221.- SACRIFICIO DE DIOS
Las principales cabezas del Gran Consejo: Eleazar ben Annás, Sadoc, Nahúm, Elquías, Ismael ben Fabi y Doras… Llenos de soberbia y engrandecidos porque consiguieron la ejecución de Jesús, han tomado otra gran decisión y…
Con un gran revuelo de vestidos, los seis se adelantan a donde están las mujeres y preguntan con arrogancia:
– ¿Dónde está Lázaro?
– ¿En su palacio?
Sólo unas cuantas se quedan en su sitio, entre ellas las romanas… Las otras corren aterrorizadas a refugiarse detrás de los pastores…
Claudia los mira con indignación y su rostro se endurece…
Pero guarda silencio. Y hace una imperceptible seña a Octavio, que es el oficial más próximo a ella…
El centurión comprende…
Al mismo tiempo… María Magdalena da un paso adelante. Se levanta el velo, hallando en su dolor la antigua intrepidez de cuando era pecadora y…
Dice desafiante:
– Id. Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma y a quinientos armados de nuestras tierras que os castrarán como a viejos cabrones, destinados para servir de alimento a los esclavos que trabajan en los molinos.
Nahúm y Sadoc exclaman indignados:
– ¡Desvergonzada!
– ¿Así hablas a los sacerdotes de Jerusalén?
María revienta con Ira:
– ¡Sacrílegos! ¡Sucios! ¡Malditos! ¡Volteaos! En vuestras espaldas estoy viendo llamas infernales…
Los cobardes se voltean realmente aterrorizados, pues la afirmación de Magdalena no deja lugar a ninguna duda…
Pero lo que tienen a sus espaldas son las lanzas puntiagudas romanas, porque Longinos ha dado la orden a los soldados que estaban en descanso de entrar en acción y pican las nalgas de los infames y sacrílegos:
Los egregios miembros del Gran Consejo… Que huyen gritando y maldiciendo…
Pero Roma es más fuerte… La media centuria se queda, para cerrar el paso de las dos entradas y para hacer de baluarte a la plazoleta.
Magdalena se baja el velo y regresa con las demás mujeres.
Mientras tanto en el escenario de la crucifixión…
Gestas el ladrón de la izquierda, continúa los insultos desde su cruz. Parece como si compendiase las blasfemias de los demás…
Concluye diciendo:
– Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿Tú el Mesías? ¡Eres un loco! El mundo es de los listos y Dios no existe. Yo existo… Es la verdad. Y para mí todo es lícito. ¿Dios?… Es una locura puesta para manteneros quietos. ¡Viva nuestro yo!… ¡Solo él es el rey y dios!
Dimas el otro ladrón, que casi tiene a sus pies a María a quien mira más que a Jesús, le dice:
– ¡Es la Madre! ¡Cállate! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto? ¿Por qué insultas a quién es Bueno? Él está en un suplicio mayor que el nuestro; porque Él no ha hecho nada malo…
Pero el otro ladrón sigue con sus imprecaciones.
Jesús sigue callado. Jadeando por el esfuerzo de la posición. Por la fiebre. Por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la atroz Flagelación y también por el infinito sufrimiento en el Getsemaní.
Trata de encontrar alivio aligerando el peso que cae sobre los pies, colgándose de las manos y haciendo fuerza con los brazos, para evitar el calambre que siente en los pies y que se nota en el estremecimiento muscular.
Se nota el mismo temblor en los brazos helados en sus extremidades, porque están en alto y la sangre no circula por ellos. Llega apenas a las muñecas de donde mana sin llegar a los dedos; sobre todo en la mano derecha, y tienen ya un color cadavérico. No se mueven y se han doblado sobre la palma.
También los dedos de los pies muestran su tormento: los pulgares se mueven para arriba y para abajo… Se abren.
El tronco se cansa sin encontrar alivio…
Los riñones que fueron casi destruidos y desde la Flagelación dejaron de funcionar… Incapaces de filtrar más; han causado que la urea se haya acumulado y esparce por todo su cuerpo una aguda intoxicación urémica, torturándolo con este sufrimiento que se agrega a los demás.
Las feroces contusiones de sus riñones, serán los agentes químicos más poderosos en el milagro del Sudario…
Quien sea médico o haya estado enfermo de uremia, puede comprender cuales sufrimientos le están dando las toxinas urémicas tan abundantes y que serán el reactivo que trasudando su cadáver y mezclándose con los aromas; fijarán la impresión indeleble sobre la tela, haciendo que Dios conceda la prueba irrefutable de la Crucifixión y de las precedentes torturas…
Las costillas muy anchas y altas, porque la estructura del Cuerpo de Jesús es perfecta; se han dilatado más de lo imaginable por la posición del cuerpo y por el edema pulmonar.
Y sin embargo no pueden aligerar el esfuerzo de respirar… Tanto es así, que todo el abdomen ayuda con sus movimientos al diafragma, que poco a poco se va paralizando.
La congestión, la asfixia, aumentan minuto a minuto; como lo muestra el color azulado que ya se ve en los labios.
El color rojizo de la fiebre, con matices de un rojo violeta que ya se distingue en el largo cuello, con las yugulares hinchadas. Los rasgos llegan hasta las mejillas, por las orejas y las sienes.
La nariz se ha afilado exangüe. Los ojos se hunden cada vez más, dejando una lividez donde la sangre de la corona no los baña.
Bajo el arco izquierdo costillar, se destaca el golpe con que bate la punta cardiaca. Irregular pero fuerte. Y de vez en cuando, por una convulsión interna, el diafragma tiene un sacudimiento profundo, que se revela por una distensión total de la piel obligada al máximo; en este cuerpo herido y agonizante.
El rostro tiene la nariz torcida y el ojo derecho casi cerrado por la hinchazón. La boca está abierta con su herida en el labio superior, que ya es una costra.
Teniendo en cuenta la pérdida de sangre, la fiebre, el sol… Todo esto hace que la sed sea un martirio insoportable. Tanto que Él, maquinalmente, bebe las gotas de su sudor y de su llanto. Y también las de su sangre, que bajan por la frente hasta su bigote y que Él recoge con la lengua…
La corona de espinas le impide apoyarse al tronco de la cruz para poder sostenerse con los brazos y así poder aliviar sus pies. Los riñones y toda la espina se arquea hacia fuera; separando de la Cruz la pelvis, haciendo que cuelgue suspendido, el Cuerpo de Jesús.
Los judíos, arrojados más allá de la plazoleta; no dejan de insultar y Gestas el ladrón impenitente se hace eco…
Dimas, el otro condenado que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también Ella es insultada soezmente…
Le grita con angustia:
– ¡Cállate! Acuérdate que naciste de una mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó… Porque somos unos criminales.
Nuestras madres ya murieron… Quisiera pedirle perdón… ¿Lo podré? ¡Era una santa! ¡La maté con los dolores que le ocasioné! Soy un pecador. ¿Quién me perdona?… –y volviéndose a María implora- Madre. En Nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí. Soy Dimas…
María levanta su rostro desgarrada por el dolor. Mira a este malvado que a través del recuerdo de su madre, se encamina hacia el arrepentimiento…
Y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma.
Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la chusma y de su compañero.
Los del Sanedrín:
– ¡Bravo, bravo!
– Tómatela por Madre.
– Así tiene dos hijos criminales.
Y Gestas, el otro ladrón:
– Te ama porque eres un retrato de su amado.
Jesús habla por vez primera:
– Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen…
Esta súplica vence los temores que le quedaban a Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y proclama su fe…
Le suplica:
– Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Es justo que yo sufra. Compadécete de mí y dame la paz en la otra vida. Te oí hablar una vez y necio, rechacé tus palabras. Ahora me arrepiento de ello y de mis pecados delante de Ti, Hijo del Altísimo.
Creo que has venido de parte de Dios. Creo en tu Poder. En tu Misericordia. Jesús, perdóname en nombre de tu Madre y de Tu Padre Santísimo…
Jesús se vuelve y lo mira con gran compasión.
Una sonrisa ilumina su pobre boca herida y responde:
– Te digo esto: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Dimas, el ladrón arrepentido se tranquiliza y…
Dice como si fuera una jaculatoria:
– Jesús Nazareno Rey de los Judíos, ten piedad de mí. Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, espero en Ti. Jesús Nazareno Rey de los Judíos, creo en tu Divinidad.
El otro continúa con sus blasfemias.
El cielo se pone más lóbrego. Las nubes se cierran y no se abren para que pase el sol. Se amontonan unas sobre otras con copas plomizas, blanquecinas y verdosas.
El viento las empuja y cabalgan sobre sí. Se enredan y desenredan, según las rachas de un viento frío que a intervalos, atraviesa ruidoso el firmamento y luego baja a la tierra.
Más tarde se calla. Parece ser más siniestro cuando se calla, pesado y muerto; que cuando silba cortante y veloz. La luz que hasta ahora había sido fuerte, está tomando un tinte verdoso bastante extraño, casi como el que se ha visto alguna vez en un eclipse total de sol…
Las caras reflejan facciones estrambóticas…
Los soldados, bajo sus yelmos y corazas que antes brillaban; ahora se han empañado en la luz verdosa y bajo un firmamento cenizo, muestran sus perfiles duros y parecen estatuas esculpidas.
Las de los judíos que en su mayoría tienen los cabellos negros, parecen ahogados de color térreo.
Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la palidez que la luz les va marcando.
Jesús se pone extremadamente lívido, como si ya hubiera muerto. La cabeza le cuelga sobre el pecho. Ya no tiene fuerzas. Tiembla pese a la fiebre que lo consume.
En su debilidad murmura el nombre que antes solo ha dicho en lo íntimo de su corazón:
– ¡Mamá! ¡Mamá!
Lo dice tan bajito que es como un suspiro en su delirio de agonizante.
La Virgen lo escucha con el ansia inmensa, de extender sus brazos y socorrerlo.
La cruel gentuza se ríe de esas contracciones musculares y de quién las sufre.
Los sacerdotes y escribas suben de nuevo hasta la plazoleta donde están los pastores.
Y como los soldados quieren echarlos hacia abajo otra vez…
Ellos protestan:
– ¿Están los Galileos?
– También nosotros debemos comprobar que se cumple la justicia.
– Y desde lejos, en medio de esta extraña luz, no podemos ver bien.
De hecho, muchos empiezan a impresionarse por la luz que va envolviendo todo y empiezan a sentir miedo.
También los soldados señalan el firmamento y una especie de cono color pizarra por lo oscuro; que se levanta como un pino detrás de una cima…
Parece una tromba marina. Se levanta cada vez más y parece como si engendrara nubes cada vez más negras.
En medio de esta luz crepuscular pavorosa, Jesús entrega la persona de Juan a María y viceversa. Con la cabeza inclinada; porque su Madre se ha puesto más bajo la Cruz, para verlo mejor…
Jesús, a ambos les dice:
– Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre.
El rostro de María se desconsuela más después de estas palabras de Jesús que son su testamento…
Jesús no tiene nada más que dejarle, más que a un hombre… El, que por amor al hombre la priva de Sí Mismo… Él, Quién de Ella había nacido…
María llora calladamente. Las lágrimas brotan a pesar de sus esfuerzos por contenerlas, aun cuando trata de reflejar en su rostro desconsolado, algo de serenidad a fin de consolar a su Hijo…
Los sufrimientos son cada vez mayores.
En esta luz azul-verdosa que disminuye lentamente, se dejan ver detrás de los judíos, Nicodemo y José de Arimatea…
Que ordenan:
– ¡Haceos a un lado!
Los soldados preguntan:
– No se puede. ¿Qué queréis?
Los dos Doctores de la Ley, contestan:
– Pasar.
– Somos amigos del Mesías.
Los del Sanedrín preguntan desdeñosamente:
– ¿Quién es el que atreve a declararse amigo del Rebelde?
José responde con valentía:
– Yo. José de Arimatea. El Anciano; noble miembro del Gran Consejo y conmigo Nicodemo… Jefe de los judíos y Príncipe de los Sacerdotes.
Eleazar ben Annás:
– Quien se pone del lado del Rebelde, es un rebelde.
José declara solemne:
– Y quien a favor de los asesinos, un asesino; Eleazar de Annás. He vivido como un justo. Estoy ya viejo y próximo a la muerte. No quiero ser malo cuando ya el Cielo desciende sobre mí. Y con él, el Juez Eterno.
– ¿Y tú, Nicodemo? ¡Me maravillo!
Nicodemo contesta con firmeza:
– También yo. Una sola cosa me duele y es que Israel se haya corrompido tanto, que no sepa reconocer a Dios.
Eleazar dice con desprecio:
– Me causas asco.
– Entonces hazte a un lado y déjame pasar. Solo quiero eso.
– ¿Para contaminarte mucho más?
– Si no me he contaminado estando cerca de vosotros; ninguna otra cosa me puede contaminar.
José:
– Soldado, aquí tiene la bolsa y la contraseña, para que me dejéis pasar.
El decurión más cercano toma la bolsa y la tablilla encerada.
Éste las mira y ordena:
– Dejadlos pasar.
José y Nicodemo se acercan hasta donde están los pastores. Los pasan y quedan una veintena de metros adelante de ellos… No se atreven a ir más allá. Se sienten como si estuvieran ante el altar sagrado, ante el Santo de los Santos…
Ven a Jesús… y lloran abiertamente con un inmenso dolor. Sin importarles la lluvia de injurias e improperios que de parte del Sanedrín, ahora les llueven a ellos…
Los sufrimientos de Jesús se hacen más intensos.
Su Cuerpo experimenta los primeros arqueos tetánicos y cada grito de la chusma debe molestarle muchísimo. La insensibilidad de sus tendones, se extiende desde las extremidades hasta el tronco y respira con mayor dificultad.
La contracción del diafragma es cada vez más débil y el movimiento cardiaco se torna irregular. Su rostro pasa del rojo intenso a la palidez verdosa del que muere por desangramiento.
Su boca se mueve con mayor fatiga; porque los nervios del cuello y la cabeza, que sirvieron de palanca a todo el cuerpo y lo dirigían hacia el travesaño de la Cruz, extienden el calambre hasta las mandíbulas.
La garganta hinchada con las carótidas obstruidas, extiende su edema a la lengua que se ve abultada y que apenas se mueve.
La espina dorsal, aún en los momentos en que las contracciones tetánicas no la arquean completamente desde la nuca hasta las caderas, de dobla hacia delante cada vez más. Porque los miembros se hacen más pesados, a causa de las partes en donde ha empezado ya la muerte.
La luz tan tenue hace que solo quién está cerca de la Cruz, pueda verlo todo.
Por un momento, Jesús suelta el cuerpo hacia delante y hacia abajo, como si ya estuviese muerto. No jadea. La cabeza le cae inerte…
La Virgen lanza un trágico grito:
– ¡Ha muerto!
Jesús parece realmente muerto.
Las mujeres hacen eco a María y hay una pequeña confusión.
La luz es tan débil que parece que todos estuvieran envueltos en una nube de ceniza volcánica.
Los sacerdotes gritan:
– ¡No es posible!
– ¡Es un pretexto para que nos vayamos!
– Soldado, pícale con la lanza.
– Es un buen remedio para devolverle la voz.
Y como los soldados no les hacen caso…
Una descarga de piedras vuelan hacia la Cruz.
Pegándole a Jesús y cayendo sobre las corazas romanas.
Irónicamente el remedio produce su efecto. Una piedra dio en el blanco y Jesús lanza un gemido doloroso y vuelve en Sí.
El tórax vuelve a respirar fatigosamente. Con gran esfuerzo, Jesús se apoya una vez más, sobre sus pies torturados; encontrando fuerza solo en su voluntad.
Y se yergue como si estuviese sano. Alza su rostro, mirando con ojos bien abiertos, el Mundo extendido a sus pies… Piensa…
Una luminosa sonrisa se dibuja en sus labios tan heridos… Cierra los ojos y los vuelve a abrir.
Se queda mirando a lo lejos…
Y murmura con una voz casi inaudible:
+ “Mi mirada se internó a través de los siglos y os vi… Desde aquella hora os bendije… Desde aquellos momentos os he llevado en mi Corazón y cuando sonó el momento de que vinieseis a la tierra… Quise estar presente a vuestra llegada. Regocijándome al pensar que una nueva flor de amor había brotado en el mundo y que viviría para Mí…
¡Oh benditos míos! ¡Consuelo mío en mi agonía!… Mi Madre, mi apóstol, mis amigos pastores… Las mujeres piadosas que me acompañaron en mi amargura y mi Infinito Dolor… Todos los que están presentes y me aman, sabiendo que voy a morir… Pero también tú… Tú que estás leyendo esto y a quien mi Madre ha traído hasta aquí…
Mis ojos agonizantes te miraron a través de los tiempos… junto con el rostro adolorido de mi Madre… Y los cerré gozoso porque habían visto que te salvarías… Que eres digno del Sacrificio de un Dios.” +
HERMANO EN CRISTO JESUS: