116.- DOLOR DE UNA MADRE23 min read

Llegan a la casa de campo de Judas, en una fresca y brillante mañana. Los manzanares están bañados de rocío y la hierba es un tapiz de flores, sobre el que revolotean las abejas. La casa tiene abiertas las ventanas. Quién en ella vive; la mujer fuerte que combina su autoridad con una gran bondad, está dando órdenes a sus siervos y personalmente da a cada uno sus alimentos, antes de que partan al trabajo. Con su vestido oscuro, se le ve ir y venir a través de la amplia puerta de la cocina. Habla con todos y distribuye las porciones a cada trabajador. Una parvada de palomas la esperan en la puerta.

María de Simón sale con una bolsita en la mano, diciendo:

–                       Y ahora a vosotras, palomas. Comeos ahora esto y luego al sol, a alabar al Señor. ¡Orden, orden! Hay para todas, sin que os peléis…  -Arroja la comida en todas direcciones, para que los palomos no se traben en riñas inútiles. Jesús se adelanta sonriente; pero ella no lo ve. Porque está inclinada, acariciando a sus palomas. Toma uno, lo besa y suspira. Luego lo suelta…

Jesús dice:

–                       La paz sea contigo, María. Y con tu casa.

–                       ¡Maestro!  -exclama ella dejando caer la bolsita que tenía bajo el brazo y corre al encuentro de Jesús- ¡Oh, Señor! ¡Qué día santo y feliz!

Cuando intenta arrodillarse para besar los pies de Jesús, Él se lo impide diciendo:

–                       Las madres de mis discípulos y las israelitas santas, no deben humillarse como esclavas ante Mí Presencia. Me han entregado su corazón leal y sus hijos. Y en cambio les amo con predilección.

La madre de Judas, conmovida le besa las manos y dice en voz baja:

–                       Gracias, Señor.

Luego levanta su cabeza. Mira al reducido grupo de apóstoles que están quietos y asombrados de que su hijo no le venga al encuentro.  Mira más detenidamente al grupo… Su cara palidece y con ansia pregunta:

–                       ¿Dónde está mi hijo?  -y mira con miedo y con aflicción a Jesús.

Jesús responde:

–                       No tengas miedo María. Lo envié con Simón Zelote a casa de Lázaro; para un encargo. Si hubiera podido detenerme en Masada, todo el tiempo que había pensado, lo habría encontrado aquí. Pero no pude hacerlo. La ciudad no me quiso. Y me vine pronto para acá. Para encontrar consuelo con una madre y para darle en consuelo de que sepa de que su hijo sirve al Señor. –lo dice acentuando las últimas palabras, para darles un amplio significado.

María es como una flor marchita que vuelve a la vida. El color vuelve a sus mejillas; la luz a sus ojos.

Pregunta:

–                       ¿De veras, Señor? ¿Es bueno, él? ¿Te tiene contento? ¿De veras? ¡Oh, qué alegría! Alegría para el corazón de una madre. ¡He pedido tanto al Señor! ¡He dado mucha limosna! ¡He hecho muchos sacrificios!… ¡Y qué no haría yo para que mi hijo fuese un santo! ¡Gracias, Señor! ¡Gracias porque lo quieres mucho! ¡Tu amor es el que salva a mi Judas!…

–                       Tienes razón. Es nuestro amor el que lo… sostiene.

–                       ¡Nuestro amor! ¡Cómo eres Bueno, Señor! ¡Poner mi pobre amor junto al tuyo, Divino!… ¡Qué palabras tan confortadoras! ¡Qué tranquilidad! ¡Qué consuelo y paz me has dado con ellas! Judas muy poco podría aprovechar con solo mi amor, tan pequeño que es. Pero tú con perdonarlo… Porque Tú conoces sus pecados… Tú con tu amor infinito… ¡Judas se vencerá a sí mismo y para siempre! ¿No es verdad, Maestro?…

María lo mira fijamente con sus ojos profundos e indagadores. Con sus manos unidas en una muda plegaria…

Jesús… ¡Oh! Jesús que no puede decirle que sí y que al mismo tiempo no quiere arrebatarle la paz y el gozo que quiere quitarle sus temores, encuentra una palabra que no es mentira, que no es una promesa; pero que la mujer acoge con un suspiro de alivio:

–                       Su buena voluntad unida a nuestro amor, puede realizar verdaderos milagros, María. Estate siempre tranquila, recordando que Dios te ama; te comprende muy bien. Siempre será para ti un amigo.

María le besa las manos para darle las gracias.

Luego dice:

–                       Entra entonces en mi casa y esperemos a Judas. Aquí hay amor y paz, Maestro bendito.

Jesús llama a los suyos y entran en la casa. El crepúsculo agoniza.

La noche se pasa lentamente sobre los campos. Los rumores se apagan, uno detrás del otro. Tan solo queda entre la fronda el viento ligero que interrumpe el silencio. Se oye el primer grillo que canta entre los trigales maduros.

Y luego, uno tras otro repite en la campiña, el mismo monótono ruido. Hasta que… un ruiseñor lanza su primera melodía a las estrellas, desde el follaje espeso del nogal, que está cerca de la casa. Se oyen balidos a lo lejos. Estrépito de cencerros. Luego silencio.

Jesús está sentado junto a María, en el portal de la casa. Con ellos están los apóstoles y los siervos. ¡Qué dulces son estos momentos de quietud, en que cuerpo y alma gozan de ellos! Jesús habla poco y a intervalos. Deja que los apóstoles refieran lo que les ha pasado en el viaje. María y los siervos escuchan atentos.

Una oveja gime porque le han arrebatado a su corderito, para matarlo.

El administrador dice:

–                       ¡No puede tranquilizarse el animal! Temo que la leche se le pare. No ha comido desde la mañana. Oíd como bala…

Otro siervo contesta filosóficamente:

–                       Se le pasará… Dan hijos para que nos los comamos.

María de simón dice:

–                       Pero no todas son iguales. Esta es menos tonta y sufre más. ¿La oyes? ¿No te parece como si llorara? Maestro, sufro… Es como si fuese el llanto de una madre que ha perdido a su hijo.

–                       ¡Y tú al contrario lo encuentras, Mamá!  -dice Judas de Keriot apareciéndose a su espalda, junto con Simón y haciendo dar a todos un brinco por la sorpresa. Agrega- ¡Maestro! ¡Bendícenos ahora que hemos regresado; así como nos bendijiste al partir!

–                       Sí, Judas.  –Y Jesús abraza a ambos.

–                       La tuya, mamá. –María abraza y besa a su hijo.

Simón dice:

–                       No pensábamos que te encontraríamos ya aquí, Maestro. Caminamos sin detenernos y casi siempre por atajos, para no encontrar a nadie. Encontramos a algunos discípulos y avisamos a Juana y a Elisa, que pronto nos veremos.

Judas confirma:

–                       Es verdad todo eso. Y además simón caminaba como un joven. Maestro, cumplimos con tu encargo. Lázaro está muy mal. El calor lo hace sufrir mucho más. Te ruega que vayas pronto a su casa…  Maestro, fuera de la Antonia a la que fui por caridad a Egla, antes de que se vaya a Jericó y para agradecer a Claudia; no fui a ningún otro lugar. ¿Verdad Simón?

–                       Cierto. Fuimos a la torre Antonia, a la hora de la siesta. Hacía un calor tan terrible que obligaba a todos a permanecer en casa. Mientras Judas hablaba con Claudia, a quién Álbula Domitila, había llamado al jardín; yo hablé con las otras. No creo haber hecho mal en darme a entender como pude, para saber lo que quería.

Jesús dice:

–                       Hiciste bien. Ellas tienen la voluntad de conocer la Verdad.

–                       Y Claudia la de ayudarte. Se despidió de Egla, que también fue a saludar a Plautina y a las demás. Me hizo varias preguntas. Si entendí bien; ella quiere persuadir a Poncio de que no crea las calumnias de los Fariseos, saduceos y demás.

 

Hasta un cierto punto, Poncio se fía de sus centuriones que son muy buenos para la batalla, pero no muy aptos para hacer de embajadores. Pide a su mujer que le ayude. Ella es una mujer muy inteligente hasta la astucia y que quiere conocer las cosas como son. En realidad el Procónsul es Claudia. Él debe ser una nulidad que está arriba, porque ella es la que vale como fuerza y consejera. Nos dieron dinero para tus pobres. Aquí está.

Santiago de Zebedeo pregunta:

–                       ¿Cuándo llegasteis? No parecéis estar ni cansados, ni sucios.

Judas contesta:

–                       Antes del mediodía. Fuimos a Keriot para ver si estaba allí mi madre y para avisar que llegarían. Me porté como quieres, Maestro. No me dejé llevar de los deseos humanos. ¿No es verdad, Simón?

–                       Así es.

–                       Hiciste bien. obedece siempre y te salvarás.

–                       Así lo haré, Maestro. ¡Bueno! Ahora que sé que Claudia está a nuestro favor, no tengo más mis necias prisas. Ahora son tan solo amor. Y convendrás en ello. Amor desordenado… desordenado porque lo sentía  sin protección; sin ayuda para llegar a la meta; que es la de hacer que te amen. Que te respeten como mereces, como debe de ser. Ahora estoy más tranquilo. No temo más. Hasta me es dulce esperar… -Judas sueña con los ojos abiertos.

Jesús lo amonesta:

–                       No te entregues a tus ensueños Judas. Sigue firme en la Verdad. Soyla Luz del Mundo y la Luz la odiarán siempre las Tinieblas…

Ha salido la luna y pone pinceladas de plata a todo lo que toca…

Al día siguiente…

Después de la comida del mediodía, los apóstoles se han esparcido para descansar, antes de emprender nuevamente el camino cuando llegue la tarde. Jesús está bajo la sombra de los manzanos cuyo fruto pronto madurarán.

María de Simón se acerca y dice a Jesús con mucho respeto:

–                       Señor, ¿No querrías venir conmigo solo a la casa de una madre que es infeliz?  Esto es lo que más deseo.

Jesús sonríe y contesta:

–                       Sí, mujer. Yo también tengo deseos de estar contigo, solos en estas últimas horas, como las primeras cuando llegamos. Vamos.

Entran en la casa y toman sus mantos. Luego salen y van por veredas entre los huertos y los campos.

Todavía hace mucho calor y de los trigales se respira el bochorno. Pero el viento de la montaña suaviza el calor de la llanura, que de otro modo sería insoportable.

María dice:

–                       Me desagrada hacerte caminar con este calor. Me he atrevido porque dijiste: “María para darte prueba de que te amo como si fueses mi madre, pídeme lo que quieras, que te contentaré.” Señor, ¿Sabes a donde vamos?

–                       No, mujer.

–                       Vamos a la casa de aquella que debió ser suegra de Judas. –María lanza un suspiro doloroso-  Debía…  No lo fue, ni lo será jamás; porque Judas abandonó a su hija, la que murió de dolor. Y la madre me guarda rencor a mí y a mi hijo. Siempre nos maldice…

Judas es muy… Muy débil… en el mal. No tiene necesidad más que de bendiciones… Yo quisiera que le hablases. Tú la puedes persuadir de que fue un bien, que no se hubieran celebrado las bodas. Decirle que yo no tuve la culpa. Decirle que deje de odiarme, porque se está muriendo poco a poco y con este nudo en el alma.

Quisiera que hubiera paz entre nosotras. Porque he sufrido mucho y he sufrido vergüenzas por lo que pasó. Y veo con dolor que se destruye la amistad de una que fue mi compañera, desde que yo me casé. Tú sabes… En fin… Señor…

–                       Sí. No te angusties. Tu petición es justa y cumplo los encargos buenos.

Atraviesan el vallecito y llegan hasta una casa que está cerca del poblado, rodeada por enormes huertos.  Dan vuelta por una vereda y caminan hasta estar cerca de un portón. María se estruja las manos:

–                       Ana vive aquí desde que murió su hija. En sus posesiones. Antes vivía en Keriot y cuando nos encontraba, sus reproches nos destrozaban el corazón. Hemos llegado. Me salta el corazón… No me querrá ver… se intranquilizará… y su pobre corazón sufrirá mucho más… Maestro…

–                       Así es. Yo voy. Tú quédate aquí hasta que te llame. Y ruega para ayudarme.

Jesús se acerca solo a la puerta que está semiabierta y entra saludando con dulzura. Le sale al encuentro una mujer:

–                       ¿Qué se te ofrece? ¿Quién eres?

–                       Vengo a dar alivio a tu  patrona. Condúceme a donde está.

–                       ¿Eres médico? ¡De nada sirve! Ya no hay esperanzas. Su corazón se le está marchitando.

–                       Todavía se le puede curar su alma. Soy el Rabí.

–                       No le harás ningún provecho. Está mohína con el Eterno y no quiere oír sermones. Déjala en paz.

–                       Precisamente porque está mohína, por eso he venido. Déjame pasar y sus últimos días no los pasará en la desventura.

La mujer se encoge de hombros y dice:

–                       ¡Entra!

Un corredor semioscuro y fresco.

Hay varias puertas. En la última, en el fondo, está entreabierta y de ella salen lamentos.

La mujer entra diciendo:

–                       Señora, hay un Rabí que quiere hablarte.

–                       ¿Para qué?… ¿Para decirme que estoy maldecida? ¿Qué no tendré paz ni siquiera en la otra vida? –responde una voz jadeante. Inquieta.

Jesús se asoma por el umbral y contesta:

–                       No. Para decirte que tendrás paz completamente, con tal de que quieras. Y serás dichosa para siempre con tu Juana.

La enferma, amarilla, hinchada, jadeante sobre su camastro, recostada sobre muchos almohadones, lo mira y dice:

–                       ¡Qué palabras! Es la primera vez que un rabí no me reprende… ¡Qué esperanza!… Mi Juana conmigo, en la bienaventuranza… No más dolor… El dolor que causó un maldito a quien su madre no impidió el haber nacido… Que me traicionó… después de haberme hecho concebir esperanzas… ¡Infeliz hija mía!… –su agitación es mayor.

La sirvienta dice:

–                       ¿Lo ves? Le causas mal. Yo lo sabía. ¡Vámonos!

–                       No. Vete tú. Déjame solo…

La mujer sale moviendo la cabeza.

 

Jesús se acerca al lecho poco a poco. Seca bondadosamente el sudor de la enferma, que no puede hacerlo con sus manos enormemente hinchadas. Le da aire con un abanico de palma. Le da de beber, porque ella busca alivio en la bebida que está sobre la mesita.

 

Jesús parece un hijo, al lado de su madre enferma. Luego se sienta decidido a cumplir con toda suavidad su encargo.

 

La mujer toma respiro y lo observa.

 

Y con una sonrisa de enfermo le dice:

 

–                       Eres hermoso y bueno. ¿Quién eres Rabí? Tienes la delicadeza de mi amada hija, en proporcionarme consuelo.

 

–                       ¡Soy Jesús de Nazareth!

 

–                       ¡Tú!… ¡Tú en mi casa!… ¿Por qué?

 

–                       Porque te amo. Porque también tengo Yo una Madre y en cada madre veo a la mía…

 

–                       ¿Por qué? ¿Llora acaso tu Madre? ¿Por qué? ¿Se le ha muerto algún hermano tuyo?

 

–                       Todavía no. Soy el único hijo suyo y todavía no me muero. Pero Ella llora porque sabe que debo morir.

–                       ¡Oh, infeliz! ¡Saber de antemano que un hijo va a morir! ¿Pero cómo lo sabe? ¡Estás sano! Estás fuerte. Eres bueno. Yo me hice ilusiones hasta que se murió mi hija que estaba muy enferma… ¿Cómo puede saber tu Madre que debes morir?

–                       Porque Soy el Hijo del Hombre del que hablaron los Profetas. Soy el Hombre de Dolores que vio Isaías. El Mesías del que cantó David y describió sus torturas de Redentor. Soy el Salvador. El Redentor, mujer.

Me espera una muerte horrible y mi Madre asistirá a ella… Y mi Madre sabe desde que nací, que su corazón será traspasado de Dolor, como el mío… No llores. Con mi muerte abriré las puertas del Paraíso, a tu querida Juana.

–                       ¡También a mí! ¡También a mí!

–                       Sí. Cuando llegue tu tiempo. Pero antes debes aprender a amar y a perdonar. A volver a amar. A ser justa. A perdonar… de otro modo no podrás entrar al Cielo con Juana y conmigo…

La mujer llora angustiosamente.

Entre gemidos dice:

–                       Amar… Amar cuando los hombres me enseñaron a odiar… Cuando Dios no nos amó ni tuvo piedad… ¡Es difícil!… ¿Cómo amar cuando los hombres nos han atormentado; las amigas herido y Dios, abandonado?…

–                       No. Jamás te ha abandonado. Yo estoy aquí para hacerte promesas celestiales. Para asegurarte que tu dolor terminará en gozo; con solo que lo quieras. Ana, escúchame… Lloras por unas bodas que no se celebraron. Les echas la culpa de tu dolor.

De ello acusas a un hombre y dices que es asesino. Y de cómplice acusas a su pobre madre. Escucha Ana; no pasarán muchos meses, cuando verás que fue un gran favor del Cielo, que Juana no se hubiera casado con Judas…

 

La mujer grita:

 

–                       ¡No me lo nombres!

 

–                       Lo he hecho para decirte que debes agradecer al Señor. Y dentro de pocos meses lo harás…

 

–                       Ya estaré muerta.

 

–                       No es verdad. Estarás viva y te acordarás de Mí. Y comprenderás que hay dolores más grandes que el tuyo…

 

–                       ¿Mayores? ¡No es posible!

 

–                       ¿Dónde pones el de Mi Madre, que me verá morir en una Cruz?  -Jesús se ha levantado. Es imponente.-  ¿Y dónde el de la madre del que traicionará a Jesucristo, el Hijo de Dios?

 

Piensa mujer en esa madre… Tú… Toda Keriot, la campiña y otros más te han acompañado en tu dolor. De ello te has gloriado como si fuese una corona de mártir. ¡Pero esa madre! Como Caín; pero sin serlo. Más bien siendo cual Abel; porque será la víctima de su hijo Traidor.

 

Del asesino de Dios; Sacrílego, Maldito. ¡Ella no podrá soportar la mirada de los demás! Porque en cada mirada verá una piedra que se le arroja para lapidarla. Y en cada palabra que pronuncien los hombres le parecerá escuchar una maldición, un insulto. Y jamás encontrará refugio sobre la Tierra, sino hasta que muera.

Hasta que Dios que es Justo, venga a llevarse consigo a la mártir. Borrándole de su memoria el haber sido la madre del Asesino de Dios; al darle su eterna posesión de Sí Mismo… El dolor de esta madre, ¿No es acaso mayor?

–                       Un inmenso dolor.

–                       Lo comprendes… Sé buena, Ana. Reconoce que Dios fue Bueno en su modo de obrar…

–                       Pero mi hija está muerta. Judas me la hizo morir por ambición de otra dote mayor y su madre lo aprobó.

–                       No. Esto no es cierto. Yo te lo aseguro. Yo que veo en los corazones. Judas es mi apóstol y con todo afirmo que hizo mal y que recibirá su castigo.

Su madre es inocente. Te ama. Quisiera que también tú la amases… Ana, sois dos madres infelices. Tú te glorías de tu hija muerta; inocente, pura. A quién el mundo respeta… María de Simón no puede gloriarse de su hijo. Los hombres reprueban sus acciones.

–                       Es verdad. Pero si se hubiera casado con Juana, nada le reprocharía.

–                       Pero poco después hubieses visto morir a Juana de dolor, porque Judas perecerá de muerte violenta.

–                       ¿Qué dices? ¡Oh, Infeliz María! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?

–                       Presto. Y de una manera horrenda… ¡Ana! ¡Ana! ¡Tú eres buena! Tú eres madre. Conoces lo que es el dolor de una madre. Ana, vuelve a ser amiga de María. Que el dolor os una; cómo debió uniros la alegría. Déjame irme contento; sabiendo que ella tendrá una amiga.  Una sola por lo menos…

–                       Señor… Amarla… quiere decir perdonarla… ¡Es muy duro! Me parece que vuelvo a enterrar a mi hija. ¡Que yo misma la mato!…

–                       Pensamientos que las Tinieblas te sugieren. No los escuches. Escúchame a Mí, Luz del Mundo. La Luz te dice que menos amarga ha sido la suerte de Juana muriendo virgen; que si muriese siendo la viuda de Judas. Créemelo Ana. Y piensa que María de Simón es mucho más infeliz que tú…

La mujer piensa. Piensa. Lucha, llora y luego dice:

–                       Pero yo la maldije a ella y al fruto de sus entrañas. Pequé…

–                       De ello te absuelvo. Y entre más la ames, más serás absuelta en el Cielo.

–                       Pero si me hago su amiga encontraré a Judas. No puedo hacer esto, Señor.

–                       Nunca lo volverás a ver. No regresaré más a Keriot, ni tampoco Judas. Nos hemos despedido ya de la gente.

–                       ¿Dijiste que…?

–                       Que no volveré jamás. Judas dijo que no podrá venir más hasta que yo desaparezca. Él piensa que voy a subir a algún trono. Pero no es así; me espera la muerte. Tú no dirás esto, jamás. Que María lo ignore hasta que todo se haya cumplido.

Tú misma acabas de decir que es infeliz de antemano, la madre que sabe que su hijo debe morir. Si los sufrimientos de mi Madre, porque lo sabe, van a aumentar los méritos de mi Sacrificio; para María de Simón es una cosa que debe dársele por compasión. No dirás ni una palabra de esto.

–                       No Señor. Te lo juro en nombre de mi Juana.

–                       Quiero otra promesa más. Es grande. Es santa. Tú eres buena. Me amas ya…

–                       Sí. Mucho. Desde que estás aquí, siento tener paz.

–                       Cuando María de Simón no tenga más que a su hijo y cuando el mundo la cubra de… desprecio. Tú sola le abrirás tu casa y el corazón. ¿Me lo prometes? En Nombre de Dios y de Juana. Ella lo habría hecho porque María fue siempre para ella, la madre del siempre amado. –insiste Jesús.

Ana exclama:

–                       ¡Sí! – y se escucha su llanto.

–                       Dios te bendiga, mujer. Y te de paz… Y salud… Ven. Vamos a ver a María y a darle el beso de paz…

–                       Pero, Señor. no puedo caminar. Tengo las piernas paralizadas e hinchadas. ¿Ves? Estoy aquí vestida; pero no soy más que un leño…

–                       Lo fuiste. ¡Ven!  -y le extiende la mano invitándola a dejar su lecho…

La mujer, con sus ojos fijos en los de Él, mueve las piernas. Las saca del lecho. Pisa la tierra descalza; se levanta y camina… parece como hechizada… No se da cuenta de su curación. Sale tomada de la mano de Jesús, al corredor semioscuro. Se dirige hacia la salida. Casi está llegando cuando la sirvienta la ve y da un grito de gozo…

Acuden  otros siervos, temiendo que esté por morir. Pero ven que su patrona que antes estaba agonizante y que guardaba rencor a María de Simón, camina rápida con los brazos extendidos, desprendiéndose de Jesús hacia la mortificada María. Y la llama y la estrecha contra su corazón. Ambas terminan abrazadas y llorando.

Más tarde… al regresar a su casa, después de la despedida de paz; María de Simón da las gracias al Señor y le pregunta:

–                       ¿Cuándo volverás, para hacer otro bien?

Jesús contesta:

–                       Nunca más volveré, mujer. Lo dije ya a los del pueblo. Pero mi corazón estará siempre contigo. Acuérdate de que siempre te he amado y que te amo. Recuerda que sé que eres buena y que Dios te ama por esto. Tenlo siempre presente y también cuando lleguen días y horas amarguísimas.

Que nunca llegue a tu mente el pensamiento de que Dios te juzgue culpable. Ante sus ojos, tu alma está adornada y lo estará siempre de joyas de virtudes y de perlas de tus dolores.

María de Simón, madre de Judas, te voy a bendecir. Quiero abrazarte y besarte, para que tu beso maternal, sincero, leal;  me consuele de otro…

Para que mi beso te compense de tus dolores. Ven, madre de Judas. Y gracias porque me has amado y honrado…  -y la abraza y la besa en la frente, como hace con María de Alfeo.

María recibe el beso con emoción y dice:

–                       Nos veremos otra vez. Iré a la Pascua…

–                       No. No vayas. Te lo ruego. ¿Quieres hacerme feliz? No vayas a la próxima Pascua. Las mujeres no.

–                       ¿Por qué?

–                       Porque… en la próxima Pascua, habrá en Jerusalén un terrible espectáculo; al que no está bien que asistan mujeres. Más bien diré a tu pariente Ananías, que venga para estar contigo. Que se quede para siempre. Tendrás necesidad… De hoy en adelante Judas no podrá ayudarte más. Ni venir…

–                       Haré como dices.  Luego… ¿No volveré jamás a ver tu Rostro en que se refleja la paz del Cielo? ¡Cuánta serenidad ha brotado de tus ojos y se ha derramado sobre mi corazón, que sufre!…

María llora.

–                       No llores. La vida es breve. Después me verás para siempre en mi Reino…

–                       ¿Crees entonces que tu humilde sierva vaya a entrar en él?

–                       Veo ya tu lugar entre los ejércitos de mártires y corredentoras. No tengas miedo, María. El Señor será tu eterna recompensa. Sigamos. La tarde baja ya y ya es hora de ponernos en camino…

Regresan por el camino entre los manzanos y campos.

Llegan a la casa donde esperan los apóstoles. Jesús es breve en la despedida. Bendice a todos y se pone a la cabeza de los suyos… Se va…

María se queda de rodillas, llorando…

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

 

 

 

 

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