176.- EL LADRÓN

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Todas las discípulas están ocupadas en lavar, coser y remendar…  Elisa y Nique están doblando los vestidos que lavaron en el arroyo y que pusieron a secar. María de Alfeo está sentada sobre la hierba, cosiendo un dobladillo. Nique, después de examinar otro lo da a María de Alfeo diciendo:

–                       A este vestido, tu hijo también le descosió el dobladillo.

María de Alfeo lo toma y lo pone junto con los otros, sobre la hierba.

Elisa llega con otros vestidos ya secos y dice:

–                       Se ve que hace tres meses que no os acompañaba ninguna mujer experta. No hay un vestido bueno, exceptuando el del Maestro que en cambio solo tiene dos: el que trae y el que se lavó hoy.

Judas dice:

–                       Los regaló. Parecía como si un ansia lo devorara, para no tener nada. Desde hace varios días trae el vestido de lino.

María de Alfeo exclama:

–                       Menos mal que tu Madre pensó en traerte nuevos. Ese de púrpura es bellísimo. Lo necesitabas Jesús. Aun cuando te queda muy bien el vestido de lino. ¡Pareces un lirio!

Judas satiriza:

–                       Un lirio muy grande.

María de Alfeo le replica con franqueza:

–                       Pero puro, como tú no lo eres. Ni como lo es Juan. También tú estás vestido de lino; pero créeme que el aspecto de lirio no lo tienes.

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–                       Soy de cabellos negros y mi piel no es tan blanca. Por eso soy diferente.

–                       No depende de eso. Es que tu candor lo tienes encima y Él adentro. Lo transpira por su mirada, por su sonrisa, por sus palabras. ¡Eso es! ¡Qué felicidad es estar con mi Jesús!  -y la buena María pone una de sus manos sobre la rodilla de su sobrino y Maestro, que se la acaricia.

María Salomé, que está viendo otro vestido, exclama:

–                       ¡Esto es peor que la misma rasgadura! ¡Hijo mío! ¿Pero quién te cosió de este modo?

Y escandalizada muestra a sus compañeras, una especie de ombligo muy plegado que sobresale por sus burdísimos pespuntes.

Todos sueltan la risa.

Y el primero es Juan, el autor de la ‘obra de arte’…

Y dice:

–                       No podía soportar la rasgadura y… la cosí.

María Salomé:

–                       La estoy viendo. ¡Pobre de mí! ¿Por qué no le dijiste a María de Jacob que te la cosiera?

–                       Mamá, está casi ciega. Y luego, no era una rasgadura. Era un hueco. El vestido se trabó en el haz de leña que venía cargando y al echarlo al suelo, arrancó el trozo de tela. Entonces cosí como pude el agujero.

–                       Y así lo echaste a perder hijo mío. Se necesitaría otro pedazo de tela para suplir el que falta.

La Virgen, que está remendando otro vestido, dice:

–                       ¡Pobres hijos! ¡Qué falta os hace que estemos cerca!

Jesús y Judas dicen al mismo tiempo:

–                       ¡Es un buen tema para una parábola! Escuchad…

–                       Creo que yo tengo un pedazo de tela de ese color, resto de un vestido que di a un hombre pequeño y le cortamos dos palmos para que le quedara bien. Si me esperas te lo voy a buscar. Pero quiero oír la parábola. Habla, Maestro. Luego le daré contento a María Salomé.

Jesús dice:

–                       Bueno, comparo el alma a una tela. Cuando se pone es nueva, sin rasgaduras. Tiene solo la mancha original. Pero ninguna otra herida, ni otras manchas. Después con el tiempo, con los vicios, llega hasta a romperse. Por las imprudencias se mancha. Por los desórdenes se rasga.

Y cuando está rasgada no hay que hacer un remiendo malhecho, causa de otras rasgaduras. Sino uno bueno, perfecto, que impida que se rasgue el vestido. Si la tela está tan rasgada que se han perdido hasta trozos; no se debe pretender soberbiamente hacer el remiendo por uno mismo; sino hay que ir con quién sabe rehacer íntegra el alma y es el Único que puede hacerlo. Me refiero a Dios, mi Padre.

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Y al Salvador, que Soy Yo. Pero el orgullo del hombre es tal,  que cuanto mayor es la rasgadura de su alma, tanto más trata de remendarla con medios imperfectos,  que crean un malestar más grande. Siempre se verán las heridas que un alma lleva. El alma pelea su batalla y por consiguiente recibe heridas. Muchos son los enemigos que la atacan.

Pero nadie, al ver a un hombre cubierto de cicatrices; señales de otras tantas victorias, puede decir: ‘¡Este hombre es un cobarde!’  Más bien dirá: ‘¡Este es un héroe! ¡Hé allí las señales de su valor!’ Nunca se verá que un soldado se avergüence de una herida gloriosa. Sino que va al doctor y le dice con santo orgullo: “Mira, he combatido y vencido. No evité ninguna fatiga. Cúrame ahora, para estar listo para otras batallas y victorias.”

Por el contrario, quién tiene llagas causadas por enfermedades inmundas, que los vicios le causaron, se avergüenza de ellas ante sus familiares y amigos. Y aún delante de los médicos a veces es tan necio, que las mantiene escondidas hasta que el hedor las descubre. Pero entonces ya es tarde para su curación.

Los humildes son siempre sinceros y además tan valientes, que no se avergüenzan de las heridas que tuvieron en la lucha. Los soberbios son siempre mentirosos y cobardes. A causa de su orgullo, llegan a la muerte, sin querer ir con quién quiere curarlos; por no reconocer: “Padre, he pecado. Pero si quieres puedes curarme”

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Hay muchas almas que por orgullo de no confesar una primera culpa, llegan a la muerte. También para ellos la hora es tarde. No reflexionan que la Misericordia Divina es más Poderosa y tan grande que puede curar cualquier gangrena, por grave y arraigada que esté. Pero las almas de los orgullosos, cuando caen en la cuenta de que despreciaron todo medio para salvarse; se dejan llevar por la desesperación,   porque están sin Dios diciendo: “Es demasiado tarde” Y se dan a sí mismos la última muerte: la de la condenación. Ve, Judas a traer tu tela…

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Judas replica:

–                       Voy. Pero te digo que no me gustó tu parábola. No la entendí.

María Salomé dice:

–                       ¡Pero si ha sido muy clara! La entendí yo que soy una pobre mujer…

Judas responde:

–                       Pues yo no. Antes decías unas muy bellas. Ahora… las abejas, la tela, las ciudades que cambian de nombre, las almas barcas… Cosas tan pobres de sentido que ya no me agradan. Y no las comprendo. Voy a traer la tela… -Y se levanta y se va.

La Virgen María ha bajado cada vez más la cabeza sobre su labor, mientras Judas hablaba. Juana, al contrario; la ha levantado y mira con ojos desdeñosos al imprudente. También Elisa hizo lo mismo, pero luego imitó a la Virgen, igual que Nique.

Susana abre los ojos espantada y mira a Jesús en vez de mirar a Judas, como preguntándole: ¿Por qué no reacciona? María Salomé y María de Alfeo, se miran moviendo la cabeza.

Y en cuanto Judas se va, Salomé comenta:

–                       Es él el que tiene el cerebro ya acabado.

María de Alfeo sentencia:

–                       ¡Claro! Y por eso no comprende nada. No sé si pudieras volver a arreglárselo. Si mi hijo fuera así, yo le rompería la cabeza. Así como se la hice, se la puedo romper. ¡Es mejor tener una cara fea, que el corazón!

Jesús replica:

–                       Sé comprensiva, María. No puedes comparar a tus hijos que crecieron en medio de una familia honrada, en una ciudad como Nazareth; con él.

María de Alfeo protesta.

–                       Su madre es buena y su padre no fue un malvado, por lo que he oído decir.

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Jesús dice tratando de disculparlo:

–                       Dices bien. pero orgullo no le faltaba. Por eso alejó al hijo de su madre muy pronto y él contribuyó a desarrollar la herencia moral de su hijo, al enviarlo a Jerusalén. Judas fue educado en el Templo. Es doloroso decirlo, pero lo cierto es que el Templo no es el lugar donde el orgullo hereditario pueda disminuir.

Juana dice con un suspiro:

–                       Ningún puesto de Jerusalén que sea de honor, puede hacer que disminuya el orgullo o cualquier otro defecto… Ni tampoco cualquier otro lugar de honor, bien esté en Jerusalén, Cesárea de Filipo, Tiberíades o Cesárea Marítima…  -y rápida se inclina a coser sobre su labor.

Nique observa:

–                       María de Lázaro es imponente, pero no es orgullosa.

Juana responde:

–                       Ahora. Pero antes era muy soberbia. Lo contrario de sus padres que jamás lo fueron.

Salomé pregunta:

–                       ¿Cuándo vendrán?

–                       Pronto. Dentro de tres días partiremos.

María de Alfeo invita:

–                       Trabajemos entonces más rápido, para terminar a tiempo.

Pasa un rato y Salomé dice:

–                       ¡Cuánto se tarda Judas! El sol empieza a bajar y no veré bien.

Juan pregunta:

–                       Tal vez alguien lo entretuvo. ¿Quieres que vaya a llamarlo?

–                       Harías bien. Si no encuentra la tela, cortaré de las mangas. Al fin al cabo se acerca el verano y te servirá para que vayas a pescar, cuando regreséis a Galilea.

–                       Entonces voy.  –responde Juan y cortésmente pregunta a las demás- ¿Tenéis vestidos ya arreglados que pueda llevarme? Dádmelos y así cargaréis menos al regreso.

Las mujeres recogen lo que ya remendaron y se lo dan a Juan. Está para irse, cuando lo detiene…

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María de Jacob, que entra jadeante y gritando:

–                       ¿Está allí el Maestro?

Juan contesta:

–                       Sí madre, ¿Qué se te ofrece?

–                       Ada está muy mal. El marido no se atreve a llamar a Jesús, porque los samaritanos se portaron tan mal. Yo le dije: ‘No lo conoces aún. Yo voy por Él.’

Jesús sale y dice:

–                       Ya no corras. Yo voy…

Toma del brazo a Juan y corre rápido con él, hasta la casa que está envuelta en la angustia de la desgracia que le amenaza.

Ada está muriendo de parto del undécimo hijo. Acude el esposo y se postra a los pies de Jesús.

Suplica llorando:

–                       Señor, creo… Ten piedad de éstos.   –y señala a sus hijos.

Jesús dice:

–                       Levántate y ten ánimo. El Señor ayuda a quien tiene Fe y tiene piedad de sus hijos afligidos.

Una comadrona sale corriendo:

–                       ¡Ada se está muriendo! ¡Está negra! Las convulsiones acaban con ella. Casi no respira. Ven.

El hombre empuja a Jesús para que vaya a la habitación de la moribunda.

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Jesús ordena:

–                       ¡Ve y ten fe!

Fe tiene. Pero lo que le falta es poder entender claramente el significado de esas palabras.

Jesús llega hasta unos tres metros de la puerta abierta en la habitación donde está la parturienta agonizante, extiende sus brazos y grita:

–                       ¡Quiero!

Y se retira del lugar.

Todos le miran un poco desilusionados.

Él les dice:

–                       ¡No dudéis! Un poco más de Fe. La mujer debe pagar el amargo tributo del parir. Pero está salvada.  –y se va sin añadir más.

En ese momento se oye un grito.

Y Jesús dice al marido:

–                       Verás nacer al pequeño. Le han vuelto las fuerzas y los dolores. Pero dentro de poco será feliz.

Se va con Juan.

Nadie lo sigue porque todos se quedan para ver el milagro.

De este modo, sin obstáculos llegan a la casa donde están hospedados. Entran por la puerta del huerto. La casa está silenciosa y vacía.

Juan ve que hay una jarra con agua en el suelo. La toma y se dirige a una habitación que está cerrada. Abre la puerta  y…

Juan lanza un:

–                        ¡Ah! -De espanto.

Deja caer la jarra que se estrella en el piso. . De la habitación se oye salir un retintín de monedas que se esparcen en el suelo…

Jesús, que se había quedado en el corredor, quitándose el manto y doblándolo, corre y empuja a Juan. Abre la puerta semicerrada. Entra…

Hay dos cofres de Juana de Cusa. Ante uno de ellos está Judas pálido, lleno de ira y de miedo; con una bolsa en las manos….

En el borde del cofre está otra bolsa abierta, de la que siguen cayendo monedas de oro y de plata… Por el suelo hay muchas monedas desparramadas. Todo es una prueba de lo que ha estado sucediendo: Judas está robando. 

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Sigue un silencio sepulcral.

Los tres se quedan inmóviles:

Judas, el apóstol pecador.

Jesús, el Juez.

Juan, el aterrorizado testigo de la bajeza de su compañero.

La mano que Judas tiene en la bolsa tiembla y se oye el retintín ahogado de las monedas.

Juan tiembla de miedo y aun cuando tiene la mano en la boca, se oye como castañetean sus dientes. Sus ojos espantados miran más a Jesús que a Judas.

Jesús no muestra ninguna emoción. Pero su mirada causa pavor…  Derecho, glacial, da un paso hacia Judas.

Hace un gesto a Juan indicándole que se retire y le dice:

–                       ¡Vete!

Juan, aterrorizado suplica:

–                       ¡No, no! ¡No me eches fuera! Déjame aquí. No diré nada… Pero déjame aquí contigo.

Jesús ordena:

–                       ¡Vete! ¡Vete! ¡No tengas miedo! Cierra todas las puertas y si alguien viene… Cualquiera que sea, aún mi Madre… ¡No dejes que entre! ¡Vete!

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–                       Señor!  -suplica Juan.

Más bien pareciera que él es el culpable.

–                       ¡Te he dicho que te vayas! ¡No pasará nada!

Jesús mitiga su orden poniendo su mano temblorosa sobre la cabeza del predilecto, como una caricia.

Juan la toma y la besa con un sollozo, luego sale.

Jesús pone el pasador en la puerta. Se vuelve a mirar a Judas que está hecho una miseria y también está muy asustado. Pese a su audacia no se atreve a hacer nada.

Jesús se le acerca. Su mirada es escalofriante.

Judas retrocede y queda entre el cofre y una ventana abierta, por donde entra la luz que ahora ilumina a Jesús.

No dice nada, pero cuando ve que de la faja de Judas se asoma una ganzúa, aspira profundamente. Y levanta su puño cerrado como si fuese a golpear al Ladrón.

Y en sus labios entrecerrados se oye el principio de una palabra:

–                       ¡Mald…!

Pero se contiene. Con un esfuerzo de dominio que lo hace temblar, abre el puño y baja el brazo. Agarra la bolsa que Judas tiene en su mano y la lanza al suelo.

La pisotea y dice con voz ahogada por una ira terrible:

–                       ¡Lárgate, asquerosidad de Satanás! ¡Oro maldito! ¡Esputo del Infierno! ¡Veneno de serpiente, lárgate!

Judas, que había ahogado un grito cuando Jesús estuvo a punto de maldecirlo, no reacciona. Pero del otro lado de la puerta, Juan oye el ruido de la bolsa con el metal  al caer… y su grito desespera al Ladrón…

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONÓCELA

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