110.- LA PASCUA DE SANGRE
Sabea del Carmelo se calla por un momento…
Y para consternación de los escribas, fariseos y saduceos, que insisten ante Jesús para que la exorcice del implacable espíritu profético que los está avasallando… Ella parece haber hecho una pausa, únicamente para continuar con más fuerza …
Y da un grito que hace estremecer:
– ¡Horror! La Voz da luz. La luz da vista… ¡Horror! ¡Yo veo!…
Su grito parece un aullido. Se retuerce como si estuviera viendo un horrible espectáculo, que le torturase el corazón y se rehusara a verlo. De la espalda se le cae el manto. Le queda solo la vestidura marfileña, que tiene por fondo el negro tronco.
A la luz del crepúsculo agonizante, su cara adquiere un aspecto trágico e imponente. Su rostro está esculpido por el dolor.
Se retuerce las manos mientras repite llorando:
– ¡Veo! ¡Veo! Veo los crímenes de este Pueblo mío. Soy impotente para detenerlos. Veo el corazón de mis compatriotas y no lo puedo cambiar. ¡Horror! ¡Horror! Satanás ha abandonado sus lugares y ha venido a vivir a su corazón.
Los escribas ordenan a Jesús:
– ¡Hazla callar!
Jesús contesta:
– Prometisteis que la dejaríais hablar…
La mujer continúa:
– ¡Inclínate a tierra, al lodo! ¡Oh, Israel! ¡Que todavía sabes amar al Señor! Cúbrete de ceniza. Vístete de cilicio. ¡Por ti! ¡Por ellos! ¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Sálvate! Veo a una ciudad que en tumulto, va a cometer un crimen.
¡Oigo! ¡Oigo los gritos de los que con odio invocan su sangre sobre sí! Veo levantar la Víctima en la Pascua de Sangre.
Y que corre esa Sangre. Y que esa Sangre grita, más que la sangre de Abel.
Mientras se abren los cielos, la Tierra se sacude y el sol se oscurece. ¡Esa Sangre no pide venganza, sino piedad por su Pueblo Asesino! ¡Piedad por nosotros!…
¡Jerusalén, conviértete! ¡Esa Sangre…! ¡Esa Sangre…! ¡Un río…! ¡Un río que lava el mundo curándolo de todos los males; borrando toda Culpa!…
¡Pero para nosotros…!
¡Para nosotros de Israel, esa Sangre es Fuego!… Para nosotros es un cincel que escribe sobre los hijos de Jacob, el nombre de los Deicidas y la Maldición de Dios… ¡Jerusalén, ten piedad de ti misma y de nosotros!
Los escribas gritan.
– ¡Hazla callar! ¡Te lo ordenamos!
Mientras la mujer solloza cubriéndose la cara.
Jesús dice:
– No puedo imponer silencio a la verdad.
Los escribas acosan a Jesús:
– Ciertamente es una loca que delira.
– ¿Qué Maestro eres si tomas por verdad, las palabras de una demente?
– ¿Qué Mesías eres si no sabes hacer callar a una mujer?
– ¿Qué Profeta eres si no sabes poner en fuga al demonio? ¡Y otras veces lo has hecho!
– Lo ha hecho, sí. Pero ahora no le conviene. Es todo un juego preparado para atemorizar a las turbas.
Jesús responde:
– ¿Habría Yo escogido esta hora? ¿Este lugar? ¡Este puñado de hombres!… Cuando podría haberlo hecho en Jericó, cuando me han seguido cinco mil y tal vez más de cinco mil personas. Y me han circundado, ¿Cuando el recinto del Templo ha sido estrecho, para dar cabida a todos los que querían oírme?
¿Puede el demonio decir palabras sabias? ¿Quién de vosotros, con el corazón en la mano, puede afirmar que de los labios de ella ha brotado algún error? ¿No resuenan en sus labios femeninos las terribles palabras de los Profetas? ¿No percibís el alarido de Jeremías y el llanto de Isaías y de los otros profetas?
¿No percibís la Voz de Dios a través de esta mujer?
La Voz que quiere ser oída, para vuestro bien? No me escucháis a Mí. Podéis pensar que hablo en mi favor. Pero ésta que me es desconocida, ¿Qué favor puede esperar de estas palabras? No recogerá más que vuestro desprecio.
Vuestras amenazas; tal vez vuestra venganza. ¡NO! ¡Que no le impongo silencio! Antes bien; para que estos pocos la oigan… Y para que vosotros podáis así enmendaros, le ordeno: ¡Habla! ¡Habla te lo digo, en el Nombre del Señor!…
Es Jesús ahora el que parece majestuoso. Es el Mesías de las horas del Milagro. Con sus grandes ojos magnéticos; en los que una chispa de azul desprendida de la hoguera que está entre ella y Él, hace más brillantes.
La mujer por el contrario, oprimida por el Dolor, causa menor impresión. Sigue con la cabeza inclinada. Con la cara cubierta por sus manos, sobre las que caen sus negros cabellos, que se han soltado y que tanto delante como en la espalda; parecen como un velo de luto sobre su vestido blanco.
Jesús insiste:
– ¡Habla, te lo ordeno! Tus palabras de dolor no dejan de tener su fruto. Sabea de la estirpe de Aarón, ¡Habla!…
La mujer obedece:
– ¡Oh, Jordán; sagrado río de nuestros padres! Eres un río de paz y conoces muchos dolores. ¡Oh, Jordán que en las negras horas de tempestad, sobre tus crecidas aguas, algunas veces el tierno arbusto en que había un nido; lo arrastras vertiginoso hacia el abismo mortal del mar salado y no tiene piedad del par de pajarillos que sigue con su vuelo piando de dolor, su nido que has destruido!
De igual modo verás, ¡Oh, sagrado Jordán! Azotado por la Ira Divina.
Arrancado de sus casas, de su altar; caminar a la ruina, sumergiéndose en la muerte más espantosa; al Pueblo que no quiso al Mesías. Pueblo mío, ¡Sálvate! ¡Cree en tu Señor! ¡Sigue a tu Mesías! Reconócelo por lo que Es. No es Rey de pueblos y de ejércitos. ¡Es Rey de almas!
De tus almas. De todas las almas. Descendió a reunir a las almas justas. ¡Y volverá a subir para conducirlas al Reino Eterno! ¡Vosotros que todavía podéis amar, estrechaos al Santo! ¡Vosotros a quienes os preocupa el destino de la patria, uníos al Salvador!
¡Que no perezca toda la descendencia de Abraham! ¡Huid de los falsos profetas, de bocas mentirosas y de corazones de rapiña, que tratan de apartaros de la Salvación! Salid de las Tinieblas que se alzan a vuestro alrededor. ¡Escuchad la Voz de Dios!
Los grandes a quienes hoy teméis; son ya polvo en el Decreto de Dios. Uno solo es el Viviente.
Los lugares donde mandan y desde donde oprimen, son ya ruinas. Uno solo perdura.
Jerusalén, ¿Dónde están los orgullosos hijos de Sión de los que te glorías? ¡Míralos! ¡Oprimidos, encadenados caminan hacia el destierro! Por entre los escombros de tus palacios; entre el hedor de los muertos que degolló la espada, que mató el hambre.
¡El furor de Dios se abate sobre Ti! ¡Oh, Jerusalén que rechazas a tu Mesías! Le golpeas en el Rostro, en el corazón. Toda la hermosura que había en Ti, se ha marchitado. Muerta está para ti toda esperanza. Profanados están el Templo y el altar…
Los escribas gritan:
– ¡Hazla callar! ¡Blasfema! Te decimos que la hagas callar…
Sabea:
– … arrancado el Efod. No sirve más…
Sadoc insiste:
– ¡Tú eres culpable si no le impones silencio!
Sabea continúa:
– …porque no reina más. Hay otro Pontífice Eterno. Es Santo. Dios lo ha enviado como Rey-Sacerdote para siempre. Lo envió quien toma las injurias hechas al Mesías por suyas y las venga. Otro Pontífice; el Verdadero; el Santo, Ungido de Dios.
Y por su Sacrificio, en lugar de aquel en cuya frente la tiara es una deshonra, porque cobija pensamientos criminales…
– ¡Cállate, maldita! ¡Cállate o te golpeamos!
Los escribas la maldicen atrozmente, pero ella parece no oír.
El pueblo se arremolina:
– Dejadla hablar, vosotros locuaces. Dice la verdad. Así es. No hay más santidad entre vosotros. Uno solo es el Santo y vosotros lo maltratáis.
Los escribas opinan que es mejor callarse.
La mujer continúa con su voz cansada y dolorosa:
– Había venido para traernos la Paz y lo combatiste. La salud y te burlaste de Él. El amor y lo odiaste. Milagros y has dicho que eran del demonio. Sus manos curaron tus enfermos y tú se las perforaste. Te trajo la Luz y lo cubriste con salivazos y con suciedades en su Rostro. Te trajo la Vida y le diste la muerte.
¡Llora tu error Israel! Y no impreques al Señor cuando vayas al destierro que no tendrá fin, como en otro tiempo. ¡Oh, Israel!… ¡Recorrerás toda la tierra, como un pueblo vencido y maldito; perseguido por la Voz de Dios y con las mismas palabras que se dijeron a Caín!
No podrás reconstruir un nido sólido, sino hasta que reconozcas junto con los otros pueblos, que éste es Jesús, el Mesías, el Señor, el hijo del Señor…
La voz de Sabea se apaga envuelta por el dolor y la fatiga. Parece como si agonizara. Pero aún no ha terminado.
Se reanima a una última orden:
– ¡A tierra, Pueblo que todavía sabes amar! ¡Cúbrete de ceniza! ¡Vístete de cilicio! ¡El Furor de Dios está suspendido sobre vosotros, como una nube preñada de granizo y rayos, sobre un campo maldito!
La mujer cae de rodillas con los brazos extendidos hacia Jesús y grita:
– ¡Paz, Paz! ¡Oh, Rey de Justicia! ¡Paz!, ¡Oh, Adonaí Grande y Poderoso a quién ni siquiera el Padre resiste! ¡Por tu Nombre! ¡Oh, Jesús Salvador y Mesías Redentor! ¡Rey, Dios tres veces Santo; alcánzanos la Paz!
Y se tira sacudida por los sollozos, con la cara sobre la hierba.
Los escribas rodean a Jesús.
Lo llevan aparte, lejos de los demás y con voz amenazante le dicen:
– Lo menos que puedes hacer, es curarla. Porque si en verdad quieres decir que no está poseída por un demonio, no puedes negar que sea una enferma.
Sadoc insinúa:
– ¡Mujeres!… y mujeres sacrificadas por el destino. Su vitalidad debe mostrarse por cualquier parte. Y divagan. Y dicen cosas irreales sobre todo a Ti, que eres joven y muy bello…
Jesús increpa:
– ¡Cállate, boca de serpiente! Tú mismo no crees en lo que dices.
Jesús lo ha ordenado con tal fuerza, que le corta las palabras en los labios del escriba flaco y narigudo que al principio se había burlado de la mujer como de una falsa profetiza.
El escriba que fue a encontrarlo en el camino y le hizo la propuesta a Jesús, se dirige al escriba que lo ha insultado:
– No ofendamos al Maestro, Sadoc. Lo elegimos por Juez de un caso que no podíamos resolver.
– Los demás lo atacan al punto:
– ¡Cállate Yoel, llamado Alamot hijo de Abdías! ¡Sólo un mal nacido como tú, puedes decir esas palabras!
El escriba se pone rojo por la ofensa, pero se domina y con dignidad responde:
– Si mi nacimiento no puede aceptarse, eso no quita que mi inteligencia sea clara antes bien; el prohibirme muchos placeres, me ha hecho un hombre de sabiduría. Si fuerais santos no me humillaríais. Sino respetaríais al sabio.
Sadoc dice:
– ¡Bueno! Hablemos de lo que nos preocupa. Maestro, tienes obligación de curarla. Porque con su delirio espanta a la gente y ofende al sacerdocio, a los fariseos y a nosotros.
Jesús pregunta dulcemente:
– Si os hubiera alabado, ¿Me diríais que la curase?
Sadoc replica:
– No. Porque haría que la gente nos respetase. Este pueblo de cabrones que nos odia en su corazón y se befa de nosotros cuando puede. – sin percatarse de la trampa.
Jesús pregunta otra vez con dulzura:
– ¿Pero no continuaría siendo una enferma? ¿No debería curarla?
Parece un estudiante que preguntase al profesor lo que debe hacer.
Los escribas están tan cegados por la ira, que no comprenden que se están descubriendo…
– En tal caso, no. ¡Más bien tendrías que dejarla que delirase! Hacer todo lo posible para que la gente le creyese profetisa. ¡Honrarla! ¡Señalarla!
– ¿Y si no fuesen cosas verdaderas?
– ¡Oh, Maestro! Si quita lo que dice contra nosotros, lo demás serviría de mucho para levantar el orgullo de Israel contra el romano. A sujetar el orgullo del pueblo contra nosotros.
Jesús replica secamente:
– Pero no se le puede intimar: ‘Habla de este modo’ Ni tampoco, ‘No digas esto…’
– ¿Y por qué no?
– Porque el que delira habla sin saber lo que dice.
Varios escribas dicen:
– ¡Con dinero y alguna que otra amenaza!…
– ¡Se podría obtener todo!
– También así se comportaban los profetas…
Jesús pregunta perplejo:
– No veo claro, en verdad…
Sadoc y Cananías dicen:
– ¡Ah! ¡Es porque no sabes leer entre líneas!
– Y porque no todo se dejó escrito en papel.
Jesús cambia el tono de su voz y empieza su contraataque:
– El espíritu profético no conoce imposición alguna, escriba. Viene de Dios. Y a Dios no se le compra, ni se le atemoriza.
El escriba le replica:
– Pero esta no es una profetisa. Ya no es tiempo de profetas.
– ¿Ya no es tiempo de profetas? ¿Y por qué no?
– Porque no nos lo merecemos. Estamos muy corrompidos.
– ¿De veras? ¿Y lo dices tú? ¡Tú que hace unos instantes la juzgabas digna de castigo porque afirmaba lo mismo!
El escriba Sadoc queda desorientado.
Simón otro escriba, viene en su ayuda:
– El tiempo de los profetas terminó con Juan.
Nahúm otro fariseo apoya:
– Y no hay necesidad de ellos.
Jesús dice:
– ¿Cómo es posible?
– Porque Tú estás para hablarnos de la Ley y hablarnos de Dios.
– También en tiempos de los profetas existía la Ley y la sabiduría hablaba de Dios. Y con todo, los había.
Sadoc interviene:
– ¿Pero qué profetizaban? ¡Tú venida!
Nahúm declara:
– Ya estás aquí. Ya no sirven para nada.
– Una y mil veces me habéis preguntado vosotros, como también los sacerdotes y los fariseos, si Soy Yo el Mesías o no. Y porque lo he afirmado me llamáis blasfemo, loco. Y habéis tomado piedras para arrojármelas, ¿No acaso eres tú Sadoc, a quién llaman el Escriba de Oro? –pregunta Jesús al viejo narigudo.
Sadoc contesta:
– ¿Lo soy y qué?
– Pues bien. Tú exactamente tú has sido siempre el primero, tanto en Giscala, como en el Templo, en volverte violento contra Mí. Te perdono. Te lo recuerdo sólo porque dijiste que no puedo ser Yo el Mesías. Te recuerdo la apuesta que te hice en Quedes. Dentro de poco verás que se cumple parte de ella.
Cuando la luna brille en el invierno te daré la prueba. La primera. La otra, la tendrás cuando el grano de trigo sacuda sus espigas al soplo de los vientos del Nisán, el año entrante.
A los que dicen que los profetas son inútiles, respondo: ¿Quién es el que va a poner límites al Altísimo?
En verdad, en verdad os digo que mientras exista el hombre habrá profetas. Son las teas en medio de las tinieblas del mundo. Son los hornos entre el hielo del mundo. Son las voces que recuerdan a Dios y sus verdades que el tiempo olvida y el descuido arrastra.
Los profetas traen directamente al hombre la Voz de Dios. Provocando sacudidas de emoción en los olvidadizos, en los apáticos hijos del hombre. Tendrán otros nombres, pero tendrán igual misión e igual suerte en el dolor humano y en el gozo inimaginable. ¡Ay si no existieran estos espíritus que el mundo odiará, pero a quienes Dios amará sobre manera!
¡Ay si no padeciesen y no perdonasen! ¡Si no amasen y no trabajasen para obedecer al Señor! ¡El mundo perecería en las tinieblas, en el hielo, en un sopor de muerte, en una idiotez; en una ignorancia salvaje y brutal! Por esto Dios seguirá suscitándolos.
¿Quién podrá decir a Dios que no lo haga? ¿Tú Sadoc? O ¿Tú Nahúm? O ¿Tú Elquías? En verdad os digo que ni siquiera los espíritus de Abraham, de Jacob, de Moisés, de Elías y de Eliseo, podrían decir a Dios que no lo hiciera. Y sólo Dios sabe cuan santos fueron y en medio de qué luces eternas se encuentran.
Sadoc exclama:
– ¡Entonces no quieres curar a la mujer!
Elquías pregunta:
– ¿Ni siquiera condenarla?
Jesús responde:
– No.
– ¿La consideras cómo profetisa?
– Inspirada, sí.
– Eres un demonio como ella. Vámonos. No nos conviene perder el tiempo con los demonios.
Y al decir esto, Sadoc da un empujón de cargador a Jesús, haciéndolo a un lado. Está más que furioso.
Muchos lo siguen. Otros se quedan. Entre estos últimos al que llamaron Yoel Alamot.
Jesús señala a los que se van…
Y a los que se quedan, les pregunta:
– ¿Y vosotros no los seguís?
Yoel Alamot contesta:
– No, Maestro. Nos vamos porque ya es de noche. Pero queremos decirte que aceptamos tu decisión. Dios puede todo. Es verdad.
El de más edad apoya:
– Y puede suscitar almas para nosotros que caemos en muchas culpas, para que nos llamen a la justicia.
Jesús dice:
– Dijiste bien. Y esta humildad tuya, es mucho más grande a los ojos de Dios, que tu saber.
– Entonces acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.
– Sí, Jacob.
– ¿Cómo sabes mi nombre?
Jesús sonríe sin responder.
– Maestro, acuérdate también de nosotros. –dicen otros dos.
Yoel Alamot, añade:
– Bendigamos al Señor que nos dio esta hora.
Jesús responde:
– ¡Bendigamos al Señor!
Se saludan. Se separan.
Jesús se reúne con sus apóstoles. Y con ellos va a donde está la mujer que ha regresado a su postura inicial, sentada sobre la raíz del roble.
Sus padres le preguntan con ansias:
– ¿Nuestra hija tiene un demonio? Eso dijeron aquellos antes de irse.
Jesús contesta:
– No. Estad tranquilos. Amadla porque su destino es muy amargo. Como el de todos sus semejantes… Los verdaderos profetas de Dios…
– Añadieron que esa había sido tu opinión…
– Mintieron. Yo no miento. Estad tranquilos.
Juan de Éfeso se acerca con Salomón y otros discípulos y dice:
– Maestro. Sadoc ha amenazado a éstos. Te lo aviso.
– ¿A éstos o a ésta?
– A éstos y a ella. ¿No es verdad?
El anciano replica:
– Sí. Nos dijeron a mí y a mi esposa que si no procuramos hacer callar a nuestra hija, ¡Ay de nosotros! Y a Sabea le dijeron: “Si hablas te denunciaremos al Sanedrín”
Prevemos que días negros se cernirán sobre nosotros. Pero estamos tranquilos por lo que dijiste y aguantaremos lo que nos venga. Pero por ella, ¿Qué podemos hacer Señor?…
Jesús piensa…
Luego dice:
– ¿No tenéis parientes que vivan lejos de Betlequi?
– No, Maestro.
– Os mandaré con la madre de un discípulo mío que sabe lo que es tener un hijo perseguido. Le diréis que se le de hospedaje en mi Nombre. –luego dice a Sabea- escucha: vas a ir a donde te envío. Continúa sirviendo al Señor en justicia y obediencia. Te bendigo mujer. Quédate en paz.
Sabea responde:
– Sí, Señor y Dios mío… ¿Cuándo deba hablar, lo podré hacer?
– El espíritu que te ama te guiará según las circunstancias. No tengas miedo de su Amor. Sé humilde, casta, sencilla y sincera. Y Él no te abandonará. Quédate en paz.
La bendice y se va con sus apóstoles…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
109.- EL PRÍNCIPE DE PAZ
El grupo apostólico sigue su camino por campos arados y huertos. En un recodo, encuentran a unos escribas y éstos saludan a Jesús:
– La paz sea contigo, Maestro. Te hemos esperado aquí, para… venerarte.
Jesús responde:
– No es verdad. Para estar seguros de que no había alguna trampa. Hicisteis bien. convenceos de que no he tenido modo alguno de ver a la mujer, ni a ninguno de los que están con ella. Vuestro corazón fomenta ciertas condiciones que queréis que acepte, cuando me encuentre con esa mujer y de antemano os digo que las acepto.
– Pero… Si no las conoces…
– ¿No es verdad que me las queréis imponer?
– Lo es.
– Así como conozco vuestra intención, así también sé lo que me diréis. Y os aseguro que acepto lo que queréis proponerme, porque servirá para dar gloria a la Verdad. Hablad.
– ¿Sabes cómo están las cosas?
– Sé que a la mujer se le tiene por endemoniada y que ningún exorcista ha podido arrojarle el demonio.
– ¿Puedes jurar que jamás la has visto?
– El justo no jura porque tiene el derecho de que se le crea por su palabra. Yo os digo que jamás la he visto. Y que jamás he pasado por su poblado, cosa que todos pueden confirmar.
– Y con todo, ella pretende conocer tu rostro y tu voz.
– De hecho, su alma me conoce por voluntad de Dios.
– Tú dices que por voluntad de Dios. ¿Pero cómo puedes asegurarlo?
– Se me ha dicho que pronuncia palabras inspiradas.
– También el Demonio habla de Dios.
– Pero con errores mezclados a propósito, para extraviar a los hombres y conducirles a que piensen erróneamente.
– Pues bien… Nosotros queremos que nos permitas someter a la mujer a una prueba.
– ¿De qué modo?
– ¿De veras no la conoces?
– Os lo he asegurado.
– Entonces mira. Enviaremos delante de Ti, alguien que vaya gritando: ‘Aquí está el Señor’ y veremos si saluda al que vaya con él, como si fueses Tú.
– ¡Pobre mujer! Acepto. Escoged de entre quienes me acompañan a quienes queráis que nos precedan. Os seguiré con otros. Más si hablare la deberéis dejar, para que Yo juzgue sus palabras.
– Es claro. Pacto es pacto. Y lo mantendremos lealmente.
– Que así sea y que sirva para llamaros al corazón.
– Maestro, no todos somos enemigos tuyos. Algunos de nosotros estamos realmente a la expectativa… Y tenemos el deseo sincero de conocer la verdad para seguirte.
– Es cierto. Y Dios los ama.
Los escribas ven atentamente a los apóstoles. Escogen a Judas Tadeo y a Juan.
– Nosotros vamos adelante con éstos. Tú te quedas con nuestros compañeros y los tuyos. Después de un poco de tiempo, nos seguiréis.
Y así lo hacen.
Se ven los bosques a lo largo del río y a unas personas que esperan en un lindero del bosque.
Los escribas que se adelantaron gritan:
– ¡Ved! ¡Ved que ha llegado el Mesías! ¡Levantaos y venid a su encuentro!
Y se desvían hacia un gigantesco roble, cuyas raíces han salido afuera y sirven de asiento a quienes se acercan a él.
El grupo de personas que había, sale al encuentro de los que vienen. Junto al tronco se quedan solo los tres escribas, un hombre y una mujer ancianos; además de otra mujer sentada sobre una gran raíz, con la espalda recargada contra el tronco.
Tiene la cabeza inclinada sobre las rodillas, con las manos juntas. La cubre un velo de color morado tan fuerte, que se ve casi negro; parece no poner atención a lo que la rodea. No se mueve ni con el griterío.
Un escriba le toca la espalda y le dice:
– Sabea, el Maestro está aquí. Levántate y salúdalo.
Ella no responde. No se mueve.
Los tres escribas se miran irónicos. Y hacen una señal de inteligencia a los que se acercan. Y como los que estaban a la espera, al no ver a Jesús, se han callado; ellos y sus compinches gritan con toda la fuerza de sus pulmones, para que la mujer no se dé cuenta del engaño.
Un escriba dice a anciana que está junto a ella:
– Mujer. Al menos tú saluda al Maestro y di a tu hija que lo haga.
La mujer se postra junto a su marido, delante de Tadeo.
Y luego, incorporándose dice a su hija:
– Sabea. Tu Señor está aquí. Venéralo.
La joven no se mueve.
La sonrisa irónica de los escribas se acentúa y uno flaco y narigudo, dice con voz nasal:
– No te esperabas esta prueba, ¿Verdad? Tu corazón tiene miedo. Comprendes que tu fama de profetiza está en peligro y no te atreves… Creo que esto es suficiente para declararte mentirosa…
La mujer levanta su cabeza.
Se echa para atrás el velo y mira con ojos agrandados, mientras dice:
– No miento, escriba. No tengo miedo porque estoy en la verdad. ¿En dónde está el Señor?
– ¡Cómo! ¿Dices que lo conoces y no lo estás viendo? Lo tienes delante de ti.
– Ninguno de éstos es el Señor. Por eso no me he movido. Ninguno de estos.
– ¿Ninguno de éstos? ¿Cómo? ¿Ese Galileo rubio no es el Señor? Yo no lo conozco pero sé que es rubio y con ojos azules.
– No es el Señor.
– Entonces ese alto y majestuoso. Mira la fisonomía de rey que tiene. Es él sin duda.
– No. Entre ellos no está el Señor.
Y la mujer baja su cabeza y sigue en la misma actitud de antes.
Pasa un poco de tiempo y después se ve que Jesús se acerca.
Los escribas han hecho señal a la poca gente, para que guarde silencio. Y por eso nadie lanza un hosanna a su llegada.
Jesús viene entre Pedro y Santiago. Camina despacio. La tupida hierba absorbe sus pasos.
Mientras la anciana se seca unas lágrimas con su velo, un escriba la molesta diciendo:
– Vuestra hija está loca y es una mentirosa.
Mientras su padre suspira y también la reprocha, Jesús llega a los límites del sendero y también se detiene.
La joven, que no ha podido ver ni oír nada; se pone de pie. Echa para atrás su velo y se descubre casi toda la cabeza.
Extiende los brazos con un fuerte grito y proclama:
– ¡Ved que viene ahí, mi Señor! ¡Él es el Mesías! ¡Oh, vosotros que me habéis querido engañar y humillar! ¡Veo sobre Él la Luz de Dios que me lo señala y lo honro!
Y se postra en tierra a unos dos metros de Jesús, diciendo:
– Te saludo, ¡Oh, Rey de los Pueblos! ¡Oh, Admirable! ¡Oh, Príncipe de la Paz!¡Padre de los Siglos que no conocen fin! ¡Jefe del Nuevo pueblo de Dios!
Luego se levanta y se queda de pie, contra el tronco del roble. Es alta y hermosa. Su cabello negro como el ébano, es una brillante guirnalda de ónix, alrededor de una cabeza majestuosa.
Su túnica de color marfil, revela una figura esbelta. Tiene unos treinta años y una cara muy bella, que mira en silencio al Maestro y sacude la cabeza…
Cuando los escribas le dicen:
– Te has equivocado, Sabea. Él no es el Mesías; sino el que viste antes y no reconociste.
Ella niega con severidad y mira fijamente a Jesús. Con su semblante lleno de estupor y de alegría. De triunfo, de amor, de éxtasis, de adoración…
Jesús la mira un poco triste.
En voz baja le dice un escriba:
– ¿Ves que es una loca?
Jesús no le rebate. Está de pié con su mano izquierda que le pende a un lado y con la derecha se sostiene el manto, recogido sobre el pecho. Mira y calla.
La mujer extiende sus brazos y parece una gigantesca mariposa de alas moradas y cuerpo de marfil.
Y un grito potente sale de sus labios:
– ¡Oh, Adonaí, Tú eres Grande! ¡Sólo tú eres Grande! ¡Oh! ¡Adonaí! Eres grande en el Cielo; en la Tierra; en el Tiempo; en los siglos de los siglos y más allá del Tiempo; por siempre y para siempre, ¡Oh, Señor; Hijo del Señor! Bajo tus pies están tus enemigos. Y tú Trono mantiene el amor de los que te aman.
La voz aumenta en intensidad, en firmeza y fuerza; mientras sus ojos se separan de Jesús y miran en un punto lejano, sobre las cabezas de los que la rodean.
Después de una pausa, torna a hablar:
– El Tono de mi Señor está adornado con las doce piedras, de las doce tribus de los justos. En la gran perla que es el trono, el blanco, el precioso y resplandeciente Trono del Santísimo Cordero; están engastados topacios con amatistas, esmeraldas con zafiros, rubíes con sardónices; ágatas; crisolitos con aguamarinas, ónices, jaspes, ópalos.
Los que creen. Los que esperan; los que aman; los que se arrepienten; los que viven y mueren en la justicia; los que sufren; los que dejan el error por la Verdad; los que siendo duros de corazón, se han hecho mansos por su Nombre; los inocentes; los arrepentidos; los que se despojan de toda cosa, para poder fácilmente seguir al Señor. Los vírgenes cuyo espíritu resplandece cual luz semejante al de un alba del Cielo de Dios… ¡Gloria al Señor! ¡Gloria a Adonaí! ¡Gloria al Rey sentado sobre su Trono!
Su voz parece el toque de una trompeta. La gente se sacude. La mujer parece que ve realmente lo que está describiendo. Y con su mirada extática puede ver la Gloria Celestial. Descansa sin cambiar de actitud.
Su cara palidece y sus ojos se hacen más brillantes. Vuelve a hablar, bajando su mirada sobre Jesús que la escucha atento; rodeado de escribas que mueven la cabeza escépticos; burlones.
Y de los apóstoles y seguidores que están pálidos, presas de sacra emoción.
Prosigue extática y el tono de su voz es menos alto:
– ¡Veo! ¡Veo en el Hombre lo que se oculta en el Hombre! Pero mis rodillas se doblan ante el Santo de los santos oculto en el Hombre.
De repente su voz cambia de tono y se hace imperiosa; cual si fuera una orden:
– ¡Mira a tu Rey! ¡Oh, Pueblo de Dios! ¡Conoces su Rostro! ¡La belleza de Dios está delante de ti! La Sabiduría de Dios ha tomado una boca para instruirte. Ya no son los Profetas, ¡Oh, Pueblo de Israel! Los que te hablan del Inefable. ¡Es Él Mismo!
El que conoce el Misterio que Es Dios, que te habla de Dios. El que conoce el Pensamiento de Dios, que te acerca a su pecho. ¡Oh, Pueblo Infantil después de tantos siglos! Y te alimenta con la leche de la Sabiduría de Dios para que te hagas adulto. Para obtenerlo se encarnó en un vientre… En el vientre de una mujer de Israel. Más grande que cualquier otra mujer, ante la Presencia de Dios y de los hombres. Ella arrebató el Corazón de Dios, con sus palpitaciones de paloma. La hermosura de su espíritu, sedujo al Altísimo y Él la hizo su Trono.
María de Aarón pecó porque en ella existía el pecado. Débora dictó lo que tenía que hacerse, pero no lo realizó. Yael fue fuerte, pero ensució sus manos con sangre. Judith era justa, tenía al Señor; Dios estaba en sus palabras y le permitió que realizara su propósito; para que Israel se salvase. Más por amor a su patria, empleó una astucia homicida.
La Mujer que lo engendró a Él, sobrepuja a todas estas mujeres, porque es la esclava perfecta de Dios y le sirve sin pecar. Toda Pura, Inocente y Bella. Es el hermoso astro de Dios, desde que sale hasta que se pone. Toda bella, resplandeciente y pura; para ser Estrella y Luna. Luz para los hombres, para que encuentren al Señor.
No precede ni sigue al Arca Santa, como María de Aarón; porque Ella es el Arca Misma.
Sobre la turbia ola de la Tierra cubierta con el diluvio de las culpas, Ella camina y salva. Porque quién se acerca a Ella, encuentra al Señor. Paloma sin mancha, vuela y trae la rama de olivo; olivo de paz a los hombres; porque Ella es la Oliva sin igual.
Está callada, pero con su silencio habla. Y hace más que Débora, que Yael; que Judith. No aconseja a la guerra, ni incita a matar. Ni derrama sangre, fuera de la Inigualable suya, con la que fue hecho su Hijo. ¡Desgraciada Madre! ¡Sublime Madre!…
Judith tenía al Señor, pero había vivido con un hombre. Ésta ha dado al Altísimo, su Flor Inviolable. Y el Fuego de Dios bajó al cáliz del Lirio suave. Y un seno de Mujer ha encerrado a la Potencia; a la Sabiduría y al Amor de Dios. ¡Gloria a la Mujer! ¡Cantadle alabanzas, ¡Oh! mujeres de Israel!
La mujer se calla.
Los escribas dicen:
– ¡Está loca! ¡Está loca! ¡Hazla callar! Es una posesa. Obliga al espíritu que la posee a que se vaya.
Jesús responde:
– No puedo. No es más que el Espíritu de Dios y Dios no se arroja a Sí Mismo.
– No lo haces porque ella te alaba y ha alabado a tu Madre; lo que estimula tu orgullo.
– Escriba, piensa lo que sabes de Mí y verás que Yo no conozco el orgullo.
– Y sin embargo solo un demonio puede hablar en ella; para hacer que celebre de este modo a una mujer… ¡La Mujer! ¿Y qué es en Israel y para Israel, la mujer? ¿Qué otra cosa, sino pecado a los ojos de Dios? ¡Seducida y seductora!…
Otro escriba agrega:
– Si no creyésemos, costaría trabajo creer que en la mujer haya un alma. Le está prohibido acercarse al Santo de los santos, por su inmundicia. Y ésta dice que Dios ha elegido a Ella…
Los escribas están escandalizados y hacen coro.
Jesús responde sin mirar a nadie, como si hablase consigo Mismo:
– Está escrito: “La mujer aplastará la cabeza de la serpiente… La Virgen concebirá y dará a luz a un Niño que será llamado Emmanuel… Un retoño saldrá de la raíz de Jesé. Una flor nacerá de esta raíz y sobre ella, reposará el Espíritu del Señor.”Esta Mujer. Mi Madre, escriba. Por honra propia de tu saber, recuerda y comprende la Palabra de los Libros Sagrados.
Los escribas no encuentran palabras con qué responder. Miles de veces han leído estas palabras y las han tomado por verdaderas. ¿Pueden ahora negar su valor? Mejor se callan.
Alguien prende una hoguera, porque se siente el frío cerca de la ribera, donde sopla el aire del Crepúsculo.
La luz del fuego parece sacudir a la mujer que había callado y se estremece.
Mira de nuevo a Jesús y con voz estentórea grita:
– ¡Adonaí! ¡Adonaí! ¡Tú eres Grande! ¡Cantemos al Divino un cántico nuevo! ¡Shalem! ¡Shalem! ¡Melquic!… ¡Paz! ¡Paz! ¡Oh, Rey a Quién nadie resiste!
La mujer se calla de pronto.
Y por primera vez recorre con sus ojos a los que rodean a Jesús. Mira a los escribas y comienza a llorar. Su cara se llena de tristeza y carece de resplandor.
Habla lentamente y con profundo dolor:
– ¡No! ¡Ay de quién se te opone! No estoy ahora en los verdes bosques de Betlequi; viuda virgen que encuentra en el Señor su única paz. Conciudadanos: temamos al Señor, porque ha llegado la hora de estar prontos a responder a su llamada. Hagamos que la vestidura de nuestro corazón esté limpia para no ser indignos de su Presencia.
Ciñámonos de fuerza; porque la Hora del Mesías es Hora de Prueba. Purifiquémonos como hostias para el altar, para que Él que lo mandó, nos acepte. Quién es bueno, hágase mejor. Quién es soberbio, hágase humilde. Quién es lujurioso, castigue su cuerpo, para poder seguir al Cordero. Que el avaro se haga bienhechor; porque Dios nos beneficia en su Mesías. Y que cada uno practique la justicia, para poder pertenecer al Pueblo del Bendito que llega.
Ahora hablo ante Él. Ante quien cree en Él y ante quien no cree y se burla del Santo. Y de los que hablan y creen en su Nombre y en Él. Pero no tengo miedo. Decís que estoy loca. Decís que en mí, habla un demonio. Sé que podríais hacerme lapidar por blasfema. Sé que lo que voy a decir os parecerá un insulto, una blasfemia y me odiaréis. Más no importa. Tal vez soy una de las últimas voces que hablan de Él, antes de su manifestación.
Tendré tal vez la misma suerte que otras muchas voces. Pero no temo. Largo es el destierro en el frío y en la soledad de la tierra; para que el que piensa en el Seno de Abraham ; en el Reino de Dios que nos abre el Mesías, más santo que el Santo Seno de Abraham.
Sabea del Carmelo de la estirpe de Aarón, no le teme a la muerte. Teme al Señor y habla cuando Él la hace hablar y así encontraría su voluntad para hacer la Voluntad de Dios. Dice la Verdad porque habla de Dios con las palabras que Dios le da.
No temo a la muerte. Aun cuando me llaméis demonio y me lapidéis por blasfema. Aun cuando mis padres y mis hermanos mueran por esta deshonra, no temblaré de miedo, ni de compasión. Sé que el demonio no habla en mí, porque apaga toda concupiscencia y toda Betlequi lo sabe.
Sé que las piedras no harían sino apagar por un instante, el respiro de mi canto. Pero después se le dará uno mucho más sublime, en la libertad del más allá. Sé que Dios consolará el dolor de los de mi sangre. Y su dolor será breve. Pero será eterna la alegría de los padres mártires, de una mártir. No temo que me matéis. Pero sí temo a la muerte que me vendría de Dios, si yo no lo obedeciera. Y hablo y digo lo que Él me ordena que diga.
De lo alto llega a mí una voz que dentro de mi corazón grita y dice: “El antiguo pueblo de Dios, no puede cantar el nuevo cántico; porque no ama a su Salvador. Los salvados de todas las naciones cantarán el cántico nuevo. Los del Pueblo Nuevo del Mesías, Señor. No los que odian a mi Verbo…”
Para desgracia de los funcionarios del Templo de Jerusalén, Sabea del Carmelo no ha terminado…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
108.- MILAGRO EN EL JORDÁN
Siguen caminando y a cada paso que dan, se manchan y resbalan como si el lodo fuese jabón.
El cielo está nebuloso y plomizo, con nubes espesas y oscuras. El viento no cesa. Los discípulos se quejan del tiempo, del camino y también de que el Maestro quiera andar por estos caminos y con este temporal.
Juan se pone al lado de su Maestro, deseando que no haya oído las quejas de sus compañeros.
Jesús le dice sonriendo:
– Juan, me has alcanzado.
Juan lo mira con amor profundo y dice:
– Sí, Maestro mío. ¿Me quieres contigo?
– Siempre. Quisiera que todos tuvieran tu corazón. Pero si sigues por ahí y vas a acabar de empaparte.
– ¡No importa, Maestro! ¡Nada me importa con tal de estar cerca de Ti!
– ¿Quieres estar siempre conmigo? ¿No piensas que soy un imprudente y que os puedo poner también a vosotros en riesgo? ¿No te sientes ofendido porque no escucho tus consejos?
Juan exclama consternado:
– ¡Maestro! ¿Entonces has oído?
– Todo lo he oído, pero no te pongas triste. No sois perfectos. Lo sabía desde el momento en que os escogí. No pretendo que lo seáis lo más pronto posible. Antes de dejar de ser árboles selváticos; conviene que se os pongan dos injertos…
– ¿Cuáles Maestro?
– Uno de sangre y el otro de fuego. Después seréis héroes del Cielo y convertiréis al mundo empezando por vosotros.
– ¿De sangre? ¿De fuego?
– Sí, Juan. De mi Sangre…
Juan lo interrumpe con un gemido:
– ¡No, Jesús!
– Bueno amigo mío, no me interrumpas. Sé el primero en escuchar estas verdades. Lo mereces. De mi Sangre, lo sabes. Vine para esto… Soy el Redentor… Piensa en los profetas. Seré el hombre al que describió Isaías. Y cuando haya derramado mi Sangre; ésta os fecundará. Pero no me contentaré sólo con esto.
Sois tan imperfectos, débiles, tontos y miedosos; que Glorioso al lado de mi Padre, os enviaré el Fuego. La Fuerza que procede de mí Ser, por generación del Padre y que une al Padre y al Hijo con un anillo indisoluble, haciendo de Uno, Tres: el Pensamiento, la Sangre, el Amor.
Cuando el Espíritu de Dios; esto es, el Espíritu del Espíritu de Dios: la Perfección de las Perfecciones divinas. Venga sobre vosotros, vosotros ya no seréis lo que sois; sino que seréis nuevos, poderosos santos…
Para uno, mi Sangre no servirá de nada, lo mismo que el Fuego. Porque mi Sangre le servirá de condenación y por toda la Eternidad probará otro Fuego en el que arderá arrojando sangre y tragando sangre; pues verá sangre dondequiera que pose sus ojos mortales. O su corazón, desde que haya traicionado la Sangre de un Dios…
– ¡Oh, Maestro! ¿Quién es?
– Lo sabrás un día. Ahora ignóralo. Y por caridad no trates ni siquiera de indagar quién sea. Porque podría acarrear sospechas. No debes de sospechar de los hermanos; porque la sospecha es falta de caridad.
– Me basta con que me asegures que no seré yo, ni Santiago los que te traicionemos.
– ¡Oh! ¡Tú no! Ni tampoco Santiago. ¡Tú eres mi consuelo, buen Juan!
Y Jesús le pasa un brazo sobre la espalda.
Por algunos momentos caminan sin decir nada. También los demás se han callado. Tan solo se oye el chapotear del lodo que se prende y desprende de los pies.
Después se escucha un rumor diverso. Es un ruido borbollante.
Jesús pregunta:
– ¿Oyes? El río está cerca. Los cañaverales de la ribera, se rompen bajo el peso de las aguas. Démonos prisa.
– Te entretuvieron en aquellos poblados de la Decapolis.
– Quién está enfermo quiere curarse. Y la Piedad cura al punto. No importa. Pasaremos.
Y caminan entre esclarecimientos de nubes y cortos aguaceros.
Llegan a un villorrio extendido a la vera de río.
Pedro llega a una casa y sale un anciano vigoroso, preguntando:
– ¿Qué quieres?
Pedro contesta:
– Barcas para pasar.
– ¡Imposible! El río está muy crecido… la corriente es demasiado caudalosa…
– ¡Ey amigo! ¿A quién se lo estás diciendo? ¡Soy un pescador Galileo!
– El mar es otro cuento. Esto es un río. No quiero perder la barca. Y luego no tengo más que una y vosotros sois muchos…
– ¡Mentiroso! ¿Estás diciéndome a mí, que tienes una sola barca?
– ¡Quede ciego si miento! Yo…
– Ten cuidado. No sea que te vayas a quedar de veras ciego. Este es el Rabí de Galilea, que da vista a los ciegos y que… puede darte el gusto de que se te sequen los ojos.
– ¡Misericordia! ¡El Rabí! ¡Perdóname, Rabonní!
Jesús le dice:
– Está bien. pero no mientas jamás. Dios ama a los sinceros. ¿Por qué has dicho que tienes una sola barca, cuando todo el poblado puede desmentirte? Cosa vil para el hombre es la mentira y que se le desenmascare. ¿Me prestas tus barcas?
– Todas, Maestro.
– ¿Cuántas son necesarias, Pedro?
Pedro contesta:
– En tiempos normales, bastarían dos. Pero con el río crecido es difícil maniobrar. Hacen falta tres.
El anciano dice:
– Tómalas, pescador. Pero, ¿Cómo haré para traerlas de nuevo?
– Vienes en una. ¿No tienes hijos?
– Tengo un hijo, dos yernos y nietos.
– Bastan dos por barca para regresar.
– Vamos.
El anciano llama a los otros y con la ayuda de Pedro, Andrés, Santiago y Juan, empujan las barcas al agua.
La corriente es tan fuerte que está a punto de arrastrarlos. Las cuerdas que las tienen amarradas a los troncos, están tensas como un arco y rechinan.
Pedro mira las barcas. Mira al río… y mueve su cabeza. Luego echa unos ojos curiosos a Jesús…
El Maestro le pregunta:
– ¿Tienes miedo, Pedro?
– ¡Eh!… ¡Casi, casi…!
– No tengas miedo. Ten Fe. También tú. Quien lleva a Dios y a sus enviados, no debe tener miedo. Entremos en la barca. Yo soy el primero.
El dueño de las barcas hace un gesto como de resignación. Piensa que ha llegado su última hora y la de sus familiares. Y lo menos que puede pasar es que pierda las barcas.
Jesús entra en la barca y se para en la proa. Todos los demás también entran y en las otras dos.
Se queda en tierra un ancianito.
Pedro dice:
– ¿Estamos?
El barquero contesta:
– Estamos.
– ¿Prontos los remos?
– Prontos.
– Suelta.
El viejecito suelta poco a poco las cuerdas de las estacas y los nudos de los troncos. Por un momento parece que las barcas van a ser arrastradas por la corriente…
En el rostro de Jesús se refleja la fuerza del milagro. ¡Y da una orden al río!…
La corriente se detiene y se mueve como si el Jordán no estuviera crecido…
Las barcas atraviesan el agua sin ningún trabajo y hasta con cierta velocidad, que deja mudos de admiración a todos. Llegan a la otra ribera. Bajan fácilmente. Ni la corriente arrastra las barcas, aun cuando los remos están firmes.
El dueño de las barcas dice:
– Maestro, veo que eres verdaderamente poderoso. Bendice a tu siervo y acuérdate de mí, que soy un pecador.
– ¿Por qué Poderoso?
– ¡Eh! ¿Te parece poco? Has suspendido la avenida del Jordán.
– Josué hizo un milagro mayor, porque las aguas del río desaparecieron para que pudiera pasar el Arca de la Alianza.
Judas dice con toda calma:
– Y tú has pasado a la Verdadera Arca de Dios.
El hombre se arrodilla:
– ¡Dios Altísimo! ¡Sí lo creo! ¡Eres el verdadero Mesías! ¡El Hijo de Dios Altísimo! ¡Oh! ¡Lo proclamaré por las ciudades y los poblados de la ribera! Contaré lo que has hecho. Lo que te he visto hacer. ¡Regresa, Maestro! En mi pueblito hay muchos enfermos. ¡Ven a curarlos!
– Volveré. Entretanto predica en mi Nombre la Fe, la santidad. Hasta pronto. Vete en paz. No tengas miedo al regresar.
– No lo tendré. Creo en Ti y en tu Bondad. Me voy sin pedir nada. ¡Adiós!
Sube en su barca y es el primero en poner la proa hacia el río. Y se va confiado y veloz. Lo siguen las otras y las tres barcas tocan la otra orilla.
Jesús los ve tocar tierra y los bendice. Luego emprende de nuevo su camino.
El río vuelve a rugir y a bramar con sus aguas turbulentas…
HERMANO EN CRISTO JESUS: