217.- REY DE LOS JUDÍOS15 min read

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Juan está tan pálido, que con su túnica color lavanda, su cara parece la de un ahogado. Del alegre Juan de pocas horas antes no queda nada, sino un ascua de ira que apenas logró contenerse, para no golpear a Judas cuando se lo encontró…

Se ha encerrado en el Cenáculo y cae de rodillas contra el asiento donde estuvo Jesús y llora al llamarlo en su dolor. Besa el mantel, en el lugar donde el Maestro puso sus manos juntas. Acaricia el cáliz que el Maestro tuvo entre sus manos…

Luego dice:

–                       ¡Oh, Dios Altísimo, ayúdame! ¡Ayúdame a decirlo a su Madre! ¡No tengo valor!… y sin embargo debo decírselo. Debo hacerlo porque me he quedado solo.

Se levanta y se queda indeciso.

–                       ‘¡Vamos!’ Se dice a sí mismo; pero no se mueve.

Recuerda todo lo sucedido en la Cena y acaricia las toallas, el cáliz, el pan del que Jesús tomó un pedazo para dárselo a Judas. Los besa y se los prieta contra el corazón como una reliquia. Suspira y camina con pasos lentos, hacia la habitación de la Virgen.

Ella está en la puerta, pues lo oyó llegar.

Juan la mira. Quiere hablar. Y no dice nada. Inclina la cabeza, porque está  avergonzado de su debilidad.

María le dice:

–                       Ven aquí, Juan. No llores. Tú no debes llorar. Tú siempre lo has amado y lo has contentado. Que esto te consuele.

Murillo, Mater Dolorosa - -

Lo toma de la mano y lo lleva a la habitación como si fuera un niño. Le pone sobre la cabeza su mano temblorosa y Juan cae de rodillas.

Y con la cara contra el suelo sollozando, toma el borde del vestido de María y suplica:

–                       ¡Perdón,  perdón! ¡Madre, perdón!

María afligida, le pregunta:

–                       ¿Qué debo perdonarte, pobre hijito? ¿Qué? ¡A tí, nada!

Juan levanta su cara y grita:

–                       ¡Porque lo abandoné! ¡Porque huí! ¡Porque no lo defendí! ¡Oh, Maestro mío, Perdón!  ¡Debería haber muerto antes que haberte dejado! ¡Madre, Madre!… ¿Quién me quitará este remordimiento?

María hace una pausa entre frase y frase:

–                       Calma Juan. Él te perdona. Te ha perdonado ya. Jamás ha pensado en tu extravío. Te ama.

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–                       Ni siquiera anoche mismo pude comprenderlo… Me dormí, cuando Él nos pidió que veláramos. ¡Abandoné a mi Jesús! Luego escapé cuando aquel Maldito llegó con los verdugos…

–                       Juan, no maldigas. No odies Juan. Deja al Padre que Él juzgue. Escucha: ¿Dónde está ahora?

–                       Madre… yo… Madre… ha sido…

–                       Ha sido condenado. Lo sé… Te pregunto. ¿En estos momentos, en dónde está?

–                       Hice todo lo posible porque me viese. Procuré recurrir a los que pueden hacer… que sufra menos por compasión. No le han hecho mucho mal…

–                       No mientas, Juan. Ni siquiera por compasión a una madre. No lo lograrías. Sería inútil. Lo sé. Desde anoche lo he seguido en su Dolor…  No lo ves, pero mi cuerpo ha sido azotado con los mismos flagelos. Sobre mi frente he sentido las espinas. He sentido los golpes… Todo.

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Pero ahora no veo más… ¡Ahora ignoro dónde está mi Hijo, condenado a la Cruz!… ¡A la Cruz!… ¡Oh, Dios dame fuerzas! ¡Él debe verme! No debo sentir mi dolor, mientras Él siente el suyo. Cuando… todo haya terminado…  haz que muera, ¡Oh, Dios! Si quieres. Ahora no. Por Él, no. Para que me vea. ¡Vamos Juan! Dímelo… ¿Dónde está Jesús?

–                       Sale de la casa de Pilatos. Eso que oyes es la gritería que lanza la plebe a su alrededor. Está amarrado en las escaleras del Pretorio esperando la Cruz. O bien, ya va hacia el Gólgota.

–                       Háblale a tu madre, Juan. Y a las otras mujeres. Y vámonos…

María se arropa en su manto, haciendo que le llegue hasta los ojos, sobre el velo que le cubre la cabeza y que se ha envuelto en el cuello. No llora, pero sí tiembla. Abre la boca para respirar, como si le faltase el aire.

Juan llega seguido por las mujeres que vienen llorando.

María les ruega:

–                       ¡Hijas, calmaos! ¡Ayudadme a no llorar! El que se lamenta no consuela… Vámonos…

Y se apoya en Juan que la guía y sostiene como si estuviese ciega…

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Mientras tanto en el Pretorio…

La sentencia ha sido dictada.

Longinos, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.

Y Jesús es desligado de las manos…

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Antes de que Jesús sea sacado a la calle para recibir la Cruz y ponerse en camino; Longinos  lo ha mirado varias veces con una curiosidad impregnada de compasión. Y con la experiencia de alguien que conoce ciertas cosas…  Se acerca a Jesús con un soldado y le ofrece una copa con un líquido que vacía de una cantimplora militar diciéndole:

–           Te hará bien. Haz de tener sed. Afuera hace sol y el camino es largo.

Jesús responde:

–           Dios te pague tu compasión. Pero no te prives de ello.

Longinos dice:

–           Yo soy sano y fuerte. Y Tú…  No me privo. Y luego… Lo hago gustoso con tal de darte algún consuelo. Toma un sorbo para mostrarme que no odias a los paganos…

Jesús no rehúsa más y toma un sorbo. Cómo tiene las manos desligadas, pues ya no tiene la caña, ni la clámide. Lo hace por Sí Mismo. No bebe más, a pesar de que la bebida está fresca y es buena. Que le ayuda para la fiebre que se nota ya en las estrías rojizas de sus pálidas mejillas. Y en sus labios secos y agrietados…

Longinos lo anima:

–           Toma. Toma. Es agua con miel. Ayuda. Quita la sed. Siento compasión por Ti, de veras. Tú no eres el hebreo a quién se debía matar. ¡Bueno! Yo no te odio…  Y procuraré hacerte sufrir lo menos posible.

Jesús no bebe más. Realmente tiene sed. La sed de los desangrados y calenturientos. Sabe que no es una bebida narcotizada y de buena gana bebería; pero no quiere disminuir su sufrimiento porque quiere expiar completamente y devolver más sanos a los hijos al Padre Celestial. Y más que el agua con miel, lo consuela la compasión del romano.

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Jesús le dice:

–           Dios te pague este consuelo con bendiciones.

Y trata de sonreírle con su boca hinchada, herida; que dolorosamente se cierra, porque entre la nariz y el pómulo derecho, se está hinchando cada vez más la parte donde le golpearan con el asta en el patio interior, después de la Flagelación…

Llegan los dos ladrones, rodeados cada uno por una decuria. Es la hora de ponerse en marcha.

Longinos da sus últimas órdenes. Una centuria se forma en dos filas distantes unos tres metros la una de la otra.

Otra centuria, comandada por el centurión Octavio, se acomoda para rechazar a la gente que pueda estorbar al cortejo.

Una decuria de soldados montados en caballos, va encabezada por el que lleva las insignias. Un soldado de infantería tiene las riendas, del caballo ruano del centurión. Longinos sube y se dirige a su lugar. Unos dos metros delante de los once de a caballo.

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Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas. La de Jesús es más larga. Su palo travesaño mide como cuatro metros.

Antes de poner la cruz sobre Jesús, le cuelgan al cuello la tablilla en que se lee:

“Jesús Nazareno Rey de los Judíos”

El lazo con que va amarrada, pega contra la corona que se mueve, rasga la piel y penetra en diferentes lugares, causando nuevos dolores y haciendo que brote más sangre.

La gente sádica se ríe de gusto, insulta, blasfema.

Todo está listo.

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Longinos da la orden de ponerse en marcha:

–                       Primero el Nazareno. Detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno. Los otros siete formen ala y refuerzo. El soldado que haga herir a muerte a los condenados, será responsable de ello.

Y salen del Pretorio.

Comienza el Camino al Calvario…

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Jesús baja los tres peldaños que llevan del Pretorio a la plaza.

Inmediatamente se ve que está muy débil, pues sus movimientos son vacilantes. Estorbado por la cruz, que le oprime la espalda llagada. Por la tablilla escrita que se balancea hacia delante y le corta el cuello. Por las diferentes posiciones que toma la cruz al moverse Jesús, para bajar los escalones y por lo áspero del suelo.

Los sacerdotes y los judíos, ríen al ver que se bambolea como un ebrio.

Gritan a los soldados:

–                       Pegadle.

–                       Hacedlo caer.

–                       ¡Al polvo, el blasfemo!

Los soldados cumplen solo con lo que deben y ordenan a Jesús que se meta a la mitad del camino y que avance.

Longinos espolea su caballo y el cortejo se pone en marcha lentamente.

Longinos quisiera hacerlo más rápido, tomando el camino más corto que lleva al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia de Jesús…

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Pero la chusma de judíos, no es del mismo parecer.

Los más astutos se han adelantado hasta el cruce donde la calle se bifurca, una hacia las murallas y la otra hacia la ciudad. Y arman confusión cuando ven que Longinos trata de tomar el camino hacia la muralla.

Furiosos gritan:

–                       ¡No puedes hacerlo!

–                       ¡No puedes hacerlo!

–                       ¡Es ilegal!

–                       La Ley dice que los condenados deben ser vistos por la ciudad donde pecaron.

Por amor a la tranquilidad, Longinos da vuelta por la calle que va a la ciudad y avanza un poco, pero hace señal a un decurión de que se le acerque y le da órdenes en voz baja.

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El oficial va rápido y transmite la orden a cada jefe de decuria…

Luego regresa  y rinde parte.

Jesús camina jadeando. Cada hoyo de la calle es una trampa para su pie vacilante y un tormento para su espalda llagada, para su cabeza coronada de espinas, sobre la que cae un sol ardiente, que de vez en cuando se esconde tras un montón de nubes plomizas.

Jesús está congestionado por la fatiga, la fiebre, el calor. La luz del sol y el ruido de la gente lo hieren y lastima sus oídos… Cierra un poco sus ojos; pero tiene que abrirlos, porque tropieza con piedras y hoyos.

Cada tropiezo le causa dolor, porque la cruz se mueve bruscamente e incrusta la corona de espinas. La llaga de la espalda se hace cada vez mayor y el dolor aumenta.

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Los judíos ya no pueden pegarle directamente, pero le siguen lanzando piedras y palos. Las pedradas en las plazuelas y los palos en las vueltas, por las callejuelas que suben y bajan con escalones, en las cuales el cortejo se hace más lento. No les importa desafiar las lanzas romanas, con tal de herir a Jesús.

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Los soldados lo defienden como pueden. Pero al hacerlo lo golpean, porque las lanzas que blanden al aire son largas, lo alcanzan y lo hacen tropezar. Llegados a un determinado punto, los legionarios hacen una maniobra impecable y pese a los gritos y amenazas; el cortejo toma bruscamente por una calle va derecho a las murallas. Es de bajada y acorta el camino al lugar del suplicio.

Jesús jadea mucho más. El sudor le baña el rostro, junto con la sangre que le brota de las heridas causadas por la corona de espinas. El polvo se le adhiere al rostro sudado y lo mancha con huellas extrañas. Porque todavía sopla el viento, con rachas a intervalos que arrastran consigo inmundicias; que le pegan en los ojos y en la garganta.

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En la Puerta Judiciaria, se ha reunido mucha gente. Un poco antes de llegar allí, la intervención pronta de un soldado sobre el que está a punto de caer, impide que Jesús caiga en tierra.

La gentuza a carcajadas le grita:

–                       ¡Déjalo!

–                       A todos decía: ‘Levántate’

–                        Que Él se levante ahora.

Más allá de la Puerta, está el torrente del Cedrón con su puente. Otra fatiga más para Jesús que al caminar sobre esas vigas mal unidas, sobre las que rebota con mayor fuerza la Cruz, aumenta aún más su ya infinito Dolor.

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Y una nueva ocasión para que los judíos puedan arrojar sus proyectiles. Las piedras del riachuelo vuelan por el aire y lo golpean. Avanzan un poco más y… Pero al hacerlo lo golpean; porque las lanzas que blanden al aire son largas, lo alcanzan y lo hacen tropezar. Llegados a un determinado punto, los legionarios hacen una maniobra impecable y pese a los gritos y amenazas; el cortejo toma bruscamente por una calle va derecho a las murallas. Es de bajada y acorta el camino al lugar del suplicio.

Jesús jadea mucho más. El sudor le baña el rostro, junto con la sangre que le brota de las heridas causadas por la corona de espinas. El polvo se le adhiere al rostro sudado y lo mancha con huellas extrañas; porque todavía sopla el viento, con rachas a intervalos que arrastran consigo inmundicias; que le pegan en los ojos y en la garganta.

En la Puerta Judiciaria, se ha reunido mucha gente. Un poco antes de llegar allí, la intervención pronta de un soldado sobre el que está a punto de caer, impide que Jesús caiga en tierra.

La gentuza a carcajadas le grita:

–                       ¡Déjalo! A todos decía: ‘Levántate’ Que Él se levante ahora.

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Más allá de la Puerta, está el torrente del Cedrón con su puente. Otra fatiga más para Jesús que al caminar sobre esas vigas mal unidas, sobre las que rebota con mayor fuerza la Cruz, aumenta aún más su ya infinito Dolor. Y una nueva ocasión para que los judíos puedan arrojar sus proyectiles. Las piedras del riachuelo vuelan por el aire y lo golpean. Avanzan un poco más y…

Empieza la subida del Calvario. Un camino desnudo, sin una pizca de sombra. Empedrado con piedras separadas y que directamente empieza a elevarse.

El corazón de Jesús ya no funciona bien… Primero por el atroz sufrimiento moral;  el bárbaro sudor de sangre y la brutal flagelación.

Su tormento aumenta al subir, llevando consigo el considerable peso de la Cruz…  Se topa con una piedra saliente y cómo va muy agotado, tropieza con ella…  Cae sobre la rodilla derecha…

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Pero logra levantarse con la mano izquierda.

La chusma grita de alegría…

Jesús avanza siempre más, inclinado y jadeante…  Congestionado y calenturiento…

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La tablilla que lleva delante le estorba la vista. El vestido… al caminar más encorvado le impide avanzar. Nuevamente tropieza y cae de rodillas…

Hiriéndose de nuevo donde ya antes se había herido. La Cruz que se le escapa de las manos, cae golpeándolo duramente en la espalda. Lo obliga a agacharse para levantarla…

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Y vuelve a ponérsela nuevamente sobre la espalda… Al hacer esto, se ve claramente, la llaga que la Cruz le ha formado con el roce y que le ha abierto las muchas llagas que le produjeron los azotes y que han formado una sola… de la que brotan suero y sangre… De tal modo que la túnica blanca está totalmente manchada en esa zona.

La gentuza aplaude de alegría al verlo caer de ese modo tan miserable…

Longinos grita que se den prisa.

Jesús parece que estuviera ebrio de Dolor. Pega contra una u otra hilera de soldados.

La gente ve y grita:

–                       Se le ha subido a la cabeza su Doctrina.

–                       ¡Mira!…

–                       ¡Mira como tropieza!…

Los sacerdotes y escribas, maliciosamente se ríen y dicen:

–                       No.

–                       Son los banquetes en la casa de Lázaro, que todavía le hacen efecto.

–                       ¿Eran sabrosos?

–                       Ahora come nuestra comida…

Longinos se compadece de Jesús y ordena que se detengan por unos minutos.

Lo insulta tanto la plebe, que el centurión Octavio ordena  a sus soldados atacar…

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Al ver las lanzas que brillan amenazantes; los cobardes salen huyendo para todas partes.

Y quedan  solo unos pocos discípulos fieles a Jesús. Que acongojados, desconcertados, afligidos y polvorientos; llaman con la fuerza de su mirada, a su Maestro. Son los pastores…

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Jesús voltea. Los ve…  Los mira detenidamente, como si fueran caras de ángeles. Parece que hubiera recibido un refrigerio que calme su sed y le hayan dado fuerzas con sus lágrimas… Sonríe…

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Se da la orden de volver a caminar.

Jesús pasa ante ellos y hasta sus oídos llegan sus gemidos. Fatigosamente dobla su cabeza, bajo el yugo de la Cruz y nuevamente sonríe…

Sus consuelos. Diez caras. Una parada bajo el sol abrasador…

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Jesús pasa ante ellos y hasta sus oídos llegan sus gemidos. Fatigosamente dobla su cabeza, bajo el yugo de la Cruz y nuevamente sonríe…

Sus consuelos. Diez caras. Una parada bajo el sol abrasador…

22-1jcalvario

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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