105- VIAJERO INCÓGNITO26 min read

En un cruce de caminos, cerca de un pequeño poblado, hay un montón de pordioseros que pide limosna a los peregrinos, con un coro de lamentos.

Jesús los ve y dice a Simón Zelote y a Felipe:

–                     Dadles dinero y pan. Judas tiene el dinero. Juan, el pan.

Ligeros van a cumplir lo que se les ordenó.

Los mendigos se sorprenden por los buenos modales de los que les dan un óbolo y les preguntan:

–                     ¿Quiénes sois que os compadecéis así de nosotros?

–                     Discípulos de Jesús de Nazareth, el Rabí de Israel. El que ama a los pobres y a los infelices, porque es el Salvador y pasa anunciando la Buena Nueva y haciendo milagros.

Un hombre de párpados horrorosos grita:

–                     El milagro es éste. – Y se avoraza del pedazo de pan limpio.

Una mujer que pasa con su cántaro de bronce, les dice:

–                     Ese no es de acá. Es peleador y violento con todos. Roba a los pobres del poblado. Se dice que es un ladrón que por años robó y mató, bajando de los montes de Petra. Que es un soldado que desertó y ahora tuerto, vino a parar aquí. ¿Es aquel el Salvador? –pregunta señalando a Jesús.

Felipe contesta:

–                     Es Él. ¿Quieres hablarle?

–                     ¡Oh, no!  -responde con indiferencia.

Los apóstoles la saludan y se van a alcanzar al Maestro. Pero de pronto entre los ciegos surge un tumulto y se oye un llanto.

Todos voltean y la mujer da la explicación de lo sucedido:

–                     Ha de ser ese hombre malo que quita el dinero a los más débiles. Siempre hace lo mismo.

De hecho, un muchacho sale del grupo sangrando, llorando, lamentándose.

–                     ¡Me quitó todo! ¡Mi madre no tiene pan!

Unos sienten compasión. Otros ríen.

Jesús pregunta a la mujer:

–                     ¿Quién es?

–                     Un jovencillo de Pela. Es muy pobre. Anda mendigando. Todos en su casa están ciegos por contagio mutuo. Su padre ya murió. Su madre está en su casa. El pide limosna para sobrevivir.

El muchacho avanza con su bastoncillo, enjugándose las lágrimas y la sangre de la frente, con la punta de su raído manto.

La mujer lo llama.

–                     Espera Yaia. Te voy a lavar la frente y te daré un pan.

–                     Tenía dinero y pan para varios días. Mi madre me está esperando para comer. ¡Ya no tengo nada! –dice mientras se lava con el agua que le dieron.

Jesús se acerca y le dice:

–                     No llores. Te daré lo que tengo.

Judas interviene intranquilo:

–                     Pero Señor, ¿Por qué? ¿Dónde nos alojaremos? ¿Qué vamos a hacer?

Jesús responde:

–                     Alabaremos a Dios que nos conserva sanos. Lo que es ya un gran favor.

El muchacho dice:

–                     ¡Oh, que si lo es! Si yo pudiera ver, trabajaría para mi madre.

Jesús pregunta:

–                     ¿Quieres curarte?

–                     Sí.

–                     ¿Por qué no vas a ver a los médicos?

–                     Ninguno ha podido curarnos. Nos han dicho que hay uno en Galilea, que no es médico, pero cura. ¿Pero cómo podríamos ir allá?

–                     Ve a Jerusalén. Hay un olivar en las faldas del Monte de los Olivos, cerca del camino de Bethania. Pregunta por Marcos y Jonás. Todos los del suburbio de Ofel, lo señalarán. Puedes unirte a alguna caravana. Pregunta a Jonás  por Jesús de Nazareth.

–                     ¡Cierto! ¡Ese es el Nombre! ¿Me curará?

–                     Si tienes fe, sí.

–                     Fe, tengo. ¿A dónde vas Tú que eres así tan bueno?

–                     A Jerusalén para la Pascua.

–                     ¡Oh! ¡Llévame contigo! No te daré ninguna molestia. Dormiré al descubierto y me contentaré con un pedazo de pan. Vamos a Pela. ¿Vas para allá, verdad? Se lo decimos a mi madre y luego nos vamos. ¡Oh! ¡Poder vernos!… ¡Eres bueno, Señor!

–                     Ven. Te llevaré a la luz.

–                     ¡Bendito seas!

Vuelven a ponerse en marcha.

Jesús sostiene por un brazo al muchacho, para guiarlo con cuidado.

Éste le pregunta:

–                     ¿Quién eres? ¿Un discípulo del Salvador?

–                     No.

–                     ¿Lo conoces?

–                     Sí.

–                     ¿Crees que me curará?

–                     Lo creo.

–                     Bueno… Ha de querer dinero… y yo no tengo. ¡Los médicos piden tanto! Por tratar de curarnos hemos caído en las garras del hambre.

–                     Jesús de Nazareth solo quiere Fe y amor.

–                     Es muy bueno entonces. Pero también Tú lo eres.  –toca la manga de su vestido y exclama- ¡Qué hermoso vestido tienes! ¡Eres un Señor! ¡No te avergüenzas de mí que visto harapos!

–                     Sólo me avergüenzo de las culpas, las cuales deshonran al hombre.

–                     Yo cometo algunas veces la de sentirme disgustado de mi situación. Y la de desear vestidos calientes, pan y sobre todo, la vista.

Jesús lo acaricia.

–                     Esas no son culpas que deshonren. Sin embargo trata de no tener ni siquiera estas imperfecciones y serás un santo.

–                     Pero si me curo, no las cometeré más. O si no me curo, deberé prepararme, para aceptar mi suerte. Instrúyeme para ser otro Job.

–                     Te curarás. Pero deberás contentarte con tu situación, aun cuando no fuere de las más agradables.

Han llegado a Pela.

Algunas mujeres que trabajan en los surcos, en las hortalizas o que están lavando, saludan a Yaía, diciéndole:

–                     ¡Regresas pronto hoy!

–                     ¿Te fue bien?

–                     ¿Has encontrado un protector, pobre hijo?

–                     Yaía, si tienes hambre tengo una escudilla para ti. Si no la quieres, será para tu madre. ¿Vas a tu casa? Llévatela.

El cieguito contesta:

–                     Voy a decir a mi madre que me voy con este buen Señor a Jerusalén, para que me curen. Conoce a Jesús de Nazareth y me lleva a donde está Él.

A las puertas de la ciudad, el camino está lleno de gente, mercaderes y peregrinos. Una mujer de buena presencia que cabalga sobre un burro, acompañada de dos criados, se vuelve al oír hablar de Jesús.

Tira de las riendas, detiene al borrico, baja y se dirige a Jesús.

–                     ¿Tú conoces a Jesús de Nazareth? ¿Vas a donde está Él? También yo voy… Para que cure a mi hijo. Necesito hablar con el Maestro, porque… -y se pone a llorar dolorosamente bajo el velo.

Jesús le pregunta:

–                     ¿De qué está enfermo tu hijo? ¿Dónde está?

–                     Es de Gerasa, pero ahora está en Judea. Va como un poseído… ¡Oh! ¿Qué he dicho?

–                     ¿Está endemoniado?

–                     Señor, lo estuvo y se curó. Ahora es más demonio que antes, porque… ¡Oh! ¡Esto solo puedo decirlo a Jesús de Nazareth!

Jesús ordena:

–                     Santiago, Simón. Tomad al niño y seguid adelante. Me esperaréis al otro lado de la puerta. Mujer, puedes decir a tus criados que se adelanten. Hablaremos entre nosotros.

La mujer objeta:

–                     ¡Tú no eres el Nazareno! Sólo con Él quiero hablar. Porque sólo Él puede comprender y tener misericordia.

Los otros siguen adelante.

Jesús espera a que no haya nadie en el camino y dice:

–                     Puedes hablar. Yo soy Jesús de Nazareth.

La mujer lanza un gemido y trata de arrodillarse.

Pero Jesús se lo impide:

–                     ¡No! Por ahora nadie debe saberlo. Habla. Dios ha querido que nos encontrásemos.

–                     ¡No hay descanso para mí! Tengo un hijo. Estuvo endemoniado. Era una fiera en los sepulcros. Nada podía contenerlo. Nada curarlo. Te vio. Te adoró con la boca del demonio y lo curaste. Quiso seguirte. Tú pensaste en su madre y me lo enviaste, para devolverme la vida y la razón, que me empezaban a faltar, por el dolor de saber que tenía un hijo endemoniado. Y me lo enviaste también para que te predicase, pues él quería amarte. Yo… ¡Oh! Ser madre nuevamente y de un hijo santo. ¡De un siervo tuyo! ¡Pero él te abandonó después de haberte conocido!

Esto fue hace poco tiempo y se ha puesto como loco… Vino a Gerasa y ha destruido la fe que la ciudad tenía en Ti; diciendo infamias contra Ti. ¡Te ha traicionado, Señor! interpreta mal tus palabras. Para mí que soy israelita, esto es un tormento. ¡No vayas a maldecirme por haberlo engendrado! –la mujer solloza amargamente.

–                     ¡Oh, no! ¡Escucha pobre madre! ¡Cálmate! Tú no eres responsable de lo que él hace equivocadamente y puedes ser causa de su salvación. Las madres pueden reparar las ruinas de sus hijos y lo harás. Tu dolor no es estéril. Con él se salvará el alma que amas. Estás expiando por él. Y lo haces de tal modo, que le alcanzas el perdón de Dios. Él volverá a Dios. Ya no llores.

–                     Pero, ¿Cuándo será?

–                     Cuando tu llanto se haya diluido con mi sangre.

–                     ¿Tu sangre? ¿Entonces es verdad lo que anda diciendo? ¿Qué te matarán porque eres digno de ello?… ¡Horrible blasfemia!

–                     La primera parte es verdad. Me matarán para haceros partícipes de la Vida. Soy el Salvador. Y la salvación se entrega con la palabra, con la misericordia, con el holocausto.

Esto es necesario para tu hijo y lo daré. Pero ayúdame. Dame tu dolor. Vete con mi bendición. Consérvala contigo para que puedas ser misericordiosa y paciente con él. Y recuérdale de este modo que otro tuvo misericordia con él. Vete. Vete en paz.

–                     Pero Tú no vayas a hablar en Pela. ¡No hables en Perea! Ha hecho que todos se pongan en contra tuya. Y él no es el único.

–                     Haré algo y será suficiente para aniquilar las obras de los otros. Vete en paz a tu casa.

Continúan su camino. La mujer se une con sus criados y Jesús con los discípulos. Ella lo sigue como fascinada, mientras Él se dirige a una casucha que está en la falda del monte.

El cieguito grita:

–                     ¡Madre! ¡Madre!

Se asoma una mujer todavía bastante joven y también ciega por el tracoma:

–                     ¿Tan pronto has regresado, hijo mío? ¿Tantas fueron las limosnas que regresas, cuando todavía el sol está muy alto?

–                     Madre. He encontrado a alguien que conoce a Jesús de Nazareth  y que promete llevarme a dónde Él está, para que me cure. Es muy bueno. ¿Me dejas ir, madre?

–                     ¡Claro que sí, Yaía! Aunque me quede sola, ¡Vete! ¡Vete, bendito! ¡Y mira también por mí al Salvador!

El aplomo y la fe de la mujer son absolutos.

Jesús sonríe y pregunta:

–                     ¿Mujer, no dudas de Mí, ni del Salvador?

Ella contesta firme:

–                     No. Si lo conoces y eres su amigo, también debes ser bueno. ¡Y qué decir de Él! ¡Vete, hijo! No te detengas un momento. Dame un beso y vete con Dios.

Se buscan a tientas. Se besan.

Jesús pone sobre la rústica mesa, pan y dinero.

–                     Hasta pronto, mujer. Aquí tienes con qué comprarte alimentos. La paz sea contigo.

Salen. La comitiva vuelve a ponerse en camino.

Caen las primeras gotas de lluvia…

Los apóstoles sugieren:

–                     ¿No nos detenemos? Comienza a llover…

–                     Nos detendremos en Yabes Galaad. ¡Caminad!

Se echan los mantos sobre la cabeza. Jesús pone el suyo, sobre la cabeza del muchacho. La madre de Marcos de Yosía lo sigue con sus criados, cabalgando sobre su borrico. Parece que no puede separarse de Él. Salen de Pela y entran en la verde campiña, bajo el triste día lluvioso.

Caminan un kilómetro.

Jesús se detiene. Toma entre sus manos la cabeza del muchacho y lo besa en los ojos apagados diciéndole:

–                     Y ahora regresa. Ve a decir a tu madre que el Señor premia a quien tiene Fe. Y ve a decir a los de Pela, que Yo Soy el Señor.

Hace que regrese y ligero se aleja.

Pasan unos tres minutos, cuando el muchachito empieza a gritar:

–                     ¡Pero si yo veo! ¡Oh, no te vayas! ¡Tú eres Jesús! ¡Permíteme que lo primero que vea seas Tú!

Y cae de rodillas en el camino que la lluvia va mojando.

La mujer gerasena, con sus criados por una parte y los apóstoles por la suya, corren a ver el milagro.

También Jesús regresa, despacio y sonriente. Se inclina a acariciar al jovencito.

–                     Vete. Vete a donde está tu madre y procura creer siempre en Mí.

–                     ¡Sí, Señor mío!… ¿Y mi Madre? ¿Se quedará en la oscuridad, aun cuando cree como yo?

La sonrisa de Jesús es mucho más luminosa. Mira en torno suyo y ve en el borde del camino, un matorral de margaritas, bañadas por la lluvia.

Se inclina. Las corta, las bendice y se las da al jovencito, diciendo:

–                     Pásalas por los ojos de tu madre y recobrará la vista. No regreso. Sigo adelante. Quien es bueno, que me siga con su corazón y hable de Mí a los que vacilan. Habla de Mí en Pela, a los que titubean en su fe. Vete. Dios va contigo.

Luego se vuelve a la mujer de Gerasa:

–                     Tú síguelo. Ésta es la respuesta que Dios da a los que se esfuerzan por hacer que la fe de los hombres en el Mesías, empequeñezca. Que esto refuerce la tuya y la Yosía. Vete en paz.

Se separan. Jesús emprende nuevamente su camino hacia el sur. El muchacho, la gerasena y sus criados hacia el norte.

La lluvia tupida los separa, como si fuera un velo espeso…

El valle profundo y boscoso donde se levanta Yabes Galaad, rumorea con un arroyo bastante caudaloso, en su camino hacia el Jordán. Más el día lluvioso y gris, dan la impresión de que la población no tiene un corazón hospitalario.

Tomás, cuyo buen humor jamás se agota, pese a que trae los vestidos salpicados de lodo hasta la cintura, exclama:

–                     ¡Uhmm! No quisiera que después de tantos siglos se acuerden de la jugada que les hicieron los nuestros y se quieran vengar. ¡Faltaría más! ¡Pero vamos a sufrir por el Señor!

No los matan. No. Pero los arrojan de todas partes gritándoles ladrones y cosas peores.

Felipe y Mateo tienen que echar una buena carrera, para escapar de un perro que un pastor les azuzó, cuando fueron a pedir a la puerta del redil, que les permitiera pasar la noche, al menos bajo el tejado de los animales.

Los apóstoles comentan:

–                     ¿Qué hacemos ahora?

–                     No tenemos pan.

–                     Ni dinero. ¡Sin él no hay pan, ni alojo!

–                     ¡Y estamos muertos de frío, de hambre y llenos de lodo!

–                     La noche se nos viene encima.

–                     ¡Qué bien nos veremos mañana después de una noche en el bosque!

De los doce que son. Siete muestran claramente su malhumor. Tres no lo dicen, pero lo manifiestan en sus caras. Simón Zelote, con la cabeza baja, parece una efigie.

Juan parece gato sobre ascuas. Se vuelve hacia los descontentos. Se vuelve hacia Jesús, que continúa caminando y personalmente va a llamar a las puertas de las casas; pues los apóstoles, o no quieren o tienen miedo.

De este modo recorre las callejuelas empantanadas de lodo y suciedades. En ninguna parte lo admiten.

Llegan a la parte extrema del poblado, donde el valle se alarga en los pastizales de la llanura Transjordánica. Una que otra casa se ve… Pero es lo mismo. Nadie les da alojamiento.

Jesús dice:

–                     Busquemos por los campos. Juan, ¿Te atreves a subir en aquel olmo? Desde lo alto puedes ver mejor.

–                     Sí, Señor mío.

Pedro rezonga:

–                     El olmo está mojado y resbaloso. ¡No va a poder y se puede lastimar! Y además de todo, tendremos a un herido.

Jesús, con toda dulzura, responde:

–                     ¡Entonces subiré Yo!

Todos gritan:

–                     ¡Eso no!

Los que más protestan son los pescadores:

–                     Si es peligroso para nosotros los pescadores, ¿Cómo no lo va a ser para Ti, que no estás acostumbrado a trepar por los cantos y las cuerdas?

–                     Lo hacía por vosotros. Para buscaros donde os alojéis. ¡Por Mí, soy  indiferente! ¡No es el agua la que me molesta!

¡Cuánta tristeza! ¡Qué timbre tan doloroso resuena en sus palabras! Algunos se callan.

Bartolomé dice:

–                     Ya es muy tarde para encontrar algo.

Mateo añade:

–                     Debimos pensarlo antes.

Judas de Keriot grita con tono agresivo y muy agrio:

–                     ¡Claro! ¡Y no haberte encaprichado en salir de Pela, cuando empezaba a llover! Has sido terco e imprudente y ahora lo pagamos todos. ¿Qué cosa quieres encontrar ahora? ¡Si tuviéramos la bolsa llena, habrías visto las puertas abiertas!… ¡Pero Tú!… ¿Por qué no haces un milagro? ¡Al menos un milagro para tus apóstoles, Tú que los haces para los que ni siquiera los merecen!…

Lo hace de tal forma que los demás, aunque en el fondo estén de acuerdo con él, se ven precisados a llamarlo al orden.

Jesús parece el Condenado que dulcemente mira a sus verdugos. Calla. Este callarse que va acentuándose desde hace tiempo y que es como un preludio del ‘Gran Silencio’ que mantendrá en su Pasión.

Estos silencios de Jesús, gritan más que mil palabras, pues revelan todo su dolor ante la incomprensión de los hombres y ante su falta de amor.

Su mansedumbre que no reacciona al quedarse con la cabeza un poco inclinada, parece como si ya hubiese sido entregado a la rabia humana.

Le preguntan:

–            ¿Por qué no hablas?

Jesús contesta:

–                     Porque diría algo que en estos momentos vuestro corazón no puede comprender. ¡Vámonos! ¡Caminemos para no congelarnos!… Y Perdonad…

Se vuelve rápido. Se pone a la cabeza del grupo en el cual algunos lo compadecen, otros lo acusan y otros le dan la razón a sus compañeros…

Juan se queda atrás y sin que nadie lo note. Se va hasta un fresno muy alto. Se quita el manto y el vestido.

Y semidesnudo, con mucho trabajo, en medio de resbalones; se trepa como un gato y llega casi hasta la cresta. Escudriña bajo el cielo, a los grises reflejos de un atardecer moribundo, bajo las nubes plomizas… Su rostro se ilumina de alegría… Se deja resbalar hasta tierra. Vuelve a vestirse y corre a alcanzar a su Maestro.

Con el aliento entrecortado le dice:

–                     ¡Una choza, Señor!… Pero hay que regresar. Subí a ese árbol. ¡Ven! ¡Ven!

Jesús dice serio y cortante:

–                     Voy con Juan por este lado. Si queréis venir, está bien. Si no, continuad hasta el último poblado, cercano al río. Nos encontraremos allá.

Los apóstoles lo siguen a través de los campos y comentan refunfuñando:

–                      ¡Está regresando a Yabes!

–                     Yo no veo ninguna casa.

–                     ¡Quién sabe qué casa habrá visto el muchacho!

–                     Tal vez un pajar.

–                     ¡O la choza de algún leproso!

–                     Y así acabaremos de empaparnos…

–                     ¡Estos campos parecen esponjas!

Detrás de una hilera tupida de troncos hay una choza larga, baja. Con el techo de paja. Parece un redil. Una empalizada que sirve de patio, rodea la cabaña y dentro se ven verduras que gotean agua.

Juan llama.

Un hombre anciano se asoma preguntando:

–                     ¿Quién es?

Jesús responde:

–                     Peregrinos que vamos a Jerusalén. ¡Por favor, un refugio en Nombre de Dios!

–                     Porqué no. Es un deber. Pero no estaréis cómodos. No hay mucho espacio y no tengo camas.

–                     No importa. Por lo menos tendrás fuego.

El hombre abre.

–                     Entrad y la paz sea con vosotros.

Atraviesan la pequeña hortaliza. Entran a la única habitación que es cocina, recámara, todo. hay fuego. Hay orden y pobreza.

El hombre dice:

–                     ¡Ved! No tengo más que un corazón que es honrado. ¡Si os acomodáis! ¿Traéis pan?

Jesús contesta:

–                     ¡No! Solo un puñado de aceitunas.

–                     No tengo pan para todos. Pero os daré algo con leche. Tengo dos ovejas. Voy a ordeñarlas. Dadme vuestros mantos. Los extenderé en el redil, aquí atrás. Se secarán un poco y mañana el fuego hará el resto.

El hombre sale con los mantos y todos se acercan a la alegre llama. Regresa con un petate y lo extiende.

–                     Quitaos las sandalias. Les quitaré el fango y las colgaré para que se sequen. Os daré agua caliente para que os quitéis el lodo de los pies. El petate está limpio y es grueso. Será mejor que el suelo frío.

Quita un caldero en el que estaba hirviendo verduras y echa agua caliente en un lavamanos. Le agrega agua fría. En un cubo, hace lo mismo.

–                     Tomad. Os restableceréis. Lavaos. Aquí tenéis una toalla limpia.

En otro caldero pone leche a hervir, con cebada molida.

Jesús, que ha sido uno de los primeros en lavarse, se le acerca…

–                     Dios te dé su Gracia por tu caridad.

–                     No hago más que devolver lo que se me ha dado. Era ya un leproso. Desde los treinta y siete hasta los cincuenta y uno. Después me curé. Cuando regresé me encontré que habían muerto mis familiares, mi mujer y que mi casa había sido arrasada. Era yo ‘el leproso’ Me vine aquí y me he hecho un nido con mis esfuerzos y con la ayuda de Dios. Poco a poco edifiqué lo que ven.

El año pasado acomodé las ovejas. Las compré haciendo petates que vendo y otras cosas de madera. Tengo un manzano, un peral, una higuera, una vid. Detrás tengo un campo pequeño de cebada. Enfrente uno de verduras. Cuatro pares de palomas y dos ovejas. Dentro de poco tendrán sus corderitos. Esperamos que sean hembras esta vez. Bendigo al Señor y no pido más. ¿Quién eres?

–                     Un Galileo. ¿Tienes prejuicios?

–                     Ninguno, porque soy de raza judía. Me he acostumbrado a vivir solo.

–                     ¿Y para las fiestas?

–                     Lleno las bateas y me voy. Rento un borrico. Me doy prisa. Hago lo que debo y regreso. Nunca me ha faltado nada. Dios es Bueno.

–                     Tienes razón. Con los buenos y con los que no lo son tanto. Los buenos están bajo sus alas.

–                     También lo dice Isaías. Me ha protegido.

Tomás pregunta:

–                     ¿Estuviste leproso?

–                     Sí. Empobrecí y me quedé solo. ¡Pero mira si no es un favor de Dios, volver a la vida humana y tener techo y pan! Mi modelo en mi desventura, fue Job. Espero merecer como él, la Bendición de Dios; no tanto con riquezas, como con Gracia.

–                     La tendrás. Eres un justo. ¿Cómo te llamas?

–                     Matías.

Saca el caldero, lo pone sobre la mesa. Agrega mantequilla y miel, lo revuelve y lo regresa al fuego.

Y dice:

–                     Sólo tengo seis trastos entre platos y tazones. Os turnaréis.

–                     ¿Y tú?

–                     Quien hospeda se sirve al último. Primero los hermanos que Dios envía. Bueno. ¡Está listo!

Echa unas cucharadas de papilla en cuatro platos y dos tazones. Las cucharas son de palo.

Jesús dice a los más jóvenes que empiecen a comer.

Juan dice:

–                     ¡No! ¡Tú primero!

Jesús insiste:

–                     ¡No! ¡No! Que Judas se llene y vea que siempre hay comida para los hijos.

Iscariote cambia de color, pero come.

Matías pregunta:

–                     ¿Eres un Rabí?

–                     Sí. Éstos son mis discípulos.

–                     Cuando estaba en Betabara, solía ir con el Bautista. ¿No sabes nada del Mesías? Dicen que ya está y que Juan lo señaló. Cuando voy a Jerusalén, espero siempre verlo, pero no lo he logrado. Hago lo que debo, pero no tengo tiempo para detenerme. Por eso no lo veo. Me he aislado aquí y luego…

Hay gente que no es buena en Perea. He hablado con algunos pastores que vienen a apacentar sus animales, lo han visto. Me han hablado de Él. ¡Cuántas cosas no habrá dicho!

Jesús no se descubre. Le toca ahora comer. Y lo hace con mucha tranquilidad, sentado junto al anciano.

–                     ¿Y ahora cómo vamos a hacer para dormir? Os dejaré mi cama. Yo me iré con las ovejas.

–                     No. Iremos nosotros. El heno es bueno para el que está cansado.

La cena termina y piensan reposar, para partir con la aurora.

Pero el anciano insiste y Mateo, que es el que está acatarrado, va dormir a su cama.

La aurora es un diluvio. ¿Cómo partir con esta agua torrencial? Hacen caso al anciano y se quedan.

El hombre cuece cebada para todos y mete unas manzanas entre la ceniza. Empiezan a comer y están ya para terminar, cuando afuera se oye un grito:

–                     ¿Otro peregrino? ¿Cómo haremos?

El anciano se levanta y envolviéndose en una gruesa manta, sale. En la cocina hay fuego, pero no buen humor.

Jesús no dice nada.

El anciano regresa sorprendido… Mira a Jesús… Mira a los apóstoles. Parece atemorizado… Como si escudriñara.

Finalmente pregunta:

–                     ¿Entre vosotros está el Mesías? Decidlo. Que los de Pela lo buscan para adorarlo, por un gran milagro que hizo. Desde ayer noche lo andan buscando por todas las casas, hasta el río. Están afuera con carros. ¡Hay mucha gente!

Jesús se levanta y los Doce dicen:

–                     ¡No vayas! Si dijiste que no era conveniente quedarse en Pela, ¡Es inútil salir ahora!

El anciano comprende:

–                     ¡Pero entonces!… ¡Oh, Bendito Tú  y quién te envió! ¡Y yo también que te hospedé!… ¡Tú Eres el Rabí Jesús! El… ¡Oh!… –el hombre se arrodilla y pega su frente contra el suelo.

Jesús dice:

–                     Soy Yo. Pero permíteme ir a donde están los que me buscan. Después vengo contigo.

Se zafa de las manos del anciano que estaba asido a sus rodillas y sale al huertecito lleno de agua…

Todos gritan:

–                      ¡Vedlo! ¡Vedlo! ¡Hosanna!

Bajan de los carros. Hay hombres, mujeres, el ciego de ayer; su madre y la gerasena.

Sin importarles el lodo, se arrodillan y suplican:

–                     Regresa. Regresa con nosotros a Pela.

–                     ¡No! ¡A Yabes!

–                     ¡Queremos tenerte!

–                     ¡Estamos arrepentidos de haberte arrojado!

–                     ¡No! ¡No! ¡Ven con nosotros a Pela, donde tú milagro te proclama!

–                     A ellos les diste la luz de los ojos. Danos a nosotros la del alma.

Jesús responde:

–                     No puedo. Voy a Jerusalén. Allá me encontraréis de nuevo.

–                     ¡Estás enojado porque te arrojamos!

–                     Estás disgustado porque sabes que dimos oídos a las calumnias de un pecador.

La madre de Marcos se cubre la cara bañada de lágrimas.

La gente insiste:

–                     Pídeselo tú Yaía, pues te quiere mucho.

Jesús responde:

–                     Me encontraréis en Jerusalén. Idos y sed constantes. Adiós.

–                     No. Ven.

–                     Te llevaremos a la fuerza si no vienes.

–                     No levantéis la mano contra Mí. Esto sería idolatría, no una fe verdadera. La fe cree aún sin ver. Persevera aunque se le combata. Cree aún sin milagros. Me quedo con Matías que supo creer aún sin haber visto algo. Y que además es un justo.

–                     Acepta por lo menos nuestros dones.

–                     Dinero. Pan.

–                     Nos dijeron que diste todo lo que tenías a Yaía y a su madre.

–                     Toma una carreta, viajarás en ella. Tómala. Llueve y continuará lloviendo. No te mojarás tanto y lo harás más pronto.

–                     Danos una prueba de que no nos guardas rencor.

Los del otro lado de la empalizada, hacen mucho ruido.

Detrás de Jesús, está el viejo Matías de rodillas y con la boca abierta por el asombro. Y detrás de él, los apóstoles.

Jesús extiende su mano y dice:

–                     Acepto los regalos para los pobres. Pero la carreta no. Soy pobre entre los pobres. No insistáis. Os bendeciré.

Acaricia y bendice de un modo especial a Yaía, a su madre y a la mujer gerasena.

Y a los demás que se acercan y se postran ante Él. Dan a los apóstoles, dinero y víveres.

Jesús se despide de todos y regresa adentro.

Los apóstoles le dicen:

–                     ¿Por qué no les dijiste algo?

–                     El milagro hecho en los dos ciegos, está hablando.

–                     ¿Por qué no aceptaste la carreta?

–                     Porque es mejor ir a pie.

Se vuelve hacia Matías:

–                     Te habría recompensado solo con bendiciones. Ahora puedo agregar a ellas un poco de dinero, por los gastos que hiciste.

–                     ¡Oh, no! Señor Jesús… No acepto. Lo hice de todo corazón. Y ahora lo hago sirviendo al Señor. el Señor no paga. No está obligado. Soy yo quien tengo que pagar, no Tú. ¡Oh! ¡Este día, jamás se borrará de mi memoria! ¡Aún en la otra vida!

–                     Has dicho bien. tu misericordia que tuviste con los peregrinos, la encontrarás escrita en el Cielo, como tú Fe pronta en creer. Tan pronto aclare nos vamos. Podrían regresar aquellos.

Voy a mi destino. Dios y el hombre me empujan. Me impele el amor. Me impele el odio. Quién me ama puede seguirme. Pero el Maestro no va a correr detrás de las ovejas que no quieren.

Matías pregunta:

–                     ¿No te aman, Maestro Divino?

–                     No me comprenden.

–                     Son malos.

–                     La concupiscencia los tiene ciegos.

El anciano no se atreve a mostrarse más confianzudo.

Jesús por el contrario; ahora que ya no es el Desconocido, se muestra más franco y habla con Matías como si fuera un pariente.

Así pasan las horas hasta que llega el mediodía. El cielo se despeja.

Jesús ordena que se parta. El anciano corre a traer los mantos secos.

Jesús pone en una cajita el dinero y en una artesa, pan y queso.

El hombre vuelve y Jesús lo bendice. Emprende el camino, volviéndose una vez más a ver esa cabeza blanca, que se asoma entre la empalizada.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA

 

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