Dos días después… El Miércoles de Pascua…
Los Diez están en el patio del Cenáculo y conversan…
Simón Zelote dice:
– Estoy muy preocupado porque Tomás no se ha dejado ver. Y no sé dónde encontrarlo.
Juan:
– Tampoco yo.
Varios dicen:
– No está en la casa de sus padres.
– Nadie lo ha visto.
– ¿Lo habrán aprehendido?
Juan:
– Si así fuera, el Maestro no hubiera dicho: “Diré lo demás cuando llegue el que está ausente.”
Zelote:
– Es verdad. Voy a ir otra vez a Bethania. Tal vez ande por los montes y no tiene valor para acercarse.
Mateo:
– Ve, ve, Simón. A todos nos reuniste y nos salvaste al llevarnos con Lázaro. ¿Os acordáis de lo que el Señor dijo de él?: “Fue el primero que en mi Nombre ha perdonado y guiado.” ¿Por qué no lo pondrá en lugar de Iscariote?
Felipe:
– Porque no ha de querer dar a su amigo fidelísimo el lugar del Traidor.
Pedro:
– En la mañana, oí… Cuando estaba con los vendedores de pescado en el mercado… Y sé que no fue una habladuría, pues conozco al que lo dijo. Que los del Templo no saben qué hacer con el cuerpo de Judas. Nadie quiere retirarlo… No saben quién habrá sido; pero encontraron dentro del recinto sagrado su cuerpo totalmente corrompido y con la faja todavía amarrada al cuello. Me imagino que fueron los paganos quienes lo descolgaron y lo arrojaron allí. Quién sabe cómo…
Santiago de Alfeo:
– Pues a mí me dijeron en la fuente, que desde el domingo por la tarde, las entrañas del Traidor, estaban esparcidas desde la casa de Caifás, hasta la de Annás. Ciertamente se trata de paganos; porque ningún hebreo hubiera tocado jamás el cuerpo, después de cinco días… ¡Quién sabe cuán corrompido estaba ya!
Juan se pone palidísimo, al recordar lo que vio.
Y exclama:
– ¡Qué horror! ¡Ya estaba corrompido desde el sábado!
Bartolomé:
– ¡Y arrojarlo en el lugar sagrado!… ¡Profanar el Templo de esa manera!…
Andrés:
– Pero, ¿Quién podía hacerlo? ¡Si tienen guardias por todos lados!…
Felipe:
– A menos que haya sido Satanás…
Mateo:
– Pero como fue a parar al lugar donde se colgó. ¿Era suyo?
Nathanael:
– ¿Y quién supo algo con certeza sobre Judas de Keriot? ¿Os acordáis cuán difícil y complicado era?
Zelote:
– Dirías mejor mentiroso, Bartolomé. Jamás fue sincero. Estuvo con nosotros tres años y nunca se nos integró. Y nosotros que siempre estábamos juntos, cuando estábamos con él, parecía como si nos topásemos contra una muralla.
Tadeo:
– ¿Una muralla? ¡Oh, Simón! Mejor di un laberinto…
Juan:
– Oídme. Ya no hablemos de él. Me parece como si al recordarlo, lo tuviésemos todavía aquí con nosotros y que volviera a darnos camorra. Quisiera borrar su recuerdo no solo de mí, sino de todo corazón humano, hebreo o gentil. Hebreo, para que no enrojezca de vergüenza, por haber salido de nuestra raza semejante monstruo. Gentil, para que ninguno de ellos llegue a decir: ‘Su Traidor fue uno de Israel’
Soy un muchacho y comprendo que no debería hablar antes que Pedro, que es nuestra cabeza. Pero como quisiera que lo más pronto posible se nombre a alguien para que ocupe su lugar. Uno que sea santo. Porque mientras vea ese lugar vacío en nuestro grupo, veré la boca del Infierno con sus hedores, sobre nosotros. Y tengo miedo de que nos engañe…
Andrés:
– ¡Qué no, Juan! Te ha quedado una espantosa impresión de su Crimen y de su cuerpo pendiente del árbol.
Juan objeta:
– No, no. También María lo ha dicho: “He visto a Satanás, al ver a Judas de Keriot” ¡Oh, Pedro! ¡Tratemos de buscar a un hombre santo que ocupe su Lugar!
Pedro:
– Escúchame. Yo no escojo a nadie. Si Él que es Dios, escogió a un Iscariote, ¿Qué voy a escoger el pobre de mí?
Tadeo:
– Y con todo, tendrás que hacerlo.
Pedro:
– No, querido. Yo no escojo a nadie. Lo preguntaré al Señor… Basta con los pecados que he cometido.
Santiago de Alfeo dice desconsolado:
– Tenemos muchas cosas que preguntar. La otra noche nos quedamos como atolondrados. Nos falta aprender muchas cosas… Y cómo vamos a hacer para saber lo que está mal ¿O no lo está? Mira como el Señor se expresa de nosotros, muy diferente de los paganos. Mira cómo encuentra excusa ante una cobardía o negación. Pero no ante la duda sobre su Perdón. ¡Oh! ¡Tengo miedo de equivocarme!
Santiago de Zebedeo lo apoya:
– No cabe duda de que nos ha dicho tantas cosas. Pero me parece que no he entendido nada. Desde hace una semana estoy como tonto. Parece que tuviera un agujero en la cabeza…
Todos confiesan sentirse igual.
Sigue un largo silencio que es interrumpido por los toques en la puerta. Todos se quedan callados y esperan. Cuando un siervo va a abrir, todos se quedan sorprendidos y lanzan un ‘¡Oh!’ De emoción al ver que entra en el vestíbulo Elías junto con Tomás…
Un Tomás tan cambiado, que está irreconocible.
Todos los rodean con gritos de júbilo:
– ¿Sabes que Jesús ha Resucitado y que ha venido?
– Espera tu regreso.
Tomás contesta:
– Lo sé. Me lo ha dicho también Elías. Pero no lo creo. Creo en lo que mis ojos ven. Y veo que todo ha terminado. Veo que estamos dispersos. Veo que no hay ni un sepulcro, a donde se le pueda ir a llorar… Veo que el Sanedrín se quiere librar de su cómplice… Y por eso ha decretado que se le entierre a los pies del olivo donde se colgó, como si fuese un animal inmundo.
Y también se quiere liberar de los seguidores del Nazareno. En las Puertas me detuvieron el viernes y me dijeron: ‘¿Eras también uno de los suyos? Está Muerto. No hay nada que hacer. Vuelve a trabajar el oro.’ Y huí…
Zelote:
– ¿A dónde? Si te buscamos por todas partes.
– ¿A dónde? Fui a la casa de mi hermana que vive en Rama. Luego no me atreví a entrar, porque no quise que me regañara una mujer… Desde entonces vagué por las montañas de la Judea.
Ayer terminé en Belén. Fui a su Gruta. ¡Cuánto he llorado!… Me dormí entre las ruinas y allí me encontró Elías, que había ido… No sé por qué.
Elías contesta:
– ¿Por qué? Porque en las horas de alegría o de dolor intensos, se va dónde se siente más a Dios. En esa gruta mi alma se siente acariciada por el recuerdo de su llanto de pequeñín…
Esta vez yo fui para gritar mi felicidad y tomar lo más que pudiera de Él, porque queremos predicar su Doctrina y esas ruinas nos ayudarán. Un puñado de esa tierra. Una astilla de esos palos que lo vieron Nacer. No somos santos, para tener el atrevimiento de tomar tierra del Calvario…
Pedro:
– Tienes razón, Elías. También nosotros lo haremos. ¿Y Tomás?…
– Dormía y lloraba. Le dije: ‘Despiértate. No llores más. Ha resucitado’ No quiso creerme. Pero tanto le insistí, que lo convencí. Y aquí está ahora, lo he traído con vosotros. Y yo me retiro. Voy a unirme con mis compañeros que han ido a Galilea. La paz sea con vosotros.
Elías se va.
Y Pedro dice:
– Tomás, ¡Ha resucitado! Te lo aseguro. Estuvo con nosotros. Comió. Habló. Nos bendijo. Nos perdonó. Nos ha dado potestad de perdonar… ¡Oh! ¿Por qué no viniste antes?
Tomás no se ve libre de su abatimiento.
Tercamente mueve la cabeza y dice convencido:
– Yo no creo. Habéis visto un fantasma. Todos vosotros estáis locos. Sobre todo, las mujeres. Un muerto no resucita por sí mismo.
Felipe:
– Un hombre no. Pero Él es Dios.
– Sí creo que es Dios. Pero porque lo creo, pienso y digo que por más Bueno que sea, no puede regresar a nosotros que tan poco le amamos. Igualmente aseguro que por más Humilde que sea, ya estará harto de haber tomado nuestra carne. No. Seguro que está en el Cielo, cual Vencedor. Y puede ser que se digne aparecer como Espíritu. He dicho: Tal vez… ¡Porque ni siquiera de esto somos dignos! Pero que haya resucitado en carne y huesos… ¡No lo creo!
Tadeo:
– Si lo hemos besado. Y lo vimos comer. Hemos oído su voz, tocamos su mano y vimos sus heridas.
Aunque así sea, no creo. No puedo. Necesito ver para creer. Si no veo en sus manos el agujero de los clavos y no meto en ellas mi dedo. Si no toco las heridas de sus pies y si no meto mi mano en el agujero que hizo la lanza, no creeré. No soy un niño, ni una mujercilla. Quiero la evidencia. Lo que mi razón no puede aceptar, lo rechazo. Y no puedo aceptar lo que me decís.
Juan:
– Pero, ¡Tomás! ¿Crees que te queremos engañar?
– No. Más bien os agradezco que seáis tan buenos, de querer darme la paz que habéis logrado obtener con vuestra ilusión. Pero… No. No creo en su Resurrección.
Bartolomé:
– ¿No tienes miedo de que te vaya a castigar? Él sabe y ve todo. Tenlo en cuenta.
– Le pido que me convenza. Tengo cabeza y la uso. Que Él, Señor de la Inteligencia humana, enderece la mía si está extraviada.
Zelote:
– Pero la razón como Él lo ha dicho, es libre.
– Con mayor razón no puedo sujetarla a una sugestión colectiva. Os quiero. Y quiero mucho al Señor. Le serviré como pueda. Y me quedaré con vosotros. Predicaré su Doctrina. Pero no puedo creer, sino lo que veo.
Todos intervienen para tratar de convencerlo… Pero Tomás es obstinado y no escucha a nadie más que a sí mismo.
Le hablan todos de lo que han visto y de cómo lo han visto. Le aconsejan que hable con la Virgen. Pero él mueve su cabeza. Se ha sentado sobre la banca de piedra, que es menos dura que su razón y…
Tercamente repite:
– Creeré si lo veo.
Los apóstoles mueven la cabeza, pero nada pueden hacer. Lo invitan a que pase al comedor, para cenar. Se sientan dónde quieren, alrededor de la mesa donde se celebró la Pascua… Pero el lugar de Jesús, es considerado sagrado.
Las ventanas están abiertas, al igual que las puertas. La lámpara con dos mechas, esparce una luz débil sobre la mesa. Lo demás en el amplio salón, está sumergido en la penumbra.
Juan tiene a su espalda una alacena. Y está encargado de dar a sus compañeros, lo que deseen comer. El pescado asado, ya está sobre la mesa. Así como el pan, la miel, las aceitunas, las nueces y los higos frescos. Juan está volteado, tomando de la alacena el queso que su hermano Santiago le pidió. Y ve… Se queda paralizado, con el plato en la mano…
Entonces en la pared que está detrás de los apóstoles como a un metro del suelo, con una luz tenue y fosforescente… Como si saliese de las penumbras en las capas de una niebla luminosa, emerge cada vez más clara la figura de Jesús.
Parece como si su cuerpo, con la luz que llega inmaterial al principio; poco a poco se va materializando más y más, hasta que su Presencia se manifiesta totalmente real.
Está vestido de blanco. Hermosísimo. Amoroso. Sonriente. Con los brazos abiertos y las palmas de sus manos expuestas. Las llagas parecen dos estrellas diamantinas, de las que brotan vivísimos rayos de Luz…
Las llagas que no se ven; porque el vestido las oculta, son los pies y el costado… Y también de allí brota la luz. Al principio parece como si estuviera bañado por la luna. Finalmente aparece su cuerpo concreto. Es Jesús. El Dios-Hombre. Pero más solemne y majestuoso, desde que Resucitó.
Todo esto sucedió en el lapso de unos tres segundos. Nadie más se ha dado cuenta. Hasta que Juan pega un brinco y deja caer sobre la mesa el plato con el queso… Apoya las manos en la orilla y se inclina, como si fuese atraído por un imán y lanza un ¡Oh! Apagado, que todos oyen…
Con el ruido del plato que cayó y el salto de Juan… Al verlo extasiado, miran en la misma dirección que Él ve…
Y ven a Jesús.
Felices y llenos de entusiasmo, se ponen de pie. Y se dirigen hacia Él.
Jesús, con una sonrisa mucho mayor, avanza hacia ellos. Caminando por el suelo, como cualquier mortal.
Jesús, que antes había mirado solo a Juan, acariciándolo con la mirada.
Los mira a todos y dice:
– La paz sea con todos vosotros.
Todos lo rodean jubilosos.
Pedro y Juan de rodillas. Otros de pie, pero inclinados, lo reverencian y lo adoran. El único que se queda como cohibido, es Tomás.
Está arrodillado junto a la mesa. En el mismo lugar donde estaba sentado, pero no se atreve a acercarse… Y hasta parece como si quisiera hallar, un lugar donde ocultarse.
Jesús extiende sus manos para que se las besen.
Los apóstoles las buscan con ansia sin igual.
Jesús los mira, como si buscase al Undécimo. Claro que Él hace así para dar tiempo a Tomás, a que tenga valor para acercarse… Al ver que el incrédulo apóstol; avergonzado por lo que siente, que no se atreve a hacerlo…
Lo llama:
– Tomás. Ven aquí.
El apóstol, totalmente desconcertado… Levanta la cabeza y tiene los ojos llenos de lágrimas… Pero no sabe qué hacer. Baja la cabeza y ya no se mueve…
Jesús da unos pasos a donde él está y vuelve a ordenar:
– Ven aquí, Tomás.
La voz de Jesús, es más imperiosa que antes.
Tomás se levanta a duras penas y completamente avergonzado, se dirige lentamente a donde está Jesús.
Jesús exclama:
– Ved a quién no cree, si no ve. –y en su voz hay un tono de Perdón.
Tomás lo siente. Mira a Jesús y lo ve sonreír… Toma valor y corre hacia él.
Jesús le dice:
– Ven aquí. Acércate. Mira… Mete tu dedo, si no te basta con mirar en las heridas de tu Maestro.
Jesús extiende su mano. Se descubre el pecho y muestra la herida.
Ahora la luz ya no brota de las llagas. Desde el momento en que caminó como cualquier mortal, la luz cesó. Las heridas son reales. Dos agujeros abiertos… Uno en la muñeca derecha y otro en la mano izquierda.
Tomás tiembla. Pero no toca… Mueve sus labios y no sale ni una palabra.
Jesús ordena con una dulzura infinita:
– Dame tu mano, Tomás.
Con su mano derecha toma la del apóstol. Le toma el dedo índice y lo pone dentro de la herida de la mano izquierda, hasta hacerle sentir que está bien atravesada. Después le toma los cuatro dedos y los introduce en la herida del costado.
Y mientras tanto, mira a Tomás… Una mirada dura y dulce al mismo tiempo…
Y le dice:
– Ya no quieras ser un hombre incrédulo, sino de Fe.
Tomás por fin se atreve a hablar. Con la mano dentro del Corazón de Jesús, sus palabras brotan entrecortadas por el llanto…
Y cae de rodillas al pronunciarlas, con los brazos levantados por el arrepentimiento…
Tomás grita:
– ¡Señor mío y Dios mío!
No dice más.
Jesús lo perdona. Le pone su mano derecha sobre la cabeza y…
Le responde:
– Dignos de alabanza serán los que creerán en Mí, sin haberme visto. ¡Qué premio les daré si tengo en cuenta vuestra fe, que ha necesitado verme para creer!…
Luego pone su brazo sobre la espalda de Juan… Toma a pedro de la mano y se sientan a la mesa. Jesús ocupa su lugar. Están sentados como en la noche de la Pascua. Pero Jesús quiere que Tomás se siente enseguida de Juan.
Luego dice:
– Comed amigos.
Pero nadie tiene hambre. Rebosan de alegría. La alegría de contemplarlo.
Jesús toma todos los alimentos, los ofrece, los bendice y los reparte. Él toma un pedazo de miel, le da a Juan y toma lo demás.
Luego dice:
– Amigos, no debéis asustaros cuando Yo me aparezco. Soy siempre vuestro Maestro, que ha compartido con vosotros el pan, la sal y el sueño. Que os eligió porque os ha amado. También ahora os sigo amando…
Y Jesús continúa hablando. Enseñando. Dando instrucciones…
Finaliza diciendo:
– Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí; tomo vuestra cabeza y vuestro corazón en mis manos llagadas y con mi Aliento os inspiro mi Poder. Os salvo a vosotros, hijos a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres y felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi Bondad, entre los pobres hombres; para que los convenzáis de ella y de Mí. Tened fe en mí. amadme. No temáis. Todo lo que he sufrido para salvaros, sea la prenda segura de mi corazón, de vuestro Dios.
Cuando me necesitéis, invocadme… Yo vendré inmediatamente y os daré lo que anhela vuestro corazón. Es tan dulce para Mí, contestar a mis hijos que me llaman… Sobre todo a los que desean conocerme y comprobar el amor infinito que les tengo… Llamadme así: JESÚS. JESÚS. JESÚS. ‘Ven a mí Señor y dame tu Amor …’
Soy el Primogénito de los Resucitados. Igual será en vosotros. Tanto en la tierra como en el Cielo; SOY YO… VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE; con mi Divinidad, mi Cuerpo, mi Alma, mi Sangre; Infinito cual mi Naturaleza Divina Es. Contenido en un Fragmento de pan, como mi Amor lo Quiso, Real, Omnipresente, Amante, Verdadero Dios,
Verdadero Hombre; Alimento del Hombre hasta la consumación de los siglos. Gozo Verdadero de los elegidos, no para el Tiempo, sino para la Eternidad.
LA EUCARISTIA ES EL ÚLTIMO MILAGRO DEL HOMBRE-DIOS.
LA RESURRECCIÓN ES EL PRIMER MILAGRO DEL DIOS-HOMBRE.
Que por Sí Mismo trasmuta su cadáver, el Viviente Eterno, porque soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin.
Juan canta:
¡Ven Señor Jesús! ¡Ven Amor Eterno! ¡Ven Señor Excelso! ¡Digno Eres de tomar el Libro y de abrir los Sellos! Ya que Tú fuiste degollado y con tu Sangre compraste para Dios, a hombres de toda raza, pueblo y nación. Los hiciste Reino y Sacerdotes para nuestro Dios. Y dominarán toda la Tierra. ¡Digno es el Cordero que ha sido Degollado, de recibir, el Poder y la Riqueza, la Sabiduría, la Fuerza y la Honra! ¡La Gloria y la Alabanza al que está sentado en el Trono y al Cordero! ¡Alabanza, Honor, Gloria y Poder, por los siglos de los siglos! Amén.
Al día siguiente…
Los apóstoles toman sus mantos y preguntan:
– ¿A dónde vamos Señor?
Cuando se dirigen a Jesús ya no lo hacen con la familiaridad de antes. Parece como si hablasen con su alma arrodillada. El Maestro que su fe creía ser Dios; pero que estaba junto a sus sentidos, pues era un Hombre…
Ahora es el Señor… Es Dios. Y lo miran como el verdadero creyente, mira la Hostia Consagrada.
El amor los empuja a que sus ojos se claven en el Amado. Pero el temor los hace bajar los ojos.
Y es que aun cuando Jesús sea el mismo, después de su Resurrección ya no es el mismo. Aunque su cuerpo sea verdadero, sin embargo es diferente. Se ha revestido de su majestad de Rey del Universo y su aire de súplica, ya desapareció.
Se ha revestido de una majestad divina. El Jesús Resucitado parece todavía más alto y robusto. Libre de todo peso, seguro, victorioso, infinitamente Majestuoso y Divino.
Atrae e infunde temor al mismo tiempo. Ahora habla poco. Y si no responde. No insisten. Todos se han vuelto tímidos en su Presencia.
Y si como ahora, extiende su mano para tomar su manto, ya no corren como antes para ayudarle, cuando los apóstoles se disputaban el honor de hacerlo. Parece como si tuvieran miedo de tocar su vestidura y su cuerpo.
Debe ordenar, como ahora lo hace:
– Ven Juan. Ayuda a tu Maestro. Estas heridas son verdaderas heridas. Y las manos heridas no son ágiles como antes…
Juan obedece y ayuda a Jesús a ponerse su amplio manto. Parece como si vistiera a un pontífice, por los gestos majestuosos que asume, procurando no lastimarlo.
Jesús dice:
– Vamos al Getsemaní. Debo enseñaros algo… Tenemos que borrar muchas cosas.
En varias caras se dibuja el pavor al preguntar:
– ¿Vamos a ir al Templo?
Jesús responde:
– No. Lo santificaría con mi Presencia y no se puede. No hay más redención para él. Es un cadáver que rápidamente se descompone, pues no quiso la Vida… Y pronto desaparecerá…
HERMANO EN CRISTO JESUS: