Nobe todavía duerme. Los primeros destellos de la aurora llenan de iridiscentes colores, todo lo que tocan…
Jesús camina silenciosamente de un lado a otro en la terraza. Es el único que no ha dormido en toda la noche. Lentamente va y viene, con los brazos cruzados bajo el grueso manto, que lo defiende del frío y con el capucho sobre la cabeza. Cuando llega al extremo de la terraza, se asoma para ver el camino que atraviesa el centro del poblado. La siguiente vez que mira, rápido baja la escalera. Entra en la cocina oscura y cierra la puerta tras de sí.
Los pasos se acercan y se detienen en la puerta de la cocina. Alguien trata de abrir. No está la llave…
Da vuelta al pasador y una voz pregunta:
– ¿Se ha levantado a alguien?…
Una mano abre cautelosamente la puerta de la entrada, sin hacerla chirriar…
Y aparece la cabeza de Judas de Keriot, que se asoma muy despacio… Mira… Solo hay oscuridad, frío, silencio.
Judas monologa:
– Dejaron la puerta abierta. Y con todo, anoche me parecía que estaba cerrada. Aunque no tiene importancia. Los ladrones no roban a los pobres. ¿Dónde estará ese maldito eslabón?… No lo encuentro. ¡Ey! Se me hizo demasiado tarde. No lo encuentro. Si logro encender el fuego… ¿Dónde estará? Todo aquí es viejo…
Y mientras habla ha ido palpando, por todas partes. Invisible en la oscuridad. Cauteloso. Evitando chocar con algo y sin hacer ruido…
Topa con un cuerpo y sofoca un grito de terror…
Jesús le dice:
– No tengas miedo. Soy Yo. El eslabón está en mi mano. Tenlo. Enciende…
Judas pregunta:
– ¿Tú, Maestro? ¿Qué estás haciendo aquí solo, en la oscuridad, en el frío?… Hoy habrá muchos enfermos. Después de un sábado y dos días de lluvia…
– Lo sé. Pero enciende la luz. No es propio de las personas honestas el hablar en la oscuridad… Sino de ladrones, de mentirosos, de lujuriosos y de asesinos. Los cómplices aman las tinieblas, para sus acciones perversas. Yo no soy cómplice de nadie.
– Tampoco yo, Maestro. Quería encender fuego y por eso me levanté antes…
Jesús murmura muy bajito…
– ¿Qué dijiste Maestro? No logré oírlo.
– Enciende pues.
– ¡Ah!… Vi que estaba sereno, pero frío. A todos les gustaría encontrar un buen fuego… ¿Te levantaste al oír que yo hacía ruido aquí? O por el viejo que… todavía tiene sus dolores. Parece que la yesca y el eslabón están mojados, porque no quieren prender… ¡Oh! ¡Ya!…
Una flamita se desprende. Pequeña, temblorosa… pero suficiente para ver dos rostros: el pálido de Jesús y el impertérrito de Judas.
Judas exclama:
– Ahora hago fuego. ¡Estás pálido como un muerto! ¡No has dormido! ¡Y todo por ese viejo! ¡Eres demasiado bueno!
Jesús dice con severidad y dolor:
– Es verdad. Soy demasiado bueno. Con todos, aún los que no lo merecen. El viejo sí se lo merece. No obstante, no velé por él; sino por otro… Es verdad, la yesca y el eslabón estaban húmedos por mi llanto que sobre ellos goteó. Te esperaba a tí. Por ti no he dormido en toda la noche. Y no pudiendo esperarte aquí encerrado, subí a la terraza. A cantar al viento mi llamada. A mostrar a las estrellas mi dolor. A la aurora mi llanto.
No el viejo enfermo; sino el joven corrompido… el discípulo que huye del Maestro. El apóstol de Dios, que prefiere la cloaca al Cielo y la mentira a la verdad. Fue él quien me tuvo en pie toda la noche. Y te he estado esperando…
No tu persona, que ya estaba cerca y que trasteaba como un ladrón por la cocina; sino tus sentimientos. Esperé una palabra… No supiste decirla cuando te topaste conmigo. ¿Aquel a quién estás vendiendo tu corazón, no te ha dicho que yo lo sabía?… ¡Pero no! No puede hacerlo, ni sugerirte la única palabra que deberías pronunciar si fueses un hombre justo. Te sugirió las mentiras no pedidas. Inútiles. Más ofensivas que tu huída nocturna.
Te las sugirió riéndose a carcajadas, porque así te hace bajar una grada más y a Mí me ha causado un gran dolor. Es verdad que vendrán muchos enfermos. Pero el más grande enfermo, no vendrá a su Médico…
El Médico mismo está enfermo de dolor, por este enfermo que no quiere curarse. Es verdad. Y también que dije entre dientes una palabra, que no oíste bien. Pero puedes adivinarla, por lo que te acabo de decir.
Jesús ha estado hablando en voz baja, cortante, dolorosa y al mismo tiempo enérgica.
Tanto que Judas que a las primeras palabras sonreía, erguido y desvergonzado; muy cerca de Jesús. Poco a poco ha ido retirándose como si cada palabra fuera una repulsa, mientras que Jesús se ha ido irguiendo cada vez más. Cual verdadero Juez, con el dolor pintado en el rostro.
Judas, arrinconado entre la artesa y la pared del rincón, murmura:
– Pero… No lo lograría…
– ¡No! Te la voy a decir porque no tengo miedo de decir lo que es verdad. ¡MENTIROSO! Eso fue lo que dije. Si se soporta a un niño mentiroso, porque no conoce lo que es una mentira y se le enseña para que no vuelva a decirla otra vez… En un hombre no se soporta. En un apóstol discípulo de la Verdad misma, provoca asco. Asco absoluto…
Por esto te he esperado toda la noche y he llorado bañando la mesa. Allí donde estaba el eslabón. Y luego he llorado velando y llamándote con toda el alma, a la luz de las estrellas. Inútilmente llamo a la puerta de tu alma, porque quiero entrar en ella y limpiarla. Porque está enferma y quiero curarla… Judas, ¿No dices nada?
– Es demasiado tarde. Tú Mismo lo has dicho. Y te causo asco. ¡Arrójame!…
– No. También los leprosos me causan asco, pero tengo piedad. Si me llaman acudo y los limpio. ¿No quieres ser limpiado?
– Es tarde… Y es inútil. No sé ser santo… Arrójame te digo.
– No soy uno de tus amigos Fariseos que llaman inmundas a infinidad de cosas, las esquivan o las arrojan con dureza, mientras podrían limpiarlas con caridad. Soy el Salvador y no arrojo a nadie…
Un largo silencio.
Judas sigue en su rincón.
Jesús en la esquina de la mesa, cansado, adolorido… Luego, Judas levanta la cabeza, lo mira titubeante…
Y con voz entrecortada le pregunta:
– ¿Si te dejase, qué harías?
Jesús lo mira con dolor y contesta:
– Nada. Respetaría tu voluntad, rogando por ti. Pero a mi vez te digo que aunque me dejases, ya es demasiado tarde.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Lo sabes como Yo… Prende el fuego ahora. Se oyen pasos arriba. Olvidemos lo que acaba de pasar. Todos verán que dormimos poco tú y Yo. Y que el fuego nos trajo aquí… ¡Padre, mío!…
Y Judas acerca el fuego a las ramas del fogón y enciende la hoguera, para que caliente la cocina…
Dos días después…
Es una mañana esplendorosa de Diciembre. Jesús está en medio de enfermos y peregrinos que han venido a él de muchos lugares de toda la Palestina y de los confines Siro-fenicios.
Como siempre, realiza primero todos los milagros necesarios y luego se dispone a hablar:
– Habéis visto el milagro de huesos quebrados que se sueldan otra vez. De miembros muertos que vuelven a la vida. Esto os concedió el Señor, para que la Fe de los que creen se confirme y hacerla nacer en los que no la tienen. El milagro se concede a cualquiera, sin distinción de lugar; que viene en busca de salud, empujado por la fe en mi Poder de curar. Soy el Pastor universal y debo acoger a todas las ovejas que quieran ingresar a mi grey…
Jesús habla del Reino y de lo importante que es la voluntad para alcanzarlo. El Cielo debe conquistarse…con una renuncia absoluta al pecado y el heroísmo de una vida nueva. Y concluye:
– En el reino de Dios no existen la guerra, el odio, las revoluciones. Quién entra en él, no conoce más el Dolor, el ansia, el engaño. Sino que posee la alegre paz que emana de mi Padre.
Podéis iros. Volved a vuestros países. Mis discípulos son ya numerosos y están esparcidos por todas partes. Escuchadlos si queréis conocer mi Doctrina y estar prontos para el Día de la Decisión, de la que dependerá la Vida Eterna de muchos, que mi paz os acompañe.
Vuelve a entrar a la casa.
Después lo siguen los apóstoles.
Un poco más tarde, sentados a la rústica mesa después de haber bendecido el queso y las verduras; hablan de los sucesos de la mañana. Y se congratulan de que el número de discípulos evangelizadores sea tal, que pueda aliviar al Maestro de la fatiga de hablar continuamente. Sobre todo ahora que se le ve fatigadísimo.
En realidad, Jesús ha adelgazado mucho y su color se ha acentuado en su palidez perdiendo su color marfileño, hasta hacerse todo blanco. Sus ojos son más profundos y tienen una sombra de cansancio, que los oscurece con tenues ojeras. Ojos que poco duermen, que mucho lloran y sufren. Las manos parecen más largas, se ven los tendones y las venas, pues ya no hay grasa en esas manos santas y ascetas del Señor. Ahora las tiene sobre la tabla oscura de la mesa mientras mueve su cabeza, sonriendo con mucha fatiga.
Los apóstoles advierten su infinito cansancio corporal y sobre todo moral, en su corazón. Comprenden que está muy afligido por el esfuerzo de tener unidos corazones tan diversos… Y también lo que ellos no saben: por tener que soportar y mantener oculta la infamia de su discípulo incorregible…
Pedro dice.
– Tú debes descansar completamente. Ya no hablarás en estos días. Lo podemos hacer nosotros. No será gran cosa. Pero no nos separaremos de lo que sabemos. Sólo curarás a los enfermos.
Iscariote propone:
– También nosotros podemos hacerlo.
Pedro refuta:
– ¡Uhm! Por mí no.
– ¡Ya lo has hecho!
– Sí cuando el Maestro no estaba con nosotros y teníamos que presentarlo y hacer que lo amasen. Pero ahora está aquí y los milagros los hace Él solo. Él es el único digno… ¡Milagros, nosotros! Si somos nosotros los que tenemos necesidad de renovación. Porque por nosotros mismos no somos capaces de hacer nada bueno. Somos unos miserables, pecadores e ignorantes.
Judas de Keriot replica altanero:
– ¡Habla por ti solo, te lo ruego! ¡Yo no me siento miserable!
Zelote protesta enérgico:
– El maestro está cansado. Su cansancio es más bien moral que físico. Si en verdad lo amamos, evitemos las disputas. Son cosas que lo agotan más.
Jesús levanta sus ojos para mirar al apóstol, siempre tan prudente. Y lo acaricia con su mano poniéndola sobre la mano de Zelote, para agradecerle.
Pedro insiste:
– Tienes razón. Pero también la tengo yo al decir que debe absolutamente reposar. ¡Parece estar enfermo!…
Se oye un golpe en la puerta.
Andrés que es el más cercano va a abrir y regresa diciendo:
– Maestro hay una mujer que quiere verte. Trae una niña consigo. Aunque su vestido es modesto, parece ser aristócrata. No está enferma y tampoco la niña. Viene velada. Y la niña trae un ramo de flores.
Pedro grita con mal genio:
– ¡Despídela! Estamos diciendo que debe descansar, ¡Y tú no lo dejas ni siquiera comer!
– Se lo dije. Pero respondió que no dará ninguna molestia al Maestro y que Él tendrá gusto de volverla a ver.
– Entonces dile que regrese mañana a la hora de todos. El Maestro va a descansar…
Jesús dice:
– Andrés, acompáñala a la habitación de arriba. Voy enseguida.
HERMANO EN CRISTO JESUS: