La luna nueva parece una brillante hoz, pero su luz es escasa y en breve la campiña ya no la verá. Por un sendero solitario, un viajero camina llevando un farol, cuya luz apenas es suficiente para alumbrar el breve espacio a su alrededor. Al meterse la luna, pareciera que también disminuye la luz del farol y en medio de la negrura de los campos, parece un punto claro en movimiento.
En el horizonte, el alba se prepara para emerger. Cerca de un puentecillo, al parecer descansando, está otro viandante sentado sobre un tronco junto a ribera y muy envuelto en su manto.
El que lleva el farol se detiene dudoso. No sabe si continuar o regresarse. O cruzar el riachuelo, sobre las piedras grandes que sobresalen y que son como un resbaladizo conjunto disperso, que podría servir para pasar al otro lado.
El que está sentado, observa al que se ha detenido. Luego se pone de pie y dice:
– No tengas miedo. Ven. Soy un compañero bueno, no un ladrón.
El viajero dudoso no se mueve.
El otro continúa:
– Ven mujer, no temas. Caminaremos juntos por un tiempo. Te servirá.
Ella se deja convencer, primero por la dulzura de la voz y también por la fuerza misteriosa que la atrae irresistiblemente hacia su interlocutor.
Avanza mientras dice:
– Nada puede servirme.
El alba va emergiendo lentamente y es posible distinguir a un lado del sendero, trigales en espera de la hoz. Y del otro lado, campos ya segados, con sus gavillas listas.
La mujer mira las gavillas y dice en voz baja:
– ¡Malditos!
El otro viandante no contesta.
El amanecer despunta con sus colores dorados y purpúreos y avanza diluyendo la oscuridad. La mujer apaga el farol y levanta la cara para mirar el crepúsculo matutino. La luz del oriente ilumina un rostro que el llanto ha demacrado.
Levanta su puño y dice otra vez:
– ¡Maldito seas!
El hombre protesta:
– ¿El día? Dios lo ha hecho. Así como también el trigo. Son regalos de Dios. Y no hay que maldecirlos…
Ella contesta enojada:
– Los maldigo. Maldigo el sol y la mies. Tengo razón.
– ¿No te han servido por tantos años? ¿El sol no te ha ayudado a que se madure el pan diario; a que la uva se convirtiera en vino; las verduras y las frutas del huerto aderezar? ¿Y ha hecho que crezcan los pastos con que se nutren las ovejas y los corderos, que te dan carne, leche y lana, para que te cubras? ¿No te ha dado el trigo pan a ti y a tus hijos, a tu padre, a tu madre y a tu esposo?
Hay una explosión de llanto y un grito angustioso.
Y ella dice entre sollozos:
– ¡Ya no tengo esposo! ¡Ellos me lo mataron! Había ido a trabajar, porque tenemos siete hijos y no nos alcanza lo poco que tenemos, para apagar el hambre de diez personas. Ayer por la noche llegó diciendo: ‘Estoy cansado y me siento trastornado.’ Se acostó sobre la cama y estaba ardiendo por la fiebre. Su madre y yo lo atendimos como pudimos y pensábamos ir por el médico a la ciudad… Pero después del canto del gallo se me murió.
Lo mató el sol. Voy a la ciudad a abastecerme de lo necesario. Cuando regrese avisaré a sus hermanos. Dejé a mi suegra velando a su hijo y cuidando de los míos. Vengo por necesidad… ¿Y no debo acaso maldecir al sol, que abrasa y mata, y a las mieses?
Prorrumpe en un estallido de dolor. Y ella dice todo lo que no ha dicho en su casa; ‘Para no despertar a los niños que dormían en la habitación próxima…’ Le parece estar a punto de explotar, por todo lo que pesa sobre su corazón. Recuerdos de amor y ansias del porvenir. Ansias propias de una viuda, todo surge atropellado y confuso, como una avalancha.
El hombre, compadecido por su dolor, deja que se desahogue para que pueda consolarse. Y la laxitud siguiente a la catarsis del dolor, la haga capaz de escuchar y comprender a quién consuela…
El hombre dice con dulzura:
– En Naím, en Nazareth, en Cafarnaúm y en lugares aledaños; hay discípulos del Rabbí de Nazareth. Ve con ellos…
Ella contesta desconsolada:
– ¿Y qué quieres que ellos hagan? Si el viviese… ¡Pero ellos! ¡No son santos! Mi marido estuvo en Jerusalén aquel día. Y sabe… ¡Oh, No! ¡Supo! ¡Ahora también él está muerto! ¡Ahora no sabe nada! ¡Se me ha muerto!
– ¿Qué hizo tu marido aquel día?
– Cuando lo despertó la gritería de la calle, corrió a la terraza de la casa donde estaba con sus hermanos y vio pasar al Rabbí, cuando lo conducían al Pretorio.
Y junto con otros galileos, lo siguió hasta que Él murió en la Cruz. A él y a otros los apedrearon, cuando vieron el grupo de galileos que estaban en el Monte Calvario. Luego los arrojaron abajo… Ahora mi marido está muerto… ¡Oh si por lo menos pudiese comprobar todavía, que es por haber compadecido al Mesías, que ahora está en la paz!
– Habrá visto entonces que había discípulos en el Gólgotha. Tal vez todos los galileos fueron como tu marido…
– ¡Oh, no! ¡Muchos de Nazareth le volvieron la espalda! Todo se sabe… ¡Qué vergüenza!
– Entonces sí muchos, aun de Nazareth no tuvieron amor por su Jesús… Él sin embargo los ha perdonado y muchos se santificarán en el porvenir. ¿Por qué juzgar de igual modo a todos los discípulos del Mesías? ¿Quieres ser más rigurosa que Dios? Dios concede mucho a quién perdona…
– El Buen Rabbí no vive más. ¡Ya no vive! Y mi marido ha muerto…
– El Rabbí dio a sus discípulos el poder de hacer lo que Él hacía…
– Puedo creerlo. ¡Pero sólo Él vencía a la muerte! ¡Sólo Él!
– ¿Y acaso no está escrito que Elías devolvió el espíritu al hijo de la viuda de Sarepta? En verdad te digo que Elías fue un gran profeta, pero te aseguro que los siervos del Salvador que ha muerto y resucitado, porque Él es el Hijo del Dios Verdadero que se Encarnó para redimir a los hombres, tienen un poder mayor…
Porque Él en la Cruz fue a los primeros que perdonó, al conocer por divina sabiduría, el verdadero dolor de sus espíritus contritos. Los ha santificado después de su Resurrección, al perdonarlos de nuevo. Les ha infundido el Espíritu Santo, para que puedan REPRESENTARME dignamente con la palabra y con los hechos… Para que el mundo no se quede solo después de que parta.
De forma inconsciente, la mujer da un paso atrás, sin saber qué hacer. Se descubre el velo para ver mejor a su compañero, más no lo reconoce. Piensa que ha comprendido mal. Y ya no se atreve a hablar…
El Hombre continúa:
– ¿Me tienes miedo? Primero me tomaste por un ladrón dispuesto a quitarte el dinero que llevas en el seno; con el que vas a comprar lo necesario para la sepultura. Y tuviste miedo. ¿Y ahora tienes miedo de verificar que Soy Jesús? ¿No es acaso Jesús, Quien da y no quita? ¿El que salva y no destruye? Regresa mujer. Yo Soy la Resurrección y la Vida. No hay necesidad de sudario, ni de aromas para el que ya no está muerto… Porque YO SOY EL QUE VENCE A LA MUERTE Y PREMIA A QUIEN TIENE FE… ¡Ve a tu casa! Tu marido vive. Jamás queda sin premio el que tiene Fe en Mí.
Jesús hace como si intentara bendecirla, para después irse….
La mujer sale de su atolondramiento. No pregunta. No duda… Y cae de rodillas en señal de adoración. Y sacando de su seno una bolsa pequeña…
La ofrece diciendo:
– No tengo otra cosa. Es sólo para demostrarte mi reconocimiento, para honrarte, para…
Jesús la interrumpe:
– Ya no tengo necesidad de dinero, mujer. Llévalo a mis apóstoles.
– ¡Oh, sí! Iré con mi marido. ¿Entonces, qué puedo darte, mi Señor? Tú te me apareces… Luego este milagro… ¡Y Yo no te reconocí!… ¡estoy tan nerviosa! ¡Y he sido tan injusta con las criaturas!…
– ¡Y pensabas que existen, porque Yo Existo! Y que Dios hizo bueno todo. Si el sol no hubiera existido, ni el trigo… ¡No habrías alcanzado este favor!
La mujer llora al recordar y exclama:
– ¡Pero lo que sufrí!
Jesús sonríe y muestra sus manos diciendo:
– Ésta es una mínima parte de mi dolor. Todo lo bebí sin lamentarme, por vuestro bien.
Ella se postra hasta el suelo y dice:
– Es verdad. Perdona mis lamentos.
Jesús desaparece envuelto en su luz maravillosa.
Y cuando ella levanta el rostro, comprueba que ha quedado sola en medio del sendero. Se pone de pie y mira a su alrededor. El sol alumbra en todo su esplendor y lo único que ve son los campos con sus trigales.
Satanás la tienta en su mente para hacerla dudar… es solo un instante de incertidumbre. Sopesa la bolsa en sus manos… Pero decide dar el Salto de Fe…
Ella se dice a sí misma:
– ¡No lo he soñado!
Y dando media vuelta y regresa ligera como si el viento la llevara hacia la llanura de Esdrelón… Sin fatiga alguna, con su cara serena y llena de alegría.
Repite de vez en cuando:
– ¡Cuán Bueno es el Señor! ¡Él es verdaderamente Dios! ES DIOS. ¡Sea Bendito el Altísimo y El que Él ha enviado!
Y empieza un canto de alabanza, mientras corre veloz hacia su casa. Su letanía se mezcla con el canto de los pajarillos y va tan absorta, que no escucha los saludos de los segadores al verla pasar…
Que le dicen:
– Raquel, ¿De dónde vienes tan temprano por la mañana?
Uno la alcanza y le pregunta:
– ¿Se siente mejor Marcos? ¿Fuiste por el médico?
Ella responde, sin disminuir su carrera:
– Marcos murió con el canto del gallo… ¡Y ha resucitado, porque el Mesías del Señor lo hizo!
El hombre murmura:
– Pobrecita, ¡El dolor la hizo enloquecer!
Y moviendo la cabeza, regresa a dónde están sus compañeros que han empezado a segar el trigo. Les dice las respuestas de la mujer…
A los campos llega cada vez más gente. La curiosidad gana a muchos y deciden y deciden ir en pos de la mujer.
Ella llega hasta una pobre casita, baja y solitaria que está junto a los campos. Se aprieta las manos contra el pecho y entra.
Una anciana se arroja en sus brazos…
Exclamando:
– ¡Oh, hijita mía! ¡Qué gracia la del Señor! ¡Ten valor hija, porque lo que tengo que decirte, el algo realmente grandioso! ¡Algo tan dichoso, que…!
Raquel contesta dichosa:
– ¡Lo sé, madre! Marcos ya no está muerto. ¿Dónde está?
– ¡Lo sabes!… Pero, ¿Cómo?
He encontrado al Señor. No lo reconocí al principio. Pero Él me habló y me dijo: ¡Tú marido vive! Pero aquí… ¿Cuándo sucedió?
La anciana contesta:
– Yo tenía la ventana abierta y miraba los primeros rayos del sol, que daban sobre la higuera. Cuando oí un profundo suspiro, cómo de alguien que se despierta. Me volví espantada y vi a Marcos que se sentó, apartó la manta y el sudario que habíamos puesto sobre su rostro… Y miraba a lo alto con una cara…
Luego me miró y me dijo: “¡Madre, estoy curado!” Casi me da un síncope… él comprendió y me ayudó a asimilarlo. No se acuerda de nada. Dice que sólo recuerda cuando lo pusimos en la cama y luego, después vio a un ángel, que tenía el rostro de Rabbí de Nazareth y le dijo: ¡Levántate!… Y Marcos se levantó. Exactamente en el momento en que el sol aparecía en el horizonte…
Raquel exclama admirada:
– Fue cuando me dijo, “Tu marido vive” ¡Oh, madre qué gracia! ¡Cómo nos ama Dios!”
Los que la siguieron llegan y las encuentran abrazadas y llorando. Creen que Marcos murió y en un momento de lucidez, comprendieron su desventura.
Pero Marcos ha oído las voces y aparece sereno en el umbral, abrazando al más pequeñito de sus hijos y con los otros asidos a su túnica.
Marcos afirma sin vacilar:
– Aquí estoy. ¡Bendigamos al Señor!
Los recién llegados lo colman de preguntas y como suele acontecer en lo humano, inmediatamente se levanta la contradicción. Algunos creen que verdaderamente ha resucitado. Pero la mayoría rebaten que sólo cayó en un sopor comatoso. ¡Pero que no murió!
Algunos admiten que sí se le apareció a Raquel y la mayoría declara que ‘Todos están locos’ porque Él murió crucificado….
Unos pocos sostienen:
– Ha resucitado. Pero ha de estar tan irritado… ¡Y debe de estarlo! No creo que quiera hacer más milagros a su pueblo asesino…
Marcos pierde la paciencia y grita:
– Decid lo que os plazca. ¡Y decidlo dónde queráis! Basta con que no lo digáis aquí, dónde el Señor Jesús me ha resucitado. ¡Y largaos ya desgraciados! ¡Quiera el Cielo abriros la cabeza, para qué creáis! ¡Ahora lárguense y déjennos en paz!
Los arroja fuera. Cierra la puerta.
Estrecha contra su pecho a su mujer y dice:
– Nazareth no está lejos. Voy a ir allá a proclamar el milagro.
Raquel contesta:
– Tal es la voluntad del Señor, Marcos. Llevaremos este dinero a sus discípulos. Vayamos a alabar al Señor, así como estamos. Somos pobres, pero Él también lo fue… Y sus apóstoles no nos despreciarán.
Marcos contesta:
– ¡Vamos pronto!
Y amarra las sandalias a los niños, mientras su madre echa provisiones en un saco y Raquel cierra las puertas y las ventanas. Caminan ligeros, llevando en brazos a los más pequeños… Van presurosos hacia el oriente…
Mientras tanto en Galilea…
Es una noche tranquila y bochornosa. No hay ni un ligero esbozo de aire. Las estrellas palpitan en el cielo nocturno y el lago parece un espejo terso, bordeado por las plantas de la ribera, totalmente inmóviles por la ausencia de viento.
El unico movimiento del lago, es un leve golpeteo de las aguas en la playa. Las poquísimas barcas, apenas se distinguen entre la neblina que está posada sobre la plácida superficie del lago.
Cercanas a la playa, están unas pocas enramadas junto al promontorio y protegidas entre un montón de árboles. Son de los pescadores que las tienen aparcadas sobre la arena seca y solo unas pocas las han sacado para ir a pescar.
De una puerta, se asoma la cabeza de Pedro que otea el cielo y el lago. Luego sale y se puede apreciar que solo viste la túnica corta y está descalzo. Entra en el agua hasta cubrir sus muslos y acaricia el borde de su barca.
Se acercan los hijos de Zebedeo y comentan:
– ¡Espléndida noche!
– Dentro de poco saldrá luna.
– Habrá pesca.
– Pero con remos.
– No hay viento.
– ¿Qué hacemos?
Hablan despacio, con frases cortas, cómo hombres acostumbrados a la pesca, a las maniobras de la vela y de las redes, que exigen toda su atención y por eso son parcos con las palabras.
– Vámonos.
– Venderemos parte de la pesca.
Andrés, Tomás y Bartolomé, los alcanzan en la ribera.
Bartolomé exclama:
– ¡Qué noche tan calurosa!
Tomás pregunta:
– ¿Habrá tempestad? ¿Recordáis aquella noche?
Santiago de Zebedeo contesta:
– ¡Oh, no! Calma, tal vez neblina, pero tempestad, no. Yo… yo voy a pescar. ¿Quién viene conmigo?
Tomás está sudando y dice:
– Vamos todos. Tal vez estemos mejor que aquí… Sí, Simón de Jonás. Esta pesca me hará recordar tantas cosas…
Pedro confiesa:
– ¡Eh, a todos nos recordará muchísimas cosas! Y cosas que no volverán… Íbamos con el Maestro en esta barca por el lago. Yo la adoraba como si fuese un palacio y me parecía que no podría vivir sin ella. Pero ahora que Él ya no está en la barca… el estar en ella, ya no me produce ninguna alegría…
Bartolomé suspira y dice:
– ninguno tenemos la alegría de las horas pasadas. Ya no es la misma vida. Y aun mirar hacia atrás… Entre las horas presentes y las pasadas, están en medio esas horribles…
Pedro decide cortar por lo sano y exclama:
– ¡Venid pronto! Tú al timón y nosotros a los remos. Vamos hacia la curva de Ippo. Es un buen lugar. ¡Ea! ¡Adelante!
Pedro empieza a bogar y la barca se desliza majestuosa sobre el agua.
Bartolomé lleva el timón. Tomás y Zelote son los ayudantes, prontos a arrojar las redes que están preparando. La luna se refleja cómo una avenida diamantina, sobre la plácida superficie del agua.
Los apóstoles, con palabras lentas y pausadas, comentan:
– Nos acompañará hasta el amanecer.
– Si no hay niebla.
– Los peces salen del fondo, porque la luna los atrae.
– Si tenemos buena pesca, seremos afortunados. Porque ya se nos acabó el dinero. Con lo que pesquemos, compraremos pan y lo llevaremos junto con los pescados, a los que están en el monte.
Zelote dice con admiración:
– ¡Bogas bien, Simón! No te has olvidado de ello…
Pedro contesta:
– Así es… ¡Maldición!
Los demás preguntan.
– ¿Qué te pasa?
Pedro se disculpa:
– Es que el recuerdo de Judas me persigue por doquier. Me acordé de aquel día en que competimos por ver quién bogaba mejor. Y él…
Zelote pregunta:
– Yo por mi arte pienso que una de las primeras veces en que presentí su abismo de perfidia, fue aquel día en que casi chocamos con las barcas romanas… ¿Os acordáis?
Tomás responde:
– ¡Qué si nos acordamos! Pero… ÉL lo defendía… Y nosotros… Entre las defensas que hacía el Maestro y la doblez de… No era posible percatarse…
Pedro:
– ¡Hum! Yo más de una vez… Pero me decía a mí mismo: ‘No juzgues, Simón’
Santiago de Alfeo:
– Tadeo siempre sospechó de él.
Santiago de Zebedeo da un golpecillo al codo de su hermano y dice:
– Lo que no puedo creer, es que éste no supiera nada.
Juan no responde y se limita a bajar la cabeza.
Tomás:
– Ya no hay porqué ocultarlo…
Juan se defiende:
– Lucho por olvidar. Es lo que se me ordenó. ¿Por qué queréis que desobedezca?
Zelote interviene en su defensa:
– Tiene razón. Dejémoslo en paz.
Pedro ordena:
– Bajad las redes. Despacio. Ustedes, bogad… Bartolomé, da vuelta hacia la izquierda. ¿Está la red extendida? Todos a los remos y esperemos…
Pasan el tiempo. De vez en cuando sacan la red, pero está vacía y la sumergen de nuevo. Se van a otra parte del lago… Y el resultado es el mismo. Pasan las horas, van a diferentes lugares del lago y todos los intentos, obtienen el mismo resultado… Cuidadosamente bogan tratando de evitar los escollos y están a punto de darse por vencidos, cuando…
Una voz llega desde la playa, haciéndolos estremecer:
– ¡Oíd vosotros los de la barca! ¿No tenéis nada para comer?
Sacuden las espaldas y responden:
– ¡No! –Y entre sí comentan- ¡Nos parece escuchar en todas partes su Voz!
El Hombre de la playa, vuelve a gritar:
– ¡Echad las redes a la derecha y encontraréis!
Ellos dudan un poco, pero finalmente hacen caso… Y luego…
El peso de la red, hace que se incline la barca.
Juan exclama:
– ¡Es el Señor!
Pedro pregunta atónito:
– ¿El Señor?
Varios dicen al mismo tiempo:
– ¿Dudas?
– Nos pareció reconocer su Voz…
– ¡Aquí está la prueba!
– Mirad la red.
– Es como aquella vez.
– ¡Oh, Jesús mío!
– ¡Señor! ¿Dónde estás?
Todos se esfuerzan por perforar el velo de la neblina. Aseguran la red a la estela de la barca y reman en dirección a la ribera.
Tomás recoge el remo de Pedro para que pueda ponerse la túnica corta sobre los calzones con los que estuvo pescando.
Luego se lanza en un clavado y nada hasta la playa, donde se encuentra con Jesús, que ya hizo una pequeña fogata y que lo mira sonriente y bondadoso.
Pedro está lleno de emoción, chorreando agua y no se atreve a nada más que a balbucear:
– ¡Señor! ¡Señor! –y se postra en adoración.
La barca ha llegado a la playa y de ella bajan los apóstoles, llenos de alegría…
Jesús ordena:
– Traed algunos pescados. El fuego ya está listo. Venid y comed…
Pedro corre a la barca, trae tres grandes y hermosos pescados. Los mata y les saca las entrañas con su cuchillo. Le tiemblan las manos, pero no de frío. Los lava, los lleva al fuego y cuida de que se asen bien. Los demás están adorando al Señor, pues es grandiosa su majestad.
Jesús dice:
– Venid. Aquí hay pan. Habéis trabajado toda la noche y estáis cansados. Ahora recuperad fuerzas. ¿Está todo listo Pedro?
Pedro está agachado sobre el fuego, con el rostro bañado en lágrimas y contesta con una voz más ronca que de costumbre:
– Sí, mi Señor.
Pone el pescado sobre una enorme hoja que le trajo Andrés.
Jesús ofrece y bendice. Divide el pan y los pescados y los distribuye. Todos comen con reverencia, como si estuviesen realizando un ritual sagrado.
Jesús los mira y sonríe. Después que terminan, fija su mirada en Pedro, le pone una mano sobre la espalda, lo detiene con fuerza y le pregunta:
– Simón de Jonás, ¿Me amas?
Pedro responde:
– ¡Claro Señor! Tú sabes que te amo.
– Apacienta mis corderos.
Luego de un minuto, Jesús vuelve a preguntar:
– Simón de Jonás, ¿Me amas?
Pedro contesta con voz trémula:
– Sí, Señor mío. Tú sabes que te amo.
– Apacienta mis corderos.
Por tercera vez, Jesús vuelve a preguntar:
– Simón de Jonás, ¿Me amas?
– Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes si te amo.
A Pedro le tiembla la voz, pues aun cuando está seguro de su amor, piensa que tal vez Jesús no lo está.
– Apacienta mis ovejitas. Tu triple confesión de amor ha borrado tu triple negación. Estás completamente puro, Simón de Jonás y Yo te digo: toma las vestiduras pontificales. Lleva la santidad del Señor en medio de mi grey. Cíñete tus vestiduras y tenlas así, hasta que de Pastor te conviertas en cordero. (víctima) En verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tus vestiduras e ibas a donde querías. Pero cuando envejezcas, extenderás tus manos. Otro te ceñirá tus vestidos y te llevará a donde no te gustará. Pero ahora YO te digo: ‘Cíñete tus vestidos y sígueme por el mismo camino.’ Levántate y ven.
Se levantan y ambos se dirigen hacia la playa. Los demás, apagan el fuego con arena. Juan recoge lo que sobró y luego los sigue. Pedro oye sus pasos y voltea. Ve a Juan y señalándolo…
Pregunta a Jesús:
– ¿Y éste? ¿Qué será de él?
Jesús responde:
– Si quiero que se quede hasta que YO regrese, ¿A ti que te importa? Tú sígueme.
Caminan por la playa y Pedro quisiera hablar un poco más. Pero la Majestad de Jesús y las palabras que le acaba de decir, lo detienen. Se arrodilla. Los demás hacen lo mismo y todos lo adoran.
Jesús los bendice y les ordena que regresen. Ellos suben a la barca y a golpe de remo se alejan.
Jesús los mira partir.
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA