129.- ¡QUÉ VIVA LA PARRANDA!…26 min read

Áurea entra al taller y se inclina para ver el trabajo de Tomás. Lo admira. Le pregunta para qué sirve y si a ella le quedará bien.

Tomás le dice:

–                       Te quedará mucho mejor el ser buena. Estos adornos embellecen el cuerpo, pero no el alma. Y si se tienen solo por coquetería, hacen daño al espíritu.

Áurea pregunta extrañada:

–                       Entonces, ¿Para qué las haces? ¿Quieres hacer mal a un alma?

Tomás se sonríe y contesta:

–                       Lo superfluo hace mal a un alma débil. Pero para una que es fuerte es un adorno. Y esto es algo que sirve para mantener el manto en su lugar.

–                       ¿Para quién lo haces? ¿Para tu esposa?

–                       No tengo esposa, ni la tendré.

–                       Entonces para tu hermana.

–                       Ella tiene más de los que necesita.

–                       Para tu mamá.

–                       ¡Mi mamá ya está vieja! ¡Para qué pueden servirle!…

–                       Pero son para una mujer…

–                       ¡Claro que sí!

–                       ¡Qué hermosos son!

–                       ¿Se puede entrar?

Se oye la voz ronca de Pedro que llega con todos los apóstoles, menos Bartolomé e Iscariote.

Jesús los saluda:

–                       ¡La paz sea con vosotros! ¿Por qué vinisteis con este calor?

–                       Porque… no pudimos aguantar. ¡Hace tres semanas que no te vemos!

–                       Os dije que esperarais a Judas…

–                       Pero no vino… Y cuando llegó el tercer sábado nos venimos. Se quedó Nathanael que no se siente bien, a esperarlo a ver si va. Pero no lo creemos. Cuando pasamos por Tiberíades nos dijeron… bueno, luego te contaré… -dice Pedro sin terminar, porque Andrés le dio un tirón.

–                       Está bien. Luego me contarás. Estabais deseosos de descansar y ahora que lo podéis hacer… ¿Cuándo se vinieron?

–                       Ayer por la tarde. El lago no era un corderito. Desembarcamos en Tariquea, para no encontrarnos con Judas…

–                       ¿Por qué?

–                       Maestro, queríamos sentirnos contentos contigo, sin él.

–                       ¡Sois egoístas!

–                       No. El tiene sus alegrías… No sé quien puede darle tanto dinero para pasar una vida así… ya entendí, Andrés. No me jales tan fuerte. Me vas a romper el vestido. ¿Quieres que se convierta en un harapo?

Andrés se pone rojo.

Los demás sueltan la risa.

Jesús sonríe.

Pedro continúa:

–                       Está bien. vinimos hasta Tariquea por… no me vayas a regañar. Tal vez porque hacía calor. Tal vez porque lejos de Ti, siento que me hago malo. No entiendo por qué se separó de Ti para juntarse con… ¡Deja de jalarme la manga, Andrés! Ves que puedo detenerme cuando es necesario… Bueno Maestro, no quise pecar. Y si hubiera visto a Judas, lo habría hecho. Llegamos a Tariquea y al alba nos pusimos en camino. ¡Qué calor!…

–                       Pronto hubiera ido con vosotros.

–                       ¿Cuándo?

–                       Después que el sol hubiera salido de la constelación del León.

–                       ¿Y te parece que hubiéramos aguantado estar sin Ti? ¡Oh, querido Maestro! –y Pedro abraza a Jesús.

–                       Y pensar que cuando estábamos juntos, no hacéis más que lamentaros del tiempo, del cansancio, del camino…

–                       Porque somos unos torpes. Porque mientras estamos juntos, no comprendemos lo que eres para nosotros. Pero ya estamos todos aquí…

Un mes después…

Jesús y María están sentados sobre la banca de piedra, junto a la puerta del comedor. El crepúsculo agoniza y pronto llegará la noche…

–                       ¡Hay tantos obstinados que se creen justos, en todas las clases! Aún entre mis familiares y apóstoles. Créeme Madre que su obstinación en aceptar mi Pasión, reside en esto. Rechazan a los gentiles sin tener en cuenta que tienen un mismo origen y que Dios quiere dar a todos un solo destino.

María contesta:

–                       Tienes razón. Bartolomé y Judas de Keriot son los más resistentes, ellos que son los más instruidos y capacitados. Judas no podría decir a qué clase pertenezca. Está saturado de las auras del Templo. Pero Bartolomé es bueno, su resistencia encuentra excusa. La de Judas, no.

Supiste lo que dijo Mateo, que a propósito fue a Tiberíades… y Mateo es un experto en estas materias… “¿Pero quién da tanto dinero a Judas?” Y lo que dijo Santiago de Zebedeo no puede pasarse por alto: Porque esa vida cuesta y mucho…¡Pobre María de Simón!

Jesús suspira.

–                       ¿Supiste que las romanas están en Tiberíades? Hijo, mañana iré. Hablaré con Valeria. Y a mí no me negará nada. Llevaré conmigo a María de Alfeo. Áurea se quedará en la casa de Simón de Alfeo, porque no faltaría quién criticase que se quede con vosotros varios días. Así es el mundo. Iré primero a Caná…

–                       Me preocupa que te fatigues.

–                       ¡Por salvar un alma! ¿Qué son treinta kilómetros? Nada. Bendícenos Hijo.

–                       Si Mamá. Con todo el corazón de un Hijo, con todo el poder de Dios. Ve y que los ángeles guarden tu camino…

–                       Gracias Jesús. Digamos la Oración, Hijo.

Se ponen de pie y juntos recitan el Padre Nuestro…

Tres días después…

Tiberíades está a la vista. Las dos viajeras cansadas, caminan hacia ella en medio del crepúsculo que va desapareciendo.

María de Alfeo mira espantada a su alrededor y dice:

–                       Dentro de poco estará oscuro y todavía no llegamos. Dos mujeres solas y cerca una ciudad llena de… ¡Oh, qué gente!…  Belzebú por muchas partes…

María de Nazareth contesta:

–                       No temas, María. Belcebú no nos hará ningún mal. Sólo lo hace a quién le da cabida en su corazón

–                       Estos paganos lo tienen.

–                       En Tiberíades no hay tan solo paganos. También entre ellos hay justos.

–                       ¡Cómo! Pero, ¿Cómo? ¡Si no tienen a nuestro Dios!…

María no replica porque comprende que es inútil. Su buena cuñada no es sino una de tantas israelitas que creen ser las únicas que poseen la virtud… Por ser hebreas.

En medio del silencio se oye el ruido de las sandalias que producen los pies cansados y llenos de polvo…

Cuando llegan a Tiberíades, van al puerto de los pescadores y buscan la casa de José el barquero, que es discípulo.

Más tarde, cuando terminan de cenar, María de Alfeo  cansada, se retira con los niños, a dormir.

Quedan en la terraza alta, la Virgen María, el barquero y su mujer, que empieza a cabecear de sueño, arrullada por el sonido de las olas, que rompen en la playa del lago.

José la excusa:

–                       Está cansada.

María dice:

–                       ¡Pobrecita! Las mujeres de casa siempre están cansadas al anochecer.

–                       Sí, porque trabajan…  No son como aquellas que se entregan al paseo.  -Dice con desprecio señalando unas barcas iluminadas, que se alejan de la playa entre cánticos y gritos…

–                       ¿Quiénes son?

–                       Romanas y sus compinches. Entre ellas están Herodías, su licenciosa hija Salomé y también otras hebreas. Porque tenemos muchas iguales a lo que fue María de Mágdala, antes de que se arrepintiese…

–                       Son unas pobres mujeres que no conocen la felicidad…

–                       ¿Qué no la conocen? Somos nosotros los que no la conocemos, al no lapidarlas para limpiar a Israel de las que se han corrompido. Y por cuya causa y por sus pecados, Dios nos maldice…  Regresarán al amanecer…  Todos borrachos y los esclavos los llevarán a sus casas, para dormir la mona… ¡Mira! Allá van las mejores barcas…

Pero más me enojan los hebreos que se mezclan con ellos…

Oye, ¿Sabías que aquí está Judas el Apóstol?

María lo mira atónita y pregunta:

–                       ¿Por qué? ¿Va con esos?…

José el barquero dice disgustado:

–                       No. Sino con malos amigos y con una mujer… Yo no lo he visto. Ninguno de nosotros lo ha visto así…

Pero algunos Fariseos se burlan de nosotros y nos dicen: “Vuestro apóstol ya cambió de maestro. Ahora tiene una mujer y está bien acompañado de publicanos.”

Maria dice muy seria:

–                       No juzgues por lo que oíste decir, José… Sabes que los Fariseos no nos quieren. Y no tributan ninguna alabanza al Maestro.

–                       Es verdad esto. Pero corre la voz… y nos causa sinsabor…  él, que debiera ser santo por estar con el Santo, solo es un borracho, pecador y lujurioso…

–                       Como brotó, así morirá. No peques contra tu hermano. ¿Dónde está? ¿Conoces el lugar?

–                       Sí. En casa de un amigo suyo, que tiene una bodega de especias y vinos.

–                       Yo necesito ver a Valeria, la amiga de Claudia… ¿Son iguales todas las romanas?

–                       ¡Oh, más o menos! Aunque no se dejen ver, causan daño.

–                       ¿Quiénes son las que no se dejan ver?

–                       Las que fueron a la casa de Lázaro en la Pascua. Se han retirado más… Quiero decir que casi no asisten a los banquetes. Pero con una cierta frecuencia, para poder decir que no son unas inmundas.

–                       Pero, ¿Lo dices porque estás seguro de ello o porque tus prejuicios hebreos te hacen expresarte así? Examínate de veras.

–                       Bueno… realmente no lo sé. No las he visto más en las barcas de esos… pero de que vayan en la barca de noche, Sí.

–                       También tú vas, ¿O no?

–                       ¡Claro! Cuando quiero pescar.

–                       El calor es terrible. Y solo si uno está en el lago encuentra descanso. Fue lo que dijiste cuando cenábamos.

–                       Es verdad.

–                       Entonces, ¿Por qué no podemos pensar que ellas van al lago por el mismo motivo?

José no responde…

Luego dice.

–                       Es tarde. Las estrellas nos dicen que ya es la segunda vigilia. Me voy a dormir. ¿No vas a dormirte?

María replica:

–                       No. Voy a Orar. Saldré pronto. No te vayas a sorprender si no me encuentras cuando raye el alba.

–                       Eres dueña de hacer lo que te parezca. ¡Ana! ¡Ea! Vámonos a acostar.  –y sacude a su mujer que se ha quedado dormida.

Cuando María se queda sola, se pone de rodillas y ora. Ora… Pero no pierde de vista las barcas que bogan llenas de luces, de flores, de cantos, de inciensos. Y se hacen pequeñas en la distancia…

Se queda una barca solitaria, que brilla en el espejo luminoso del agua del lago. Boga lentamente.

María no la pierde de vista, hasta que ve que se dirige a la playa…

Entonces se levanta y dice:

¡Señor, ayúdame! Haz que sea…

Y baja ligera por la escalera hasta la habitación donde duerme su cuñada.

–                       ¡María! ¡María! ¡Despiértate! Vamos.

María de Alfeo se despierta y restregándose los ojos:

–                       ¿Ya es hora de irnos? ¡Qué pronto amaneció!

Y se levanta somnolienta. Sólo cuando salen a la calle, se da cuenta y exclama:

–                       ¡Pero todavía no amanece!

–                       Todavía no. Pero necesitamos irnos cuanto antes. ¡Ven pronto por aquí, antes de que la barca llegue a la playa!

–                       ¿La barca? ¿Cual barca?  -pregunta mientras corre detrás de María, por la playa desierta; hacia el pequeño muelle.

Llegan jadeantes primero que la barca…

María mira fijamente y exclama:

–                       ¡Bendito sea Dios! ¡Son ellas! Sígueme. Hay que ir a donde van ellas. No sé donde viven…

–                       Pero, María. Por piedad… ¡Nos tomarán por unas meretrices!

–                       Basta con no serlo. ¡Ven! –dice la Virgen sacudiendo su cabeza.

Y la jala hacia la penumbra de una casa. La barca toca tierra. Mientras hace una maniobra, se acerca una litera…. Suben a ella dos mujeres y otras dos se quedan en tierra. Y caminan al lado de la litera, que se pone en movimiento al paso cadencioso de cuatro númidas muy altos,  vestidos con una túnica muy corta y sin mangas; que apenas si cubre la espalda.

La virgen la sigue a pesar de las protestas que en voz baja hace María de Alfeo.

–                       Dos mujeres solas… detrás de aquellas. Van medio desnudos… ¡Oh!…

Avanzan unos cuantos metros y la litera se detiene. Desciende una mujer, mientras alguien llama a un portón.

–                       ¡Salve, Lidia!

–                       ¡Salve, Valeria! Dale un beso a Faustina en mi nombre. Mañana por la noche leeremos tranquilas. Mientras que aquellos se dan su banquete…

Se abre el portón y Valeria con su liberta está a punto de entrar…

La Virgen se adelanta y dice:

–                       Domina, una palabra…

Valeria mira a las dos mujeres hebreas envueltas en un manto sencillo, que les cubre el rostro.

Las toma por unas mendigas y dice:

–                       Bárbara. Dales una limosna.

–                       No, Domina. No quiero dinero. Soy la Madre de Jesús de Nazareth y ésta es una pariente mía. Vengo en su Nombre a pedirte un favor.

Valeria la mira sorprendida y se angustia:

–                       ¡Domina!… ¿Tu Hijo acaso está… Perseguido?

María responde:

–                       No más de lo que suele estar. Él querría…

–                       Entra Domina. No está bien que estés en la calle como una mendiga.

–                       No hay necesidad. Quisiera hablarte en secreto…

–                       ¡Retírense todos!  -ordena Valeria.

–                       Luego

–                       –  Estamos solas. ¿Qué quiere el Maestro? No he venido a hacerle ningún daño en su ciudad. Él  no vino, para no causarme ningún daño ante mi esposo.

–                       No. Porque yo se lo aconsejé. A mi Hijo se le odia, Domina.

–                       Lo sé.

–                       Solo encuentra consuelo en su Misión.

–                       Lo sé.

–                       No exige honores, ni soldados. No aspira a reinos, ni a riquezas. Hace tan solo sentir su derecho sobre los corazones.

–                       Lo sé.

–                       Domina. Él quisiera devolverte a la jovencita… Pero no te vayas a enojar si te digo, que ella no podría dar cabida a Jesús en su corazón, viviendo en tu entorno. Tú eres mejor que otras. Pero a tu alrededor… hay mucho fango del mundo…

–                       Así es. ¿Y qué quisiera?

–                       Tú eres madre. Mi Hijo tiene sentimientos paternales para cada corazón. ¿Te gustaría que tu hijita creciese en medio de lo que pudiera arruinarla?

–                       No. He comprendido… Bueno, dile a tu Hijo estas palabras: ‘En recuerdo de Faustina a quién salvaste su cuerpo; Valeria te deja a Áurea, para que salves su espíritu’ Es verdad. Nos encontramos en medio de la corrupción. Para poder dar garantías a un Santo. Domina… Ruega por mí.  –y se retira ligera, antes de que la Virgen pueda darle las gracias.

Valeria se ha ido llorando…

María de Alfeo no sabe qué decir.

Y balbucea:

–                       La cedió como si fuese una cosa…

–                       Para ellos lo es. Para nosotros es un alma. Ven… ¡Mira!… ¡El Cielo empieza a iluminarse! Las noches son demasiado cortas… ¡Vámonos!…

Y toman el camino de la ribera…

En una casa. En un rincón, se encuentran con Judas de Keriot, visiblemente borracho, que ha regresado de algún banquete y tiene los vestidos sucios y la cara desfigurada.

María pregunta:

–                       ¡Judas!… ¿Tú?… ¿En este estado?

Judas no tiene tiempo de fingir que no la conoce. Y no puede huir… la sorpresa y el susto lo despabilan y se queda como enclavado, sin reaccionar…

María se le acerca, venciendo la repugnancia que el apóstol despierta en Ella y le dice:

–                       Judas. Desgraciado hijo… ¿Qué estás haciendo?  ¿No piensas en Dios? ¿En tu alma? ¿En tu mamá? ¿Qué haces Judas? ¿Por qué quieres ser un Pecador…?  ¡Mírame, Judas! ¡No tienes derecho a matar tu alma!…  –y trata de tomarlo de la mano.

Judas reclama:

–                       ¡DÉJAME EN PAZ!  Al fin y al cabo, soy un hombre. Y soy… Soy libre de hacer, lo que todos los demás hacen. Dile al que te envió a espiarme; que no soy todavía un espíritu…  ¡Soy joven!

–                       No eres libre de arruinarte, Judas. Ten piedad de ti mismo… Obrando así, nunca serás un espíritu dichoso… ¡Judas!… Él no me envió a expiarte. Él ruega por tí…  Él no hace otra cosa más que esto. Y también yo con Él. En nombre de tu mamá…

–                       Déjame en paz.  –pero luego; sintiendo que ha sido maleducado, se corrige- No merezco tu compasión. ¡Adiós!   -y escapa corriendo.

Maria de Alfeo, dice:

–                       ¡Qué demonio!… se lo diré a Jesús… Tiene razón mi hijo Judas.

–                       Tú no dirás nada a nadie. Rogarás por él. Eso es lo que harás…

–                       ¡Lloras! ¿Lloras por él? ¡Oh!…

–                       Sí. Me sentí feliz por haber salvado a Áurea… ahora lloro porque Judas es pecador. Pero a  Jesús, que ya está muy afligido; no le llevaremos sino buenas noticias. Con nuestras penitencias y plegarias, arrancaremos de las garras de Satanás al pecador… ¡Cómo si fuese un hijo, María! ¡Cómo si fuese un hijo! También tú eres madre y comprendes… Por esa madre infeliz… Por esa alma pecadora… Por nuestro Jesús…

–                       Sí. Pediré al Señor… Pero no pienso que lo merezca…

–                       ¡María!… ¡María, no hables así!… Vámonos.

La virgen está muy cansada, cuando de regreso vuelve a pisar el umbral de su hogar. Le abre Simón, quién después de saludarle, se retira prudente al taller. Encuentra a Jesús, poniendo la puerta del horno en su  lugar, después de haberla reparado. Está poniendo aceite en los goznes. Apenas ve a su Madre, se limpia las manos en su delantal de trabajo y va a su encuentro…

Jesús saluda:

–                       La Paz sea contigo, Mamá.

María contesta:

–                       La Paz sea contigo, Hijo.

–                       Qué cansada debes estar. Llegaste pronto…

–                       Desde el amanecer hasta el crepúsculo, descansé en casa de José. Si no fuera por este calor tan fuerte, me hubiera venido luego para decirte, que te cedieron a Áurea.

–                       ¿De veras?  -el rostro de Jesús rejuvenece, ante la alegre sorpresa.

Parece un joven de veinte años y se parece más a su Madre, que siempre parece una jovencita; tanto en su rostro, como en sus movimientos.

–                       De veras, Jesús. No me costó ningún trabajo conseguirlo. La mujer consintió enseguida. Se sintió conmovida al reconocer que tanto ella como sus amigos, se encuentran en tal estado, que no puede educar a una criatura para Dios. Un reconocimiento tan humilde; tan sincero; tan verdadero. No es muy fácil encontrar a alguien, que sinceramente reconozca tener defectos.

–                       Así es. No es fácil. En Israel son muy pocos. Ellas son unas almas hermosas, sepultadas bajo una costra de suciedad. Pero cuando ésta caiga…

–                       ¿Sucederá, Hijo?

–                       Estoy seguro de ello. Instintivamente se dirigen al Bien. terminarán por acercarse a Él. ¿Qué te dijo?

–                       ¡Oh! ¡Pocas palabras!… Nos entenderemos al punto. ¿No sería mejor, llamar a Áurea? Quiero comunicárselo, si me lo permites.

–                       ¡Claro, Mamá! Mandaremos a Simón.  –y con voz fuerte llama a Zelote.

–                       Simón. Ve a la casa de simón de Alfeo y dile que mi madre que ha regresado. Trae a la niña y a Tomás, que ya debe haber terminado el favor que le pidió a Salomé…

Simón se inclina y se va.

María le cuenta  a Jesús, todas las peripecias de su viaje… Menos lo de Judas.

Jesús sonríe:

–                       Me has traído la prueba de lo que las romanas sienten por Mí. Si Juana hubiese intervenido se hubiera podido pensar, que se la cedían a la amiga. Ahora vamos a esperar hasta el sábado y si Mirta no viene, nos iremos con Áurea.

María dice:

–                       ¡Hijo! Quisiera quedarme…

Jesús contesta:

–                       Estás muy cansada, lo veo.

–                       No. No es por eso… Pienso que Judas podría venir aquí. Cómo no está mal que en Cafarnaúm, haya siempre un amigo que lo hospede. Tampoco lo está que alguien lo acoja cariñosamente aquí…

–                       Gracias Mamá. Sólo tú comprendes, lo que todavía puede salvarlo…

Y ambos suspiran por el discípulo que les causa dolor…

Regresan Simón y Tomás; con áurea que al instante, corre a abrazar a María.

Jesús la deja con su madre y va a adentro con sus apóstoles.

–                       Rezaste mucho, hija Y el buen Dios te escuchó… -empieza diciendo María.

Pero es interrumpida por un grito de alegría:

–                       ¡Me quedo contigo!  -y le echa los brazos al cuello, besándola.

María la besa también.

Y teniéndola abrazada le dice:

–                       Cuando uno recibe un gran favor, hay que pagarlo, ¿Oh no?

–                       Claro que sí. Y yo te pagaré amándote mucho.

–                       Gracias hija. Pero Dios es más que yo. Él es el que te concedió este gran favor. Esta Gracia inmensa de acogerte entre los hijos de su Pueblo. De hacerte discípula del Maestro-Salvador. Yo sólo fui el instrumento de esta gracia que Él el Altísimo, te concedió. ¿Qué darás pues al Altísimo, para decirle que se lo agradeces?

–                       No sé. Dime cómo, Madre…

–                       Con amor. Pero el amor para que sea verdaderamente real, tiene que ir unido con el sacrificio. Porque cuando algo nos cuesta, es porque tiene valor, ¿O no es verdad?

–                       Cierto.

–                       Bueno, yo diría que Tú, con la misma alegría con qué gritaste: ‘¡Me quedo contigo!’ Tienes qué gritar: ¡Sí, Señor! Cuando yo, su pobre sierva, te diga lo que Él dispone de ti.

–                       Dímelo, Madre.   –dice Áurea poniendo su carita seria.

–                       Dios quiere confiarte a dos buenas mujeres, que son madres. A Noemí y a Mirta…

Las lágrimas se asoman a los ojos de la niña y le ruedan por sus sonrosadas mejillas.

–                       Ellas son buenas. Mi Jesús y yo las queremos. Jesús a una de ellas le salvó su hijo. A la otra, yo le amamanté el suyo. Tú viste que son buenas.

–                       Es cierto. Pero esperaba quedarme contigo.

–                       Hija, no se puede tener todo. tú  misma ves que yo no estoy con mi Jesús. Os lo he entregado. Estoy separada, muy separada de él; mientras va caminando por la Palestina para predicar, curar y salvar a niñas…

–                       Es verdad.

–                       Si lo quisiera para mí sola, a ti no te hubiera salvado y vuestras almas no se salvarían. Piensa cuán grande es mi sacrificio. Os doy un Hijo que será Inmolado por vuestras almas. Por otra parte, tú y yo estaremos siempre unidas; porque las discípulas están siempre unidas con el Mesías, formando una Gran Familia, por el amor que tienen hacia Él.

–                       Es verdad. ¿Y podré venir aquí? ¿Nos volveremos a ver otra vez?

–                       Sin duda alguna. Hasta que Dios lo quiera.

–                       ¿Y rogarás siempre por mí?

–                       Lo haré siempre.

–                       Y cuando estemos juntas, ¿Me seguirás enseñando muchas cosas?

–                       Sí, hija.

–                       ¡Ah, yo quiero ser como tú! ¿Lo lograré? Quiero saber, para ser buena…

–                       Noemí es madre de un sinagogo que es discípulo del Señor. Mirta tiene un hijo que mereció la gracia del milagro y es un buen discípulo. Las dos mujeres son buenas e inteligentes, además de que abrigan en su corazón un gran amor.

–                       ¿Me lo aseguras?

–                       Te los aseguro, hija.

–                       Entonces bendíceme. Y que se haga la voluntad del Señor, como dice la Oración de Jesús. La he dicho tantas veces… Es justo que se haga ahora lo que dije, para conseguir que no fuese con los romanos…

–                       Eres una buena muchachita. Dios siempre te ayudará más. Ven. Vamos a decirle a Jesús que la discípula más joven, sabe hacer la Voluntad de Dios…

Y tomándola de la mano, entra a la casa con ella.

El viernes por la tarde, acalorados pero alegres llegan Mirtha y Noemí, con el joven Abel. Bajan de sus borricos y Abel los lleva al pesebre.

Ellas entran por la puerta del taller. Tomás está guardando las herramientas. Simón barre el aserrín y Jesús está limpiando los cacharros de cola y de pintura.

Las mujeres se inclinan al entrar y luego se arrodillan ante Jesús.

Al hacerlo dicen:

–                       La paz sea contigo, Maestro y con vosotros también.

Jesús contesta:

–                       La paz sea con vosotras. Sois muy fieles. ¡Venir con este calor!

–                       ¡Oh, no es gran cosa! Se encuentra uno tan bien aquí, que se olvida todo. ¿Dónde está tu Mamá?

–                       Está allá. Terminando un vestido para Áurea. Id vosotras.

Y las dos toman sus alforjas y van donde está María.

Zelote dice:

–                       Maestro, Mirta además de conservar al hijo que tenía, ha conseguido una nueva criatura y en poco más de un año.

–                       Sí. En poco más de un año…  Hace más de un año que María Magdalena se convirtió. ¡Cómo pasa el tiempo! Me parece que fue ayer… ¡Cuántas cosas han pasado en un año!

Regresa Abel y encuentra a Tomás todavía pensativo y perdido en sus recuerdos. Moviendo distraídamente sus instrumentos de orfebre.

Abel se inclina a verlos y pregunta:

–                       ¿Tuviste trabajo?

Tomás contesta:

–                       ¡Oh! He hecho felices a todas las mujeres de Nazareth. He reparado un montón de joyas. Tuve que pedir a Mateo que me trajera metal de Tiberíades. Me he creado una buena clientela. ¡Ja,ja!   -Ríe alegre-   me estoy preparando. Me he propuesto hacerme propaganda con el trabajo, cuando vaya a predicar entre los infieles. Y estoy haciendo progresos…

–                       Eres un hombre inteligente como orfebre y como apóstol.

–                       Me esfuerzo en serlo por amor a Jesús. ¿Con que has ganado una hermana? Trátala bien, ¿Sabes? Es como una palomita salida del nido. Te lo digo yo que estoy acostumbrado por razón de mi trabajo, a tratar mujeres. Una suave palomita que tuvo mucho miedo al gavilán.

Y que busca alas maternas, alas fraternas como defensa. Si tu madre no la hubiese querido, la hubiera pedido yo para mi hermana gemela. Un hijo más, un hijo menos. Es muy buena mi hermana, ¿Sabes?

–                       También mi madre. Se le murió una niña cuando quedó viuda. Tal vez se le puso mal la leche, cuando murió mi padre. Apenas si me acuerdo de ella. Y tal vez ni siquiera lo haría, si mi madre no la llorase y si cualquier niña pobre de Belén, no tuviese derecho a comer y a vestirse, en recuerdo de la muertita. Tal vez por eso yo también quiero mucho a las niñas. Aunque pienso que ésta ya no es una niña… Pero la consideraré como a tal por su corazón. Si es como mi madre, Noemí y tú, decís…

–                       Puedes estar seguro. Vamos. La conocerás.

Van al comedor en donde están las mujeres, Jesús y Zelote.

Mirta, que ha venido con una gran esperanza, está conquistándose el corazón de Áurea y le prueba un vestido de lino que le hizo.

–                       Te queda bien.  –le dice acariciándola, mientras le ajusta el vestido-  ¡Oh! Ahí está mi hijo Abel. Acércate hijo. Mira… Ésta es Áurea. Pertenecerá a nuestra familia, ¿Lo sabías?

Abel contesta:

–                       Sí. Y me siento contento como tú.

Mira a la niña. La estudia… Sus negros ojos se clavan en ella. Se muestra satisfecho y sonríe.

Le dice:

–                       Nos amaremos en el Señor que nos salvó. Y lo amaremos y haremos que otros lo amen. Seré para ti un hermano en espíritu y en cariño. Lo prometo ante el Maestro y mi madre… -y con una gran sonrisa, le tiende su mano fuerte y morena.

Áurea vacila por un momento, se sonroja y estrecha la mano de Abel.

Le contesta:

–                       Así lo haremos. En el Señor.

Los presentes se sonríen entre sí.

Se escucha una voz ronca:

–                       Aquí se puede entrar sin llamar a la puerta.

Es Pedro que viene seguido por todos los apóstoles, menos Judas.

Al día siguiente en la tarde, después del descanso del mediodía, se hacen los preparativos para la partida…

Tomás ofrece a la Virgen un brocamantón que se pone en el escote del vestido:

–                       Sé que no lo usarás, María. Pero acéptalo de todos modos. Tuve la idea de hacértelo, cuando un día mi Maestro habló de ti comparándote con los lirios de los valles. Y para que la alabanza que te dio tu Hijo, se aprecie como símbolo tuyo. Y si no logré dar al metal la viveza de un tallo real y la fragancia de la flor; mi sincero y respetuoso amor por ti lo hagan finísimo como una caricia. Y lo perfumen de la devoción que siento por ti, Madre de mi Señor.

–                       ¡Oh, Tomás! Es verdad que no uso joyas, porque me parecen cosas fútiles. Pero esto no lo es. Es amor de mi Jesús y de su apóstol. Y me gusta mucho. Y me acordaré del buen Tomás, que ama mucho a su Maestro. Gracias Tomás por tu amoroso afecto.

Todos admiran el trabajo perfecto y Tomás saca otra preciosidad: tres estrellitas de jazmín, con una ramita, unidas en un círculo, un par de peinetas  y un par de aretes que le hacen juego…

Y se las entrega a Áurea:

–                       Porque no fuiste codiciosa. Y has estado aquí mientras el jazmín estuvo en flor. Y porque estas estrellitas te recuerden a nuestra Estrella.

Áurea los recibe y llora de felicidad:

–                       Muchas gracias, Tomás. No lo olvidaré.

Se despiden y se van, montados en los borricos.

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

 

 

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