas del campamento romano. Los soldados creen que hay riña. Un pelotón corre, abriéndose paso y preguntando qué sucede:

–                     ¡Un milagro! ¡Un milagro! ¡Jonás el chueco!…  ¡El Paralítico, está curado! ¡Vedlo junto al Galileo!

Los soldados se miran entre sí…

–                     ¡El oficial nos ordenó que vigilásemos!

Escipión responde:

–                     ¿A quién? ¿A Él? Si se trata de Él, podemos ir a tomarnos una jarra de vino.

–                     Por mi parte yo diría que Él es quién debe ser protegido. ¿Lo veis allá? Entre nuestros dioses no hay uno que sea tan Bueno y con un aspecto tan viril. Esos no son dignos de Él. Los que no son dignos, es porque son malos. Quedémonos por si hay que defenderlo. Por lo menos podremos cuidarle la espalda. Y acariciar las de esos sinvergüenzas…  -dice con sarcasmo y admiración uno de los soldados.

–                     Has dicho bien Pudente. Voy a llamar a Prócoro que siempre ve complots contra Roma, donde no hay. En lo único que piensa es en que se le promueva y aquí se convencerá…

–                     No viene Prócoro. Mandó al triario, Aquila…

Los soldados lo aclaman y él pregunta:

–                     ¿Qué pasa?

–                     Que hay que vigilar a este hombre alto y rubio.

–                     Perfectamente. Pero, ¿Quién es?

–                     Lo llaman el Mesías. Su Nombre es Jesús de Nazareth. Es el mismo por quién se dieron las órdenes… Dicen que quiere hacerse rey y hacer a un lado a Roma. El Sanedrín; los Fariseos, Saduceos, Herodianos; se lo dijeron así a Poncio. Bien sabes que los hebreos son un poco especiales. Y que de cuando en cuando, creen tener un rey…

–                     Bien, bien… ¡Pero si es por Ese!… De todos modos escuchemos lo que dice. Parece que va a hablar…

–                     Publio Quintiliano dice que es un filósofo divino. Las damas imperiales lo admiran. –dice otro soldado muy joven.

–                     ¡No lo dudo! ¡Lo mismo me parecería si yo fuera mujer; pues me encantaría ir a la cama con Él!… –dice riendo de buena gana, otro soldado.

–                     ¡Cállate desvergonzado! ¡La lujuria te sigue por todas partes!

–                     ¿Y tú no, Fabio? ¿Qué me dice de Anna, Sira, Alba…?

–                     ¡Silencio, Sabino! Empieza a hablar y quiero escucharlo. –ordena el Triario. Y todos guardan silencio.

Jesús, subido sobre una caja. Apoyada contra una pared, de forma que todos puedan verlo. Dice:

–                     Paz a todos vosotros… Hijos de un solo Creador…

La gente escucha atenta el mensaje evangélico… La sabiduría, el amor y la parábola de los trabajadores y la viña…

Los vendedores de la plaza protestan diciendo que por su culpa perdieron los clientes. Los romanos desde su lugar gritan:

–                     ¡Por Júpiter! ¡Qué bien habla!

La gente se divide en dos bandos. Y llueven injurias, alabanzas, bendiciones, maldiciones, amenazas…

Jesús cruza sus brazos y los mira con tristeza; pero con dignidad.

Los soldados intervienen diciendo:

–                     ¡Qué va a ser Éste un revoltoso! ¡Él es el atacado!

Y con las astas dispersan a la multitud. El centurión se acerca violento e increpa con ira al viejo Aquila:

–                     ¿Es de este modo como velas por Roma? ¿Dejando que se dé el título de Rey en tierras que nos están sujetas?

El viejo soldado saluda militarmente y responde:

–                     Enseñaba el respeto y la obediencia. Hablaba de un Reino que no es de esta tierra. Por eso lo odian. Porque es Bueno y respetuoso. No encontré motivo para hacerlo callar. No contravenía nuestras leyes.

El centurión se calma y refunfuña:

–                     Entonces se trata de una nueva sedición de esa apestosa gentuza. Bien decidle que se vaya lo más pronto posible. No quiero molestias aquí. Cumplid mis órdenes y escoltadlo hasta fuera de la ciudad, tan pronto esté libre el camino. Que se vaya a donde mejor le parezca. A los infiernos si quiere; pero que salga de mi jurisdicción. ¿Entendieron?

–                     Así lo haremos.

El centurión les da la espalda, que resplandece con la coraza que trae puesta. Ondea su manto de púrpura. Y se va sin siquiera mirar a Jesús.

Los soldados comentan:

–                     ¿Podrán amarnos a nosotros sí odian a ese que no les hace ningún mal?

–                     No solo eso. Hasta les hace milagros.

–                     ¡Por Hércules! ¿Quién fue el que dijo que teníamos que vigilarlo?…

–                     Cayo.

–                     ¡El celoso! Por su culpa hemos perdido la comida…

El triario va a donde está Jesús y lo mira sin saber que decirle. Jesús le sonríe para darle ánimos. El soldado no sabe qué hacer.

Pero se acerca y Jesús le dice señalando sus cicatrices:

–                     Eres un héroe y un soldado fiel.

Aquila se pone colorado por la alabanza.

–                     Has sufrido mucho por amor a tu patria y a tu emperador. ¿No quisieras sufrir algo por una patria mayor: el Cielo? ¿por un emperador eterno, que es Dios?

El soldado mueve la cabeza afirmando y responde:

–                     Soy un pobre pagano. Llegaría yo al atardecer. ¿Pero quién me va a instruir? Lo estás viendo. Te arrojan fuera. Y esto sí que son heridas que hacen mal. ¡No las mías! Por lo menos yo también herí a mis enemigos. ¿Pero Tú a quién hieres? ¿Qué das?…

–                     Perdón, soldado. Perdón y amor.

–                     Tengo razón. ¡Es necio que sospechen de Tí! ¡Adiós Galileo!

–                     ¡Adiós romano!

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

96.- EL LEÓN Y EL CORDERO

Jesús está sobre la cima de un monte. Tiene su rostro enflaquecido y pálido. Con una tristeza que deja ver su intenso sufrimiento. Desde el punto donde está, observa tres caminos que convergen en el que va al poblado más cercano. Tiene los cabellos despeinados y conservan el recuerdo de donde estuvieron; pues hojitas secas y pedacitos de ramas, se adhirieron a él.

¡Cuánto habrá padecido! Se ve que ha sufrido más, que cuando ayunó en el desierto. Entonces estaba pálido, pero era todavía joven y se veía muy gallardo. Ahora tiene la barba más larga de lo acostumbrado. Y se le ve enjuto; como si sus fuerzas físicas y morales,  se le hubieran acabado. Su mirada es muy triste… Con una tristeza dulce y severa al mismo tiempo. Su vestido… y el manto llenos de polvo, arrugados. Denuncian  que estuvo en un lugar donde no encontró ninguna comodidad.

Jesús mira…

El sol de mediodía le brinda su calor. de pronto, su Rostro se ilumina con una sonrisa, al ver a sus queridos apóstoles, que suben hacia el poblado. Y exclama lleno de alegría:

–                     ¡Ahí están los míos!

Y rápido baja por la vereda, al encuentro de sus discípulos. Lleno de alegría, en medio de la primavera que se asoma.

Ellos escuchan su grito. Y lo ven en un claro del bosque, iluminado por el sol y con los brazos extendidos. Prontos para abrazarlos.

Un grito repercute:

–                     ¡¡El Maestro!!

Y todos corren como pueden. Y tanta es la alegría que los embarga, que el peso de las alforjas les parece ligero. Los primeros en llegar son los más jóvenes y más ágiles: los dos hijos de Alfeo, acostumbrados a caminar entre las colinas.

Luego Juan y Andrés que corren como dos cervatillos, con una sonrisa de felicidad en su rostro. Y caen a los pies de Jesús, llenos de amor y de reverencia.

Enseguida llega Santiago de Zebedeo y casi al mismo tiempo, los tres menos acostumbrados a correr por los montes: Mateo, Zelote y finalmente Pedro.

Saludos llenos de júbilo y de amor se entrecruzan en el regreso  de los ocho apóstoles, que caen a sus pies llenos de reverencia. Felices, besan los vestidos y las manos del Maestro…

Cuando Pedro ve lo delgado de su rostro, de un brinco se pone de pie y grita:

–                     ¡Maestro! ¿Qué es lo que te ha pasado?

Jesús contesta:

–                     Nada, amigo.

–                     ¡No es posible! ¡O has estado enfermo o te han perseguido! Tengo buenos ojos…

–                     También yo. Y veo que has adelgazado y envejecido. ¿Por qué?…

–                     Sufrí. Y no lo niego. ¿Crees que haya sido una cosa alegre haber visto tanto dolor?

–                     ¡Tú lo has dicho! También Yo he sufrido por el mismo motivo…

Compadecido y cariñoso, Judas Tadeo pregunta:

–                     Jesús… ¿Sólo por esto?

–                     Así es, hermano mío. Por el dolor que experimenté por tener que enviarlos…

–                     Y por el dolor que tuviste al verte obligado por…

–                     ¡Por favor! ¡Silencio!… Prefiero el silencio sobre mi herida, que cualquier palabra que quiera consolarme. Diciendo que he sufrido… Por otra parte, he sufrido por muchas cosas. No solo por esa.

Jesús dice esto con un poco de severidad y los apóstoles no replican.

Después Pedro pregunta:

–                     ¿Dónde has estado Maestro? ¿Qué has hecho?

–                     Estuve en una gruta. Orando. Meditando. Fortificando mi espíritu, para conseguir fuerzas para vosotros, en vuestra misión. Para Juan y Síntica en su sufrimiento.

–                     ¿En dónde?… ¿Sin vestidos y sin dinero?

–                     En una gruta, no necesitaba nada. ¿Tenéis algo que comer?

–                     Sí. Presentía que te íbamos a encontrar con mucha hambre y compré algo en el camino. Traigo pan y carne frita. Leche, queso y manzanas y la cantimplora llena con un excelente vino. Y huevos que espero que no se hayan roto…

–                     Entonces sentémonos aquí, bajo la sombra de esos árboles. Comamos y cuéntenme todo lo que les pasó…

Pedro abre su alforja y dice:

–                     ¡Todo está a salvo! ¡También la miel de Antigonia! – Y saca todos sus tesoros para dárselos a Jesús.

Los apóstoles también sacan de sus alforjas las provisiones que les diera Filipo. Y todos comen alegremente comentando las peripecias del viaje…

Juan pregunta:

–                     Maestro, ¿Hiciste penitencia por nosotros?

–                     Sí. Os seguí con el corazón. Sentí vuestros peligros y vuestras penas. Os ayudé como pude…

–                     ¡Ah! Yo lo sentí y les dije…

Andrés pregunta:

–                     ¿Ayunaste Señor?

Pedro contesta rápido:

–                      ¡Necesariamente! Aun cuando hubiera querido comer, ¿Cómo habría podido hacerlo en una gruta y sin dinero?

Santiago de Alfeo dice:

–                     ¡Oh! ¡Y por culpa nuestra! ¡Lo siento mucho Jesús!

–                     ¡Oh, no! ¡No os aflijáis! No fue solo por vosotros… También por muchas otras cosas. Cómo hice cuando empecé mi vida apostólica. En aquellos días los ángeles me ayudaron y ahora fuisteis vosotros. Creedme que mi alegría es doble, porque para los ángeles el servir es algo suyo; mientras que en los hombres, la cosa no es tan fácil.

Vosotros fuisteis caritativos y siendo hombres os convertisteis en ángeles; porque quisisteis ser santos contra cualquier circunstancia. Por esto hacéis que sea Yo tan feliz como Dios y como Hombre-Dios. Me dais lo que es de Dios: la Caridad. Y me dais lo que es propio del Redentor: vuestra elevación a la perfección.

Esto proviene de vosotros y para Mí es más nutritivo que cualquier otro alimento. allá en el desierto también me alimenté del Amor, después del ayuno. Y me sentí bien. También ahora. Todos hemos sufrido. Yo y vosotros. pero nuestro sufrimiento no ha sido inútil. Sé que os ha servido mejor que un año de adiestramiento. El Dolor… El reflexionar en lo que un hombre puede hacer de mal a su semejante; la compasión, la fe, la esperanza  y la caridad que ejercitasteis y solos, os ha convertido en adultos…

Pedro suspira:

–                     Por lo que a mi toca; me he hecho viejo. No volveré a ser el Simón de Jonás que era antes de ir a Antioquía. Porque he comprendido cuan dolorosa y fatigosa, dentro de su belleza; sea nuestra misión…

–                     Bueno. Estamos aquí juntos… Contad lo que os sucedió…

Pedro dice a Zelote:

–                     Habla tú Simón. sabes hacerlo mejor que yo…

Simón replica:

–                     No. Tú fuiste un buen Jefe. ¡Cuéntalo como puedas!

–                     Pero ayúdadme… –Y cuenta lo que sucedió en viaje hasta Antioquía. Luego agrega- Todos sufrían, ¿Sabes? Jamás olvidaré las palabras de los dos… – Pedro se limpia las lágrimas con el dorso de sus mano.- Me parecieron los últimos gritos de dos que se estuvieran ahogando…

Y se cubre el rostro con las manos, llorando incontenible, como si fuese un niño pequeño…

Simón Zelote, prosigue:

–                     Por un largo momento, ninguno de nosotros habló… Sentíamos que la garganta nos molestaba con el ansia de querer llorar… Y sin embargo no pudimos hacerlo, porque si alguno de nosotros hubiera empezado, todo se hubiera acabado. Tomé las riendas porque Simón de Jonás, para ocultar lo que sufría; se metió hasta el fondo de la carreta, entre las alforjas…

Salimos veloces de Antioquía y nos detuvimos en un pequeño poblado que está antes de llegar a Seleucia. Y allí nos detuvimos, porque aunque la luna iluminaba todo, no podíamos continuar porque no conocíamos el camino. Y allí pasamos el resto de la noche, entre nuestras cosas… No comimos, porque no podíamos hacerlo… Sólo pensábamos en los dos que habíamos dejado atrás…

En cuanto el alba despuntó, pasamos el puente y llegamos antes de las nueve a Seleucia. Devolvimos la carreta y el caballo al fondero. ¡Qué hombre tan bueno! Nos ayudó a escoger la nave para el regreso… Nos dijo: ‘Voy con vosotros al puerto. Allí me conocen y yo los conozco a todos.’ Encontró tres navíos que partían para estos lugares…

Pero en uno de ellos había ciertos tipos, que ninguno de nosotros hubiera querido tener cerca… Esto lo supimos porque el dueño de la nave se lo dijo al fondero. Otra era de Ascalón y no quiso hacer escala en tiro sólo por nosotros. Pidió una cantidad de dinero que ya no teníamos. La tercera era una embarcación muy pobre, que traía madera. Tenía muy poca tripulación y los hombres se veían realmente pobres. Por esta razón y porque iba a llegar a Cesárea, consintió en detenerse en Tiro, con la condición de que le pagásemos los gastos de un día y el salario para la tripulación.

Nos pareció que era algo justo. Por lo que se refiere a mí y a Mateo; ambos teníamos desconfianza, porque es la temporada de las tormentas y con lo que nos pasó en el viaje de ida… Pero Simón-Pedro dijo: “No pasará nada.”

Y todos nos subimos. Parecía como si los ángeles fueran las velas de la barca… Tan suave y ligera se deslizaba veloz, que en menos de la mitad del tiempo, finalmente llegamos a Tiro. El duño se portó tan bien, que nos ayudó a remolcar la barca que dejamos anclada hasta Ptolemaide.

Bajaron Pedro, Andrés y Juan, que son los entendidos en las maniobras marinas…  Y todo se desarrolló tan simple y tan diferente de cuando nos fuimos… Y estábamos tan contentos que le dimos más dinero de lo pactado, antes de bajar a la barca donde ya estaban todas nuestras cosas. Nos detuvimos un día en Ptolemaide y luego nos vinimos para acá… Pero nunca olvidaremos lo que sufrimos. Simón de Jonás tiene razón…

Varios dicen:

–                     ¿Teníamos razón en decir que fue el Demonio el que nos estaba obstaculizando?

Jesús responde:

–                     La teníais. Así fue. Escuchadme ahora. Vuestra misión ha terminado. Regresaremos a Yiftael para esperar a Felipe y a Nathanael. Tenemos que darnos prisa. los demás llegarán después… Entre tanto evangelizaremos aquí, en los confines de Fenicia y en la misma Fenicia. Lo que pasó, que quede sepultado para siempre en el fondo de vuestros corazones. A ninguna pregunta sobre ello se le dará respuesta…

–                     ¿Ni siquiera a Felipe y a Nathanael? Ellos saben que vinimos contigo…

–                     Esto me toca a Mí. He sufrido mucho, amigos míos y lo estáis viendo. Mis sufrimientos pagaron la tranquilidad de que ahora gozan Juan y Síntica. Procurad que no sean inútiles mis sufrimientos y no hagáis más pesada mi carga… El peso sobre mi espalda aumenta diariamente… Solamente decid a Nathanael y a Felipe que he sufrido y que no lo negué. No será necesario decir nada más…

Jesús habla como un hombre muy cansado…

Los ocho, lo miran muy afligidos y Pedro se atreve a acariciarlo en la cabeza, acercándosele para consolarlo.

Jesús levanta su cabeza y mira a su buen Simón-Pedro con una sonrisa de amorosa tristeza…

Pedro exclama:

–                     ¡Oh! ¡No puedo verte así! Me parece como si la alegría de habernos encontrado, se hubiese acabado y que no quede otra cosa más que la santidad. ¡Bueno! Vayámonos a Aczib. Allí te cambiarás de vestidos, te rasuras y te peinas… ¡Así cómo estás no es posible! ¡No puedo soportar verte en esta forma! Me pareces uno que se hubiese escapado de sus verdugos y que está casi muerto de agotamiento… Un abatido y aniquilado por completo… Te pareces a Abel de Belén de Galilea, cuando se vio libre de los que querían ajusticiarlo…

–                     Tienes razón, Pedro. El Corazón de tu Maestro se siente tan atormentado, que ya no sentirá ningún consuelo… Cada vez, será siempre más herido. Vámonos…

Juan lanza un suspiro y dice:

–                     Me desagrada mucho… Yo quería contarle a Tomás, que quiere muchísimo a tu Madre, lo de la canción y lo del ungüento.

–                     Se lo contarás algún día… Pero ahora no.  Llegará un día en que lo diréis todo. Yo Mismo os diré: ‘Id y hablad de todo lo que sabéis.’ Entretanto, procurad ver en el milagro la verdad. Esto es lo que significa el Poder de la Fe. Tanto juan cómo Síntica, hicieron que se calmara el mar; que se curara el marinero, no por sus palabras, ni por el ungüento; sino por la Fe con que invocaron el Nombre de María.

Y también porque junto a la Fe de ellos, estaba la vuestra junto con vuestra caridad. Caridad para el herido, caridad para con el cretense. A aquel le quisisteis conservar la vida y a éste, comunicarle la fe. Pero si es fácil curar los cuerpos, es muy difícil curar los corazones… No hay enfermedad más difícil que  la espiritual… –Y Jesús lanza un fuerte suspiro.

Cuando llegan a Aczib, Pedro y Mateo van a buscar alojamiento y los demás los siguen rodeando a su Maestro. El sol se hunde rápidamente en su ocaso…

Al día siguiente cuando salen de la posada, Jesús ha recuperado su apariencia limpia y ordenada que acostumbra y recupera su sencillez humilde y majestuosa, que son innatas en Él. Sus apóstoles lucen descansados, arreglados y contentos.

Pedro dice:

–                     Señor, por la noche estuve pensando… ¿Para qué ir tan lejos, hasta los confines fenicios? Déjame ir con otro. Venderé a Antonio… Me desagrada, pero no nos sirve más… Y podría llamar la atención. Iré a buscar a Felipe y a Bartolomé. puedes estar seguro de que no diré una palabra imprudente… Yo no quiero causarte pena alguna… Mientras tanto, te quedas aquí con los demás y descansas. Y también regresaremos más pronto…

Jesús responde:

–                     Es una buena idea. Puedes hacerlo. Llévate el compañero que quieras.

–                     Me llevo a Simón. Bendícenos, Señor.

Jesús los abraza diciendo:

–                     Os doy mi beso. Podéis iros. –Y los mira irse ligeros hacia la llanura.

Tadeo comenta:

–                     ¡Qué bueno es Simón de Jonás! En estos días he comprendido lo que vale; cosa que no había reflexionado antes.

Mateo confirma:

–                     También digo lo mismo. Nunca se portó soberbio, egoísta, ni duro.

Santiago de Alfeo añade:

–                     Nunca se aprovechó de su puesto de jefe. ¡Al contrario! Siempre pareció ser el último de nosotros y conservó su lugar.

Santiago de Zebedeo opina:

–                     A nosotros no nos causa ninguna admiración. Hace años que lo conocemos. Es muy fogoso y todo corazón. ¡Y además justo!

Andrés explica:

–                     Mi hermano es bueno, aunque un poco áspero. Desde que está con Jesús se ha hecho mejor. Mi carácter es diferente del suyo y por eso a veces se ponía de mal humor. La razón era que comprendía que me desagradaba su manera de ser. Lo hacía por mi bien. Cuando se lo comprende, cualquiera puede ser su amigo.

Juan agrega:

–                     En estos días nos hemos comprendido todos y hemos sido un solo corazón.

Santiago de Alfeo monologa:

–                     Lo mismo noté yo. Durante toda la luna y aún en los momentos agitados, nunca nos pusimos de mal humor. Mientras que otras veces… No sé por qué…

Tadeo replica:

–                     ¿Por qué? Es muy fácil de comprenderse. Nuestras intenciones fueron rectas. Tal vez no fueron perfectas. Por eso aceptamos lo bueno que alguien proponía o nos apartamos de lo que podía ser malo. ¿Por qué? ¿Es fácil decirlo!: Porque los ocho teníamos un solo pensamiento: Hacer las cosas de modo que Jesús estuviera contento con ellas. Y esa es la razón.

Andrés dice:

–                     Es verdad. No creo que los demás piensen de manera diferente.

–                     No. Claro que Felipe, no. Ni Bartolomé; aunque esté ya viejo y sea muy Israel… tampoco Tomás, aun cuando es muy humano…

Jesús lo mira con una advertencia y aunque Tadeo trata de refrenarse:

–                     ¡Jesús! ¡Tienes razón! ¡Perdóname! –finalmente sus palabras brotan con gran energía.- Pero si supieses lo que significa para mí el verte sufrir. ¡Y por causa de ése! Soy tu discípulo igual que todos los demás; pero ante todo, soy tu pariente y amigo… ¡Y la ardiente sangre de Alfeo bulle en mí! Jesús no me mires con esos ojos duros y tristes al mismo tiempo. Tú eres el Cordero y yo… Yo soy el león…

Tadeo mira fijamente a Jesús y continúa implacable- ¡Bien sabes lo que me esfuerzo para no dar el zarpazo, contra las redes de calumnias que te envuelven! ¡Y no destruir el parapeto detrás del cual se oculta el verdadero enemigo! Me gustaría ver su apariencia espiritual a la que puedo darle un nombre… Conocerlo verdaderamente… Tal vez cometo una calumnia al hablar así… Pero si lograra conocerlo lo mejor posible, le pondría una señal y le quitaría para siempre las ganas de dañarte…

Santiago de Zebedeo interviene:

–                     Tendrías que poner de un lado a la mitad de Israel. Jesús continuará siendo el mismo. Tú mismo has visto que nadie puede oponérsele. ¿Qué hacemos ahora Maestro? ¿Has predicado aquí?

–                     No. Ayer llegué a estos lugares y dormí en la selva.

–                     ¿No quisieron darte hospedaje?

–                     No tenían ganas de aceptar a un peregrino. Y cómo no tenía dinero.

–                     ¡Tienen corazón de piedra! ¿Qué podían temer de Ti?

–                     Que fuese un ladrón… Pero no importa. El Padre que está en los Cielos hizo que encontrase una cabra perdida. venid que os la voy a enseñar. Está allá en lo tupido con su cabrito. No huyó cuando me le acerqué y me dejó ordeñarla… Dormí cerca de ella, con el cabrito sobre mi  pecho… ¡Dios es bueno con su Verbo!

Llegan hasta un lugar tupido de vegetación y espinoso. Junto a una vieja encina, está pastando la cabra con su cabrito y al ver a la gente se pone a la defensiva. Pero al reconocer a Jesús, se tranquiliza. Le arrojan unos pedazos de pan y se van.

Jesús dice:

–                      Allí dormí y allí me hubiera estado si no hubierais llegado. De veras que tenía mucha hambre. El motivo del ayuno había terminado… No era necesario seguir insistiendo en cosas que no pueden cambiarse…

Nuevamente la tristeza invade a Jesús. Y los seis se miran entre sí, pero no hacen ninguna pregunta.

Cuando regresan al camino, Tadeo pregunta:

–                     ¿A dónde vamos ahora?

Jesús contesta:

–                     Por ahora nos quedamos aquí. Mañana bajaremos a predicar por el camino a Ptolemaide y luego iremos hacia los confines de Fenicia, para regresar aquí el día anterior al Sábado.

Y caminando lentamente y conversando, se van hacia el poblado…

Al día siguiente…

Los romanos son excelentes ingenieros y buenos constructores… El camino que viene de Fenicia a Ptolemaide es muy cómodo; pasa derecho entre la llanura, el mar y los montes. En los cruces hay casas que tienen pozos y herrerías. Jesús y los suyos se detienen cerca de un puente y junto a una casa donde están terminando de poner herraduras a los caballos de un carro militar romano.

Cuando los soldados se despiden se oyen sus gritos:

–           ¡Salve Tito! ¡Qué la pases bien!

Mateo comenta:

–           Los herreros a lo largo del camino, casi todos son romanos. Soldados que se han quedado después de su servicio. ¡Y que ganan bastante bien! Jamás encuentran obstáculos para curar a los animales… Un asno o un caballo, pueden perder su herradura cuando el sol ya se pone y es sábado, o cuando son las Encenias… ¡Y ellos siguen trabajando como si nada!

Juan dice:

–           El que le puso las herraduras a Antonio, está casado con una hebrea.

Santiago de Zebedeo observa punzante:

–           Hay más mujeres necias que inteligentes.

Andrés pregunta:

–           ¿Y de quién son los hijos? ¿De Dios o del paganismo?

Mateo contesta:

–           Generalmente son del que es más fuerte. Si la mujer no es una apóstata, los hijos son hebreos, porque ellos no se preocupan más que de amarlos. No son demasiado fanáticos, ni siquiera cuando se trata de su Olimpo. Creo que lo único que les importa es ganar dinero y están llenos de hijos.

Tadeo objeta:

–           Y con todo, esos hombres son dignos de desprecio. sin fe, sin patria y odiados por todos los que han sometido…

–           Te equivocas. Roma no los desprecia. Más bien los ayuda. Son más útiles así, que cuando llevan las armas. Entran en nosotros corrompiéndonos más con su maldad que con la violencia. Quien sufre más, son la primera generación. luego se desparraman y el mundo olvida…

Jesús, que había estado callado escuchando; interviene:

–           Tienes razón. Son los hijos los que sufren. Pero también las mujeres hebreas casadas con ellos. Sufren por sí y por sus hijos. Les tengo mucha compasión. Todos los desprecian y nadie les habla de Dios. Pero esto ya no sucederá más adelante. No existirán más estas separaciones de hombres y de naciones; porque las almas estarán unidas en una sola patria: la mía.

Juan exclama:

–           ¡Pero para entonces habrán muerto!…

–           No. Se habrán acogido a mi Nombre. No habrá más romanos, libios o griegos. iberos, galos, egipcios o hebreos; sino almas de Jesús. ¡Ay de aquellos que traten de hacer distinciones entre las almas, considerando los hombres inferiores o superiores; basándose tan solo en el lugar en que nacieron! Yo las quiero igualmente a todas, por las que he sufrido y sufriré. el que obrare así, demostrará que no ha comprendido la caridad, que es universal…

Los apóstoles comprenden la velada reprensión y bajan la cabeza…

Los golpes sobre el yunque van cesando poco a poco. Los golpes sobre la pezuña del asno van terminando y Jesús aprovecha para levantar su maravillosa voz… Parece como si continuara hablando a los discípulos, pero en realidad se dirige a todos los que pueden escucharlo…

Jesús habla un largo y minucioso discurso sobre la Paternidad Amorosa de Dios y la igualdad de todos los seres humanos. De cómo no se cambia la sangre de un hijo por su comportamiento o su paganismo. Y se extiende ampliamente sobre la Ley del Amor…

Todos sus admirados oyentes están absortos escuchándolo y cuando termina los múltiples comentarios se cruzan:

–           ¿Quién es ese?

–           ¿Quién es?

–           Un Rabbí.

–           Un Rabbí de Israel.

–           ¿Por estas partes? ¿En los confines de la fenicia?

–           ¡Es la primera vez que esto se ve?

–           ¡Qué Palabras!

–           Y sin embargo lo estás viendo. Aser me dijo que lo llaman el Santo.

–           ¡Entonces se refugia entre nosotros, porque allá lo persiguen!

–           ¡Oh! ¡Esas víboras!

–           ¡Qué bueno que vino entre nosotros!

–           Obrará muchos milagros…

Y mientras ellos hablan de este modo, Jesús se aleja por una vereda que atraviesa los campos y que a través de la campiña sigue por la llanura hasta las colinas del litoral…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA