100.- PARÁBOLA DEL BANQUETE22 min read

A la semana siguiente, en medio del viento frío de una mañana invernal, avanzan por un camino a cuyos lados; los campos de trigo apenas tienen una ligera puntita verde de la mies, que es una promesa del futuro pan. Los árboles están secos. Sólo los olivos tienen follaje.

Todos van bien envueltos en sus mantos lana y encuentran una casa pobre, en medio de tres parcelas. Una niña está sacando agua de un pozo.

Jesús la saluda y la niña los invita a entrar, ofreciéndoles comida y descanso. Llama a su mamá y ésta sale y dice a Jesús:

–                     Entra. Hay fuego. Te daré pan y leche.

–                     No soy solo. Vienen conmigo, amigos míos.

–                     Entren todos. Y la bendición de Dios, junto con los peregrinos.

Jesús pregunta:

–                     ¿Estás sola?

–                     Tengo marido y siete hijos. Los dos mayores están en el mercado de Naím, porque mi marido está enfermo. ¡Es una gran aflicción! Las niñas me ayudan. Éste es el más pequeño.

El niño, como de tres años, corre hasta donde está Jesús y lo mira con curiosidad. Jesús le sonríe. La amistad está hecha.

El niño le pregunta con confianza:

–                     ¿Quién eres?

–                     Soy Jesús.

–                     ¿A dónde vas?

–                     Por los caminos del mundo.

–                     ¿Qué haces?

–                     Voy a bendecir a los niños buenos y sus casas, donde se observa la Ley.

La mujer se queda con el pan entre las manos, entre el fogón y la mesa. Hace un gesto de sorpresa. Luego hace una señal a Judas de Keriot, que es el que tiene más cerca.

Él se inclina hacia ella, que le pregunta:

–                     ¿Quién es tu Amigo?

Judas, orgulloso como un verdadero primer ministro, le contesta:

–                     Es el Rabí de Galilea. Jesús de Nazareth. ¿No lo sabías, mujer?

–                     No. Y yo tengo tantas penas. ¿Podría decírselas?

Judas, con el aire pomposo de un gran personaje que concede audiencia, responde tranquilamente:

–                     Puedes.

Jesús sigue hablando con el niño que le pregunta que si también tiene niños. Mientras los dos niños mayores traen leche y la reparten en tazones.

El grito de la madre impide la respuesta de Jesús…

–                     ¡Jesús! ¡Ten piedad de mi marido!

Jesús se levanta lleno de bondad:

–                     ¿Qué quieres que haga?

Ella contesta:

–                     Está muy enfermo. Hinchado como un odre. No puede inclinarse para trabajar. No encuentra descanso porque se ahoga… Tenemos todavía niños pequeños.

–                     ¿Quieres que lo cure? ¿Por qué me lo pides?

–                     Porque Tú Eres Tú. No te conocía. Pero había oído hablar de Ti. La buena suerte te ha traído a mi casa, después de que por tres veces te fui a buscar a Naím y a Caná. Mi esposo te fue a buscar a Cesárea. Aun cuando andar en la carreta, le hace mucho daño.  Nos dijeron que estabas allá…

–                     Voy a casa de Ismael el Fariseo y luego iré en dirección al Jordán.

–                     ¿Tú que eres Bueno, vas a casa de Ismael?

–                     Sí. ¿Por qué?

–                     Porque… Señor. Sé que mandas que no se juzgue. Que se perdone. Que nos amemos. No quiero hacer nada que te desagrade. Pero, ¿Cómo no juzgar a Ismael? ¿Cómo amarlo? ¡Es muy difícil! ¡Es muy malo!…

–                     ¿Tan malo? ¿Con quién?

–                     Con todos. Oprime a sus siervos. Presta dinero con usura y lo exige con crueldad. Sólo se ama a sí mismo. Es el más cruel de los contornos. No merece que vayas a su casa, Señor.

–                     Lo sé. Tienes razón.

–                     ¿Y vas a ir?

–                     Me ha invitado.

–                     Desconfía, Señor. No lo habrá hecho por amor. No te puede amar. Y Tú… no puedes amarlo…

–                     También amo a los pecadores, mujer. He venido para salvar lo que estaba perdido.

–                     A éste no lo salvarás. ¡Oh, perdón por haber juzgado! Tú sabes. Todo lo que Tú haces, está bien. Perdona mi lengua ignorante y no me castigues.

–                     No te castigaré, pero ya no lo hagas. Ama aún a los malvados. No porque lo sean; sino porque con el amor se alcanza la misericordia que los convierte. Eres buena y deseas serlo más. Amas la Verdad y la Verdad que te habla, te dice que te ama. Eres piadosa y así has enseñado a tus hijos. Dios será tu recompensa.

Debo ir a la casa de Ismael, que me invitó para presentarme con muchos amigos suyos que me quieren conocer. Tu marido ya viene de regreso. Dile que sufra un poquito más y que en cuanto vaya a la casa de Ismael, lo curaré. Tú también vienes con él.

–                     ¡Oh, Señor! –la mujer ha caído de rodillas a los pies de Jesús. Llorando y riendo de alegría. Luego dice- ¡Pero hoy es sábado!

–                     Lo sé. Tengo necesidad de que sea sábado. Porque debo decir algo a Ismael, referente a esto. Todo lo que hago, lo hago con un fin preciso y sin equivocación. Tenedlo también en cuenta vosotros, amigos míos; que tenéis miedo y que quisieseis que siguiese una conducta según las conveniencias humanas, para que no sufra nada. El Amor os guía. Lo sé.

Más debéis saber amar mejor. No pospongáis jamás, los intereses divinos, a los intereses del ser a quién amáis. Mujer, me voy. Te espero allá. La paz perenne sea en esta casa, donde se ama a Dios. ¡Adiós!

Y el hijo mayor de la mujer, los acompaña para mostrarles el camino más corto a la casa de Ismael, cuyas tierras son vecinas.

Por campos y prados llegan a una ondulación del terreno; más allá de la cual se ve una hermosa casa, rodeada de jardines. El muchacho se despide y regresa con su madre.

Jesús entra en la grandiosa casa de Ismael ben Fabi.

Muchos siervos corren a su encuentro. Otros van a avisar al patrón, quién sale con profundas inclinaciones a recibirlo.

–                     ¡Bienvenido a mi casa, Maestro!

–                     La paz sea contigo, Ismael ben Fabi. Has querido verme y he venido. ¿Para qué me quieres?

–                     Para que me viera honrado con tu presencia. Y para presentarte con amigos míos. Quiero que también sean tuyos, como quiero que Tú también seas amigo mío.

–                     Yo Soy amigo de todos, Ismael.

–                     Lo sé. Pero, ¿Sabes? Conviene tener amistad en las alturas. Mi amistad y la de mis amigos están en lo alto. Perdona que te lo diga; pero no te preocupas por los que pueden apoyarte…

–                     ¿Eres de ellos…?  ¿Por qué?

–                     Soy de ellos. ¿Por qué? Porque te admiro y  quiero que seas mi amigo…

–                     ¡Amigo!… Ismael, ¿Sabes el significado que yo doy a esta palabra? Para muchos, amigo quiere decir alguien que tiene gratitud. Para otros un cómplice. Para otros, un siervo. Para Mí, quiere decir, “El que es fiel a la palabra del Padre” Quien no lo es; no puede ser mi amigo.

–                     Precisamente porque quiero ser fiel; quiero tu amistad, Maestro.  ¿No lo crees? Mira; allá  viene Eleazar. Pregúntale cómo te he defendido ante los ancianos. Eleazar te saluda. Ven, que el Rabí quiere preguntarte una cosa.

Muchos saludos y recíprocas miradas indagadoras.

–                     Eleazar. Repite al Maestro, lo que dije la última vez que estuvimos reunidos. – y se va a recibir a otros invitados.

Eleazar responde:

–                     ¡Oh! ¡Fue un verdadero elogio! ¡Una defensa apasionada! Sentí ganas de escucharte. Ismael dijo que eras el Profeta más grande que haya tenido el Pueblo de Israel. Que nadie atraía tanto como tú. Y que si así como sabes hablar; supieras manejar la espada; no habría un rey más grande que Tú en Israel

Jesús dice:

–                     Mi Reino… No es humano, Eleazar.

–                     ¿Y el Rey de Israel?

–                     Que vuestras inteligencias se abran para comprender el sentimiento de las palabras arcanas… Vendrá el Reino del Rey de Reyes, pero no según el pensamiento humano. Vendrá, no según por lo que perece, sino por lo que es Eterno. Se llega a él, no por el camino tapizado de triunfos; ni sobre la alfombra teñida en sangre enemiga; sino por el arduo camino del sacrificio.

Por la dulce escalera del perdón y del amor. Las victorias contra nosotros mismos; nos darán este Reino. Y quiera Dios que la mayoría de Israel pueda comprenderme. ¡Pero no será así! Pensáis en lo que no existe. En mi mano habrá un cetro. Y el pueblo de Israel será quien me lo ponga. Un cetro real. ¡Eterno! Ningún rey podrá arrebatarlo de mi Reino. Pero muchos de Israel, no podrán verlo sin temblar de terror. Porque para ellos tendrá un Nombre terrible…

–                     No nos crees capaces de seguirte?

–                     Si lo quisierais, podríais. Pero no queréis. ¿Y Por qué no? Ya sois muy viejos. La muerte está muy cerca de los ancianos; Eleazar. Tú no estás tan envuelto en las teorías de muchos amigos tuyos. Abre tu corazón a la Luz…

Ismael regresa con otros cinco pomposos Fariseos. Entran todos en la casa. Atraviesan el atrio, rico en tapices y asientos. Entran en una habitación en donde traen ánforas y palanganas para las abluciones. Luego pasan a la sala del banquete, ricamente adornada.

Ismael dice:

–                     Jesús se sienta a mi lado. Entre Eleazar y yo.

Jesús, que estaba con sus discípulos. Un poco avergonzados y menos atendidos; tiene que sentarse en el lugar de honor.

Empieza el banquete, con viandas de carne, pescado frito; verduras. Exquisitos vinos y frutas. Todos tratan de hablar con Jesús.

Un viejo con voz temblorosa, pregunta:

–                     Maestro, ¿Es verdad lo que se dice? ¿Qué quieres modificar la Ley?

Jesús responde terminante:

–                     No cambiaré ni una jota de ella. Antes bien; he venido a hacerla del todo íntegra; como cuando se le dio a Moisés.

–                     ¿Quieres dar a entender que ha sido modificada?

–                     No. Tan solo ha tenido la suerte de las cosas grandes; depositadas en las manos de los hombres.

–                     ¿Qué quieres decir? ¡Habla claro!

–                     Quiero decir que el hombre por soberbia o por instigación de la triple concupiscencia, Ha dado un retoque a la Palabra y la convirtió en algo que oprime a los fieles; mientras que para los que la retocaron no es más que un manojo que se deja a los demás.

Se arma un alboroto y todos hablan al mismo tiempo:

–                     ¡Esto es una acusación!

–                     ¡No hagas que perdamos el deseo de ayudarte!

–                     Maestro, nuestros rabinos…

–                     ¡Eh! ¡Eh! ¡Tienen razón en decir que eres un rebelde!

Ismael interviene:

–                     ¡Silencio! ¡Jesús es mi huésped! Dejad que hable libremente.

Jesús dice:

–                     Nuestros rabinos iniciaron su larga fatiga, tratando de hacer más fácil la aplicación de la   Ley. El Mismo Dios inició esta escuela cuando a los Diez Mandamientos, añadió minuciosas explicaciones. Y esto para que el hombre no tuviese la excusa de no poderlo comprender. Es pues una obra santa la de los maestros que dan en pedacitos a los pequeñuelos de Dios, el pan que Él da al espíritu. Es santa, si se sigue con un fin recto. Pero esto no sucedió siempre y ahora menos que nunca. ¿Para qué queréis vosotros que os sentís ofendidos, que enumere las culpas de los poderosos?

–                     ¡Culpas! ¡Culpas! ¿Nosotros no tenemos más que culpas?

–                     Yo quisiera que solo tuvieseis méritos.

–                     ¡Pero no los tenemos! ¡Lo estás pensando! Tus ojos lo están diciendo. Jesús, con la crítica no se consigue hacer amigos a los poderosos. Tú no reinarás. No sabes el arte.

–                     No pido reinar como vosotros pensáis. Y no mendigo amistades. Quiero amor; pero honesto, santo. Un amor que salga de Mí para el ser amado y que se demuestre practicando para con los pobres lo que predico. Esto es, la misericordia.

–                     Por lo que toca a mí, desde que te oí ya no he prestado dinero con usura. –dice uno.

–                     Y Dios te lo recompensará.

–                     El Señor me es testigo que ya no he vuelto a castigar al siervo que lo merecía, desde que me contaron una parábola tuya. -Añade otro.

–                     ¿Y yo? ¡He dejado diez almudes de cebada en mis campos para los pobres! –agrega otro más.

Y viene una cascada de auto-alabanzas que se prodigan sin avaricia.

Ismael no dice nada…

Y Jesús le pregunta:

–                     ¿Y tú Ismael?

–                     ¡Oh, yo!… Yo siempre he practicado la misericordia. Solo tengo que seguir obrando como hasta ahora lo he hecho.

–                     ¡Felicidades! Si es verdad, eres el hombre que no tiene remordimientos.

–                     Es verdad. No los tengo.

Jesús lo mira atravesándolo con sus ojos de zafiro.

Eleazar con el codo le pega y le dice:

–                     Maestro, escúchame. Tengo un caso especial que proponerte. No hace mucho compré una propiedad de un hombre desafortunado por causa de una mujer. Él me la vendió sin decirme que en ella había una vieja sierva, nodriza suya, que está ciega y tonta. El vendedor no la quiere. Yo tampoco la querría. Pero arrojarla a la calle… ¿Tú qué harías, Maestro?

–                     ¿Qué harías tú, si a otro debieras dar el consejo?

–                     Diría: no la tires. Un pan no será el que te lleve a la ruina.

–                     ¿Por qué hablarías así?

–                     Bueno, porque así obraría yo y porque así querría que se hiciese conmigo.

–                     Estás muy cercano a la justicia Eleazar. Haz como aconsejarías y el Dios de Jacob estará siempre contigo.

–                     ¡Gracias, Maestro!

Los otros murmuran.

Jesús pregunta:

–                     ¿De qué murmuráis? ¿No he dicho la verdad? ¿No ha hablado éste rectamente? Ismael defiende a tus huéspedes. Tú que siempre has practicado la misericordia.

Un fariseo contesta:

–                     Maestro, aconsejas bien. Pero si se obrase siempre así, ¡Sería uno víctima de los demás!

–                     Entonces según tú, es mejor que los otros sean nuestras víctimas.

–                     No quiero decir esto. Pero hay casos…

–                     La Ley ordena que se tenga misericordia.

–                     Sí. Para con el hermano pobre, para con el extranjero. Para con el peregrino, para con la viuda y el huérfano. Pero esta vieja que ha venido a parar a la propiedad de Eleazar no es hermana, ni peregrina, ni extranjera, ni huérfana, ni viuda. No le sirve a él para nada.

Sólo es un viejo instrumento que su dueño olvidó cuando hizo la venta de su propiedad. Por esta razón Eleazar podría arrojarla sin escrúpulos de ninguna clase. La muerte de la vieja es responsabilidad del dueño anterior…

Jesús concluye:

–                     El cual no puede mantenerla porque también él es pobre y por lo tanto libre de toda obligación. De modo que si la anciana muere de hambre, la culpa es de ella. ¿No es así?

Ismael responde:

–                     Así es, Maestro. Es la suerte de los que no sirven para nada… enfermos, viejos, inútiles. Están condenados a la miseria, a la mendicidad. La muerte es lo mejor para ellos. Esto sucede  desde que el mundo es mundo. Y así seguirá sucediendo…

–                     ¡Jesús, ten piedad de mí!

Un lamento se cuela a través de las ventanas cerradas  a causa del frío.

–                     ¿Quién me llama?

–                     Algún importuno o un mendigo. Mandaré que lo echen fuera. Haré que le den un pan.

–                     Jesús, estoy enfermo. ¡Sálvame!

Ismael se pone de pie y dice:

Lo que dije, un importuno. Castigaré a los siervos por haberle permitido pasar.

Pero Jesús, por lo menos veinte años más joven y mucho más alto que él, lo hace sentar, poniéndole la mano sobre el hombro y ordenando:

–                     Quédate aquí, Ismael. Quiero ver al que me busca. Dejad que entre.

Entra un hombre como de cuarenta años, hinchado y amarillo como un limón, con los labios morados y semiabiertos. Acompañado por la mujer que los hospedó.

El hombre avanza fatigosamente, tanto por la enfermedad, como por el temor.

Jesús se acerca a él, lo toma de la mano y lo lleva al centro de la sala. En el espacio vacío entre las mesas, que están colocadas en forma de ‘U’ bajo la lámpara.

Y Jesús pregunta al hombre:

–                     ¿Para qué me quieres?

El hombre enfermo, contesta:

–                     Maestro… Tanto que te he buscado… Desde hace tanto tiempo… Sólo quiero mi salud. Para mi familia… ¡Tú puedes todo! Mira a lo que estoy reducido…

–                     ¿Y tú crees que Yo pueda curarte?

–                     Sí. Creo que puedes. Cualquier paso que doy me causa dolor. Y he caminado tantos kilómetros. Y en la carreta… Pero jamás te alcancé. ¡Sí! ¡Creo que puedes! Me extraña que no esté curado desde que tu mano reposa en la mía. Porque, ¡Tú Eres el Santo de Dios!

El pobre sopla como un fuelle, por el esfuerzo que ha hecho al hablar.

La mujer mira a su marido y a Jesús… y llora.

Jesús los mira y les sonríe. Luego se vuelve hacia la mesa principal y pregunta:

–                     Tú viejo escriba, respóndeme: ¿Me es lícito curar en sábado?

–                     En sábado no es lícito hacer ninguna obra.

–                     ¿Ni siquiera salvar a alguien de la desesperación? No es un trabajo manual.

–                     El sábado está consagrado al Señor.

–                     ¿Qué mejor obra puede haber que un hijo de Dios diga al Padre: “Te amo y te alabo porque me has curado”?

–                     Debe hacerlo aunque se vea infeliz.

Jesús lo mira fijamente y dice despacio:

–                     Cananías… ¿Sabes que en este momento tu bosque más precioso y bello está ardiendo? ¿Y qué toda la pendiente del Hermón, resplandece en medio de las purpurinas llamas?

El viejo salta como si lo hubiese mordido un áspid y pregunta:

–                     Maestro, ¿Dices la verdad o te estás burlando de mí?

–                     Digo la verdad. Lo veo y lo sé.

–                     ¡Oh, desgraciado de mí! ¡Mi mejor bosque! ¡Millares de ciclos convertidos en cenizas! ¡Maldición! ¡Malditos los perros que le pusieron fuego! Ardan en sus entrañas como mi bosque.

El viejo escriba está desesperado.

Jesús le dice solemne:

–                     ¡No es más que un bosque, Cananías! ¿Por qué no alabas al Señor por esta desventura? Éste pierde, no árboles que renacen. Sino la vida y el pan de sus hijos. ¿Y tendría que tributar la alabanza que tú no tributas? Así pues, escriba: ¿No me es lícito curar a éste en sábado?

Cananías  explota:

–                     ¡Malditos seáis Tú, él y el sábado! Tengo otras cosas en qué pensar…

Y dando un empujón a Jesús que le había puesto una mano en el brazo, sale furioso. Se oye que se desgañita con su voz de vejete, echando maldiciones y ordenando que le traigan su carro. Está dispuesto a violar la distancia reglamentaria, corriendo hasta el Hermón, para salvar su bosque…

Jesús clava su mirada en los demás.

–                     ¿Y ahora? Contestad vosotros. ¿Es lícito o no?

Ninguna respuesta.

Eleazar baja la cabeza.

Jesús adquiere su majestad de Rey de reyes y dice:

–                     Entonces hablaré Yo. –Su Voz y su Presencia son imponentes y majestuosas, como siempre que va a realizar un milagro- repito. Hablaré… Que se haga cómo crees. Estás curado. ¡Alaba al Eterno! ¡Vete en paz!

El hombre se queda paralizado. Siente un calor recorrer todo su cuerpo… da un grito de alegría y cae a los pies de Jesús, besándoselos y adorándolo.

–                     ¡Vete! Sé siempre bueno. ¡Adiós!

El hombre sale seguido por su mujer.

Ismael dice escandalizado:

–                     Pero Maestro… ¡En mi casa!… ¡En día sábado!…

–                     ¿No lo apruebas? Lo sé y por esto he venido. ¿Eres tú un amigo? ¡No! ¡Eres enemigo mío! No eres sincero, ni conmigo, ni con Dios.

–                     ¿Ahora me vas a ofender?

–                     No. Digo la verdad. Dijiste que Eleazar no está obligado a socorrer a la anciana, porque no es de su propiedad. Tú tenías dos huérfanos en tu propiedad. Eran hijos de dos siervos fieles tuyos, que murieron trabajando para ti. Uno con la hoz en la mano. Ella murió por la demasiada fatiga que tenía que soportar para servirte como se lo exigías, pues le dijiste: ‘Contraté a dos personas para el campo. Y para tenerte exijo que hagas tu parte y la de tu marido muerto’ Y ella trabajó y murió con un hijo en el vientre. Para ella no hubo piedad como la que se le tiene a la bestia, cuando tiene su fruto en las entrañas. ¿Dónde están esos dos niños?

Ismael ben Fabi se turba y contesta:

–                     No lo sé… desaparecieron un día.

–                     ¡Ahora no mientas! Basta con haber sido cruel. No hay que añadir la mentira para hacer odiosos tus sábados ante Dios. Aun cuando te abstengas de una obra servil. ¿Dónde están esos niños?

–                     No lo sé. No sé en verdad… ¡Créeme!

–                     Yo lo sé. Los encontré una noche fría, oscura, lluviosa de Noviembre. Los encontré muertos de hambre. Temblando de frío… Cerca de una casa, como dos perritos, buscando un pedazo de pan… Maldecidos y arrojados por quien tuvo menos entrañas que un perro verdadero.

Porque éste hubiera tenido compasión de los dos huerfanitos. Y tú y aquel hombre no la tuvisteis. ¿No trabajaban para ti sus padres?… ¿No es verdad? Habían muerto y tú los arrojaste negándoles aún ese poco de bien, que pertenecían al padre y a la madre. Pudieron morir de hambre y de frío. Podían vivir convirtiéndose el uno en ladrón y ella en prostituta. Porque el hombre arrastra al pecado, ¿Pero a ti que te importaba?

Hace poco citaste la Ley para sostén de tus teorías. Y acaso no dice la Ley: “No haréis daño a la viuda y al huérfano. Porque si lo hicieren y levantasen su voz  a Mí; escucharé su grito y mi furor se encenderá. Y os exterminaré con la espada y vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos.” ¿No dice así la Ley? ¿Entonces por qué no la observas? ¿Me defiendes ante otros? ¿Entonces por qué no defiendes mi Doctrina ante ti mismo? ¿Quieres que sea tu amigo? Y entonces por qué haces lo contrario de lo que digo.

Uno de vosotros, presa de la desesperación, arrancándose los cabellos corre por causa de su bosque que se está incendiando. ¡Pero no se los arranca ante la ruina de su corazón! ¿Por qué queréis creeros siempre perfectos, vosotros a quien la suerte puso en lo alto? Me odiáis porque os descubro las llagas. Soy el Médico de vuestros corazones. ¿Puede un médico curar si no descubre la llaga y no la limpia? Muchos ignoráis que esa mujer que acaba de salir, es una de las que merecen el primer lugar en el banquete de Dios, aunque su apariencia sea pobre.

No es lo externo. Es el corazón, el espíritu, lo que vale. Dios ve todo desde lo alto de su trono. Os juzga. ¡A cuántos mejores que vosotros está viendo!…

Ante Dios, quién se humilla será exaltado y quién se exalta será humillado. Ismael, no me odies porque te curo. Yo no te odio. Vine a curarte. Estás más enfermo que aquel hombre. Me invitaste para honrarte a ti mismo y satisfacer a tus amigos. Invitas frecuentemente pero por tu soberbia. Por alegría. No lo hagas.

Abre tu casa. Abre tu corazón a los pobres. Ellos te llenarán de bendiciones y Dios te cambiará en favores esas bendiciones. Al final… ¡Qué suerte tan feliz espera a todos los misericordiosos! ¡Pues Dios los recompensará en la resurrección de los muertos!

¡Ay de los que cierran su corazón al hermano! ¡Ay de ellos! Yo tomaré en mis manos, la venganza de los abandonados.

–                     Maestro, yo quiero contentarte. Tomaré a esos niños.

–                     No.

–                     ¿Por qué?

–                     ¡Ismael!…

Este baja la cabeza. Está aparentando humildad. Pero es una víbora a la que se le ha exprimido el veneno…

Eleazar interviene:

–                     Bienaventurados los que se sentarán al banquete de Dios. Pero créeme Maestro que a veces la vida nos sirve de obstáculo. Los cargos… las ocupaciones…

Jesús responde con la parábola del banquete y los invitados que se excusan… y concluye:

–                     … Hasta una hora basta para cambiar un corazón, con tal de que éste QUIERA. Ismael, te agradezco todo. no me odies. Medita. Recuerda que fui severo por amor, no por odio. Paz a esta casa y a sus moradores. Paz a todo si la merecéis.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

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