13.- EL SUCESOR17 min read

aurora borealis

Es un hermoso atardecer. La luz va muriendo lentamente llenando el cielo de colores purpúreos y amatistas. Esta luz lánguida y crepuscular, es una caricia después del ardiente sol del mediodía.

El patio de la casa del Cenáculo, es una vasta extensión entre los muros blancos de la casa y está lleno de gente, como en los atardeceres después de la Resurrección. Y de estas personas congregadas aquí, asciende un rumor de oracion, interrumpida cada cierto tiempo por pausas de meditación.

Cuando empieza a descender la oscuridad de la noche, traen lámparas que ponen sobre la mesa junto a la cual están reunidos los apóstoles.

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Pedro en el centro, a su lado Santiago de Alfeo y Juan, luego los otros.

La luz palpitante de las pequeñas llamas ilumina de abajo arriba las caras apostólicas, dando gran relieve a las facciones y mostrando las expresiones:

Pedro tiene una expresión concentrada, un poco tensa por el esfuerzo de llevar a cabo dignamente estas primeras funciones de su ministerio.

Santiago de Alfeo, con una mansedumbre ascética; serena y soñadora la de Juan. Enseguida el rostro pensador de Bartolomé, seguido del de Tomás, lleno de vivacidad y el de Andrés, velado por esa humildad suya, que le hace estar con los ojos cerrados y un poco inclinado (pareciera decir «no soy digno»).

                        apostol

Al lado de Andrés, Mateo sostiene su mejilla con la palma de la mano apoyada sobre la otra; después de Santiago de Alfeo, Judas Tadeo, el del rostro imperial y regios ademanes, es un verdadero dominador de muchedumbres y con unos ojos que mucho recuerdan en color y expresión, a los de Jesús. Tadeo, más que todos los demás juntos, mantiene serena a la asamblea bajo el fuego de sus ojos. Y no obstante, tras su involuntaria y regia imponencia, se ve aflorar el sentimiento compungido del corazón, especialmente cuando llega su turno de entonar una oración. Cuando dice el salmo (115, 1-2):

–           «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre dale gloria por tu misericordia y fidelidad, para que no digan las naciones: «¿Dónde está su Dios?»»

Ora realmente con el alma arrodillada delante de Aquel que lo ha elegido y el más fuerte sentimiento de su interior vibra en su voz y también él dice con toda la intensidad de su oración:

–           Yo no soy digno de servirte a ti que eres tan perfecto.

Felipe que está a su lado a su lado, con su rostro ya marcado por los años, pero aún dentro de la edad vigorosa; parece sumergido contemplando una visión interior y mantiene apretadas las manos contra las mejillas, un poco agachada la cabeza y un poco triste…

Mientras Zelote mira hacia arriba a la lejanía, con una sonrisa que embellece su rostro no bello, pero muy atrayente por su austero señorío.

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Santiago de Zebedeo lleno de impulso vibrante, dice sus oraciones como si todavía hablara al Maestro amado y el salmo 12 brota impetuoso de su espíritu encendido.

Terminan con el largo y bellísimo salmo 118, (en la Neovulgata son Salmo 13 y Salmo 119) que recitan alternadamente una estrofa cada uno, repitiendo dos veces el turno para cumplir el número de las estrofas.

Luego se recogen en total silencio hasta que Pedro que se ha sentado, se levanta como movido por el impulso de una inspiración, orando con voz fuerte y los brazos abiertos como hacía el Señor:

–           Mándanos tu Espíritu, oh Señor, para que a su Luz podamos ver.

Todos contestan:

–           Maran Athá

Pedro se recoge en una intensa y muda oración. Esperando escuchar palabras de luz… Luego levanta de nuevo la cabeza y de nuevo abre los brazos que tenía cruzados sobre el pecho  y como es de pequeña estatura respecto a la mayoría, se sube a su asiento para dominar la pequeña muchedumbre que está apiñada en el patio y para que todos lo vean.

Y todos, comprendiendo que va hablar, callan mirándole atentos. Cuando se hace el silencio…

Pedro dice:

–           Hermanos míos, era necesario que se cumpliera lo que el Espíritu Santo por boca de David predijo en la Escritura (Salmo 41, 10) respecto a Judas, el cual guió a los que capturaron al Señor y Maestro nuestro bendito: Jesús. Él Judas, era uno de los nuestros y recibió el destino de nuestro ministerio. Pero su elección para él, se transformó en perdición; porque Satanás entró en él por muchos caminos y lo convirtió de apóstol de Jesús, en traidor de su Señor.

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Creyó triunfar y gozar vengándose así del Santo, que había defraudado las inmundas esperanzas de su corazón lleno de toda concupiscencia. Pero cuando creía triunfar y gozar, comprendió que el hombre que se hace esclavo de Satanás, de la carne, del mundo, no triunfa; sino que al contrario, muerde el polvo como un derrotado.

Y conoció que el sabor de los alimentos que el hombre y Satanás proporcionan es amarguísimo y totalmente distinto del pan delicado y sencillo que Dios da a sus hijos. Y entonces conoció la desesperación y odió al mundo entero después de haber odiado a Dios y maldijo todo lo que el mundo le había dado… Y se dio muerte colgándose de un olivo del olivar que con sus iniquidades se había comprado. Y el día que Cristo resucitó glorioso de la muerte, su cuerpo putrefacto y ya agusanado cayó y sus entrañas se esparcieron por el suelo al pie del olivo, haciendo inmundo aquel lugar. Y por obra de Satanás, su cadáver apareció sobre el altar del Templo de Jerusalén y sus entrañas fueron esparcidas sobre las casas de los sacerdotes indignos Annás y el Sumo Sacerdote que lo compró: Caifás. Los dos principales que  torturaron y asesinaron al Mesías.

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Sobre el Gólgota llovió la Sangre redentora y purificó la Tierra, porque era la Sangre del Hijo de Dios que se había encarnado por nosotros. Sobre la colina que está cerca del lugar del Infame Consejo, no llovió sangre, ni lágrimas de buen remordimiento; sino que lo que llovió sobre el polvo del suelo fueron inmundicias de vísceras deshechas.

Porque ninguna otra sangre podía mezclarse con la Sangre Santísima en esos días de purificación en que el Cordero nos lavaba con su Sangre y muchísimo menos podía la Tierra, que bebía la Sangre del Hijo de Dios, beber también la sangre del hijo de Satanás.

Todos saben lo sucedido. Y también se sabe que en su furor de condenado, Judas llevó de nuevo al Templo el dinero del infame comercio y golpeó con el dinero inmundo, al Sumo Sacerdote en la cara, rompiéndole la boca.

Y se sabe que con ese dinero, sacado del Tesoro del Templo, pero que ya no podía reservarse en el Tesoro porque era precio de sangre; los príncipes de los Sacerdotes y los Ancianos, habiéndose asesorado unos a otros, compraron el campo del alfarero, como habían dicho las profecías (Jeremías 32, 6-10; Zacarías 11, 12-13) especificando incluso su precio.

Y el lugar pasará a la historia de los siglos con el nombre de Aceldama (campo de sangre).

 

Y así quede dicho todo lo relativo a Judas y que desaparezca de entre nosotros hasta el recuerdo de su cara. Pero que se tenga presente el caminos por el que, de llamado por el Señor para el Reino celeste, descendió a ser un príncipe en el Reino de las tinieblas eternas; por lo cual no conviene ir por él, para no recorrerlo imprudentemente y no hacernos a nosotros otros Judas para la Palabra que Dios nos ha confiado y que sigue siendo Cristo, Maestro en medio de nosotros.

Pues está escrito en el libro de los Salmos (69, 26; 109, 8): «Quédese su casa desierta y nadie viva en ella y su oficio lo tome otro». Es necesario pues, que de entre estos hombres que nos han acompañado durante todo el tiempo en que el Señor Jesús ha estado con nosotros peregrinando, comenzando desde el Bautismo de Juan y hasta el día en que estando entre nosotros fue elevado al Cielo, se señale a uno para que sea testigo de su Resurrección.

Y esto hay que hacerlo sin demora, para que esté presente con nosotros en el Bautismo de Fuego de que el Señor nos ha hablado, para que también él que no recibió el Espíritu Santo del Maestro Santísimo, lo reciba directamente de Dios y quede por Él santificado e iluminado. Y tenga las capacidades que nosotros tendremos, pueda juzgar y perdonar… Haciendo lo que nosotros haremos y sean válidos y santos sus actos.

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Yo propondría elegirlo entre los fidelísimos de entre los fieles discípulos, de entre los que ya han padecido por Él y le han sido fieles incluso cuando para el mundo era el Ignorado. Muchos de éstos han venido a nosotros de Juan, Precursor del Mesías y son almas modeladas por años de servicio a Dios. Gran amor les tenía el Señor y grandísimo amor tenía a Isaac, que tanto había padecido por causa de Jesús niño. Pero sabéis que su corazón cedió en la noche que siguió a la Ascensión del Señor.

No estemos tristes por su ausencia Está unido a su Señor. Era el único deseo de su corazón… Es también el nuestro… pero nosotros debemos padecer nuestra pasión. Isaac ya la había padecido. Proponed pues vosotros algún nombre de entre éstos, para poder elegir al duodécimo Apóstol según los usos de nuestro pueblo: dejando en las situaciones más graves, al Señor altísimo la potestad de indicar: Él sabe.

Se consultan unos a otros. No pasa mucho tiempo y ya los más importantes discípulos (entre los no pastores) de común acuerdo con los diez apóstoles, comunican a Pedro que proponen a José hijo de José de Saba, para honrar al padre mártir por Cristo y al hijo discípulo fiel… Y a Matías por las mismas razones que para el primero.  Y además por la razón de honrar a su primer maestro: a Juan Bautista.

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Pedro acepta su consejo y hace venir delante de la mesa a los dos. Y ora con los brazos extendidos hacia adelante, como suelen hacerlo los hebreos:

–           Tú Señor altísimo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, único y trino Dios, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para que ocupe en este ministerio y apostolado, el puesto del que prevaricó Judas para ir a su lugar.

Todos hacen coro:

–           Maran Athá

No teniendo dados u otra cosa con que echar a suertes y no queriendo usar dinero para esta función, toman piedrecitas diseminadas por el patio; humildes piedrecitas blancas y oscuras en número igual; decidiendo que las blancas son para Matías y las otras para José. Meten las piedrecitas dentro de una bolsa, que han vaciado de lo que contenía; la agitan y se la ofrecen a Pedro; quien traza sobre ella un signo de bendición, mete dentro la mano y orando con los ojos hacia el cielo tapizado de estrellas, extrae una piedra: blanca como la nieve.

El Señor ha indicado a Matías como sucesor de Judas.

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           Pedro pasa a la parte delantera de la mesa y lo abraza diciendo que es para «hacerlo semejante a él». Los otros diez hacen también el mismo gesto, entre las aclamaciones de la pequeña multitud.

            Pedro regresa a su lugar. Y teniendo de la mano a Matías al cual tiene a su lado, de forma que ahora está entre Matías y Santiago de Alfeo.

Pedro dice:

–           Ven al sitio que Dios te ha reservado y borra con tu justicia el recuerdo de Judas; ayudándonos a nosotros hermanos tuyos, a cumplir las obras que Jesús Santísimo nos ha dicho que cumplamos. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo esté siempre contigo. – Se vuelve a todos y les dice- Podeis iros en paz. El Señor esté con vosotros.

Mientras los discípulos desalojan lentamente el patio por una salida secundaria, los apóstoles vuelven a la casa y conducen a Matías a la presencia de María, que está recogida en oración en su habitación; para que también de la Madre de Dios el nuevo apóstol reciba la palabra de saludo y de elección.

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La semana siguiente…

El Cenáculo está silencioso. Sólo están presentes los Doce y María Santísima. En la mesa no hay mantelería ni vajilla, está desnuda y desnudos están los armarios. En las paredes no hay ningún adorno. Tan solo está la gran lámpara que arde sólo con la mecha central, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen sentada en el triclinio tiene a sus lados, a Pedro a la derecha y a la izquierda, a Juan). Matías el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero por la poca luz que le llega, parece que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto.

Los demás la siguen en silencio meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María parece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas luminosas y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!… Es verdaderamente la Rosa mística…

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Los apóstoles alargan sus cuellos para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee… Su voz parece el canto de un ángel. A Pedro le emociona tanto,  que dos lagrimones descienden por sus mejillas para perderse en la mata de su barba entrecana.

Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee. Y cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

Cuando la lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el sonido suave que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos.

María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca.

Los apóstoles la imitan…

Un sonido fortísimo y armónico, como si procediera al mismo tiempo  del viento y de un arpa; parecido a un canto humano muy bello, resuena de improviso en el silencio matinal. Se va acercando cada vez más armonioso y fuerte. Y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos.

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La llama de la lámpara hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como agitada por el viento. Y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las mueve.

Los apóstoles sin darse cuenta de lo que sucede, levantan asustados la cabeza y como ese fragor bellísimo que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más.  Algunos se levantan preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor.  Otros demasiado asustados, como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se estrechan a María, sin perder la reverencia que siempre mantienen hacia Ella.

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El único que no se asusta es Juan y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de la Virgen, la cual levanta  la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce…  Y luego se arrodilla abriendo los brazos y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan que como Ella, se han arrodillado.

Todo esto se ha verificado en segundos… Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo.

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Entra en esta habitación cerrada sin que puerta o ventana se haya abierto. Y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza, que ahora está descubierta. Porque María al ver al Fuego Paráclito, ha levantado los brazos como para invocarlo y echó su cabeza hacia atrás con un grito de alegría, con una sonrisa de un amor indescriptible.

Después de aquel instante en que el Fuego del Espíritu santo se cernió sobre la Virgen; el Globo Santísimo se divide en trece llamas brillantísimas, de color rosa. De una Luz indescriptible y luego desciende a lamer la frente de cada apóstol.

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Pero la llama que desciende sobre María no es lengüeta de fuego que le bese la frente. Sino una corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios.  A la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la Mujer a la que Dios amó, a la agraciada Doncella que nada puede ajar y a la eterna Niña, que nada puede mancillar.

Ella que cuando sufrió la Pasión, pareció que su cuerpo envejecía; después de haber resucitado su Hijo se ha vestido nuevamente de esa eterna primavera que la hace siempre cada vez más joven  y acentuando su hermosura, llenando de frescura de su cuerpo,  sus miradas, su vitalidad… Gozando ya de una anticipación de la belleza que su cuerpo glorioso tendrá cuando sea elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

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Las llamas del Espíritu Santo rodean la cabeza de la Virgen. ¿Qué palabras le dice?…  ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y ríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por sus mejillas lágrimas beatíficas de felicidad y cual diamantes descienden bañando sus mejillas.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… Es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí…

María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… Continúa su coloquio con Dios… insensible a todo… Nadie osa turbarla.

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Juan, señalándola, dice:

–           Es el altar y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…

Pedro ordena con sobrenatural impulsividad:

–           Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos.

Santiago de Alfeo dice:

–           ¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí.

Todos al mismo tiempo:

–           Y nos impulsa a actuar.

–           A todos.

–           Vamos a evangelizar a las gentes.

Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

PedroAnteConcilio

HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

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