108.- MILAGRO EN EL JORDÁN8 min read

Siguen caminando y a cada paso que dan, se manchan y resbalan como si el lodo fuese jabón.

El cielo está nebuloso y plomizo, con nubes espesas y oscuras. El viento no cesa. Los discípulos se quejan del tiempo, del camino y también de que el Maestro quiera andar por estos caminos y con este temporal.

Juan se pone al lado de su Maestro, deseando que no haya oído las quejas de sus compañeros.

Jesús le dice sonriendo:

–                       Juan, me has alcanzado.

Juan lo mira con amor profundo y dice:

–                       Sí, Maestro mío. ¿Me quieres contigo?

–                       Siempre. Quisiera que todos tuvieran tu corazón. Pero si sigues por ahí  y vas a acabar de empaparte.

–                       ¡No importa, Maestro! ¡Nada me importa con tal de estar cerca de Ti!

–                       ¿Quieres estar siempre conmigo? ¿No piensas que soy un imprudente y que os puedo poner también a vosotros en riesgo? ¿No te sientes ofendido porque no escucho tus consejos?

Juan exclama consternado:

–                       ¡Maestro! ¿Entonces has oído?

–                       Todo lo he oído, pero no te pongas triste. No sois perfectos. Lo sabía desde el momento en que os escogí. No pretendo que lo seáis lo más pronto posible. Antes de dejar de ser árboles selváticos; conviene que se os pongan dos injertos…

–                       ¿Cuáles Maestro?

–                       Uno de sangre y el otro de fuego. Después seréis héroes del Cielo y convertiréis al mundo empezando por vosotros.

–                       ¿De sangre? ¿De fuego?

–                       Sí, Juan. De mi Sangre…

Juan lo interrumpe con un gemido:

–                       ¡No, Jesús!

–                       Bueno amigo mío, no me interrumpas. Sé el primero en escuchar estas verdades. Lo mereces. De mi Sangre, lo sabes. Vine para esto… Soy el Redentor… Piensa en los profetas. Seré el hombre al que describió Isaías. Y cuando haya derramado mi Sangre; ésta os fecundará. Pero no me contentaré sólo con esto.

Sois tan imperfectos, débiles, tontos y miedosos; que Glorioso al lado de mi Padre, os enviaré el Fuego. La Fuerza que procede de mí Ser, por generación del Padre y que une al Padre y al Hijo con un anillo indisoluble, haciendo de Uno, Tres: el Pensamiento, la Sangre, el Amor.

Cuando el Espíritu de Dios; esto es, el Espíritu del Espíritu de Dios: la Perfección de las Perfecciones divinas. Venga sobre vosotros, vosotros ya no seréis lo que sois; sino que seréis nuevos, poderosos santos…

Para uno, mi Sangre no servirá de nada, lo mismo que el Fuego. Porque mi Sangre le servirá de condenación y por toda la Eternidad probará otro Fuego en el que arderá arrojando sangre y tragando sangre; pues verá sangre dondequiera que pose sus ojos mortales. O su corazón, desde que haya traicionado la Sangre de un Dios…

–                       ¡Oh, Maestro! ¿Quién es?

–                       Lo sabrás un día. Ahora ignóralo. Y por caridad no trates ni siquiera de indagar quién sea. Porque podría acarrear sospechas. No debes de sospechar de los hermanos; porque la sospecha es falta de caridad.

–                       Me basta con que me asegures que no seré yo, ni Santiago los que te traicionemos.

–                       ¡Oh! ¡Tú no! Ni tampoco Santiago. ¡Tú eres mi consuelo, buen Juan!

Y Jesús le pasa un brazo sobre la espalda.

Por algunos momentos caminan sin decir nada. También los demás se han callado. Tan solo se oye el chapotear del lodo que se prende y desprende de los pies.

Después se escucha un rumor diverso. Es un ruido borbollante.

Jesús pregunta:

–                       ¿Oyes? El río está cerca. Los cañaverales de la ribera, se rompen bajo el peso de las aguas. Démonos prisa.

–                       Te entretuvieron en aquellos poblados de la Decapolis.

–                       Quién está enfermo quiere curarse. Y la Piedad cura al punto. No importa. Pasaremos.

Y caminan entre esclarecimientos de nubes y cortos aguaceros.

Llegan a un villorrio extendido a la vera de río.

Pedro llega a una casa y sale un anciano vigoroso, preguntando:

–                       ¿Qué quieres?

Pedro contesta:

–                       Barcas para pasar.

–                       ¡Imposible! El río está muy crecido… la corriente es demasiado caudalosa…

–                       ¡Ey amigo! ¿A quién se lo estás diciendo? ¡Soy un pescador Galileo!

–                       El mar es otro cuento. Esto es un río. No quiero perder la barca. Y luego no tengo más que una y vosotros sois muchos…

–                       ¡Mentiroso! ¿Estás diciéndome a mí, que tienes una sola barca?

–                       ¡Quede ciego si miento! Yo…

–                       Ten cuidado. No sea que te vayas a quedar de veras ciego. Este es el Rabí de Galilea, que da vista a los ciegos y que… puede darte el gusto de que se te sequen los ojos.

–                       ¡Misericordia! ¡El Rabí! ¡Perdóname, Rabonní!

Jesús le dice:

–                       Está bien. pero no mientas jamás. Dios ama a los sinceros. ¿Por qué has dicho que tienes una sola barca, cuando todo el poblado puede desmentirte? Cosa vil para el hombre es la mentira y que se le desenmascare. ¿Me prestas tus barcas?

–                       Todas, Maestro.

–                       ¿Cuántas son necesarias, Pedro?

Pedro contesta:

–                       En tiempos normales, bastarían dos. Pero con el río crecido es difícil maniobrar. Hacen falta tres.

El anciano dice:

–                       Tómalas, pescador. Pero, ¿Cómo haré para traerlas de nuevo?

–                       Vienes en una. ¿No tienes hijos?

–                       Tengo un hijo, dos yernos y nietos.

–                       Bastan dos por barca para regresar.

–                       Vamos.

El anciano llama a los otros y con la ayuda de Pedro, Andrés, Santiago y Juan, empujan las barcas al agua.

La corriente es tan fuerte que está a punto de arrastrarlos. Las cuerdas que las tienen amarradas a los troncos, están tensas como un arco y rechinan.

Pedro mira las barcas. Mira al río… y mueve su cabeza. Luego echa unos ojos curiosos a Jesús…

El Maestro le pregunta:

–                       ¿Tienes miedo, Pedro?

–                       ¡Eh!… ¡Casi, casi…!

–                       No tengas miedo. Ten Fe. También tú. Quien lleva a Dios y a sus enviados, no debe tener miedo. Entremos en la barca. Yo soy el primero.

El dueño de las barcas hace un gesto como de resignación. Piensa que ha llegado su última hora y la de sus familiares. Y lo menos que puede pasar es que pierda las barcas.

Jesús entra en la barca y se para en la proa. Todos los demás también entran y en las otras dos.

Se queda en tierra un ancianito.

Pedro dice:

–                       ¿Estamos?

El barquero contesta:

–                       Estamos.

–                       ¿Prontos los remos?

–                       Prontos.

–                       Suelta.

El viejecito suelta poco a poco las cuerdas de las estacas y los nudos de los troncos. Por un momento parece que las barcas van a ser arrastradas por la corriente…

En el rostro de Jesús se refleja la fuerza del milagro. ¡Y da una orden al río!…

La corriente se detiene y se mueve como si el Jordán no estuviera crecido…

Las barcas atraviesan el agua sin ningún trabajo y hasta con cierta velocidad, que deja mudos de admiración a todos. Llegan a la otra ribera. Bajan fácilmente. Ni la corriente arrastra las barcas, aun cuando los remos están firmes.

El dueño de las barcas dice:

–                       Maestro, veo que eres verdaderamente poderoso. Bendice a tu siervo y acuérdate de mí, que soy un pecador.

–                       ¿Por qué Poderoso?

–                       ¡Eh! ¿Te parece poco? Has suspendido la avenida del Jordán.

–                       Josué hizo un milagro mayor, porque las aguas del río desaparecieron para que pudiera pasar el Arca de la Alianza.

Judas dice con toda calma:

–                       Y tú has pasado a la Verdadera Arca de Dios.

El hombre se arrodilla:

–                       ¡Dios Altísimo! ¡Sí lo creo! ¡Eres el verdadero Mesías! ¡El Hijo de Dios Altísimo! ¡Oh! ¡Lo proclamaré por las ciudades y los poblados de la ribera! Contaré lo que has hecho. Lo que te he visto hacer. ¡Regresa, Maestro! En mi pueblito hay muchos enfermos. ¡Ven a curarlos!

–                       Volveré. Entretanto predica en mi Nombre la Fe, la santidad. Hasta pronto. Vete en paz. No tengas miedo al regresar.

–                       No lo tendré. Creo en Ti y en tu Bondad. Me voy sin pedir nada. ¡Adiós!

Sube en su barca y es el primero en poner la proa hacia el río. Y se va confiado y veloz. Lo siguen las otras y las tres barcas tocan la otra orilla.

Jesús los ve tocar tierra y los bendice. Luego emprende de nuevo su camino.

El río vuelve a rugir y a bramar con sus aguas turbulentas…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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