En los extensos campos sembrados de trigo, también se nota la actividad de los segadores. Hay una hermosa casa de campiña, con sus cuatro eras llenas de gavillas. Una gran cantidad de carretas transportan el trigo del campo a las eras. Y los hombres descargan y amontonan.
José de Arimatea organiza que todo se haga bien.
Desde lo alto de una carreta, un campesino anuncia:
– Hemos acabado patrón. Todo el trigo está en las eras. Esta es la última carretada.
José responde:
– Está bien. Descarga, disyunta los bueyes y llévalos a beber agua. Y luego a sus establos. Trabajaron bien y merecen su descanso. Al igual que vosotros… Y vuestra fatiga será llevadera, porque para los corazones buenos, es descanso la alegría ajena.
José mira a su mayordomo y le dice:
Ahora vamos a hacer que vengan los hijos de Dios y les daremos el regalo del Padre. Abraham ve a llamarlos.
El hombre de aspecto patriarcal va hasta un galerón inmenso, que es donde guardan las carretas y los instrumentos agrícolas. Abre las enormes puertas y entra. Sale seguido de una multitud heterogénea y pobre; en que hay gente de todas las edades y de todas las miserias.
Hay quienes parecen esqueletos y otros están lisiados, ciegos, mancos, enfermos de todas clases… Muchas viudas rodeadas de huerfanitos y mujeres de aspecto triste cuyos maridos están enfermos.
Salen con ese aire particular de los pobres que esperan algo extraordinario y una chispa de alegría ilumina sus rostros abatidos por el sufrimiento.
José pasa lista a estos infelices y pregunta a cada uno cuantos son de familia, en qué condiciones viven, etc. Es todo un cuestionario social. Y toma nota de las respuestas. Según el caso, dice a sus siervos:
– Da diez. O… Da treinta. Da sesenta. –dice después de haber escuchado a un viejo semiciego que le sale al frente con diecisiete nietos; todos menores de doce años, hijos de dos hijos suyos que murieron el año anterior. Uno en la siega y otra en el parto… cuyo esposo ya se consoló con otra y le dejó a los niños. Él es viudo y…
José dice:
– Da sesenta a este viejo padre nuestro. Y tú padre, quédate aquí. Voy a darte vestidos para tus pequeñuelos…
El hombre se postra agradecido, pero José lo levanta inmediatamente diciendo:
– Es al Altísimo al debemos dar las gracias…
El siervo hace notar que si va a dar sesenta gavillas cada vez, no va a alcanzar para todos.
Y José le responde:
– ¿Y dónde está tu Fe? ¿Acaso amontoné las gavillas para mí? ¡No! Para los hijos más queridos a los ojos del Señor. Él proveerá para que todos tengan algo.
Abraham el mayordomo mueve la cabeza y contesta:
– Está bien patrón. Pero los números, son números.
Pero José replica convencido:
– ¡Pero la Fe es Fe! Y para mostrarte que la Fe puede todo, ordeno que se les dé el doble; empezando por los primeros. Quién recibió diez, les darás otras diez. Y el que veinte, otras veinte. Y da ciento veinte a este padre. ¡Hazlo! ¡Obedéceme!
Todos los siervos lo miran asombrados, mueven la cabeza y…
José repite con firmeza:
– Hacedlo.
Los siervos se encogen de hombros y ejecutan las órdenes.
La distribución continúa en medio de una admiración gozosa de los pobrecitos que ven que se les da algo increíble…
Jesús sonríe.
En pocos minutos, lo que antes llegaba hasta el techo, ha desaparecido. Todos han recibido lo que querían y en medida rebosante.
José pregunta:
– ¿Cuántas gavillas quedan todavía?
Los siervos cuentan y contestan:
– Ciento doce, patrón.
– Bien. Tomaréis cincuenta para semilla, porque es una semilla santa. –revisa su listado- las otras sesenta y dos, son para cada cabeza de familia aquí presente. Pues sois ese número.
Los siervos obedecen.
Cuando terminan de distribuir, José les pregunta:
– ¡Y bien! ¿Habéis visto? ¡Alcanzó para todos y hasta sobró!…
Abraham dice:
– Pero patrón; ¡Aquí hay algo misterioso! Nuestros campos no pueden haber producido el número de gavillas que has distribuido.
Un anciano dice:
– Tengo setenta y ocho años. Hace sesenta y seis años que siego y sé… Mi hijo tiene razón. Sin una ayuda misteriosa no podríamos haber dado tanto…
José responde feliz:
– Pero las dimos Abraham. Tú estuviste a mi lado. Los siervos entregaron las gavillas… No hay sortilegio alguno. No es algo imaginario. Las gavillas pueden contarse todavía. Están todavía allí, divididas en partes.
– Así es, patrón. Pero no es posible que los campos hayan producido tantas. Para lo que hemos repartido, hubiese sido necesario que la siega fuera al menos del triple y tambien los campos fueran el triple de extensos… Repito que ¡No es posible!…
José adopta la postura que tiene, cuando enseña a sus levitas en el Templo:
– ¿Y la Fe, hijos míos? ¡Y la Fe! ¿Dónde ponéis la Fe? ¿Podía mentir el Señor a su siervo, que prometía en su Nombre y por un motivo santo?
Todos los siervos se inclinan dispuestos a tributarle honor:
– ¡Entonces tú hiciste un milagro!
El ilustre anciano dice con humildad:
– No hago ningún milagro. Soy un pobre hombre. El Señor lo hizo… Leyó en mi corazón y vio dos deseos: el primero, el de llevaros a la misma Fe. El segundo, el de dar mucho, mucho; a estos hermanos míos infelices. Dios accedió a mis deseos…
¡Y lo hizo! ¡Sea bendito! –dice José con una inclinación reverente, como si estuviese delante de un altar.
Jesús aparece de repente, con los brazos abiertos:
– ¡Y su siervo con él! – ha estado oculto detrás de una casita que tiene una valla y que es el molino de las aceitunas y que sale a la era donde está José.
José se sobresalta con júbilo y exclama cayendo de rodillas y venerando a Jesús:
– ¡Maestro mío y Señor mío!
– La paz sea contigo. Vine a bendecirte en Nombre del Padre. A premiar tu caridad y tú Fe. Soy tu huésped por esta noche. ¿Me aceptas?
– ¡Oh, Maestro! ¿Lo preguntas? Aquí no puedo honrarte… Me encuentro en medio de siervos y campesinos, en mi casa de campo… no tengo vajilla, ni maestresalas… Ni siervos que sepan tratarte. No tengo comida especial… ni vinos exquisitos… No tengo amigos… Será una hospitalidad muy pobre… ¿Porqué, Señor, no me avisaste? Habría proveído a todo… ¡Si lo hubiese sabido! Permíteme Maestro que dé órdenes para hacer lo posible… ¿Por qué sonríes de ese modo?…
José no sabe qué hacer… Tanto por la alegría imprevista como por la situación. Que piensa que es desastrosa… ¡No poder recibir al Maestro como lo desea su corazón!…
– Me sonrío de tus inútiles aflicciones. José, ¿Buscas lo que tienes?
– ¿Qué tengo? No tengo nada.
– ¡Cómo has cambiado! ¿Por qué no eres más el José espiritual de hace poco, en que hablabas como un sabio? ¿Cuándo prometías en nombre de la Fe y cuando prometías darla?
– ¡Oh! ¿Estuviste oyendo?
– Oí y vi, José. Esa valla de laureles es muy útil para ver que lo que sembré, no ha muerto en ti. Y por esto te digo que te entregas a aflicciones inútiles. Hablas de lo que no tienes…
¡Donde se ejercita la caridad, ahí está Dios! Y donde está Dios, están sus ángeles. ¿Y qué mejores maestresalas que ellos?
No tienes alimentos especiales, ni vinos exquisitos… ¿Y qué alimento mejor y qué bebida especial puedes darme; que el amor que has tenido para con éstos y que tienes para conmigo? ¿No tienes amigos que me honren?… ¿Y éstos? ¡Qué amigos más amados que los pobres y los infelices, para el Maestro que lleva por Nombre Jesús!
¡Ea, José! Ni aunque Herodes se convirtiese y me abriese sus salones para hospedarme y honrarme. Y con él estuviesen los jefes de todas las castas y las naciones, para darme honra; no tendría Yo algo más precioso, que esta gente a la que quiero decir una palabra y hacer un regalo. ¿Me permites?
– ¡Oh, Maestro! ¡Todo lo que quieras lo quiero! Lo mío es tuyo… Da órdenes.
– Diles que se reúnan todos. Para nosotros siempre habrá un pedazo de pan…
Cuando todos están reunidos, Jesús empieza a hablar:
– Habéis comprobado que la Fe puede multiplicar la cosecha, cuando este deseo se inspira en el amor. No limitéis vuestra Fe a las necesidades materiales. Dios creó el primer grano de trigo… Si tuviereis tanta Fe como un grano de mostaza… (Y la enseñanza prosigue en un largo discurso)
Cuando Jesús termina de hablar; pregunta:
– ¿Tenéis Fe?
– ¡Sí, Señor!
– ¿Quién es Dios para vosotros?
– El Padre Santísimo; como lo enseñan los discípulos del Mesías.
– ¿Y Quién es el Mesías para vosotros?
– El Salvador. El Maestro. El Santo.
– ¿Tan solo esto?
– El Hijo de Dios. Pero no hay que decirlo porque los Fariseos nos persiguen si lo declaramos.
– Pero, ¿Creéis que Él lo sea?
– Sí. Señor.
– Así pues creced en vuestra Fe. Aunque callareis, la Creación entera proclamaría que el Mesías es el Verdadero Redentor y Rey. Lo proclamará cuando haya sido levantado; cuando esté con la púrpura santísima y con la guirnalda de la Redención.
Bienaventurados los que sepan creer esto ya desde ahora; pues entonces creerán con más fuerza y tendrán Fe en el Mesías y con ello alcanzarán la Vida Eterna.
Varios dicen:
– Pero, ¿Dónde está el Mesías?
– Lo estamos aguardando para que nos cure.
– Sus discípulos no nos curaron; pero nos dijeron: ‘Él lo puede’
– Queremos curarnos para trabajar.
Jesús sonríe y pregunta:
– ¿Y creéis que el Mesías lo pueda? -haciendo señal a José de que no diga que Él lo Es.
– Lo creemos. Es el Hijo de Dios. Todo lo puede.
– ¡Todo lo puede y Todo lo quiere! -dice Jesús extendiendo con imperio su brazo derecho y lo baja como para jurar. Termina con un grito poderoso- ¡Se haga así para la Gloria de Dios!
Intenta irse a la casa, pero los curados que serán como unos veinte; gritan, corren, lo estrechan en una selva de manos que quieren tocarlo. Que se aferran a sus vestidos para besarlos.
Jesús sonríe, acaricia, bendice. Lentamente se desprende de ellos y desaparece en el interior de la casa; mientras los gritos de alegría suben al Cielo, que empieza a pintarse de morado en el crepúsculo…
Al tercer día, es sábado.
José de Arimatea está descansando en una habitación semioscura y reina un silencio absoluto por todas partes…
Entra su mayordomo para avisarle:
– Señor, aquí está tu amigo Juan.
José lo mira sorprendido:
– ¿Mi amigo Juan? ¿Cómo es posible si todavía no termina el sábado?… Dile que pase al punto.
Entra Juan el sinedrista y lo saluda:
– ¡Dios sea contigo, José!
José contesta:
– Y contigo Juan… Conociéndote cómo justo, me admiro de que hayas venido antes del crepúsculo…
– He quebrantado la ley sabática; mi pecado es grande y grande será el holocausto que ofreceré, para que sea yo perdonado… Pero también es muy grande el móvil que me impulsó a cometer tal pecado… Yeohvé que es Justo, tendrá compasión de su siervo culpable, teniendo en cuenta el gran motivo que me obligó…
– Antes no hablabas así. Para ti el Altísimo solamente era rigor e inflexibilidad. Y te creías perfecto porque lo temías como a un Dios inexorable…
– ¡Oh, perfecto!… José, nunca te he confesado mis culpas secretas… Pero es verdad. Juzgaba a Dios como inexorable; cómo lo hacen muchos en Israel. Así nos enseñaron… A creer en Él cómo en un Dios Vengativo…
– Y tú has seguido creyéndolo, aún después de que el Rabbí ha venido a dar a conocer a su pueblo, el verdadero Rostro de Dios… Su verdadero Corazón… Un Rostro y un Corazón de Padre…
– Es verdad. Estoy de acuerdo. Pero… Todavía no le había oído hablar largamente. acuérdate que desde que lo vi en tu casa en aquel banquete, cuando le reiteró la Promesa y la Señal a Gamaliel… Tomé una actitud de respeto, aunque no de amor para con Él.
– Recuerdo. Tú sabes que quiero tu bien y quisiera que lo amases. El respeto es muy poca cosa…
– Tú lo amas, ¿Verdad José?
– Sí. Y te lo confieso aun cuando sé que los Príncipes de los Sacerdotes odian a quienes aman al Rabbí. Pero tú no eres capaz de delatarme…
– Tienes razón. Soy incapaz de ello… Quisiera ser como tú. ¿Lo lograré?
– Rogaré para que lo hagas. Será tu salvación eterna, amigo.
Sigue un profundo silencio y los dos se quedan pensativos. Después de un largo momento, José pregunta:
– Me acabas de decir que un gran motivo te impulsó a quebrantar el sábado. ¿Qué es lo que ha sucedido? ¿Puedo preguntártelo sin faltar a la discreción? Me imagino que viniste para solicitar mi ayuda… Y para dártela, necesito saber…
Juan se pasa la mano sobre la frente; luego se aprieta con las dos manos la parte frontal de la cabeza, en cuyas sienes se empiezan a cubrir de cabellos plateados. Se acaricia su barba tupida y haciendo un esfuerzo, levanta el rostro y mira a José. Da un suspiro profundo y dice:
– Sí. Un gran motivo… Y muy penoso. Y también… una gran esperanza…
– ¿Cuáles?
– José, puedes imaginar que mi casa sea un infierno y que pronto sólo será un hogar… un hogar destruido, disperso, arruinado.
José se queda atónito y abriendo sus ojos murmura:
– ¿Qué dices? ¿Estás bien de tus facultades… mentales?
– Estoy muy cuerdo. Mi mujer me quiere abandonar… ¿Te sorprende?
– ¡Uh!… ¡Sí! Porque siempre la he conocido como una mujer buena y… Porque vuestro hogar, para mí siempre ha sido ejemplar… Lleno de finezas… Colmado de virtudes…
Juan se sienta con la cabeza entre las manos.
José prosigue:
– Ahora… Esta… Esta decisión de ella… No puedo creer que Anna haya faltado… o que tú… Pero mucho menos me imagino que ella lo haya hecho… Tu hogar… Tus hijos. No. Ella no puede ser culpable de nada…
– ¿Estás seguro? ¿Estás seguro?
– ¡Pobre amigo mío! No tengo los ojos de Dios, pero por lo que conozco, puedo decir que así es.
– No piensas que Anna… ¿Pueda ser infiel?
– ¡¿Anna?! Pero, ¡Amigo mío! ¿Te quemó el sol los sesos? ¿Infiel con quién? Jamás sale de su casa… Prefiere la campiña a la ciudad. Trabaja como la mejor de las esclavas. Es humilde, silenciosa, diligente, cariñosa contigo y con los niños. Una madre ejemplar y perfecta. La mujer de cascos ligeros, nunca hace estas cosas… Créemelo. Juan, ¿En qué te basas para tener estas sospechas? Y ¿Desde cuándo?
– Desde un principio.
– ¡Desde un principio! Entonces, ¡Eres tú el que has estado enfermo!
– ¡Sí, José!… Yo he cometido varios errores. Pero no te los quiero confesar a ti solo. Anteayer pasaron unos discípulos por mi casa y con ellos iban unos pobres que venían de la casa de Nicodemo. Me dijeron que el Rabbí vendría a tu casa… Y ayer se abatió la tempestad en mi casa… Todo fue tan grave, que Anna tomó la decisión que te acabo de decir… Y en la noche pensé… Y llegué a la conclusión de que solamente Él, el Rabbí Perfecto…
– Pero, ¡Juan! ¡Juan!
– Lo que tú quieras… Sé que sólo Él puede curarme y reparar… reconstruir mi hogar. Devolverme a mi Anna… a mis hijos… ¡Todo!…
Juan llora amargamente y entrecortado por los sollozos continúa:
– Porque sólo Él ve la verdad y la dice… Y creeré en Él… José, amigo mío… Permite que me quede aquí a esperarlo…
José de Arimatea esta tan asombrado… Y dice:
– El Maestro está aquí. Partirá después del crepúsculo. Te lo voy a llamar…
Y sale a buscar a Jesús.
Pocos minutos después, los dos entran. Juan se pone de pie y se inclina con respeto ante Jesús, para saludarlo.
Jesús dice:
– La paz sea contigo, Juan. ¿Qué te pasa?
El sacerdote Juan está muy turbado y se pone rojo.
Luego dice:
– He venido a que me ayudes a ver… a que me salves. Soy muy infeliz. He pecado contra Dios y contra mi mujer. Y de pecado en pecado, he llegado a violar la ley del sábado. Absuélveme Maestro.
– La ley del sábado. ¡Es una grande y santa ley! ¿Pero por qué la antepones al Primero de los mandamientos? Pides que te absuelva de haber violado el sábado y ¿No lo pides de haber faltado al amor y haber atormentado a una inocente…? ¿De haberla llevado a la desesperación y empujarla a los umbrales del pecado? De esto te deberías de angustiar, más que de otra cosa. De la calumnia que contra ella haz lanzado…
– Señor. Sólo José lo sabe, porque se lo acabo de decir. A nadie más se lo he manifestado. Tan adentro y escondido tenía mi dolor, que ni siquiera José que es mi mejor amigo, se había dado cuenta de ello y se quedó muy sorprendido. Ahora él te lo acaba de decir para ayudarme. El justo José no se lo dirá a ninguna otra persona.
Jesús lo mira fijamente y dice despacio:
– José no me ha dicho una sola palabra. Tan sólo me dijo que me buscabas.
– ¡Oh! Entonces, ¿Cómo lo sabes?
– ¿Qué cómo lo sé? Cómo sabe Dios los secretos de los corazones. ¿Quieres que te diga el estado del tuyo?
José intenta retirarse, pero el mismo Juan lo detiene diciéndole:
– No. Quédate. ¡Tú eres mi amigo! Puedes ayudarme ante el Rabbí, tú que me acompañaste cuando me casé…
José se queda y…
Jesús continúa:
– ¿Quieres que te lo diga? ¿Quieres que te ayude a conocerte? ¡Oh, no tengas miedo! Mi mano no es dura… Sé descubrir las heridas, pero no las hago sangrar para curarlas. Sé comprender. Sé compadecer. se curar, con la condición de que haya voluntad de ser curado. Esta vez la tienes, pues has venido a buscarme. Siéntate aquí a mi lado, entre Mí y José.
Juan obedece.
Y Jesús prosigue:
– Él fue tu paraninfo en tus bodas terrenas. Yo quisiera ser el tuyo en tus espirituales… ¡Oh, que si lo quiero!… Escúchame y respóndeme con franqueza a todo lo que te preguntaré. ¿Qué piensas: hizo Dios bien o mal al unir al hombre y a la mujer? ¿Crees que haya sido un acto bueno o malo?
– Bueno, Señor. Cómo todas las cosas que hizo Dios.
– Bien respondido.
– Ahora dime: Si el acto fue bueno, ¿Cuáles deben ser sus consecuencias?
– Igualmente buenas, Señor. Y lo fueron, no obstante que Satanás se hubo introducido para destruirlas; porque Adán siempre tuvo la ayuda de Eva y ésta la de él.
Y más sensible y clara fue la ayuda, cuando ambos desterrados por la tierra, tuvieron que sostenerse el uno al otro. Buenas fueron las consecuencias materiales… Esto es, los hijos por los que se propagó el hombre y a través de los cuales brilló el poder y la bondad de Dios.
– ¿Cuál poder? ¿Cuál bondad?
– Bueno, su condescendencia en favor de los hombres. Si miramos hacia atrás, claramente hubo castigos justos; pero más numerosas fueron las veces de su Bondad… Bondad infinita es el pacto que hizo con Abraham…
Pacto que repitió con Jacob y asi sucesivamente hasta el día de hoy… Lo repitió a través de la boca sincera de los profetas hasta Juan…
José interviene:
– Y la del Rabbí, Juan.
Juan dice titubeante:
– Esta no es boca de profeta… No es boca de un Maestro… Es… algo más.
Un atisbo de sonrisa se dibuja en los labios de Jesús, ante la tenue… profesión de fe del sinedrista que no se atreve a decir lo que verdaderamente piensa… “Es la boca divina”
Y Jesús pregunta:
– Así pues Dios hizo bien al unir al hombre y a la mujer. Tú lo has dicho. ¿Y cómo quiso que fuesen el hombre y la mujer?
– Una sola carne. Un solo cuerpo.
– Está bien. ¿Puede entonces el cuerpo odiarse a sí mismo?
– No.
– ¿Puede un miembro odiar al cuerpo?
– No.
– ¿Puede un miembro separarse del cuerpo?
– No. Tan solo la gangrena, la lepra u otra desgracia pueden hacer que a la parte enferma se le corte, separándola del resto del cuerpo.
– Perfectamente bien contestado. Entonces solo una cosa muy dolorosa o perversa puede separar lo que Dios quiso que fuese una “unidad única”
– Así es, Maestro.
– Entonces, ¿Por qué tú que estás convencido de estas cosas, no amas a tu cuerpo? ¿Por qué lo odias hasta hacer que brote una gangrena entre uno y otro miembro? ¿Llegando al extremo de que el más débil se separe y te deje solo?
Juan inclina su cabeza. Guarda silencio. Nerviosamente estruja su fino vestido. Se ha quedado sin palabras…
José reflexiona y mira a Jesús con una admiración visible…
Después de un largo silencio, Jesús agrega:
– Te diré por qué. Porque Satanás… él que todo lo perturba… Se interpuso entre tú y tu mujer… Aún más… Se metió en ti, con un amor desordenado hacia ella. El amor cuando es desordenado, Juan; engendra odio.
Satanás se ha aprovechado de tu sensualidad de varón para hacerte pecar. Aquí fue donde empezó tu pecado. De un desorden que ha sido causa de nuevos y más graves desórdenes. No has visto en tu mujer a la buena compañera, a la madre de tus hijos, sino al objeto del placer. Y esto ha hecho que tus pupilas sean como las del buey y todo lo veas distorsionado…
Has visto todo, como tú lo veías. Y así has visto también a tu mujer, como la consideras un objeto de placer, así piensas que la ven todos los demás. De acá arrancaron tus celos, tu miedo irracional, tu orgullo pecaminoso que la han convertido en una mujer atemorizada, encarcelada, atormentada y calumniada.
Nada importa que no la apalees, que no la injuries públicamente.
Tus sospechas, son el palo. Tu duda, la calumnia… La calumnias al pensar que ella sea capaz de llegar a traicionarte. ¿Qué importa que la trates cómo crees que deba ser tratada?
Peor que una esclava es para ti, en lo íntimo de tu hogar; por tu bestial lujuria que la envilece hasta ser intolerable; ella que ha soportado siempre en silencio y dócilmente, esperando que con su amor te persuadiría… Te calmaría, te haría bueno… Pero que solo ha servido para exasperarte más, hasta convertir tu casa en un infierno en el que rugen los demonios de la lujuria y de los celos.
¡Los celos! ¿Qué crees que pueda ser la cosa más injuriosa para una casada virtuosa, que los celos? ¿Y cuál puede ser el verdadero estado de un corazón celoso? Créeme que donde anidan los celos que son algo necio, irracional, injurioso, terco… no hay amor del prójimo, ni de Dios; sino sólo un egoísmo monstruoso. De esto te debes afligir y no de haber violado unos minutos el sábado. Debes reparar el mal que has provocado, si quieres ser perdonado…
– Pero ella se quiere ir ya… Ven a persuadirla… Sí la oyes hablar, Tú… Solamente Tú puedes juzgar por Ti Mismo si es inocente…
– ¡Juan!… ¿Quieres curarte y no quieres creer en lo que te digo?
– Tienes razón, Señor. Cámbiame el corazón. Es verdad. No tengo un motivo en qué basar mis sospechas. La amo mucho… Con lujuria, es verdad. Dijiste bien… Todo es oscuridad para mí.
– Entra a la Luz. Líbrate de la maraña ardiente de los sentidos tan prepotentes. Al principio te costará… Pero mucho más te costaría perder una buena esposa. Y peor sería que te ganases el infierno para expiar con él tu pecado de falta de amor, de calumnia, de adulterio y del de ella. Porque ya lo he dicho y recuérdalo bien: “Quién empuja a una mujer al divorcio, se pone él en peligro y la pone a ella tambien en peligro de adulterio.”
Si pudieses resistir por un mes, al menos por un mes; al demonio que te oprime; te prometo que tu pesadilla se habrá desvanecido. ¿Me lo prometes?
– ¡Señor, oh Señor! Yo quisiera… Pero hay un fuego… ¡Tú eres Dios!… –La confesión ha brotado desgarradora.
Juan el sinedrista ha caído de rodillas ante Jesús y con la siguiente súplica, se postra llorando como un niño pequeño, con las dos manos sobre el suelo y el rostro abatido implorando…
– ¡Tú eres poderoso! ¡Ayúdame!… Apágamelo Tú…
Jesús lo mira con infinita compasión y dice:
– Has dicho bien, Soy Dios. Y respeto tu libre albedrío que libremente escoge el bien o el mal. Puedo darte las fuerzas para ‘querer’ ser libre… Pero querer ser libre de la esclavitud del pecado, depende totalmente de ti.
Te lo apagaré. Te lo frenaré. Pondré frenos y barreras a este demonio. Mucho has pecado Juan y debes trabaja por ti mismo para que te levantes. Los que Yo convierto, han venido con su voluntad decidida para renovarse y quieren ser libres… Solamente con sus propias fuerzas, habían dado ya los primeros pasos de su redención. Por ejemplo Mateo, María la hermana de Lázaro y otros más…
Tú viniste aquí, sólo para saber si Anna era culpable y para que te ayudase a no perder la fuente en que se abreva tu pasión. Pondré barreras al poder de tu demonio, no por un mes; sino por tres.
Durante este tiempo medita y elévate. Haz el propósito de llevar una nueva vida como marido. Una vida como un hombre que tiene alma y no la vida de un animal, como hasta ahora la has llevado.
Fortificado con la oración y meditación, con la paz que te doy por tres meses, procura luchar y conquistarte la Vida Eterna y reconquistar el amor el amor de tu esposa y la paz de tu hogar. Vete en paz y ya no peques.
– ¿Pero qué le digo a Anna? Tal vez cuando regrese, estará a punto de marcharse. ¿Cómo puedo persuadirla de que la amo, después de tantos años de ofensas? No quiero perderla… Ven Tú conmigo…
– No puedo retrasarme, apenas dispongo del tiempo preciso. Tengo algo muy importante que resolver antes de Pentecostés… Pero todo es sencillo. Sé humilde, llámala aparte y confiésale tu tortura. Dile que viniste a verme porque querías que Dios te perdonase. Porque el Perdón de Dios descenderá sobre ti, si ella lo pide por ti y es la primera en perdonarte…
Oh, infeliz! ¡Cuántos bienes, cuánta paz has destruido con tu fiebre! ¡Cuántos males crea el desorden de los sentidos, el desorden en el cariño! ¡Ea, levántate y vete tranquilo! Acaso no comprendes que ella, buena y fiel cómo es; está más angustiada que tú, con el pensamiento de abandonarte y lo único que espera es una palabra tuya para decirte: “Todo te perdono” ¡Ea, vete! El crepúsculo ha llegado.
No cometes ningún pecado al regresar a tu casa… Y tú Salvador te absuelve del que cometiste por venirlo a ver… ¡Vete en paz y no vuelvas a pecar!
– ¡Oh, Maestro, Maestro!… No soy digno de estas palabras… Maestro, ¡Yo quiero amarte mucho desde ahora en adelante!…
– Está bien. Vete. No tardes. Y recuerda esta hora, en aquella otra; en que Yo Inocente, seré calumniado…
– ¿Qué quieres decir?
– Nada. Vete. Adiós.
Y Jesús se retira dejando a los dos sinedristas conmovidos y tributándole elogios por su Santidad, su Sabiduría y su Bondad…
Tal cómo sólo Dios puede serlo…
HERMANO EN CRISTO JESUS: