17.- PEREGRINA SANTA
Rompe el alba. Es un hermoso amanecer de verano.
María acompañada por el fiel Juan, sale de la casita del Getsemaní y camina ligera por el olivar silencioso y desierto. Sólo el trinar de los pájaros y el piar de los polluelos en los nidos rompen el gran silencio del lugar.
María se dirige con paso seguro, hacia la roca de la Agonía. Se arrodilla contra ella, pone su beso en los lugares donde algunas estrechas fisuras de la roca muestran todavía huellas de color rojo-óxido, vestigios de la Sangre de Jesús que penetró en las fisuras y allí se coaguló. Las acaricia como si acariciara todavía a su Hijo o a una parte de Él.
Juan detrás de Ella, de pie la observa y llora en silencio. Secándose rápidamente los ojos cuando María hace ademán de levantarse. ¡Con qué gran amor la ayuda! ¡Con qué veneración y piedad!
Se dirigen luego, bajando hacia la explanada donde fue apresado Jesús.
María pregunta:
– ¿Es exactamente éste el sitio del beso horrendo e infame que contaminó este lugar más de lo que ensució el Paraíso terrestre el asqueroso coloquio, sucio y corruptor de la serpiente con Eva?
Juan contesta:
– Sí, Madre. Aquí fue.
Y también aquí se arrodilla y se agacha para besar la tierra.
Luego se levanta y dice:
– Pero yo no soy Eva. Yo soy la Mujer del Ave. He trocado las cosas. Eva arrojó al sucio barro lo que era cosa del Cielo… Yo he aceptado todo: incomprensiones, críticas, sospechas, dolores… ¡Cuántos dolores y de cuántas clases antes del dolor supremo!
Para sacar del sucio barro y levantarlo hacia el Cielo, aquello que Eva y Adán arrojaron a él. A mí no me ha podido hablar el demonio aunque lo haya intentado, como lo intentó con el Hijo mío para destruir definitivamente el Plan Redentor.
Conmigo no pudo hablar porque cerré los oídos a su voz y los ojos a su vista. Y sobre todo, cerré mi corazón y mi espíritu contra todo asalto de lo que no era santo y puro. Mi corazón limpio sin rasguño alguno, como un diamante purísimo, se abrió sólo al Ángel Anunciador.
Mis oídos escucharon sólo esa voz espiritual y así he reparado, reedificado aquello que Eva había lesionado y destruido. Soy la Mujer del Ave y del Fiat. He restablecido el orden quebrantado por Eva. Y ahora puedo borrar y lavar con mis besos, con mis lágrimas, la huella de ese beso maldito y de ese emponzoñamiento, el mayor de todos. Porque no fue obra de un hombre a otro hombre, sino de una criatura hacia su Maestro y Amigo, hacia su Creador y Dios.
Se dirige enseguida hacia el cancel que Juan abre. Salen juntos del Getsemaní y bajan al Cedrón, cruzan el puentecillo y también allí María se arrodilla para besar el rústico balaustre del puente, en el punto en que contra él cayó su Hijo.
María dice:
– Me es sagrado todo lugar donde Él padeció los supremos dolores y ultrajes. Quisiera tenerlos todos en mi casa. ¡Pero no todo se puede tener!
Suspira. Luego añade:
– Vámonos ligeros, antes de que empiece a venir la gente.
Y junto con Juan reanuda el camino.
No entra en la ciudad. Bordea el Valle de Hinnón y las cavernas donde viven los leprosos.
Levanta los ojos hacia esos antros de dolor.
Hace una seña a Juan, quien inmediatamente dispone encima de una piedra unos alimentos que llevaba en una bolsa mientras lanza un grito de llamada.
Algunos leprosos se asoman y se acercan a la piedra. Dan las gracias, pero ninguno pide curación.
María observa esto y dice:
– Saben que Él ya no está… Y como están profundamente perturbados por su horrenda Muerte, ya no saben tener fe en Él y en sus discípulos. ¡Dos veces desdichados! ¡Dos veces leprosos! ¿Dos? No, totalmente desdichados, leprosos, muertos. En la Tierra y en el otro mundo.
– ¿Quieres que intente hablar con ellos, Madre?
– ¡Es inútil! Ya lo intentaron Pedro, Judas de Alfeo, Simón Zelote… Y se burlaron de ellos. Vino María de Lázaro, que siempre los socorre en memoria de Jesús y también se rieron de ella. También vino Lázaro con José y Nicodemo, para persuadirles de que Él era el Mesías, de que Él lo había resucitado después de cuatro días de sepulcro y de la Resurrección del Hombre Dios por su propio poder. Testimoniando de la Ascensión de Jesús, para convencerlos de que Él era el Cristo. Fue todo inútil. Respondieron: “Son mentiras. Los que saben la verdad dicen que son mentiras”.
– Y estos últimos son los fariseos y los sacerdotes. Son ellos los que trabajan para destruir la fe en Él. ¡Estoy seguro de que son ellos!
Puede ser, Juan. Lo cierto es que los leprosos que no se convirtieron antes, ni siquiera ante los milagros de Jesús, ya no se convertirán. Nunca. Son signo y símbolo de todos los que a lo largo de los siglos, no se convertirán al Cristo y serán por libre voluntad, leprosos de pecado y estarán muertos a la Gracia que es Vida; símbolo de todos aquellos por los que Él inútilmente murió… ¡Y de esa manera!… – Y llora serenamente sin sollozos, pero con un verdadero caudal de lágrimas.
Unas personas vienen y cuando pasan junto a ellos la observan con curiosidad. María para esconder su llanto se cubre el rostro con su velo.
Juan la toma de un brazo, mientras amorosamente la guía…
Juan le dice:
– No pueden tu llanto, tus plegarias, tu… Vuestro amor por todos los hombres… Vuestro, porque tu amor es perfectamente activo junto con el de Jesús glorioso en el Cielo. Vuestro dolor: el tuyo, por la sordera de los hombres. El de Él, por la obstinación de demasiados en pecar, no pueden quedar sin fruto.
¡Mantén la esperanza, Madre! Mucho dolor te han dado y te darán todavía los hombres, pero también amor y alegría. ¿Quién no te querrá cuando sepa de ti? Ahora estás aquí ignorada por el mundo, desconocida. Pero cuando la Tierra sepa, porque se haya convertido cristiana, ¡Cuánto amor recibirás! Estoy seguro de ello, Madre santa.
Ya está cerca el Gólgota y más cerca todavía el huerto de José. Llegan a éste, pero María no entra. Va primero al Gólgota. Y en los puntos que presenciaron especiales episodios durante la Pasión: en los lugares de las caídas, del encuentro con Nique y con Ella misma, se arrodilla y besa el suelo.
Llegada a la cima, sus besos se hacen más numerosos en el lugar de la Crucifixión. Besos y lágrimas. Los primeros casi convulsos, las lágrimas serenas pero cuantiosas como cerrada lluvia; caen en la tierra amarillenta y la mojan, haciendo más nítido su color amarilloso.
Una plantita ha nacido justo donde la tierra fue removida para hincar la Cruz; una humilde plantita de jardín, con hojas en forma de corazón y florecillas rojas como rubíes.
María la mira, piensa. Luego la saca delicadamente del suelo, junto con un poco de tierra y la pone en su manto.
Y dice a Juan:
– La pondré en una maceta. Parece sangre de Él y ha nacido en la tierra que Ella enrojeció. Debe ser de una semilla traída sin duda, por el torbellino de aquel día que cayó aquí y echó raíces en la tierra fecundada por esa Sangre. ¡Ah! ¡Si esto sucediera con todas las almas! ¿Por qué la mayor parte de ellas es más reticente que la árida y maldita tierra del Gólgota, lugar de suplicio para ladrones y homicidas? ¡Oh! ¿Maldita? No. Él ha santificado esta tierra.
Los que están bajo la maldición de Dios son aquellos que hicieron de este collado el lugar del más horrendo, injusto, sacrílego delito que jamás tendrá la Tierra.
Ahora los sollozos se unen a las lágrimas.
Juan le pone la mano sobre la espalda, para hacerle sentir todo su amor y amorosamente la persuade para de deje ese lugar demasiado doloroso para Ella.
Bajan la colina y entran en el huerto de José.
Se ve la entrada del sepulcro, porque la redonda y enorme piedra que lo sella está tirada entre la hierba. El interior está vacío. No se ve huella alguna de que haya sido depositado ahí el cadáver, ni de la Resurrección. Parece un sepulcro nunca usado.
María besa la piedra de la Unción, acaricia con la mirada las paredes.
Luego solicita de Juan:
– Repíteme otra vez cómo encontraste las cosas aquí, cuando con Pedro viniste a este lugar durante el alba de la Resurrección.
Juan vuelve a describir moviéndose a un lado o a otro, saliendo del Sepulcro y entrando en él; mostrando cómo estaban las cosas… Y qué hicieron él y Pedro…
Y concluye:
– Hubiéramos debido retirar los lienzos. Pero estábamos tan impresionados por los acontecimientos de esos días, que no recapacitamos. Cuando volvimos aquí, ya no estaban.
María le interrumpe llorando:
– Los tomarían los del Templo para profanarlos. Tampoco María Magdalena pensó que convenía retirarlos para dármelos. Ella también estaba demasiado turbada.
Juan contesta:
– ¿El Templo? No. Pienso que quizás los guardaría José.
– Me lo habría dicho… ¡Oh, para un último desprecio los habrán tomado los enemigos de Jesús! – gime María.
– No llores, no sufras ya más. Jesús ya está en la gloria, en el amor perfecto e infinito. El odio y los desprecios ya no le pueden alcanzar.
– Es verdad. Pero esos lienzos…
– Te causarían dolor, como te lo causa el primer lienzo, que no te atreves a extender porque además de los vestigios de su Sangre contiene también los de las inmundicias que arrojaron contra su Cuerpo Santísimo.
– Ése, sí. Pero estos no: absorbieron todo lo que rezumó de É1 cuando ya no sufría… ¡Oh, no puedes comprender!
Comprendo, Madre. Pero no creía que tú, que sin duda no estás separada de Dios como nosotros y menos aún como los que simplemente creen en Él, sintieras tan fuerte la necesidad de tener algo de Él como Hombre torturado. Perdona mi necedad. Ven… Volveremos otras veces. Ahora vámonos, porque el sol sube cada vez es más fuerte y el camino es duro y largo para nosotros, que tenemos que evitar la ciudad.
Salen del Sepulcro y del huerto. Regresan por el mismo camino recorrido para ir allí y tornan al Getsemaní.
María camina ligera y silenciosa, envuelta en su manto. Tiene sólo una reacción de asco y horror cuando pasa cerca del olivo donde se ahorcó Judas y cerca de la casa de campo de Caifás…
Y murmura:
– Aquí realizó su condenación de impenitente desesperado. Y allá perpetró la infame transacción.
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA