Archivos diarios: 28/03/13

25.- DESPEDIDA DEL PONTÍFICE

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En la terraza de la casa de Simón iluminada por la Luna llena, están Pedro y Juan. Hablan en voz baja y señalan hacia la casa de Lázaro, que está  del todo cerrada y silenciosa.

Hablan durante largo rato, yendo y viniendo por la terraza. Luego el coloquio se hace más animado y sus voces antes contenidas, aumentan de tono y se hacen muy claras.

Pedro, dando un puñetazo en el parapeto de la terraza exclama:

–           ¡¿Pero no comprendes que se debe hacer así?! Te hablo en nombre de Dios. Escúchame sin obstinarte. Conviene hacer como digo yo. No por cobardía y miedo, sino para impedir el exterminio total de la Iglesia. Todos nuestros pasos son seguidos, estoy convencido. Y Nicodemo me ha confirmado que estoy en lo cierto. ¿Por qué no podemos quedarnos en Betania?

Por este motivo. ¿Por qué ya no es prudente estar en esta casa o en la de Nicodemo; en la de Nique o de Anastática? Por el mismo motivo. Para impedir que la Iglesia muera, por la muerte de sus jefes.

Juan responde:

–           El Maestro nos aseguró muchas veces que ni siquiera el Infierno podrá exterminarla, vencerla y prevalecer sobre ella, nunca.

–           Es verdad. Y el Infierno no prevalecerá, como no lo venció a Él. Pero los hombres sí, como vencieron al Hombre-Dios, que venció a Satanás; pero que no pudo prevalecer sobre los hombres.

–           Porque no quiso vencer. Debía redimir y por tanto, morir. ¡Y con esa muerte!

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¡Pero si hubiera querido vencerlos!… ¡Cuántas veces logró eludir las acechanzas de toda clase que le tendieron!

–           También la Iglesia será insidiada, pero no perecerá totalmente, siempre y cuando tengamos la suficiente prudencia como para impedir el exterminio de los jefes actuales, antes de crear nosotros a muchos sacerdotes de la Iglesia, en sus distintos grados…  Crearlos y formarlos para su ministerio.

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¡No te hagas falsas ilusiones, Juan! Los fariseos, escribas y miembros del Sanedrín harán de todo para matar a los pastores, para conseguir así la dispersión del rebaño…  Del rebaño todavía débil y medroso; sobre todo, este rebaño de Palestina. No debemos dejarlo sin pastores hasta que muchos corderos no hayan pasado a su vez, a ser pastores. Ya has visto a cuántos han matado…

¡Piensa en cuánta parte de mundo nos espera! La orden fue clara: “Id y evangelizad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado”. Y a mí, en la orilla del lago, tres veces me mandó apacentar sus ovejas y corderos, y profetizó que de viejo, pero no antes; seré atado y conducido a confesar a Cristo con mi sangre y mi vida. ¡Y muy lejos de aquí!

Si comprendí bien unas palabras suyas antes de la muerte de Mannaém, yo debo ir a Roma y allí fundar la Iglesia inmortal.

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¿Y no juzgó Él mismo que era bueno retirarse a Efraím, porque todavía no se había cumplido su evangelización? Y sólo en el momento preciso volvió a Judea para ser apresado y crucificado. Imitémoslo.

No se puede decir, no cabe duda de esto, que Lázaro, María y Marta eran personas miedosas. Y, sin embargo ya ves que con todo el dolor de su corazón, se han alejado de aquí para llevar a otros lugares la Palabra divina que aquí habría quedado ahogada por los judíos.

Yo, elegido por Él Pontífice he decidido y conmigo los otros apóstoles y discípulos: nos dispersaremos.

Habrá quien irá a Samaria o hacia el gran mar, o hacia Fenicia, yendo cada vez más allá a Siria, a las islas, a Grecia, al Imperio romano.

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Si aquí en estos lugares la cizaña y el veneno judío hacen estériles los campos y las viñas del Señor, nos vamos a otros lugares y sembramos otras semillas en otros campos y viñas, para que no sólo haya recolección, sino que incluso sea abundante. Si en estos lugares el odio judío envenena las aguas y las corrompe para que ni yo pescador de almas, ni mis hermanos podamos pescar almas para el Señor, nos marchamos a otras aguas.

Hay que ser al mismo tiempo, prudentes y astutos. Créelo, Juan.

–           Tienes razón. Pero si insistía era por María. Yo no puedo, no debo dejarla. Ello nos causaría demasiado dolor a ambos.

–           Y sería una mala acción por parte mía… – le responde Juan.

–           Tú te quedas aquí. Y Ella también, porque separarla de aquí sería una cosa absurda…

–           A la que María nunca prestaría consentimiento. Me uniré a vosotros más adelante, cuando ya Ella no esté en la Tierra.

–           Sí. Te unirás a nosotros. Eres joven… Vivirás todavía mucho.

–           Y María muy poco.

–           ¿Por qué? ¿Es que está enferma? ¿O sufre? ¿O está débil?

–           ¡No! Ni el tiempo ni los sufrimientos han tenido poder sobre Ella. Siempre está joven, de aspecto y de espíritu; serena… yo diría, gozosa.

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¿Y entonces por qué dices…?

–           Porque comprendo que este nuevo florecimiento en belleza y gozo es señal de que Ella siente ya cercano que vuelve a unirse con su Hijo.

Quiero decir unión total, porque la espiritual nunca ha cesado. No descorro el velo de los misterios de Dios, pero estoy seguro de que Ella ve diariamente a su Hijo en su figura gloriosa. De ahí su beatitud. Yo creo que, contemplándolo, su espíritu se ilumina y llega a conocer todo el futuro como lo conoce Dios, incluido el suyo.

Está todavía en la Tierra, con su cuerpo, pero podría casi decir, sin temor a equivocarme, que su espíritu está casi siempre en el Cielo. Tanta es su unión con Dios, que no creo pronunciar palabras sacrílegas si digo que en Ella está Dios como cuando lo llevaba en su seno materno.

Más aún: de la misma manera que el Verbo se unió a Ella para ser Jesucristo, ahora Ella se une de tal manera a Cristo, que es un segundo Cristo que ha asumido una nueva humanidad, la del propio Jesús.

Si esto es herejía, que Dios me dé a conocer el error y que me perdone.

Ella vive en el amor. Este fuego de amor la enciende, la nutre, la ilumina y ese mismo fuego de amor nos la arrebatará, en el momento designado sin dolor para Ella, sin corrupción para su cuerpo… El dolor será sólo nuestro… mío, sobre todo…

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Ya no tendremos a la Maestra, a la Guía, a la Consoladora nuestra… Y yo estaré verdaderamente solo…

Y Juan, cuya voz ya temblaba por un contenido llanto, rompe a llorar con sollozos desgarradores como nunca tuvo, ni siquiera a los pies de la Cruz o en el Sepulcro.

También Pedro, si bien más serenamente, rompe a llorar, y, entre las lágrimas, suplica a Juan que le avise, si puede, para estar presente en el tránsito de María, o, al menos, en su sepultura.

–           Lo haré si tengo aunque lo dudo mucho, la posibilidad de hacerlo. Algo me dice en mi interior que, como sucedió con Elías (2 Reyes 2, 11; Eclesiástico 48, 9), que fue arrebatado por el torbellino celeste en el carro de fuego, así sucederá con Ella: casi antes de que me percate de su inminente tránsito, Ella estará ya con su alma en el Cielo.

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Pero, al menos el cuerpo quedará. ¡Quedó incluso el del Maestro y era Dios!

–           Para Él era necesario que así sucediera, para Ella no. Él debía con la resurrección desmentir las calumnias judías. Con sus apariciones, convencer al mundo que dudaba o incluso negaba, por causa de su muerte de cruz. Pero Ella no tiene necesidad de ello. Pero si puedo te avisaré. Adiós Pedro, Pontífice y hermano mío en Cristo. Vuelvo con Ella que me está esperando.  Dios esté contigo.

–           Y contigo. Y di a María que ore por mí y que me perdone una vez más por mi cobardía durante la noche del Proceso…  Recuerdo que no logro borrar de mi corazón, cosa que no me deja tranquilo… – Y las lágrimas ruedan por las mejillas del Pontífice cristiano….

Pedro finaliza diciendo:

–           Sea Madre para mí. Madre de amor para su desdichado hijo pródigo…

–           No es necesario que se lo diga. Te quiere más que una madre según la carne. Te am como Madre de Dios y cómo solo Ella puede amar. Si estaba dispuesta a perdonar a Judas, cuya culpa no tenía medida…  ¡Imagínate si no te ha perdonado a ti! La paz esté contigo, hermano. Yo me marcho.

–           Y yo te sigo, si me lo concedes. Quiero verla todavía otra vez.

–           Ven. Sé el camino que hay que tomar para entrar en el Getsemaní sin ser vistos.

Se ponen en marcha y andan a buen paso y en silencio, hacia Jerusalén. Pero pasan por el camino alto, que llega hasta el Monte de los Olivos por la parte que está más lejos de la ciudad.

Llegan al rayar del alba.

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Entran en el Getsemaní. Van cuesta abajo hacia la casa.

María que está en la terraza, los ve llegar y emitiendo un grito de alegría, baja a su encuentro.

Pedro se arroja a sus pies, postrado diciéndole:

–           ¡Madre, perdón!

María pregunta sorprendida:

–           ¡¿De qué?! ¿Es que has pecado en algo? El que me revela todas las verdades, no me ha revelado sino que tú eres su digno sucesor en la Fe. Como hombre siempre te he visto justo, aunque algunas veces impulsivo. ¿Qué te debo perdonar, pues?

Pedro llora y calla.

Juan explica:

–           Pedro no logra apaciguarse por lo de haber renegado de Jesús en el patio del Templo.

–           Eso es cosa pasada y borrada, Pedro. ¿Acaso te reprendió Jesús?

–           ¡No, no!

–           ¿Mostró quererte menos que antes?

–           No. La verdad… no. ¡Al contrario!…

–           ¿Y eso no te dice que Él y yo con Él, te hemos comprendido y perdonado?

–           Es verdad. Sigo siendo el mismo necio.

–           Pues ve y permanece en paz. Yo te digo que nos encontraremos todos, yo, tú, los otros apóstoles y diáconos, todos en el Cielo junto al Hombre-Dios.

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Por lo que de mi poder depende, te bendigo….

Y como hizo con Gamaliel, María pone sus manos en la cabeza de Pedro trazando una señal de la cruz.

Pedro se inclina para besarle los pies. Luego se levanta mucho más sereno que antes y acompañado ahora por Juan, regresa al cancel superior, lo cruza y se marcha.

Mientras Juan después de cerrar bien esa entrada, regresa donde María. La Luz del amanecer desplaza la oscuridad…

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA

 

24.- GAMALIEL SE VUELVE CRISTIANO

Luna creciente

Es una noche apacible, iluminada por la luna en su fase creciente cuyos rayos penetran a través de las ramas de los olivos y donde los ruiseñores cantan sus armoniosos y bellísimos trinos, celebrando al amor.

María está hilando mientras Juan arregla la cocina en la casita del Getsemaní, cuyas paredes han sido recientemente blanqueadas y cuyos enseres de madera, también han sido barnizados.

Juan está terminando de ordenar la cocina y escucha con deleite el canto de los ruiseñores. Han pasado varios años, pues el más joven de los apóstoles ya es un hombre adulto que está en la plenitud de su edad varonil y ostenta sus treinta y cuatro años con un porte más robusto y más maduro. Con sus cabellos, barba y bigotes, de un rubio más oscuro y bien arreglados.

María no ha cambiado. Su aspecto es fresco y sereno. Todas las huellas que el dolor y la muerte de su Hijo habían impreso; así como su regreso al Cielo y la persecución contra los discípulos, con la consecutiva pérdida iniciada con Esteban y varios más; que han martirizado su corazón, mientras tutela la Naciente Iglesia; ya no se ven. Ahora no es la Madre Dolorosa. El tiempo no ha grabado sus huellas sobre ese rostro virginal. Los años no han cambiado la frescura y la belleza de su semblante.

La lámpara que está sobre la mesa, proyecta su luz danzarina sobre las blancas manos de la Virgen Madre, sobre el blanco lino, sobre la rueca, el huso y el hilo. Y también sobre los rubios cabellos trenzados sobre la nuca.

Por la puerta abierta, un rayo de luna penetra en la cocina, extendiendo una franja de plata desde la puerta, hasta el banco en que María está sentada. Ilumina sus pies, mientras que la luz de la lámpara, nimba sus manos y su cabeza.

Afuera, en los olivos que rodean la casa, los ruiseñores siguen trinando su alegría.

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De repente los pajarillos enmudecen, como asustados…  Momentos después, se oyen pisadas que se acercan cada vez más, hasta llegar al umbral de la puerta de la cocina…

Y desaparece la blanca franja lunar que antes vestía de plata las toscas y oscuras baldosas del suelo.

María levanta la cabeza y mira hacia entrada.

Juan también mira hacia la puerta.

Y un…

–          ¡¡Oh!!

Lleno de admiración sale de los labios de los dos…  Mientras que ambos al unísono, presurosos se dirigen hacia entrada, donde está Gamaliel de pie.

Es un Gamaliel ya muy anciano… Parece un espectro por lo flaco que se le ve dentro de sus vestiduras blancas, que la luna al brillar sobre ellas las vuelve casi fosforescentes.

Un Gamaliel abatido, triturado por los sucesos, por sus remordimientos, por muchas cosas más, que por la edad.

María se detiene detrás del apóstol.

Juan llega frente a él y dice:

–           ¿Tú aquí, rabí? ¡Entra! ¡Ven! La paz sea contigo.

Se escucha una voz trémula por un secreto llanto…

Gamaliel contesta:

–           Si me guías… Estoy ciego…

Juan desconcertado, pregunta lleno de compasión:

–           ¡¿Ciego?! ¿Desde cuándo?

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–                ¡Oh!… ¡Desde hace mucho tiempo! La vista empezó a debilitárseme enseguida… Poco después de que… Sí… Después de que no supe reconocer la Luz verdadera que vino a iluminar a los hombres. Hasta que el terremoto desgarró el velo del Templo y sacudió las fuertes murallas, como Él lo había dicho.

Verdaderamente doble velo, era el que cubría el Santo de los Santos del Templo. Y todavía más al verdadero Santo de los Santos, a la Palabra del Padre, su Eterno Unigénito, oculto bajo el velo de un cuerpo humano. De una Carne Purísima, que sólo su Pasión y su gloriosa Resurrección revelaron incluso a los más obtusos…  Yo el primero… Como lo que realmente era: el Cristo, el Mesías, el Emmanuel.

Desde aquel momento las tinieblas empezaron a descender sobre mis pupilas y  hacerse cada vez más densas. Justo castigo para mí. Hace poco tiempo, que estoy completamente ciego. Y he venido…

Juan le interrumpe preguntándole:

–           ¿Quizás para pedir un milagro?

–           Sí. Un gran milagro. Se lo pido a la Madre del Dios verdadero.

María responde:

–           Gamaliel, yo no tengo el poder que tenía mi Hijo. Él podía devolver la vida y la vista a las pupilas apagadas, palabra a los mudos, movimiento a los paralizados. Pero yo no.

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Y María prosigue:

–           Pero ven aquí junto a la mesa y siéntate. Estás cansado y eres anciano, rabí. No te fatigues más – y con cariño junto con Juan, lo conduce a la mesa y le ayuda a sentarse en un banco.

Gamaliel, antes de soltarle la mano, se la besa con veneración…

Luego le dice:

–           No te pido María, el milagro de que vea de nuevo. No. No pido esta cosa material. Lo que te pido Bendita entre todas las mujeres, es una vista de águila para mi espíritu, para ver toda la Verdad. No te pido la luz para mis pupilas apagadas, sino la luz sobrenatural, divina, la Verdadera Luz, que es sabiduría, verdad, vida, para mi alma y corazón lacerados y exhaustos por los remordimientos, que no me dan tregua.

No tengo ningún deseo de ver con los ojos este mundo hebreo tan… Sí, tan obstinadamente rebelde a Dios.  A Dios que ha sido con él y es tan misericordioso y compasivo, como no lo merecemos. Estoy contento de no verlo más. De que mi ceguera me haya librado de todo compromiso con el Templo y con el Sanedrín, tan injustos para con tu Hijo y para con sus seguidores.

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Lo que deseo ver con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi inteligencia, con la mente y el espíritu, es a Él, a Jesús. Verlo en mí, en mi espíritu. ¡Oh, Santa Madre de Dios que lo ves! Verlo espiritualmente como lo han visto Juan tan puro y Santiago, mientras vivió. Y los demás, para ayuda en su grave y obstaculizado ministerio, lo veis. Verlo para amarlo con todo mi ser y con este amor poder expiar mis culpas y recibir su Perdón.  Para poseer la Vida Eterna de la que me he hecho indigno de alcanzar…

Gamaliel inclina su cabeza sobre sus brazos que tiene apoyados sobre la mesa y llora amargamente.

María le pone una mano en su cabeza estremecida por los sollozos, y le responde:

–           ¡No! ¡Que no te has hecho indigno de la vida eterna! Todo lo perdona el Salvador a quien se arrepiente de sus errores pasados. Incluso a su traidor le habría perdonado, si se hubiera arrepentido de su horrendo pecado. Y la culpa de Judas de Keriot es inmensa respecto a la tuya. Considera esto: Judas fue el apóstol a quién recibió Jesús, a quién Él instruyó.

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A quién amó más que a nadie; si se piensa que pese a que no ignoraba nada, no lo arrojó del grupo de sus apóstoles y hasta en el momento supremo, empleó toda clase de pretextos, para que nadie pudiera comprender lo que era y lo que tramaba

Mi Hijo es la Verdad misma y no puede mentir. Pero cuando veía que los once sospechaban algo y le preguntaban de Judas; sin mentir procuraba desviar sus sospechas y no respondía a sus preguntas. Les decía que no preguntasen o que por prudencia y caridad no lo hiciesen.

Tu culpa es insignificante y aun ni siquiera el nombre de culpa tiene. Lo tuyo no es incredulidad. Tanto creíste en aquel Niño de doce años que te habló en el Templo;

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que obstinadamente, pero con recta intención nacida de tu fe absoluta en aquel Niño, en cuyos labios oíste palabras de infinita sabiduría; has esperado la Señal para poder creer en Él y ver en Él al Mesías.

Dios perdona a quien tiene una fe tan fuerte y fiel. Y perdona mucho más, a quien dudando todavía sobre la verdadera Naturaleza de un hombre acusado injustamente, no quiere tomar parte en su condena porque la siente injusta.

Tu espiritual visión de la Verdad ha crecido sin cesar desde que dejaste el Sanedrín porque no quisiste consentir en esa acción sacrílega.

Y ha crecido mucho más cuando encontrándote en el Templo, viste que se realizaba la Señal tan esperada, que marcó el principio de la Era Cristiana.

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Siguió creciendo, con aquellas potentes, angustiadas palabras, con las que oraste al pie de la cruz de mi Hijo, que estaba ya gélido y exánime.

Ha llegado casi a la perfección cada vez que con palabras o con tu abstención, defendiste a los siervos de mi hijo y no has querido tomar parte en la condena de los primeros mártires.

Créeme Gamaliel, cada uno de tus actos de dolor, de justicia, de amor, ha aumentado en ti tu vista espiritual.

Gamaliel objeta:

–           ¡Todo esto no es suficiente! Mira. Tuve gracia extraordinaria de conocer a tu Hijo desde su primera manifestación pública, hasta cuando fue adulto. ¡Debía haber visto entonces! ¡Comprendido! ¡Fui un ciego, un necio!… ¡No vi y no comprendí! Ni entonces, ni cuando tuve la gracia de acercármele, cuando ya era un Hombre y un Maestro. ¡Y de oír sus palabras que fueron siempre justas, siempre precisas y poderosas.

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Tercamente esperaba la señal humana, que las piedras se sacudieran…Y no veía que en Él, todo era una Señal. No veía que Él era la Piedra Angular anunciada por los profetas (Salmo 118, 22-23; Isaías 28,16); la Piedra que ya estremecía al mundo…  A todo el mundo, al hebreo y al gentil. ¡La Piedra que estremecía las piedras de los corazones con su palabra, con sus prodigios! ¡No veía en Él la señal evidente de su Padre en todo lo que hacía o decía! ¿Cómo puede Él perdonar tanta obstinación?

María lo mira con infinita piedad y dice:

–           Gamaliel, ¿Puedes creer que yo que soy la Sede de la Sabiduría, la Llena de Gracia y que de la Sabiduría que en mí se hizo Carne y por la Gracia que me dio y de la que estoy llena, he recibido la plenitud del conocimiento de las cosas sobrenaturales…  Puedo aconsejarte otra cosa, que no sea tu bien?

–           ¡Claro que lo creo! Precisamente porque creo que eres esto, vengo a ti en busca de luz. Tú, Hija, Madre, Esposa de Dios, el Cual, sin duda desde tu concepción te colmó de sus luces sapienciales, puedes indicarme el camino que debo tomar para tener paz, para encontrar la verdad, para conquistar la verdadera Vida.

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Pero para tener la Gracia debo entrar en la Iglesia, recibir el Bautismo que limpia de la culpa y nos hace nuevamente hijos adoptivos de Dios. Yo no me opongo a ello. ¡A1 contrario! He destruido en mí al hijo de la Ley, no puedo ya sentir estima ni amor por el Templo. Pero no quiero ser nada. Por tanto, debo edificar de nuevo, sobre las ruinas de mi pasado, el hombre nuevo y la fe nueva. Pero los apóstoles y los discípulos, respecto a mí, el gran rabí de dura cerviz, sentirán desconfianza y prejuicios…

Juan lo interrumpe diciendo:

–           Te equivocas, Gamaliel. Yo soy el primero que te quiero y reputaré como día de suma gracia el día en que pueda llamarte cordero del rebaño de Cristo. No sería discípulo de Jesús, si no pusiera en práctica sus enseñanzas. Y Él nos mandó que nos amásemos y comprendiésemos a todos. Especialmente a los más débiles, enfermos y extraviados. Nos ordenó que imitáramos sus ejemplos. Y nosotros siempre lo vimos lleno de amor hacia los culpables arrepentidos, hacia los hijos pródigos que volvían al Padre o hacia las ovejas descarriadas.

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Desde la Magdalena a la Samaritana, desde Áglae al ladrón, ¡A cuántos redimió con misericordia! Hubiera perdonado también a Judas su supremo delito, si se hubiese arrepentido. ¡Muchas veces lo había perdonado! Sólo yo sé cuánto lo amó, pese a conocía todas sus acciones. Ven conmigo. Haré de ti un hijo de Dios y hermano de Jesús el Salvador.

–           Tú no eres el Pontífice. Pontífice es Pedro. ¿Y Pedro será tan bueno como tú? Yo sé que es muy distinto de ti.

–           Lo fue. Pero desde que vio lo frágil que era, hasta el punto de ser cobarde y renegar de su Maestro, ya no es lo que era. Y tiene compasión por todos y para con todos.

–           Entonces llévame inmediatamente donde él. Soy viejo y ya demasiado me he demorado. Me sentía demasiado indigno y temía que todos los fieles de Jesús me juzgaran de la misma manera. Ahora que las palabras de María y tuyas me han confortado, quiero entrar en seguida en el Redil del Maestro, antes de que mi viejo corazón, por tantas cosas quebrantado, se detenga.

Guíame tú, porque he dicho al siervo que me ha traído hasta aquí que se marchara, para que no oyera nada. Regresará a la hora prima y para entonces ya estaré lejos. En dos sentidos: lejos de esta casa y lejos del Templo. Para siempre.

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Ante todo yo hijo rebelde, iré a la casa del Padre; yo la oveja extraviada, iré  al Redil del Pastor eterno. Luego regresaré a mi casa, para morir allí en paz y en gracia de Dios.

María con un gesto espontáneo, lo abraza y le dice:

–           Que Dios te dé paz. Paz y gloria eterna, porque lo has merecido al manifestar tu verdadero pensamiento a los poderosos jefes de Israel; sin tener miedo de sus reacciones. Dios esté siempre contigo. Que Él te bendiga.

Gamaliel busca de nuevo sus manos. Las toma entre las suyas y las besa. Se arrodilla y le ruega que ponga esas manos benditas sobre su anciana y cansada cabeza.

María lo complace. Hace incluso más. Traza la señal de la cruz sobre su cabeza inclinada. Luego junto con Juan, le ayuda a ponerse en pie y lo acompaña hasta la puerta.

Lo mira que se va guiado por el apóstol y cómo se encamina hacia la verdadera Vida. Mira a este hombre humanamente terminado, pero sobrenaturalmente vivificado.

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HERMANO EN CRISTO JESUS:

ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA