125.- ZAQUEO, BAJA PRONTO…
Al día siguiente…
Jesús camina por una llanura sumergida en el polvo y en la que no hay ninguna sombra. Tirado sobre un montón de piedras, hay un hombre andrajoso y herido. Trae una venda manchada de sangre en la cabeza y en el muslo izquierdo. Es un pobre costal de huesos sucio, hirsuto y despeinado. Una rama de árbol le sirve de bastón…
Jesús se acerca y le pregunta:
– ¿Quién eres?
El hombre le contesta:
– Un pobre que pide pan.
– ¿Por este camino?
– Voy a Jericó.
– El camino es largo y no hay gente por estos lugares.
– Lo sé. Pero es más fácil que me den un pedazo de pan y algo de plata, los gentiles que pasan por este camino, que no los judíos e donde vengo.
– ¿Vienes de Judea?
– Sí. De Jerusalén. Tuve que ir a dar una gran vuelta, para ir a ver a ciertas personas que me ayudan. En la ciudad nadie me ayuda. Ya no existe la compasión…
– Dijiste bien. No existe la compasión.
– Tú la tienes. ¿Eres judío?
– No. Soy de Nazareth.
– Son mejores que los de Judea. También en Jerusalén los únicos buenos son los que se dicen seguidores del Nazareno. Al que llaman el Profeta. ¿Lo conoces?
– ¿Y tú?
– No. Fui allá para encontrarlo, porque me dicen que cura al que toca. Aunque no pertenezco al Pueblo Elegido, pero dicen que Él es bueno con todos. Pero como tengo la pierna muerta camino muy despacio. Y cuando llegué a Jerusalén me dijeron que Él ya había partido, porque los judíos lo trataron muy mal.
– ¿Y a ti?
– Siempre me maltratan. Sólo los soldados romanos me dan un pedazo de pan.
– ¿Y qué se dice en Jerusalén entre el pueblo, del Nazareno?
– Que es Hijo de Dios. Un gran Profeta. Un Santo. Un Justo.
– ¿Y tú qué piensas?
– Yo soy… un idólatra. Pero creo que es el Hijo de Dios.
– ¿Cómo puedes creerlo, si ni siquiera lo conoces?
– Conozco sus obras. Solo un Dios puede ser Bueno y hablar como Él.
– ¿Quién te refirió sus palabras?
– Otros pobres. Enfermos curados. Niños que me llevaban pan. Los niños son buenos y no saben distinguir entre creyentes e idólatras…
– ¿De dónde eres?
Silencio.
– Dilo. No soy como los niños. No tengas miedo. Sólo sé sincero.
– Soy samaritano… No me pegues…
– A nadie pego. A nadie desprecio. Con todos tengo piedad.
– Entonces… Entonces Tú eres el Rabí de Galilea.
El mendigo se arroja desde el montón de piedras y se postra sobre el polvo, ante Jesús, que le dice:
– Levántate. Soy Yo. No tengas miedo. Levántate. Mírame.
El mendigo levanta el rostro, pero sigue arrodillado. Su cuerpo torcido trata de erguirse.
Jesús dice a sus apóstoles:
– Dadle pan y algo de beber.
Juan le da agua y pan.
– Sentadlo. Que coma tranquilamente. Come hermano.
El pobre hombre llora. No puede comer. Mira a Jesús con ojos de un pobre perro extraviado, que ve que lo acarician y le dan de comer por primera vez.
Jesús le dice sonriente:
– Come.
El hombre come humedeciendo el pan con sus lágrimas; pero en medio de su llanto, hay una sonrisa. Y poco a poco cobra confianza.
Jesús le toca la venda sucia que lleva en la frente y le pregunta:
– ¿Quién te hirió aquí?
– Un rico Fariseo. A propósito me arrastró con su carro. Me puse en un cruce a pedir pan. De repente me echó encima los caballos y no los pude evitar. Estuve a punto de morir. Tengo un agujero en la cabeza y me sale pus.
– Y ¿Aquí quién te pegó?
– Fui a la casa de un saduceo, donde había un banquete, a pedir las sobras, después de lo que sobrase a los perros. Me vio y me los echó encima. Uno de ellos me dio una dentellada en las costillas.
– ¿Y ésta otra cicatriz que te lisió la mano?
– Fue un golpe que me dio hace tres años un escriba. Supo que yo era samaritano y me golpeó los dedos. Por eso no puedo trabajar. Lisiada la mano derecha y sin poder mover la pierna, no puedo hacer nada para ganarme la vida.
– ¿Pero por qué saliste de Samaría?
– El hambre es dura, Maestro. Somos muchos los desgraciados y no hay pan para todos. Si me pudieses ayudar…
– ¿Qué quieres que te haga?
– Que me cures para poder trabajar.
– ¿Crees que puedo hacerlo?
– Si lo creo, porque Eres el Hijo de Dios.
– ¿Lo crees?
– Lo creo.
– Tú samaritano eres capaz de creerlo, ¿Por qué?
– No sé por qué. Sé que creo en Ti y en Quién te envió. Ahora que viniste ya no hay diferencia de adoración. Basta con adorarte, para adorar a Tu Padre, al Eterno Señor Altísimo. Donde estás, ahí está el Padre.
Jesús se vuelve a los apóstoles:
– ¿Oís amigos? Éste habla porque el Espíritu le ilumina la Verdad. Yo lo digo: éste es superior a los escribas y fariseos. A los crueles saduceos, a esos idólatras que mentirosamente se llaman hijos de la Ley. La Ley dice: ‘Amarás al prójimo después de Dios.’ ¿Y cómo tratan al prójimo que sufre? Despectivos, crueles, hipócritas.
No quieren que Dios sea conocido; que sea amado. Son las obras, no la rutina; la que hace ver a Dios que vive en los corazones de los hombres y llevan los corazones a Dios. ¿No tengo razón Judas, tú que me reprochas de ser imprudente? ¿Acaso no tengo razón al castigarlos? Callar. Simular que los apruebo, sería aprobar su conducta. NO. Por la Gloria de Dios que no puedo permitir que nadie crea que apruebo sus pecados.
Vine para que los gentiles sean hijos de Dios. Pero ellos que se dicen hijos de la Ley, son sólo bastardos practicantes de un paganismo mucho más culpable. Porque como hebreos han conocido la Ley de Dios y ahora escupen sobre lo vomitado de sus pasiones satisfechas, como bestias inmundas.
¿Debo creer Judas, que eres como ellos? ¿Tú que me hechas en cara la verdad que digo? ¿O debo pensar que estás preocupado por tu vida?
Quien me siga no debe tener preocupaciones humanas. Ya te lo he dicho. Todavía es tiempo Judas, de que escojas entre mi modo de obrar y el de los judíos, cuyo modo de obrar apruebas.
Pero piensa. Mi camino va hacia Dios. El otro, al Enemigo de Dios. Piensa y decídete. Pero sé franco.
Y volviéndose hacia el samaritano agrega:
– Y tú, amigo mío, levántate y camina. Quítate esas vendas y regresa a tu casa. Estás curado por tu fe.
El mendigo lo mira sorprendido. Intenta extender su mano y ve que está intacta y completamente sana. Suelta el bastón y se levanta. Se yergue. La parálisis ha desaparecido. Empieza a caminar. Lanza un grito de júbilo. Se arranca las vendas y ve que sus heridas han desaparecido. Todo está bien.
Se arroja a los pies de Jesús adorándolo y diciendo:
– ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Dios mío!
Jesús le dice:
– Regresa a tu casa y cree siempre en el Señor. vete a Samaría y habla de Jesús de Nazareth. La Hora de la Redención está cercana. Sé un discípulo mío entre tus hermanos. Vete en paz.
Jesús lo bendice y luego se separan.
Jesús con sus apóstoles continúa su camino hacia Jericó.
Al día siguiente…
En la gran plaza, palmas y árboles frondosos le dan sombra. Las palmas mueven sus hojas, que emiten un chasquido en medio del viento cálido que arrastra el polvo rojizo.
En el ángulo de la plaza donde desemboca el camino principal, está el banco del alcabalero. Hay balanzas y pesas. Un hombre de baja estatura está sentado. Observa y cobra el dinero de los impuestos. Todos hablan de él y lo llaman Zaqueo.
Algunos le preguntan sobre los acontecimientos de la ciudad. Y se admiran de ver que algo le pasa. Está absorto y distraído… responde con monosílabos y señales y esto llama la atención, porque por lo general es muy locuaz. Alguien le pregunta que si se siente mal o si alguno de sus familiares está enfermo. Responde que no.
Solo dos veces se interesa vivamente. La primera cuando pregunta a dos que han llegado de Jerusalén y que hablan del Nazareno, contando sus milagros y predicaciones. Zaqueo hace más preguntas:
– ¿De veras es bueno como dicen todos? ¿Sus palabras corresponden a sus hechos? ¿Pone en práctica la misericordia que predica? ¿Con todos? ¿También con los recaudadores de impuestos? ¿Es verdad que a nadie rechaza?
Escucha las respuestas. Piensa… Y suspira…
La segunda vez es cuando alguien le señala a un hombre barbudo, que pasa con su borrico cargado de enseres.
– ¿Ves Zaqueo? Ese es Zacarías el leproso. Hace diez años que vivía en un sepulcro. Ahora que está curado, compra lo que necesita para su casa que la Ley vació, cuando él y los suyos fueron declarados leprosos.
El hombre llama a Zacarías… Cuando Zacarías se acerca…
Zaqueo le pregunta:
– ¿Eras leproso?
– Sí. También mi mujer y mis dos hijos. la enfermedad atacó primero a mi mujer. Y luego a nosotros, que no nos habíamos dado cuenta. Los niños se enfermaron al dormir con su madre. Y yo, al acostarme con ella. Todos éramos leprosos. Cuando la gente se dio cuenta nos echaron fueran. Pudieron habernos dejado nuestra casa, era la última del camino. No hubiéramos dado ningún fastidio. Ya había levantado la valla para que nadie nos viese. Era ya un sepulcro, pero siempre nuestra casa.
Y ¡Nos echaron fuera! ¡Nadie quiso aceptarnos! Y con toda razón. Ni siquiera los nuestros. Nos fuimos cerca de Jerusalén a un sepulcro vacío. Ahí estuvimos. Los niños se murieron. Enfermedad, hambre, frío, los mataron. Eran dos varoncitos muy bellos, antes de la enfermedad. Se convirtieron en dos esqueletos cubiertos de llagas. La piel se les cayó en escamas blancas. ¡Se murieron de frío ante mis ojos! Una mañana, uno tras otro, con pocas horas de diferencia. Los enterré entre los alaridos que daba su madre… Después de algún tiempo murió mi mujer y yo me quedé solo.
Esperaba la muerte… estaba casi ciego, cuando un día pasó el Nazareno y le grité: ‘¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!’ grité con todas mis fuerzas, por tres veces.
Él se detuvo. Se acercó solo. Me miró… Era bello y bueno. ¡Qué ojos! ¡Qué Voz! ¡Qué sonrisa!…
Me preguntó:
– ¿Qué quieres que te haga?
– Quiero verme limpio.
– ¿Crees que Yo lo pueda hacer? ¿Por qué?
– Porque eres el Hijo de Dios.
– ¿Crees esto?
– Sí. Veo que el Altísimo hace brillar su Gloria sobre tu cabeza, Hijo de Dios. ¡Ten piedad de mí!
Entonces extendió su mano con una mirada que era todo fuego.
Sus ojos parecían dos soles azules y dijo:
– ¡Lo quiero! ¡Sé limpio!
Y me bendijo con una sonrisa. ¡Ah, qué sonrisa! Sentí que una fuerza entraba dentro de mí, como una espada de fuego que corriese a través de mis venas a buscarme el corazón. El corazón que ya lo tenía muy malo se me convirtió, como si tuviera veinte años.
Se acabaron los dolores y la debilidad. Me llené de alegría. Él me miró… Con su sonrisa me hizo feliz y me dijo: ‘Ve a mostrarte a los sacerdotes. Tu fe te ha salvado.’ Comprendí entonces que yo estaba curado. Me miré y ya no tenía llagas. Los huesos se llenaron de carne rosada y fresca. Corrí al río y me miré en él. ¡También mi cara estaba limpia!..
¡Ah! ¿Por qué no pasó antes? ¡Cuando todavía vivía mi mujer y mis hijitos! ¡Después de diez años de asco, mi cuerpo estaba limpio! ¿Ves ahora? Compré esto para mi casa, pero estoy solo.
Zaqueo pregunta:
– ¿No lo volviste a ver?
– No. Pero sé que anda por aquí. Y por eso vine para acá. Quiero bendecirlo otra vez. Y quiero que me bendiga, para tener fuerzas en mi soledad.
Zaqueo inclina su cabeza y se queda callado.
El grupo se disuelve. Pasan las horas. El calor aumenta. El mercado se va vaciando de gente. El aduanero, con la cabeza apoyada sobre una mano, piensa… Sentado en su banco.
Unos niños que juegan, señalan el camino principal y gritan:
– ¡Allá viene el Nazareno!
Mujeres, hombres, enfermos, mendigos, se apresuran a ir a su encuentro. La plaza queda vacía. Tan solo los asnos y los camellos amarrados a las palmas, se quedan en su lugar. También Zaqueo se queda en su banco. No puede ver nada porque muchos han cortado ramas que ondean, para mostrar su júbilo y Jesús está inclinado escuchando a los enfermos.
Zaqueo se quita el vestido, quedándose solo con la túnica y empieza a trepar por uno de los árboles. Con trabajo sube por el liso y grueso tronco. Y con mucha dificultad, por sus piernas y brazos cortos. Pero logra y se sienta a horcajadas, sobre dos ramas. Las piernas le cuelgan hacia abajo. De la cintura para arriba se inclina, como quién se asoma por una ventana.
Jericó es un hermoso lugar, casi tan grande como Jerusalén. La gente llega a la plaza.
Jesús levanta sus ojos y sonríe al solitario espectador, encaramado entre las ramas. Y le dice:
Zaqueo, baja pronto. Hoy me quedo en tu casa.
Zaqueo, después de unos instantes de sorpresa, con la cara colorada por la emoción, se deja resbalar como un saco de tierra. No sabe qué hacer. Se ciñe otra vez el vestido. Cierra los registros y su caja.
Jesús acaricia a los niños mientras espera.
Al fin, Zaqueo está listo. Se acerca al Maestro y lo conduce a una hermosa casa que tiene un amplio jardín y que está en el centro del poblado. Jesús entra y se ocupa de los enfermos. Zaqueo ordena lo necesario para una comida pronta. Va y viene ocupadísimo y lleno de júbilo.
Cuando termina de curar, Jesús dice a la gente:
– Cuando el sol haya bajado, regresad. Id ahora vuestras casas. La paz sea con vosotros.
El jardín se vacía. La comida se sirve en una lujosa y fresca sala. Cuando terminan, los discípulos se van a la sombra de los árboles para descansar. Zaqueo se queda con Jesús por unos instantes y luego se retira, para que el Maestro descanse. Después de un rato, regresa y mira por la abertura de una cortina. Ve que Jesús no duerme y está pensativo. Entonces decide acercarse. En sus brazos trae un cofre grande y pesado, lleno de joyas y monedas de oro.
Lo pone en la mesa, cerca de Jesús y dice:
– Maestro, me han hablado de Ti, desde hace tiempo. Un día dijiste en un monte tantas verdades, que nuestros doctores no son capaces de decirlas. Escuché tus Bienaventuranzas… Se me quedaron grabadas en el corazón y desde entonces he pensado en Ti.
Me dijeron que eres bueno y que no rechazas a los pecadores. Yo soy un pecador, Maestro. Me dijeron que curas a los enfermos. Yo estoy enfermo del corazón, porque he robado, he prestado con usura, he sido un vicioso, un ladrón, duro para con los pobres. Pero mira, me he curado porque me hablaste. Te me acercaste y el demonio de los sentidos y de la avaricia de las riquezas, se fue.
De hoy en adelante soy tuyo, si no me rechazas. Y para mostrarte que nazco de nuevo en Ti, mira que me desprendo de las riquezas mal adquiridas y te doy la mitad de mis bienes para los pobres. La otra mitad la emplearé para restituir el cuádruplo, de lo que adquirí con el fraude. Sé a quién defraudé. Y después de que haya restituido a cada uno lo suyo… Yo te seguiré, Maestro, si me lo permites…
Jesús lo mira y le sonríe:
– Acepto. Vienes. Vine a salvar y a llamar a la Luz. Hoyla Luz y la salvación vinieron a la casa de tu corazón. Esos que más allá del cancel murmuran porque te he redimido, aceptando tu invitación que me hiciste en tu oración; olvidan que tú eres hijo de Abraham como ellos.
Y que he venido para salvar lo que estaba perdido y dar vida a los muertos del espíritu. Ven Zaqueo. Has comprendido mis palabras bastante mejor que muchos de los que me siguen, solo para poder acusarme. Por eso, de hoy en adelante, estarás conmigo.
Y de esta manera, Zaqueo fue agregado al grupo de discípulos…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA