Archivos diarios: 23/03/13

22.- LAPIDACIÓN DE ESTEBAN

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Esteban había sido discípulo de Gamaliel y con el beneplácito de su maestro, se integró a las filas de discípulos de Jesús. Era un zaforim que fue ordenado diácono junto con otros siete por Pedro, para ayudar a atender los servicios en la naciente Iglesia de Jerusalén.

Por la entrega absoluta a su ministerio y su entusiasmo para proclamar el Evangelio, estaba lleno de Gracia y poder. El Espíritu Santo realizaba grandes prodigios y señales milagrosas, que aumentaban las conversiones y los prosélitos de la Iglesia Cristiana.

Esto produjo una gran envidia y unos celos terribles entre los levitas del Templo de Jerusalén.

Un día unos miembros de la sinagoga de los libertos y unos  peregrinos venidos de diferentes partes de Asia, se pusieron a discutir acaloradamente con él; pero no lograron hacer frente a la Sabiduría y al Espíritu con que Esteban los derrotaba.

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Y al no poder resistir a la Verdad, lo denunciaron al Templo.  Entonces los escribas y fariseos repitieron la historia de lo que hicieron con Jesús: sobornaron a unos rufianes para que lo calumniasen afirmando: “Hemos oído hablar a este hombre, contra Moisés y contra Dios”

De esta forma alborotaron al pueblo, a los ancianos, a los maestros y doctores de la Ley. Por orden de Nahúm, los esbirros de Caifás fueron y lo arrestaron y lo llevaron ante el Gran Consejo.

En la sala del Sanhedrín, que conserva el mismo orden, disposición y número de personas que tenía la noche del Jueves al Viernes, durante el Proceso de Jesús… El Sumo Sacerdote Caifás y los otros están en sus escaños. Y en el mismo lugar donde estuviera Jesús, ahora se encuentra Esteban y como a Él, también le han amarrado con cuerdas.

Sadoc  hace una señal y entran los dos testigos comprados.

Frente al Sumo Sacerdote declaran:

–           Este hombre no cesa de hablar contra nuestro Lugar Santo y contra la Ley. Le hemos oído decir que Jesús el Nazareno destruirá el Templo y cambiará las costumbres que nos dejó Moisés.”

Caifás pregunta:

–           Estás oyendo las acusaciones.  ¿Es así?

En ese mismo instante, el rostro de Esteban se transfiguró y la Presencia Divina se manifestó a través del joven diácono.

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Esteban, lleno del Espíritu Santo, declaró:

–           Hermanos y padres escúchenme…

El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham cuando estaba en Mesopotamia…  -Y Esteban hace una extensa disertación de la historia del Pueblo de Dios y finaliza diciendo-

Nuestros padres tenían en el desierto la Tienda del Testimonio, como mandó el que dijo a Moisés que la hiciera según el modelo que había visto. Nuestros padres que les sucedieron, la recibieron y la introdujeron bajo el mando de Josué en el país ocupado por los gentiles, a los que Dios expulsó delante de nuestros padres, hasta los días de David, que halló gracia ante Dios y pidió encontrar una Morada para la casa de Jacob. Pero fue Salomón el que le edificó Casa, aunque el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre como dice el profeta: El cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies. Dice el Señor: ¿Qué Casa me edificaréis? O ¿cuál será el lugar de mi descanso?’ ¿Es que no ha hecho mi mano todas estas cosas?

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Esteban proclama:

  ¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado;  vosotros que recibisteis la Ley por mediación de ángeles y no la habéis guardado.

Todos los miembros del Sanhedrín al oír esto, sus corazones se consumieron de rabia y rechinaron sus dientes contra él.

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Esteban ha hablado (como en Hechos 6, 8-15; 7, 1-54), confesando su fe y dando testimonio de la verdadera Naturaleza de Cristo y de su Iglesia; en efecto,

El alboroto ha alcanzado su punto álgido. Un tumulto que en su violencia es totalmente similar, al que hervía contra Cristo en la noche fatal de la Traición y el Deicidio. Puñetazos, maldiciones, blasfemias horribles lanzan contra el diácono Esteban; quien al recibir los brutales golpes, se tambalea y vacila al verse sacudido ferozmente, porque le dan tirones hacia uno u otro lado.

Pero él conserva su calma y dignidad. Es más, no sólo está tranquilo y majestuoso, sino que se le ve incluso tan feliz, que parece casi extático. Sin preocuparse por los salivazos que resbalan por su rostro, ni la sangre que desciende de su nariz, que ha sido violentamente golpeada…

Levanta su rostro transfigurado y lleno de una sobrenatural luminosidad y su mirada  esplendorosa y risueña para centrarse en una visión que sólo él contempla.

Abre los brazos en cruz, los levanta como para recibir lo que está viendo y…

Esteban cae de rodillas exclamando:

–           ¡Veo los Cielos abiertos y al Hijo del Hombre, a Jesús. Al Mesías de Dios a Quién vosotros habéis matado.  Sentado en el Trono  a la derecha de Dios Padre!

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La confusión aumenta. Entonces el tumulto pierde ese mínimo de humanidad y legalidad que todavía conservaba y con la furia de una jauría de lobos, de chacales, de fieras hidrófobas… Todos se arrojan sobre el diácono: le muerden, lo pisotean, le dan de puntapiés,  lo agarran, lo levantan por agarrándole por los cabellos, lo arrastran haciéndole caer otra vez… Poniendo a la furia el obstáculo de la propia furia, porque en medio del tumulto los que tratan de arrastrar hacia afuera al mártir, se ven obstaculizados por los que tiran en la otra dirección para golpearle o para pisotearlo de nuevo.

Y asombrosamente en medio de este brutal maltrato, el rostro de Esteban no pierde su expresión de júbilo bienaventurado. Y esto provoca que en  sus encarnizados verdugos aumente su odio mortal…

Entre los furiosos más furiosos hay un joven bajo y feo al que llaman Saulo… Y la ferocidad de su rostro es indescriptible.

En un rincón de la sala está Gamaliel, que en ningún momento ha tomado parte en el tumulto y que en ningún momento ha dirigido la palabra a Esteban, ni a ninguno de los poderosos. Su desprecio por la escena injusta y bestial, es bastante obvio.

En otro rincón, también con expresión de desdén y sin participar ni en el proceso ni en la agitación, está Nicodemo mirando a Gamaliel; cuyo rostro tiene una expresión más clara que cualquier palabra.

Pero de improviso, exactamente cuando ve que por tercera vez levantan a Esteban por los cabellos, Gamaliel se envuelve en su amplísimo manto y se dirige hacia una salida opuesta a aquella hacia la cual están arrastrando al diácono.

El acto no le pasa desapercibido a Saulo, que grita:

–          Rabí, ¿Te marchas?

Gamaliel no responde.

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Saulo, temiendo que Gamaliel no haya entendido que la pregunta iba dirigida a él, repite y especifica:

–           Rabí Gamaliel, ¿No tomas parte de este juicio?

Gamaliel se vuelve rígidamente, con una mirada tan terrible, imperiosa y glacial, que causa terror… Responde secamente: «Sí». Pero es un «sí» que dice más que un largo discurso.

Saulo comprende todo lo que hay en ese «si» y apartándose de la jauría sanguinaria, corre adonde Gamaliel.

Lo alcanza, lo detiene y le dice:

–           ¿No querrás decirme ¡Oh Rabí!, que desapruebas nuestra condena?

Gamaliel no lo mira y tampoco le responde.

Saulo insiste:

–           Ese hombre es doblemente culpable por haber renegado de la Ley, siguiendo a un samaritano poseído por Belcebú y por haberlo hecho después de haber sido tu discípulo.

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Gamaliel sigue sin mirarlo y guardando silencio.

Saulo entonces pregunta:

–           ¿Eres acaso también tú seguidor de ese malhechor llamado Jesús?

Gamaliel le contesta con voz glacial:

–           No lo soy todavía. Pero si Él era EL que decía ser y verdaderamente hay muchas cosas que demuestran que lo era, ruego a Dios llegar a serlo.

Saulo grita horrorizado:

–           ¡Horror!

–           Ningún horror. Tenemos una inteligencia para usarla y una libertad para aplicarla. Que cada uno haga uso de la libertad que Dios ha dado a cada hombre y de la luz que ha puesto en el corazón de cada quién. Los justos antes o después, usarán estos dos dones de Dios para el bien y los malos para el mal.

Y se marcha en dirección al patio donde está el gazofilacio y va a apoyarse en la columna en que Jesús se apoyó cuando habló a la pobre viuda que da al Tesoro del Templo todo lo que tiene: dos monedas de escaso valor.

Lleva poco tiempo allí y otra vez llega Saulo y se le planta delante.

El contraste entre los dos es fortísimo. Gamaliel es alto, de noble porte, de hermosas facciones fuertemente semíticas: tiene frente despejada, ojos negros muy inteligentes y penetrantes, encajados bajo las cejas abundantes y bellamente delineadas. Naríz  recta, larga y delgada que recuerda en cierta forma la nariz de Jesús. Su piel es blanca y su boca de labios delgados, con su barba y su bigote que en el pasado fueran muy negros, ahora están entrecanos.

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Saulo  es de baja estatura, musculoso de piernas cortas y gruesas, un poco separadas en las rodillas. Que se aprecian bien porque se ha quitado el manto y lleva sólo una túnica corta y grisácea como vestido. Sus brazos son cortos y fornidos; su cuello corto y fuerte, sostiene una cabeza gruesa, morena, con cabellos cortos e ásperos. Tiene orejas más bien grandes, frente convexa, nariz chata, labios gruesos, pómulos altos y gruesos, ojos oscuros y grandes, algo así como de buey.  De ninguna manera dulces ni mansos, pero sí muy inteligentes; bajo unas pestañas muy arqueadas y espesas. Sus mejillas están cubiertas por una barba que mantiene corta y bien cuidada.

Durante unos momentos guarda silencio, mirando fijamente a Gamaliel. Luego le dice en voz baja:

–           ¿No lo apruebas porque fue tu discípulo, antes de que te abandonara por el Nazareno o…?

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Gamaliel le responde, con voz clara y fuerte:

–           No apruebo la violencia. Por ningún motivo. De mí nunca recibirás la aprobación para ningún plan violento. Esto lo dije incluso públicamente a todo el Sanedrín, cuando apresaron por segunda vez a Pedro y a los otros apóstoles y los condujeron ante el Sanedrín para ser juzgados.

Y repito lo mismo: «Si es proyecto y obra de los hombres, perecerá por sí solo. Si es de Dios, no podrá ser destruido por los hombres; al contrario, los hombres podrán ser castigados por Dios». Recuérdalo.

–           ¿Tú, el mayor de los rabíes de Israel eres protector de estos blasfemos seguidores del Nazareno?

–           Soy protector de la justicia. Y la justicia enseña a juzgar con justicia y cautela. Te repito que si esto: viene de Dios resistirá. Si no, caerá por sí solo. Pero yo no quiero mancharme las manos con una sangre, que no sé si merece la muerte.

–           Tú… Tú fariseo y doctor ¿Dices eso? ¿No temes al Altísimo?

–           Más que tú… Pero yo pienso. Y recuerdo… Tú eras sólo un niño, aún no eras hijo de la Ley y yo ya enseñaba en este Templo con el rabí más sabio de aquellos tiempos, Hillel… Y con otros que eran sabios pero no justos. Nuestra sabiduría recibió dentro de estos muros, una lección que nos hizo pensar durante todo el resto de la vida.

Los ojos del más sabio y justo de nuestro tiempo se cerraron con el recuerdo de aquel momento y su mente se extinguió estudiando aquellas verdades oídas de labios de un niño que se revelaba a los hombres, especialmente a los justos.

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Mis ojos siguieron vigilantes, mi mente siguió pensando, coordinando acontecimientos y cosas… Yo tuve el privilegio de oír al Altísimo hablar por medio de la boca de un niño que luego fue un hombre justo, sabio, poderoso, santo, al cual mataron precisamente por estas cualidades suyas.

Las palabras que dijo entonces se vieron confirmadas por los hechos acaecidos muchos años después, en la época anunciada por Daniel…

¡Mísero de mí, que no comprendí antes! ¡Que esperé a la última, terrible señal para creer, para comprender! ¡Pobre pueblo de Israel, que ni comprendió entonces ni comprende ahora!

¡La profecía de Daniel (Daniel 9) y la de otros profetas y de la Palabra de Dios continúan…! ¡Y se cumplirán para este Israel obcecado, ciego, sordo, injusto, que sigue persiguiendo al Mesías en los siervos de Jesús!

Saulo exclama iracundo:

–           ¡Maldición! ¡Tú blasfemas! ¡En verdad que no habrá salvación para el pueblo de Dios, si los rabíes de Israel blasfeman y reniegan de Yahveh, el Dios verdadero; por exaltar a un falso Mesías y creer en Él!

–           No blasfemo. Lo hacen todos los que insultaron al Nazareno y continúan haciéndolo al perseguir a sus seguidores. Tú sí que blasfemas porque lo odias a Él y a los suyos. Pero has expresado una verdad diciendo que ya no hay salvación para Israel. Pero no porque haya israelitas que se pasen a su grey, sino porque Israel lo envió a la muerte y lo mató.       12jes

¡Me causas horror! ¡Traicionas a la Ley y al Templo!

–           Denúnciame entonces al Sanedrín, para que yo siga la misma suerte de ese que está para  ser lapidado. Será el principio y compendio feliz de tu misión. Y yo seré perdonado por mi sacrificio, de no haber reconocido y comprendido a Dios que pasaba como Salvador y Maestro, entre nosotros, sus hijos y su pueblo.

Saulo, con un gesto iracundo se marcha lleno de despecho y vuelve al patio que está enfrente de la sala del Sanedrín, patio en el que aún se oye el griterío de la turba exacerbada contra Esteban.

Alcanza a los verdugos y se une a ellos, pues ya lo esperaban. Y salen del Templo y  de las murallas de la ciudad. Insultos, escarnios y  golpes, llueven sobre el diácono, que avanza extenuado, cubierto de heridas y trastabillando, hacia el lugar del suplicio.

Fuera de las murallas hay un espacio yermo y pedregoso, absolutamente desierto. Cuando llegan allí, los verdugos se abren en círculo dejando solo en el centro al condenado. Esteban tiene los vestidos rasgados y manchados. Está sangrando por muchas partes del cuerpo a causa de las heridas que ha recibido. Le arrancan las vestiduras antes de alejarse y  sólo se queda con la túnica interior corta.

Todos se quitan las vestiduras y las entregan a Saulo, dado que él no participa en la lapidación; porque aunque no  lo reconozca, le han afectado las palabras de Gamaliel…

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Mientras recibe las vestiduras, Esteban le dice a Saulo:

–           Amigo mío te espero en el camino del Mesías. Señor, no les tomes en cuenta este pecado…

Saulo se revuelve como toro furioso y como tiene las manos ocupadas, le grita:

–           ¡Cerdo! ¡Endemoniado!

Y a sus injurias añade una fuerte patada en la espinilla del diácono, que está a punto de derribarlo…

Entonces los verdugos recogen pesadas y agudas piedras y empieza la lapidación.

Esteban recibe los primeros golpes permaneciendo de pie y con una sonrisa de perdón en la boca herida.

Después de la lluvia de piedras que le llegan desde todas las partes, Esteban cae de rodillas, apoyándose en las manos heridas y recordando las palabras de Jesús en la despedida de la Ascensión, murmura tocándose las sienes y la frente heridas:

–           ¡Como Él me lo predijo! La corona… Los rubíes… ¡Oh, Señor mío! ¡Maestro Jesús, recibe mi espíritu!

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Otra granizada de piedras sobre la cabeza ya herida le hacen desplomarse  bañado en sangre y el suelo pronto queda impregnado de su sangre. Mientras distiende sus miembros bajo otra granizada de piedras, expira susurrando:

–           Señor… Padre… perdónalos… No les guardes rencor por este pecado… No saben lo que…

La muerte le corta la frase en sus labios. Un último estremecimiento le hace acurrucarse en posición fetal y así se queda… El joven diácono ha muerto.

Los verdugos se acercan a él. Le lanzan encima una última descarga de piedras y casi lo sepultan bajo ellas. Luego vuelven a vestirse y se marchan. Tornan al Templo para referir, ebrios de celo satánico, su proeza.

Mientras hablan con el Sumo Sacerdote y otros poderosos, Saulo va a buscar a Gamaliel. No lo encuentra. Regresa hirviendo de odio contra los cristianos. Habla con los sacerdotes. Solicita y obtiene unos pergaminos con el sello del Templo, donde le autorizan a perseguir a los cristianos.

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La sangre de Esteban parece haberlo enfurecido, como le sucede a un toro al ver el color rojo, o a un alcohólico si le dan un vino generoso.

Está para salir del Templo, cuando ve bajo el Pórtico de los Paganos, a Gamaliel. Va donde él. Quizás quiere empezar una discusión o justificarse.

Gamaliel cruza el patio, entra en una sala y le cierra la puerta en su nariz.

Saulo, ofendido y furioso, sale a toda prisa del templo para ir a perseguir a los cristianos.

Dice Jesús :

–           Me manifesté muchas veces y a muchos. Pero no en todos actuó mi manifestación de igual manera. Se puede ver cómo a cada una de mis manifestaciones correspondan con su santificación, los que tienen buena voluntad, necesaria para tener Paz, Vida, Justicia.

En los pastores la Gracia trabajó durante los treinta años de mi vida oculta y luego floreció como espiga santa cuando llegó el tiempo en que los buenos se separaron de los malos para seguir al Hijo de Dios, que pasaba por los caminos del mundo, lanzando su grito de amor para convocar a las ovejas de la Grey eterna, desparramadas y desorientadas por Satanás.

Estuvieron presentes en medio de las turbas que me seguían, porque con sus sencillas palabras predicaban a Cristo diciendo: «Es Él. Nosotros lo reconocemos. Sobre su primer vagido descendió la canción de cuna de los ángeles.

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Y a nosotros los ángeles nos dijeron que tendrían paz los hombres de buena voluntad. Buena voluntad es el deseo del Bien y de la Verdad. ¡Sigámosle! ¡Seguidle! Tendremos todos la Paz prometida por el Señor».

Humildes, sencillos, pobres; ellos, mis primeros enviados; se colocaron entre  los hombres se dispusieron como los primeros soldados del Rey de Israel, del Rey del mundo. Ojos fieles, bocas honestas, corazones llenos de amor, incensarios que derramaban el perfume de sus virtudes para que  el aire que respiraba mi Divina Persona, fuese menos corrupto.

Y los encontré a los pies de la Cruz, después de haberlos bendecido con mi mirada, cuando caminaba atormentado en mi sendero al Gólgotha. Fueron de los pocos que no me maldijeron. Me amaron, creyeron en Mí, esperaron, me miraron con ojos de compasión; pensando en la lejana noche de mi Nacimiento y llorando ante el Inocente, cuyo primer sueño tuvo lugar sobre las pajas del pesebre y el último, sobre un leño aún más doloroso. Esto porque mi manifestación a ellos, almas rectas, los había santificado.

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Gamaliel y con él Hillel, no eran sencillos como los pastores, ni santos como Simeón, ni sabios como los Tres reyes Magos. En él y en su maestro y pariente, estaba la maraña de las lianas farisaicas ahogando la luz y el libre desarrollo del árbol de la fe.

Pero dentro de su condición de fariseos había pureza de intención. Creían estar dentro de lo justo y deseaban estarlo; lo deseaban instintivamente, porque eran justos e intelectualmente, porque su espíritu gritaba descontento: «Este pan está mezclado con demasiada ceniza. Dadnos el pan de la verdadera Verdad».

Pero Gamaliel no tenía suficiente fortaleza como para tener el valor de romper estas lianas farisaicas. Su modo de ser lo tenía demasiado esclavizado. Y con su humanidad, las consideraciones de la estima humana, del peligro personal, del bienestar familiar. Por todas estas cosas Gamaliel no había sabido comprender «al Dios que pasaba entre las gentes de su pueblo», ni usar «esa inteligencia y esa libertad» que Dios ha dado a cada uno de los seres humanos para que las usen para su propio bien.

Sólo la señal esperada durante tantos años, señal que lo había abatido, que lo aterrorizó con remordimientos incesantes, suscitaría en él el reconocimiento de Cristo y el cambio de su viejo pensamiento.

No había sido el único titubeante en decidirse y en actuar con fortaleza. Tampoco José de Arimatea y menos todavía Nicodemo, supieron domeñar inmediatamente bajo su pie las costumbres y lianas judías y abrazar notoriamente la nueva Doctrina.

Tanto fue así, que su modo usual fue el ir a Cristo «a hurtadillas» por temor a los judíos o el hacer como que se encontraban con Él y generalmente en sus casas del campo o en la de Bethania de Lázaro, porque sabían que era más segura y más temida por los judíos enemigos de Cristo y respetada por los romanos, con la protección de Roma hacia el hijo de Teófilo. Pero eso sí, tanto José como Nicodemo fueron más valientes que Gamaliel, hasta el punto de demostrar su amor en la tarde del Viernes.

Todas formas, respecto a Gamaliel, ciertamente éstos siempre estuvieron mucho más adelante en el Bien y en el valor (hasta el punto de atreverse a realizar aquellas acciones compasivas del Viernes Santo). Menos adelante estaba el rabí Gamaliel.

Pero vosotros que leéis, observad la potencia de su recta intención. Por ella su justicia, humanísima, se impregna de lo sobrehumano. La de Saulo por el contrario se ensucia de lo demoníaco, cuando el mal al desatarse pone a ambos, a él y a su maestro Gamaliel, ante el dilema de elegir el Bien o el Mal, lo justo o lo injusto.

El árbol del Bien y del Mal se yergue ante cada uno de los hombres para presentarles, con el más lisonjero y apetitoso aspecto sus frutos del Mal; mientras entre la frondas con engañosa voz de ruiseñor, silba la Serpiente tentadora.

Le corresponde al hombre, criatura dotada de razón y alma dadas por Dios, el saber discernir y querer el fruto bueno de entre los muchos no buenos que lesionan y matan el espíritu.

Y coger este fruto, aunque ello sea fatigoso y punzante, aunque tenga sabor amargo, aunque tenga modesto aspecto. Su metamorfosis en virtud de la cual este fruto se hace liso y suave para el tacto, dulce para el gusto, hermoso para la vista; se produce solamente cuando, por justicia de espíritu y de razón, sabemos elegir el fruto bueno y nos nutrimos con su extracto, amargo pero santo.

Saulo tiende sus manos ávidas hacia el fruto del Mal, del odio, de la injusticia, del delito. Y las tenderá hasta cuando quede fulminado, abatido, cegado respecto a la vista humana para adquirir la sobrenatural, y pase a ser no sólo justo, sino incluso apóstol y confesor de Aquel a quien antes odiaba y perseguía en sus fieles.

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Gamaliel, rompiendo las lianas tenaces de su humanidad y del hebraísmo, por el nacimiento y florecimiento de la lejana semilla de luz y justicia, no sólo humana sino también sobrehumana, que mi cuarta epifanía -o manifestación, que quizás es para vosotros palabra más clara y comprensible- le había puesto en el corazón, en ese corazón suyo de rectas intenciones, semilla que él había custodiado y defendido con honesta afección y elegida sed de verlo nacer y florecer, tiende las manos hacia el fruto del Bien.

Su voluntad y mi Sangre rompieron la dura cáscara de esa lejana semilla, que él había conservado durante decenios en el corazón, en ese corazón de roca que se abrió junto con el velo del Templo y con la tierra de Jerusalén y que lanzó el grito de su supremo deseo, hacia Mí que ya no podía oírlo con oído humano, aunque sí y nítidamente, con mi espíritu divino, allí, arrojado al suelo al pie de la cruz.

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Y bajo el fuego solar de las palabras apostólicas y de los mejores discípulos. Y bajo la lluvia de la sangre de Esteban primer mártir; esa semilla echa raíces, se hace planta, florece y da frutos.

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La planta nueva de su cristianismo, nacida donde la tragedia del Viernes Santo había abatido, desarraigado, destruido todas las plantas y hierbas antiguas. La planta de su nuevo cristianismo y de su santidad nueva ha nacido y se yergue ante mis ojos.

Perdonado por mí, siendo culpable por no haberme comprendido antes por la justicia suya que no quiso participar ni en mi condena ni en la de Esteban; su deseo de hacerse seguidor mío, hijo de la Verdad, de la Luz, recibe también la bendición del Padre y del Espíritu Santificador.

Y pasa de ser deseo a ser realidad sin necesidad de una potente y violenta fulminación, como la que fue necesaria para Saulo en el camino de Damasco, para el altanero protervo,  que con ningún otro medio habría podido ser conquistado y conducido hacia la Justicia, la Caridad, la Luz, la Verdad, la Vida eterna y gloriosa del Cielo.

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, CONOCELA