112.- BANQUETE DE AMOR

Pedro pregunta:

–                       ¿Vamos a ir todos?

Jesús contesta:

–                       Todos y todas. Este año la Pascua nos une como nunca había sido posible. Hagamos juntos lo que el día de mañana será una obligación de hombres y mujeres, que trabajarán en mi Nombre. Ved que ahí viene Judas de Simón. Me da gusto porque quiero que también venga con nosotros.

De hecho, Judas viene jadeando.

Cuando llega explica:

–                       ¿Me he tardado, Maestro? La culpa es de mi madre. Vino contrariamente a lo acostumbrado y a lo que le había dicho. La encontré ayer en casa de un amigo nuestro. Esta mañana me entretuvo con su charla… Quería venir conmigo. Pero me opuse.

–                       ¿Por qué? ¿Acaso María de Simón, no merece estar dónde estás? Antes bien, es más digna de ello. Vete corriendo a traerla y alcánzanos en la Puerta Dorada.

Judas se va sin replicar.

Entran al Templo. Pedro hace la oferta al Gazofilacio por todos. Y luego se ponen a orar.  Mucha gente señala al Maestro.

Hay un breve altercado entre un grupo de fariseos:

–                       ¡Oh, qué horror!

–                       ¡Anatema!

–                       ¡Impuro!

–                       ¡Sacrílego!

–                       ¡Arrojémoslo de aquí!

–                       Digámoslo a los príncipes de los sacerdotes.

–                       No. Interroguémosle.

–                       No podemos acusar sin estar ciertos.

Sadoc el escriba dice:

–                       Cállate Eleazar. No te ensucies con una defensa estúpida. –Y manda llamar a Jesús.

Cuando Jesús está frente a ellos…

Elquías dice:

–                       ¡No perdamos el tiempo con palabras! Arrojémoslo y llevemos la nueva acusación al Sanedrín. ¡Otra más! ¡Hay un montón de acusaciones!

Jesús pregunta:

–                       ¿Qué otra?

Sadoc interpela:

–                       ¿Cómo qué otra? ¡El haber tocado a una leprosa sin haberte purificado! ¿Puedes negarlo?

Elquías dice con burla:

–                       ¡El haber blasfemado tanto en Cafarnaúm, que los más justos te han abandonado! ¿Puedes negarlo?

Jesús contesta:

–                       No niego nada. Pero no tengo ningún pecado… Porque tú Sadoc que me acusas, sabes por el marido de Anastática que no estaba leprosa.  Lo sabes bien tú, cómplice del adulterio de Samuel. Tú, mentiroso ante el mundo para favorecer la sensualidad de un torpe, llamando lepra a lo que no lo es y condenando a una mujer de Israel a la tortura de ser llamada ‘leprosa’ sólo porque eres encubridor del marido culpable.

El escriba Sadoc, al sentirse descubierto, se escurre sin hablar más y la gente le chifla.

Jesús dice:

–                       ¡Silencio! ¡Es un lugar sagrado! –se vuelve a los que lo acompañan- Vámonos. Venid conmigo a donde me esperan.

Y Jesús camina majestuoso con los apóstoles, los discípulos y las discípulas. Se encuentra con María de Simón y un ancianito.

Jesús la saluda:

–            ¡Oh, María de Simón! ¿Cuándo llegaste?

Ella contesta:

–            Acabo de llegar con Ananías mi pariente. También yo te andaba buscando…

–            Lo sé. Mandé a Judas que te avisara que vinieras. ¿No fue?

La madre de Judas baja la cabeza y trata de ocultar su llanto.

Jesús la llama:

–                       Ven conmigo madre. Hablaremos en casa de Juana. Aquí no hay lugar.

Se dirigen hacia la salida.

Cerca de la Puerta Dorada está Marcos de Yosía el discípulo infiel, que está hablando animadamente con Judas de Keriot. Éste ve venir al Maestro y se lo dice.

Marcos se voltea justo cuando tiene ya a su espalda a Jesús.

Las miradas se cruzan. ¡Qué mirada la de Jesús!

Pero marcos está sordo a cualquier llamado. Para huir lo más pronto posible, casi empuja a Jesús contra una columna.

Por toda reacción, Jesús dice:

–                       ¡Marcos detente! ¡Por compasión a tu alma y a tu madre!

Marcos le grita al comenzar a correr:

–                       ¡Satanás!

Los discípulos gritan:

–                       ¡Horror!

Judas de Keriot:

–                       ¡Maldícelo, Señor!

Jesús responde:

–                       No. No sería más Jesús… Vámonos.

Isaac pregunta:

–                       ¿Pero cómo es posible que se haya hecho así? ¡Tan bueno que era! –y siente como si una flecha lo hubiera traspasado al ver el cambio de Marcos.

Varios dicen:

–                       Es un misterio.

–                       Algo inexplicable.

Judas de Keriot:

–                       Lo estaba haciendo hablar. Es un hereje, ¡Pero qué bien habla! ¡Casi te persuade!…  ¡Cuando era un hombre recto, no era un hombre tan sabio!

Santiago de Zebedeo le replica:

–                       Dirás mejor que no era tan necio… Cuando vivía como endemoniado en Gamala.

Y Juan pregunta:

–                       ¿Por qué Señor, cuando estaba endemoniado, no te hacía daño como ahora? ¿No podrías curarlo para que ya no te lo haga?

Jesús contesta:

–                        No. Porque ahora vive en él un demonio inteligente…  Antes era como una fonda en la que había una legión de demonios. Le faltaba el consentimiento. Ahora su inteligencia quiere a Satanás y éste ha metido en él una fuerza demoníaca inteligente. Contra esta segunda posesión no puedo nada. Tendría que hacer violencia a la voluntad libre del hombre…  

María de Simón dice:

–                       ¡Sufres, Maestro!

–                       Sí. Son mis aflicciones… mis derrotas. Y me entristezco porque son almas que se pierden. Sólo por esto. No por el mal que me hicieren.

La madre de Judas mira tan fijamente a su hijo, que éste le pregunta:

–                       ¿Qué te pasa? ¿Es la primera vez que miras mi cara?…  De veras que estás tan enferma, que voy a hacerte curar.

María de Simón replica:

–                       ¡No estoy enferma hijo! ¡Y no es la primera vez que te veo!

–                       ¿Y entonces?

–                       Entonces…nada. Quisiera que no fueras a hacerte digno de esas palabras del Maestro.

–                       Yo no lo abandono y no lo acuso. Soy su apóstol.

María de Simón ya no dice nada.

Y todos siguen caminando y conversando…

En el palacio de Cusa el mayordomo de Herodes; todo está preparado para una gran fiesta… Al entrar en el enorme vestíbulo muy engalanado e iluminado, pese a que es de día.

Jesús saluda:

–                     La paz sea en esta casa y con quienes están en ella.

Bendice a los criados inclinados profundamente.

A los huéspedes que se sienten sorprendidos de encontrarse con el Rabí en un palacio…

¡Los huéspedes!…

Al punto resplandece el Rostro de Jesús.

El banquete de amor ha invitado a la casa de la buena discípula Juana de Cusa, a los pobres. Es una página del Evangelio puesta en la realidad. Hay mendigos, lisiados, ciegos, viejos, jóvenes, viudas con sus pequeños.

Juana les ha cambiado los harapos, por vestidos nuevos y sencillos.

Jesús pasa bendiciendo.

Cada uno de sus huéspedes recibe una bendición y una caricia. Los que acaban de llegar son llevados por los criados a que se laven y se cambien de vestidos.

Jesús, sonriendo dice:

–                       La paz sea contigo, Juana. Me has obedecido perfectamente.

Juana responde:

–                       Hacerlo es mi gozo. Me ayudó Cusa en todo lo que pudo. Lo mismo que Martha, María, Elisa y los suyos. Pero… Quisiera decirte algo… Tal vez cometí un error. Quiero decírtelo en secreto.

–                       Vamos pues.

Van a una habitación donde no hay nadie. Por los juguetes se comprende que es donde juegan los niños.

Jesús pregunta:

–                       ¿Qué es Juana?

–                       ¡Señor mío! ¡No habrá duda de que fui una imprudente! Pero fue algo espontáneo… A Cusa no le gustó… Bueno… Fue al Templo un esclavo de Plautina con una tablilla.

Tanto ella como sus amigas me preguntaron que si era posible verte. Y las invité a venir. Y vendrán…

¿Hice mal?… Si me equivoqué, trataré de que no vengan… Pero, ¡Es que deseo tanto, tanto que el Mundo te ame! Que… que no pensé más que en esto… Tú eres Perfección y muy pocos tratarán de asemejarse a Ti.

–                       Hiciste bien. Hoy predicaré con las obras. La presencia de los gentiles entre los que creen en Mí, será una de las cosas que se realizarán en los días venideros. ¿Dónde están los niños?

–                       Por todas partes. –Juana sonríe ya tranquila- La fiesta les mete más fuerza y corren contentos por todos lados.

Jesús la deja y regresa al vestíbulo. Hace una señal a los que estaban con Él y se dirige al jardín, para subir a la terraza.

Dondequiera se nota una gran actividad. Algunos vienen con alimentos y utensilios. Otros con sillas, vestidos, acompañan a los huéspedes; contestan preguntas y todos los atienden alegres y cariñosos.

Jonathás como buen mayordomo, dirige, vigila y aconseja.

La anciana Esther está feliz de ver a Juana tan contenta. Ríe en medio de un grupo de niños pobres a los que da pastelillos y les cuenta parábolas de ángeles.

Jesús dice a la nodriza de Juana:

–                       ¡Dios te bendiga, Esther!   Hasta me sentí tentado de oír tus parábolas. ¿Lo quieres?  -pregunta Jesús sonriendo.

–                       ¡Oh, Señor mío! Soy yo quien debo escucharte. Tratándose de niños me basto yo.

–                       Tu buen corazón puede ayudar aún a los adultos. Sigue… sigue, Esther. –Y le envía una sonrisa al irse.

En el vastísimo jardín están esparcidos los huéspedes, que comen sus bocadillos y se miran contentos y admirados de su inesperada suerte.

Cuando pasa Jesús, se levantan los que pueden y se inclinan los demás.

Jesús les dice:

–                       Comed. Comed. Hacedlo y bendecid al Señor.

Y se dirige hacia una rampa que lleva hacia una amplia terraza.

Magdalena lo ve y grita:

–            ¡Oh, Rabonní!

Sale corriendo de una habitación con fajas y camisetas para los pequeños de brazos. Su voz melodiosa resuena por todas partes.

Jesús le pregunta:

–                       Dios esté contigo. ¿A dónde vas con tanta prisa?

–                       Tengo que vestir a diez pequeñuelos. Los bañé y ahora voy a vestirlos. Luego te los traeré cual frescas flores. Perdona, maestro. ¿Los oyes? Parecen corderillos… -y corre sonriente.

Dejando traslucir al mismo tiempo que su bondad es más importante que la elegancia de su vestido sobre el que trae una faja de fina plata. Tiene la cabellera anudada en su nuca, sostenida por una cinta blanca que le rodea la frente.

Simón Zelote exclama:

–                       ¡Qué diferente es de la que estuvo en el monte de las Bienaventuranzas!

Los apóstoles y los discípulos han bajado con los criados, para ayudarlos a llevar a los lisiados, a los ciegos, a los tullidos y a los viejos, a través de la larga rampa.

Jesús mira a la Virgen que está inclinada junto a la madre de Judas y va a donde están ellas. Pone su mano sobre la cabeza de María de Simón y pregunta:

–                       ¿Por qué lloras?

–                       ¡Señor!… ¡Señor, he dado a luz a un demonio! ¡Ninguna mujer en Israel conoce un dolor semejante al mío!

–                       María. Otra madre me dijo las mismas palabras. ¡Pobres madres!

–                       Señor, ¿Hay alguien que sea como mi Judas de perverso, de pérfido? ¿No lo hay, verdad?…  Él, que te tiene; se ha entregado a prácticas diabólicas. Él, que respira tu aire, es un sensual y un ladrón.

Solo le falta convertirse en homicida. ¡Él!… ¡Él no piensa más que en mentiras! Su vida no es más que fiebre. ¡Permite que se muera, te lo pido! ¡Haz que se muera!

–                       María, tu corazón te lo presenta peor de lo que es. El miedo te enloquece. ¡Cálmate! ¡Piensa! ¿Qué pruebas tienes de su conducta?

–                       Contra Ti, ninguna. Pero es una avalancha que baja. Lo sorprendí y no pudo ocultar las pruebas que… Mira… Me vigila… Sospecha…  Es mi aflicción. ¡Ninguna madre en Israel es más infeliz que yo!

La Virgen en voz baja dice:

–                       Yo… Porque a mi dolor uno el de todas las madres infelices. Porque mi dolor me lo causa no el odio de uno; sino el de todo un mundo.

Jesús a quién llama Juana, se va.

Y judas se acerca a su madre y la apostrofa:

–                       ¿Ya desembuchaste tus delirios? ¡Acabas de calumniarme!…  ¿Estás contenta?

La Virgen le pregunta muy severa:

–                       Judas, ¿Hablas así a tu madre?

–                       ¡Sí! ¡Porque estoy cansado de sus persecuciones!

–                       Hijo mío, no lo son. Es amor. Dices que estoy enferma, ¡Pero no es cierto! Tú eres el que lo estás. Dices que te calumnio y que doy oído a tus enemigos. Pero tú mismo te haces mal. Sigues y tienes amistad con hombres nefastos, que te arrastran al mal.

Porque eres débil, hijo mío. Y ellos lo saben muy bien… Escucha a tu madre. Escucha a Ananías que es viejo y prudente. ¡Judas! ¡Judas! ¡Ten piedad de ti! ¡Ten piedad de mí!… ¡Judas! ¿A dónde vas?…

Judas atraviesa rápidamente la terraza.

Se vuelve y grita:

–                       ¡A donde soy útil y donde me respetan!

Baja a toda prisa, mientras que su infeliz madre asomándose sobre la valla, le grita:

–                       ¡No vayas! ¡No vayas! ¡No quieren más que tu ruina! ¡Oh, hijo mío!…

Judas está ya abajo.

Los árboles lo esconden a los ojos de su madre. Por un momento se le ve, antes de que entre en el vestíbulo.

María de Simón dice llorando:

–                       ¡Ya se fue! ¡La soberbia  lo devora!…

La Virgen acaricia su mano y dice:

–                       Roguemos por él. Roguemos las dos juntas…

Entretanto empiezan a subir los invitados y Jesús sigue hablando con Juana.

Sonriendo da su aprobación:

–                       Está bien. Que vengan también. Mucho mejor si se han vestido como hebreas, para no llamar la atención. Las espero aquí. Ve a llamarlas.

Y apoyándose en el dintel, se queda mirando con amor a los invitados que están siendo atendidos cariñosamente por todos los que lo aman.

Magdalena llega con todos sus pequeñuelos, en cunas adornadas y dice:

–                       ¡Señor! ¡Han llegado las flores! ¡Bendícelas!

Simultáneamente, Juana sale de la escalera interior, diciendo:

–                       Maestro, aquí tienes a las discípulas paganas.

Son siete mujeres vestidas de oscuro y con velos semejantes a los de las hebreas. El manto les llega hasta los pies. Dos son altas y majestuosas. Las otras, de mediana estatura. Cuando después de haber presentado sus respetos al Maestro y se levantan el velo son: Plautina, Lidia, Valeria, la liberta Flavio y otras tres, entre las cuales destaca la que en sus ojos destella el saber mandar.

Ésta última dice a Jesús:

–                       Y conmigo se postra Roma a tus pies.

Uniendo la acción a la palabra, hacen lo mismo una matrona cincuentona y una jovencita delgada y bella como una flor del campo.

Magdalena reconoce a las romanas a pesar de sus vestidos hebreos y murmura asombrada: “¡Claudia!” Se queda con los ojos muy abiertos, al oír la voz de la esposa del Procónsul.

Claudia declara:

–                       ¡Por mi parte estoy cansada de oír de labios de otros tus Palabras! ¡A la Verdad y a la Sabiduría, hay que escucharlas en su propia fuente!

Valeria pregunta a Magdalena:

–                       ¿Crees que nos reconocerán?

Magdalena responde:

–                       Si no decís vuestros nombres, no lo creo. Por otra parte os pondré en lugar seguro.

Jesús objeta:

–                       ¡No María! Han venido a servir las mesas de los mendigos. Nadie podrá sospechar que las patricias sean las criadas de los pobres. De los mínimos del mundo hebreo.

Claudia confirma:

–                       ¡Has dicho bien, Maestro! Porque la soberbia es algo innato en nosotros.

Jesús declara:

–                       Y la humildad es la señal más clara de mi Doctrina. Quien quiera seguirme debe amar la verdad, la pureza, la humildad. Tener caridad con todos y heroísmo para desafiar ‘el qué dirán’ y el parecer de los hombres. Además de las presiones de los tiranos. Vamos.

Claudia dice:

–                       Un momento, Rabí. Esta joven es una esclava, hija de esclavos. La rescaté porque es hija de israelitas y Plautina la tiene. Te la ofrezco pensando que hago bien. Se llama Egla. Es tuya.

Jesús sonríe y dice:

–                       Magdalena, tómala. Luego pensaremos… ¡Gracias!

Jesús sube a la terraza a bendecir a los niños, seguido por las nuevas discípulas.

Las mujeres despiertan mucha curiosidad, pero vestidas y peinadas a la hebrea, con vestidos sencillos, nadie sospecha.

Jesús está en el centro de la terraza, junto a la mesa de los pequeños y ora. Ofreciendo por todos al Señor los alimentos, bendice y ordena que se empiece a comer. Todos empiezan a servir a los pobres. Y

Jesús da el ejemplo, remangándose las largas mangas de su vestido y sirviendo a los niños. Aunque todos comen con apetito, no separan los ojos de Jesús, que camina entre las mesas. No deja a nadie sin prodigarle una caricia y un consuelo.

Varias veces roza a Claudia y a Plautina que humildemente parten el pan o traen vino a los ciegos, paralíticos y mancos. Envía su sonrisa a las jóvenes vírgenes que tienen a su cuidado a las mujeres. A las discípulas madres que muestran su compasión, para con los infelices.

A Magdalena, que atiende la mesa de los ancianos; la más difícil por las toses, los temblores, el masticar sin dientes, por bocas que destilan baba.

Ayuda a Mateo que pega en la espalda a un niño que parece sofocarse.

Agradece a Cusa que habiendo llegado al principio de la comida, divide la carne y sirve como si siempre hubiese sido un criado.

La comida termina.

Las caras, los ojos, dicen que están contentos los estómagos. Jesús se inclina sobre un anciano tembloroso y le pregunta:

–                       ¿En qué piensas padre? ¿A qué sonríes?

El anciano contesta emocionado:

–                       ¡Pienso que en verdad esto no es un sueño! Hasta hace poco pensaba que estaba durmiendo. Pero ahora sí me convenzo de que es realidad. ¿Quién es el que te hace tan Bueno y también a tus discípulos? ¡Viva Jesús!

Y todos los comensales gritan:

–                       ¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús!

Jesús se dirige al centro. Abre sus brazos. Hace señal de que guarden silencio y empieza a hablar, sentándose y teniendo sobre sus rodillas a un pequeñín.

–                       ¡Viva, sí! ¡Viva Jesús! No porque lo soy; sino porque mi Nombre significa el Amor de Dios hecho Carne. Que descendió entre los hombres para que lo conozcan y para dar a conocer el amor, que será el distintivo de la nueva Era. Viva Jesús, porque quiere decir Salvador. Y en realidad os salvo a todos. Ricos, pobres, niños y ancianos; israelitas y paganos. A todos.

Con la condición de que queráis ser salvados. Jesús es para todos los hombres. ¿Qué cosa es necesaria para ser de Jesús? ¿Para conseguir la Salvación? Pocas cosas, pero grandes. Grandes porque exigen al hombre que se renueve para hacerlas.

Para llegar a ser de Jesús. Por esto se exige el Amor. La Fe, la Humildad, la resignación, la compasión. Ved vosotros que sois discípulos, ¿Qué habéis hecho hoy de grande?

Responderéis: ‘Nada. Solo servimos la comida.’

¡No! Habéis servido Amor. Habéis sido humildes. Habéis tratado como hermanos a desconocidos de diversas razas, sin preguntar quiénes eran: sanos o buenos. Lo habéis hecho en Nombre del Salvador. Tal vez esperabais que os dijera grandes cosas. ¡No!…  He hecho que realizarais grandes cosas.Empezamos el día con la Oración. Socorrimos a los leprosos y mendigos. Adoramos al Altísimo, en su Casa. Dimos principio al Ágape fraterno y cuidamos de los peregrinos y de los pobres.

Hemos servido. Porque servir por amor es asemejarse a Mí, que soy el Siervo de los siervos de Dios. Siervo hasta el aniquilamiento que muere por salvar…

Fuertes pisadas interrumpen a Jesús.

Un grupo descontento de israelitas, suben corriendo por las escaleras.

Las romanas que pudieran ser reconocidas como Claudia, Plautina, Valeria y Lidia, se retiran a un lugar oscuro, bajándose el velo.

Los perturbadores irrumpen en la terraza y parece como si buscaran a alguien. Son comandados por soldados herodianos.

Cusa, ofendido; les sale al paso y les pregunta:

–                       ¿Qué queréis?

–                       Nada que te importe. Buscamos a Jesús de Nazareth, no a ti.

Jesús contesta:

–                       Aquí estoy. ¿No me estáis viendo?  -les pregunta, poniendo en tierra al pequeñín y poniéndose de pie con Majestad.

–                       ¿Qué estás haciendo aquí?

–                       Lo estáis viendo. Hago lo que enseño y enseño lo que he hecho: Amar a los más pobres. ¿Qué os dijeron?

–                       Se oyeron gritos de sediciosos. Y cómo donde estás se fomenta la sedición venimos a ver.

–                       Donde estoy hay paz. El grito fue de ‘¡Viva Jesús!’

–                       Exactamente. Tanto en el Templo como en el palacio de Herodes, se pensó que se fraguaba una conspiración contra…

–                       ¿Quién la fraguaba? ¿Contra quién? ¿Quién es rey en Israel? Ni en el Templo; ni Herodes. Roma domina. Y sería necio el que tratara de ser rey, donde domina.

–                       ¡Tú andas diciendo que eres Rey!

–                       Lo soy. Pero no de este mundo, que no vale nada para Mí. Es cosa sin valor, aún el Imperio. Soy Rey del Reino santo de los Cielos. Del reino del Amor y del Espíritu. Idos en paz.

O quedaos si queréis aprender cómo se acerca a mi Reino. He ahí a mis súbditos: los pobres, los infelices, los oprimidos y luego los buenos, los humildes, los caritativos. Quedaos y uníos a ellos.

–                       Tú siempre andas en banquetes de casas ricas. Entre mujeres hermosas y…

Cusa grita:

–                       ¡Basta! ¡En mi casa no se insinúa ninguna ofensa contra el Rabí! ¡Largaos de aquí!

Pero por la escalera interna que da a la terraza; la figura delgada de una joven, sube. Cual mariposa corre hacia Jesús. Arroja el velo y el manto y le cae a los pies, tratando de besárselos.

Cusa y otros, gritan:

–                       ¡Salomé!

Jesús se ha hecho a un lado tan violentamente para evitar el contacto, que se cae la silla y aprovecha para ponerla entre Él y Salomé.

Sus ojos brillan. Son fosforescentes. Terribles. Infunden miedo.

Salomé; ligera y desvergonzada. Toda melindres; responde:

–                       Sí. Soy yo. Los gritos llegaron hasta el palacio. Herodes manda una embajada  a decirte que quiere verte. Yo me le adelanté. Ven conmigo, Señor. Te amo mucho, ¡Y te deseo tanto!… También yo soy israelita.

Jesús responde cortante:

–                       Vete a tu casa.

Salomé dice seductora:

–                       La corte te espera para tributarte honores.

–                       Mi corte es ésta. No conozco otra. Ni otros honores. –Y con su mano señala a los pobres que están sentados en las mesas.

–                       Te doy regalos para ellos. Aquí tienes mis collares y mis joyas.

–                       No los quiero.

–                       ¿Por qué los rehúsas?

–                       Porque son inmundos. Y los das por un motivo igual. ¡Lárgate!…

Salomé, un poco turbada se levanta. Mira de reojo a Jesús, que con el brazo extendido le señala la salida. Furtivamente mira a todos…

Y ve en las caras la burla y el asco.

Los fariseos están petrificados. Son testigos de la escena.

Las romanas se atreven a salir un poco para ver mejor.

Salomé prueba una vez más:

–                       Te acercas aún a los leprosos… -dice sumisa y suplicante.

Jesús exclama:

–                       Son enfermos. ¡Tú eres una impúdica! ¡Lárgate!…

El último ¡Lárgate! Es tan terrible que Salomé recoge su velo y su manto. Se inclina y se arrastra hasta la escalera…

Cusa susurra en voz baja:

–                       ¡Ten cuidado, Señor!… ¡Es poderosa!… ¡Podría causarte mucho daño!…

Pero Jesús con una voz más fuerte, para que todos lo oigan, sobretodo Salomé; contesta:

–                       ¡No importa!  Prefiero que me maten antes que hacer alianza con el Vicio. Sudor de mujer lasciva y oro de prostitutas, son el veneno del Infierno.

Hacer alianza cobarde con los poderosos es Pecado. Yo soy Verdad, Pureza y Redención. Ve a acompañarla…

–                       Castigaré a los criados que la dejaron pasar.

–                       No castigarás a nadie. Ella sola lo sea. Y lo ha sido. Que sepa y también vosotros tenedlo en cuenta, que sé lo que piensa y me da asco. Regresa la sierpe a su cubil. El Ángel a sus jardines.

Se sienta. Está sudoroso. Después de algunos instantes dice:

–                       Juana; da a cada uno limosna, para que tenga por algunos días… ¿Qué otra cosa puedo hacer, hijos del dolor?  ¿Qué queréis que os dé?…  ¡Leo vuestros corazones!… ¡A los enfermos que saben creer: la paz y la salud!

Unos momentos de espera y luego un grito…

Muchos se levantan curados.

Los judíos que habían venido con malas intenciones, se van atolondrados. En medio del entusiasmo general de aclamaciones por el milagro y pureza de Jesús.

Él, sonriente besa a los niños.

Luego despide a los pobres. Pero dice a las viudas que esperen y da instrucciones a Juana. Ésta toma nota y las invita a que vengan el día siguiente. Luego, también ellas se van. Los últimos son los ancianos…

Se quedan los apóstoles y los discípulos de ambos sexos y las romanas.

Jesús dice:

–                       Así es. Y así serán las futuras reuniones. No hay necesidad de palabras. Que los hechos hablen a los corazones y a las inteligencias, con su claridad. La paz sea con todos vosotros.

Al principio de la escalera se encuentra con Judas:

–                       Maestro. No vayas a Getsemaní. Te andan buscando allá tus enemigos. Madre, ¿Qué dices ahora? ¡Tú que me acusas! Si no hubiera ido; no hubiera sabido de las asechanzas que ponen al Maestro. ¡Vamos a otra casa!…

Magdalena propone:

–                       A la nuestra. En casa de Lázaro no entra quién no sea amigo de Dios.

Jesús contesta:

–                       Sí. Los que estuvieron ayer en Getsemaní; vengan con las hermanas al Palacio de Lázaro. Mañana tomaremos providencias.

Los seguidores de Jesús no son unos dechados de valor. La noticia que trajo Judas se parece al gavilán que revolotea sobre una parvada de pollitos o al lobo que mete su nariz en un redil.

El miedo está impreso en todas las caras. Sobre todo en las de los varones que ya sienten el chasquido de los azotes y el filo de la espada. Y la amenaza de la prisión…

Las mujeres conservan una calma mayor.

Magdalena reacciona contra este temor exagerado:

–                       ¡Oh, cuántos cervatillos hay en Israel! ¡No os da vergüenza que tembléis así! Os he dicho ya,  que en mi palacio estaréis más seguros, que en una fortaleza. Venid si queréis y bajo mi palabra, os aseguro que no os pasará nada, de lo que es Nada.

Si además de los que señaló Jesús, alguien más quiere venir, es bien recibido. Hay camas para más de cien. ¡Vamos! ¡Decidíos en vez de temblar de miedo! Sólo ruego a Juana que nos envíe alimentos porque allá no tenemos suficientes y ya es tarde. Una buena comida es la mejor medicina para robustecer a los cobardes.

Su voz es imponente y el tinte de ironía, al ver a la grey temerosa que se amontona en el vestíbulo de Juana, hace que se robustezcan los corazones.

Juana dice:

–                       Lo haré al punto. Idos. Jonathás os seguirá con los criados y yo iré con él; porque me siento feliz de seguir al Maestro. Iré sin temor alguno y para demostrároslo, llevo conmigo a los niños.

Y se retira para dar las órdenes pertinentes.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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