La entrada de Jesús al Templo de Jerusalén, que está pletórico de gente que ha venido a la Fiesta de los Tabernáculos, no pasa desapercibida. Se levanta un murmullo como una colmena inquieta y sobrepuja las voces de los doctores que están enseñando en el Patio de los Gentiles. La lección se suspende como por encanto.
Y los alumnos de los escribas corren en todas direcciones a llevar la noticia de la llegada de Jesús; de modo que cuando Él entra en al Patio de los Israelitas, diversos Fariseos, escribas y sacerdotes están de pie en las escalinatas para observarlo. No le dicen nada mientras que ora y ni siquiera se le acercan. Tan solo vigilan.
Jesús regresa al Pórtico de los Gentiles y todos se van detrás de Él.
El murmullo se esparce entre la gente. Se oyen aquí y allá, voces aisladas que gritan:
– ¡Veis como ha venido!
– Es un hombre justo.
– No podía faltar a la Fiesta.
– ¿Qué ha venido a hacer?
– ¿A perturbar más al pueblo?
– ¿Estáis contentos ahora?
– Ya veis donde está.
– ¡Tanto que lo buscasteis!
Voces irónicas. Voces envueltas en veneno que escupen los enemigos… Y luego se apaciguan porque tienen miedo de la gente. Y ésta, después de una prueba clara en favor del Maestro, teme las represalias de los poderosos. Es el reino del miedo recíproco…
El único que no tiene miedo es Jesús.
Camina despacio, con majestad, al lugar a donde se dirige. Parece un poco absorto en Sí. Pero acaricia a los niños y sonríe a los ancianos, que lo saludan bendiciéndolo.
En el Pórtico de los Gentiles, de pie entre un grupo de alumnos, está Gamaliel. Éste levanta su cara y sus profundos ojos de pensador, se fijan por un instante en el rostro tranquilo de Jesús. Una mirada escudriñadora. Atormentada…
Jesús la siente y se vuelve. Lo mira.
Las miradas se encuentran…
Los ojos de zafiro de Jesús, con su mirada franca, dulce. Que deja que se le escudriñe.
Los ojos negrísimos de Gamaliel, con su mirada impenetrable; ansia por conocer y descubrir el misterio que para él, es el Rabí Galileo. Fue solo un instante…
Jesús continúa su camino y el rabí Gamaliel, reclina su cabeza sobre el pecho, sordo a las preguntas de sus discípulos. Se sumerge en sus pensamientos y con sus brazos cruzados sobre el pecho, parece ausente a lo que lo rodea.
Jesús va al lugar que ha escogido. Con una columna a su espalda. De pié en la grada más alta en el fondo del Pórtico. El lugar menos buscado.
Y se pone a predicar… Su discurso es el eco amplificado del que dijera veinte años atrás, cuando rodeado de doctores, el Niño Jesús convenciera de que Él era el Mesías a Hillel y a un Gamaliel más joven…
Habla de la venida del Reino de Dios y de la preparación a este Reino. De la Profecía de Daniel. Del Precursor que predijeron los Profetas. Recuerda la estrella de los Sabios. La Matanza de los Inocentes en Belén. Las señales de que el Mesías ha llegado a la Tierra. La muerte del Precursor. Y los milagros que confirman que Dios está con su Mesías.
Jamás ataca a sus contrarios. Parece como si no los viera. Habla para confirmar en la Fe a sus seguidores e iluminar a los que sin culpa, todavía no lo ven.
Sus enemigos le hacen preguntas capciosas y maliciosas tratando de interrumpirlo, pero Él continúa como si no los oyera.
Un Fariseo le dice:
– Tú, Maestro. ¿No desciendes acaso de David y naciste en Belén?
Jesús responde lacónicamente:
– Tú lo has dicho.
– Entonces satisface nuestras esperanzas. Comprendes que callar no es cosa buena porque favorece las nubes de duda que hay en los corazones.
– No de duda. De soberbia, que es mucho más grave.
– ¿Cómo? ¿Dudar de Ti es menos grave que ser soberbios?
– Sí. Porque la soberbia es lujuria de la mente. Y es el pecado mayor. Es el mismo Pecado de Lucifer. Dios perdona muchas cosas. Su luz resplandece amorosa para iluminar las ignorancias y ahuyentar las dudas. Pero no perdona la soberbia que se burla, creyéndose superior a Él.
Varios gritan:
– ¿Quién dice entre nosotros, que Dios sea más pequeño que nosotros?
– No blasfemamos…
Jesús levanta su Voz majestuosa:
– No lo decís con los labios, pero lo confirmáis con vuestras acciones. Queréis decir a Dios: “No es posible que el Mesías sea un Galileo. Un hombre de pueblo. No es posible que sea éste.” Yo pregunto: ¿Qué cosa hay imposible para Dios?…
La Voz de Jesús parece un trueno. Si antes estaba un poco como decaído, apoyado como un hombre cansado sobre la columna… Ahora se yergue. Se separa de ella. Levanta majestuoso la cabeza y atraviesa a la multitud con sus ojos fulgurantes. Todavía está sobre la grada, pero su aspecto se ha vuelto grandioso, como un Rey Poderoso.
La gente retrocede espantada. Y nadie responde a la última pregunta.
Luego, un rabino pregunta con una risa falsa y solapada:
– La lujuria se realiza entre dos. ¿Con quién la realiza la mente? No es corpórea. ¿Cómo puede pecar lujuriosamente? ¿Siendo incorpórea, con quién se junta para pecar?
– ¿Con quién? Con Satanás. La mente del soberbio fornica con Satanás, contra Dios y contra el amor.
Pero los Fariseos apenas han empezado. Acribillan a Jesús con preguntas que Él contesta con Divina Sabiduría, dejándolos furiosos y derrotados…
Un murmullo corre entre la gente.
Gamaliel levanta la cabeza y mira fijamente a Jesús. Una mirada que ya no se aparta de Él y que sigue la escaramuza con los Fariseos con mucha atención. Después de una larga y rabínica disputa…
Jesús concluye:
– … Pero vosotros no comprendéis estas cosas porque no queréis. Vámonos.
Vuelve la espalda a todos y se dirige a la salida. Lo siguen sus apóstoles y sus discípulos que lo miran con tristeza.
Y sus enemigos lo ven marcharse con enojo y mucho odio. Una marea de odio feroz, que crece siempre más…
Él, pálido y sonriendo les dice:
– No estéis tristes. Sois mis amigos. Y hacéis bien en serlo, porque mi tiempo se acerca a su fin…
Al día siguiente…
El Templo está más lleno de gente, que el día anterior. Y todos miran constantemente hacia la puerta. Los doctores bajo los portales se esfuerzan en levantar su voz para llamar la atención y lucir su elocuencia. Pero la gente no les hace caso. Y ellos se dirigen entonces a sus alumnos.
Gamaliel está en su sitio, pero no habla. Pasea de un lado a otro sobre la rica alfombra, con los brazos cruzados. La cabeza inclinada, meditando. Su vestido blanquísimo, es largo y mucho más el manto, que lleva suelto. Retenido a la espalda por fíbulas de plata y que empuja con el pie cuando da vuelta.
Sus discípulos, apoyados contra el muro, lo miran en silencio reverentes. Respetando los pensamientos en que está absorto su maestro.
Los Fariseos y sacerdotes van y vienen.
Varios gritan:
– ¡Allá viene! ¡Por la Puerta Dorada!
– ¡Vamos a su encuentro!
– Yo me quedo aquí.
– Va a venir a hablar y no pierdo mi lugar.
Jesús se acerca lentamente. Pasa cerca de Gamaliel que no levanta su cabeza y va al mismo lugar de ayer.
Cuando Jesús empieza a hablar se forma una confusión.
Los enemigos se adelantan para aprehenderlo y pegarle…
Los apóstoles, los discípulos, la gente, los prosélitos y los gentiles, reaccionan para defenderlo.
Acuden otros en ayuda de los primeros y tal vez lo hubieran logrado, si Gamaliel que parecía no poner atención, sale de su alfombra y va hacia donde está Jesús que es empujado hacia el Pórtico, por quien lo quiere defender.
Gamaliel, el que es considerado el más grande Doctor de Israel, grita:
– Dejadlo en paz. Quiero oír lo que dice.
La voz de Gamaliel logra más que el pelotón de legionarios, que han acudido a calmar el tumulto… Que se apaga cómo nació y la gritería se transforma en un ruido confuso. Los legionarios por prudencia, se quedan cerca de la valla exterior.
Gamaliel ordena a Jesús:
– Habla. Responde a quien te acusa. –el tono es imperioso.
Pero sin acento de burla.
Jesús se adelanta hacia el Patio… Tranquilo, vuelve a tomar la palabra.
Gamaliel se queda dónde está y sus discípulos se apresuran a llevarle la alfombra y el banquillo, para que esté más cómodo. Se para en ella con los brazos cruzados, la cabeza inclinada, los ojos cerrados, atento solo a escuchar.
Jesús empieza a hablar y Gamaliel hace que le traigan una tablilla y pergaminos. Y se sienta a escribir…
Jesús empieza un largo discurso:
– … Vosotros, lo sé. No veis en Mí, sino un hombre semejante a vosotros. Inferior a vosotros… Y os parece imposible que un hombre pueda ser el Mesías…
Jesús habla de su filiación con el Padre. De su Divinidad Encarnada. De Misión de Redentor… Del Dios que se inmola a sí Mismo para la salvación del hombre. De que es su alegría Hacer la Voluntad del Padre.
Gamaliel escribe sin parar durante el larguísimo discurso.
Jesús concluye:
– … ¡Padre, Padre mío! ¡Heme aquí para hacer tu Voluntad! Y te lo repetiré hasta que tu Voluntad sea cumplida.
Jesús, que al decir estas palabras había levantado sus brazos hacia el Cielo, los baja ahora y los recoge sobre su pecho. Inclina la cabeza, cierra los ojos y se absorbe en una oración secreta.
La gente cuchichea. No todos han comprendido, pero intuyen que ha anunciado grandes cosas y se callan admirados.
Los malos que no han comprendido o no han querido comprender, se ríen con sarcasmo y dicen:
– ¡Delira! -pero no se atreven a decir más.
Y se van moviendo la cabeza. Esta prudencia es el resultado de las lanzas romanas que brillan al sol, en la muralla del fondo.
Gamaliel se abre paso entre los que han quedado. Llega hasta donde está Jesús absorto en Oración, lejano de la multitud y del lugar y lo llama con ansiedad…
Gamaliel dice:
– ¡Rabbí Jesús!
Jesús levanta su cabeza con los ojos todavía absortos en una visión interna y pregunta:
– ¿Qué se te ofrece, rabí Gamaliel?
– Una explicación tuya.
– Habla.
– ¡Retiraos todos! -ordena Gamaliel con tal tono…
Que apóstoles, discípulos, seguidores, curiosos y hasta sus propios discípulos, rápidamente se separan.
Quedan solo ambos frente a frente. Se miran. Jesús siempre manso y dulce. El otro, autoritario por costumbre y soberbio en apariencia… Cosas que le han venido por los tantos años en que ha sido reverenciado hasta la exageración.
Gamaliel dice:
– Maestro… Me han referido las palabras que dijiste en el banquete donde pretendieron hacerte rey. Que desaprobé porque no era sincero. Combato o no combato, pero siempre abiertamente. He meditado en esas palabras. Las he confrontado con las que viven en mi memoria… Te he esperado aquí. Para preguntarte algo sobre ellas. Primero quise oírte hablar. Ellos no comprendieron. Espero haberlo podido yo. Escribí tus palabras, según la dijiste. Para meditarlas y no para hacerte ningún mal. ¿Me crees?
Jesús responde:
– Te creo. Y quiera el Altísimo hacerlas resplandecer en tu espíritu.
– Así sea. Oye, ¿Las piedras que deben estremecerse, son acaso las de nuestros corazones?
Jesús rechaza:
– No rabí. Estas. -Y señala las murallas del Templo siguiendo su configuración- ¿Por qué lo preguntas?
– Porque mi corazón se ha estremecido cuando me refirieron tus palabras del banquete. Y tus respuestas a los que te tentaron… Creí que aquel estremecimiento fuese la señal…
– No rabí. Es muy poco el estremecimiento de tu corazón y el de otros pocos, para ser la señal que no deje dudas… Aun cuando tú con un gesto de humilde reconocimiento de ti mismo, llamas piedra a tu corazón. –Jesús mira con amor infinito al doctor y pregunta- Rabí Gamaliel, ¿De veras no puedes hacer de tu corazón hecho piedra, un altar luminoso que acoja a Dios? No porque Yo reciba algo útil, rabí. Sino para que tu modo de obrar sea perfecto…
Jesús observa dulcemente al viejo maestro que se coge la barba, se pasa los dedos por la frente, con una agonía interior llena de angustia… Finalmente murmurando con la cabeza inclinada…
Gamaliel dice despacio:
– No puedo. Todavía no puedo… Más espero… ¿Darás de todos modos esa señal?
– La daré.
– Adiós Rabí Jesús.
– El Señor venga a Ti, rabí Gamaliel.
Se separan.
Jesús hace una señal a los suyos y sale con ellos del Templo.
Escribas, Fariseos, sacerdotes, discípulos de los rabinos, se precipitan como otros tantos buitres en torno a Gamaliel, que está metiendo dentro de la cintura, los pergaminos escritos.
Todos dicen al mismo tiempo:
– ¿Y bien?
– ¿Qué te parece?
– ¿Un loco?
– Hiciste bien en haber escrito sus delirios.
– Nos servirán.
– ¿Estás decidido?
– ¿Persuadido? Ayer…
– Hoy…
– Hay más que suficiente para persuadirte.
Todos hablan al mismo tiempo.
Gamaliel se calla mientras se arregla la cintura. Tapa el tintero que tiene colgando. Entrega a su discípulo la tablilla, sobre la que se había apoyado para escribir sus pergaminos.
– ¿No respondes? Desde ayer no hablas… -insiste un colega suyo.
Gamaliel contesta:
– Escucho. No a vosotros. A Él… Y trato de reconocer en sus palabras de ahora. Las palabras que un día me habló. Aquí… En este mismo lugar… Era el Mesías Encarnado en un niño y yo lo supe entonces…
Varios se ríen y preguntan:
– ¿Y acaso las encuentras?
– Es algo así como un trueno que tiene diverso rumor, según está más cerca o más lejos. Pero siempre es un rumor de trueno.
Alguien dice con tono de burla:
– Luego, a ninguna conclusión llegan.
Gamaliel reprende:
– No está bien, Leví. Aún en el trueno puede estar la Voz de Dios. Y nosotros somos tan necios que la tomemos como un rumor de nubes que se rompen. Tampoco te rías tú, Elquías; ni tú, Simón Boetos, no sea que el trueno se cambie en rayos, os fulmine y os haga cenizas…
Los aludidos cuestionan:
– ¿Entonces tú?
– ¿Cómo qué quieres insinuar que el Galileo es aquel Niño que tú y Hillel tomasteis por profeta?
– ¿Y qué ese niño, esto es, Este Hombre, es el Mesías?…
Preguntan con burla solapada, porque Gamaliel se impone aun sobre estos ‘grandes’ y se hace respetar…
– Yo no afirmo nada… Digo que el rumor de trueno, es siempre rumor de trueno.
– ¿Más cercano o más lejano?
– ¡Ay de mí! Las palabras son más fuertes, como la edad las supone. Los veinte años que han pasado, han cerrado veinte veces más mi inteligencia al Tesoro que posee. Y el sonido penetra cada vez más débil…
Gamaliel deja caer su cabeza, pensativo…
Todos se echan a reír y dicen:
– ¡Ah, ah, ah!
– ¡Te estás haciendo viejo y tonto Gamaliel!
– Tomas los fantasmas por cosa real.
– ¡Ah, ah, ah!
Gamaliel desdeñosamente levanta sus hombros y recoge su amplísimo manto, que le caía por detrás. Se envuelve en él y se va sin agregar palabra. Dándoles despectivo la espalda con su silencio.
Al día siguiente…
Jesús camina con sus primos al sur de Jerusalén.
Tadeo pregunta:
– ¿A dónde vamos Jesús?
Jesús contesta:
– A saludar a los galileos que están en el olivar.
Cuando llegan:
– La paz sea con vosotros. –dice Jesús saludándolos, mientras acaricia a los niños, que son sus amiguitos de Galilea.
Jesús pregunta a Jairo si la viuda de Afeq, se ha establecido en Cafarnaúm y si tiene al huérfano de Giscala.
Jairo dice:
– No lo sé, Maestro. Ya había partido…
Un coro de voces infantiles informa:
– Sí. Sí. Llegó una mujer que da mucha miel y reparte caricias a los niños.
– Hace tortas.
– Van a comer siempre a su casa los niños que iban a la tuya.
– El último día nos mostró a un pequeñín.
– Compró ya dos cabras para que le den leche.
– Nos dijo que el niño es hijo del Cielo y del Señor.
– No vino a la Fiesta como deseaba, porque no podía traer consigo al niño.
– Pero nos dijo que te dijésemos, que lo amará mucho y que te bendice.
Los niños de Cafarnaúm forman un enjambre de vocecillas alrededor de Jesús, orgullosos de saber ellos, lo que ni siquiera el arquisinagogo sabe. Y de ser portadores de noticias que el Maestro escucha atentamente…
Jesús responde:
– Vosotros le diréis que también Yo la bendigo. Y que ame por Mí a los niños. Vosotros amadla mucho. No os aprovechéis de que sea buena. No la queráis solo por su miel y sus tortas. Sino porque es buena. Tanto que ha comprendido que quien ama a un niño en mi Nombre, me hace feliz. Imitadla todos.
Niños y adultos, pensando siempre que el que acoge a un pequeñín en mi Nombre, tiene un lugar asegurado en el Cielo; porque la misericordia siempre tiene su premio.
Pero la que se tiene con los pequeñuelos, salvándolos no solo del hambre, sed, frío… Sino de la corrupción del mundo, recibe un premio infinitamente mayor… vine a bendeciros antes de que partáis.
Jesús bendice también la comida y los niños comen a su alrededor. Los corazones saborean y tranquilidad y amistad. Y pasan un rato de tranquilidad junto al Maestro al que aman.
Cuando la comida termina, Jesús se pone de pie, bendice a todos y se despide. El pequeño Benjamín de Mágdala, le tira del vestido para que se incline a escucharlo.
– ¿Tienes todavía contigo a aquel hombre malo?
Jesús le dice sonriendo:
– ¿Cuál malo? Conmigo no hay malos…
– ¡Sí que los hay! Aquel hombre alto y joven, que se reía… ¿Recuerdas? Aquel a quién le dije que era hermoso por fuera, pero muy feo por dentro… ¡Ése es malo!
Tadeo, que está detrás de Jesús, dice:
– Se refiere a Judas.
– Lo sé. –responde Jesús volviéndose.
Y luego dice a Benjamín:
– Ese hombre está conmigo. Es un apóstol mío. Ahora es muy bueno… ¿Por qué sacudes la cabeza? No se debe pensar mal del prójimo, sobre todo de aquel que no se conoce.
El niño baja la cabeza y se calla.
– ¿No me respondes?
– A Ti no te gusta que se digan mentiras… y yo te prometí no decirlas. Y he cumplido mi promesa. Pero si ahora te dijese que sí. Que creo que es bueno, diría una cosa que es falsa… Porque pienso que es muy malo. Puedo tener callada la boca para agradarte, pero no puedo evitar que mi cabeza piense en ello.
El razonamiento es tan claro y lógico en su sencillez infantil, que todos los que lo escuchan, se echan a reír.
Menos Jesús, que suspira y dice:
– Bueno. Tú debes hacer una cosa: Rogar para que sea bueno, si es que piensas que es malo… Debes ser su ángel, ¿Lo harás? Si se hace, mejor. Yo me alegraré mucho. Así pues, si ruegas por él, ruegas para que Yo esté contento.
– Lo haré. Pero si él es malo y no se hace bueno estando contigo, de nada servirá que yo ruegue.
Jesús trunca la discusión deteniéndose e inclinándose a besar a los niños, una última vez antes de irse…
Cuando se encuentran solos, Jesús y sus dos primos.
Tadeo dice concluyendo un pensamiento interno:
– ¡Tiene razón! ¡Tiene toda la razón! Yo también pienso como él.
Santiago, que iba absorto en otra cosa; le pregunta:
– ¿De qué hablas?
– De Benjamín. Lo que dijo… ¡Pero Tú no quieres escucharlo! Y también yo te digo que Judas es… Más bien, ¡No es un verdadero apóstol!… No es sincero. No te ama. No…
Jesús dice:
– ¡Judas! ¡Judas! ¿Por qué me causas esta aflicción?
Tadeo responde:
– Hermano mío, porque te amo. Tengo mucho miedo de Iscariote. Más miedo que de una cobra…
– Eres injusto. Tal vez Yo ya hubiera sido capturado, si él no me hubiese ayudado.
Santiago interviene:
– Jesús tiene razón. Judas ha hecho mucho. Se atrajo odios y burlas sin cuento. Trabajó y trabaja por Jesús.
Tadeo afirma:
– Yo no puedo convencerme de que Tú seas un tonto. Que tú mientas… me pregunto por qué sostienes a Judas. No hablo por celos, ni por odio. Hablo porque creo que por dentro, él es malo. Que no es sincero… Lo que puedo admitir por amor a Ti, es que está loco… es un pobre loco que hoy delira de un modo y mañana de otro.
Pero que sea bueno, ¡No lo es! ¡Desconfía de él, Jesús! ¡Desconfía!… Ninguno de nosotros somos buenos. Pero míranos. Nuestros ojos son francos. Nuestra conducta no es voluble, es igual. ¿No te dice nada el hecho, de que los Fariseos no le hagan pagar las burlas que les hace?
¿No significa nada para Ti que los del templo, no reaccionen contra sus palabras? ¿Tampoco que tenga siempre amigos entre aquellos a quienes aparentemente ofende? ¿Ni que siempre traiga mucho dinero? No me refiero a nosotros dos… Pero ni siquiera a Nathanael que es rico y a Tomás a quien no le faltan los medios, tienen solo lo necesario… Pero él… él… ¡Oh!…
Jesús no dice nada…
Santiago confirma:
– En parte mi hermano tiene razón, Maestro. Es cierto que Judas siempre encuentra el modo de… estar solo. De ir solo… de… Pero no quiero murmurar ni juzgar. Tú lo sabes…
Jesús dice:
– Sí. Lo sé. Y por eso he dicho que no quiero juicios. Cuando estéis en el mundo en mi lugar, encontraréis gente más rara que Judas. ¿Qué apóstoles vais a ser si las evitáis porque son raras? ¿Y cómo las convertiréis?…
Lo interrumpe un joven que sube hacia el Getsemaní:
– La paz sea contigo Maestro. ¿No me conoces?
– ¿Tú? ¡Tú eres el levita que estuvo con nosotros el año pasado, junto con el sacerdote Juan!
– Exacto. Soy yo. ¿Cómo me has reconocido, Tú que tienes un mundo a tu alrededor?
– Jamás olvido las características de las caras y de las almas.
– ¿Cuál es la de mi alma?
– Buena. Pero insatisfecha. Estás cansado de lo que te rodea. Tu espíritu tiende a cosas mejores. Quieres la Luz. Sientes que es la hora de decidirse por un bien Eterno.
El joven cae de rodillas ante Jesús:
– Maestro, lo has dicho. Es verdad. Lo traigo en el corazón. Y no sabía decidirme. El viejo sacerdote Jonathás, creyó y luego murió. Era viejo. Yo soy joven. Te oí hablar en el Templo… No me rechaces Señor. porque no todos los de ahí, te odian. Y yo soy de los que te aman. Dime qué debo hacer siendo levita…
– Cumplir con tu deber hasta la Nueva Era. Piensa que al venir a Mí, no sales al encuentro de una gloria terrena, sino al del dolor. Si perseveras tendrás gloria en el Cielo. Instrúyete en mi Doctrina. Confírmate en Ella…
– ¿Con qué?
– El Cielo mismo te confirmará con sus señales. Procura conocer y practicar lo que he enseñado. Haz esto y conseguirás la Vida Eterna.
– Lo haré Señor. pero, ¿Puedo seguir sirviendo en el Templo?
– Te lo acabo de decir… Hasta la Nueva Era.
– Bendíceme, Maestro. Será mi nueva consagración.
Jesús lo bendice y lo besa. Se separan.
Cuando queda nuevamente solo con sus apóstoles les dice:
– ¿Veis? Así es la vida de los operarios del Señor. Hace un año que es ese corazón vacío cayó la semilla y no pareció que hubiera sido victoria, porque no brotó al punto. Después de un año, ved lo que sucede. Y que esto sirva para confirmar lo que hace poco os venía diciendo…
HERMANO EN CRISTO JESUS: