Habéis leído en mi Evangelio, el envilecimiento del hijo pródigo que dilapidó en vicios las riquezas recibidas de su padre y se redujo a la condición de guardador de puercos. Más ¿Pensáis que sea eso el summum de la abyección?
En verdad os digo que si os fuese dado subir a Mi Presencia con vuestro cuerpo y vuestros vestidos. Y uno de vosotros por la muerte que le lleva repentinamente, subiese con su vestido más sucio que el de un porquero que hubiese caído muerto en medio del establo cubierto de estiércol; no causaría tanta repugnancia a los celestiales habitantes de mi Reino, ni despertaría tanto mi enojo, como la aparición ante mi Presencia del alma de un apestado de vicios carnales.
El primero tendría una suciedad que desaparece y no es juzgada con rigor, pues es causada por su penoso trabajo, que incluso atrae sobre el honrado rabadán la bendición divina.
La del segundo es una suciedad que no desaparece: lepra del alma a la que cubrió de gangrenas fétidas, que la han corroído sin límite en el tiempo. Y así el vicioso impenitente tiene su alma digna de Satanás, por los siglos de los siglos.
Y cuando digo “vicioso” no me refiero tan sólo a ciertas formas de vicio a las que vosotros mismos las tenéis por tales y las practicáis lo mismo, por la estulticia que no sabe resistir a los estímulos del mal. Falta en vosotros mi Fe. Si la tuvieseis, venceríais a la carne. Más no la tenéis y el sentido prevalece sobre el alma.
Desterrad de vuestra mente y de vuestro corazón cuantos falsos dioses habéis en ellos entronizado comenzando por el dios de fango que sois vosotros cuando no vivís en Mí. No levantéis más altares a dioses falsos. Poned, no ya sobre altares de piedra sino sobre el altar vivo de vuestro corazón al Único y Verdadero Señor Dios vuestro.
Servidle a Él y tributadle culto verdadero de amor, de amor y de amor; vosotros, hijos que no sabéis amar y que decís palabras de plegaria. Palabras tan sólo, pero que no hacéis del amor vuestra plegaria, única que Dios agradece.
Recordad que un sincero latido de amor que salga como nube de incienso de las llamas de vuestro corazón enamorado de Mí, tiene para Mí un valor infinitamente mayor, que miles de rezos y de ceremonias hechos con un corazón tibio o frío.
Cierto que Dios debe ser amado sobre todos; pero nadie puede decir que ama a Dios si rehúsa amar a los que Dios ama.
No sabéis creer, NO sabéis amar, NO sabéis rechazar la Maldad, ni a Satanás… Y como no alcanzáis esto, logrando únicamente aumentar la confusión sobre la tierra y en las conciencias; tampoco sabéis crear para vosotros en vuestro interior esa Fe sin la cual es inevitable el error. Os extraviáis. Os fabricáis religiones; mas no tenéis la Religión.
Amáis a un hijo, al marido, a un pariente… Más que a Dios y perdéis el amor y el respeto a Dios si os lo arrebata.
Amáis y hasta veneráis como a un dios a cualquier hombre desgraciado que se autoproclama “dios”, siendo tres veces más fango que vosotros. Y dobláis ante él, no ya la espalda -esto sería poco mal- sino vuestro criterio. Y sobre todo, vuestra conciencia. Pecáis por agradarle.
Si llego a disculpar a quienes pecan por amar desordenadamente a un familiar; no perdono a quien se vende y vende su conciencia a una potestad contraria a Dios.
Es preciso ser hijos de Dios haciendo frente a los tiranos y arrostrarlo todo, antes que quemar la propia alma delante de los ídolos de barro. Cuando el hombre pierde el culto santo del verdadero Dios y cae en la idolatría de seres iguales o inferiores a él, adulterando en sí mismo la joya admirable que le hace semejante a Dios, todo se deprava en él.
Y no resulta exagerado decir que el tiempo en el que os encontráis, es un campeón de tal depravación, puesto que ninguna le falta. Pensáis ‘¿Qué cosa es aquel defecto, esa costumbre amoral? Nada: una nimiedad. ¿Pecado grave? ¡Qué va…! ¿Pecado venial? ¡Ni mucho menos! Una simple imperfección debida a la vida agitada de hoy o a la imposición de un complejo de circunstancias’
Sois amorales tanto unos como otros y no os preocupáis de Dios. Eso es todo.
Y sobre todo, no apliquéis el término “dios” a criatura alguna humana, a la que améis con hambre de sentido o devoción de la mente.
A Uno sólo ha de aplicarse dicho Nombre: a Mí. Y a Mí se me debe decir con amor, con fe y con esperanza. Tal Nombre será así vuestra fortaleza y vuestra defensa.
Haced lo que os he dicho, derribando las tres concupiscencias, dándole un nombre claro a vuestro vicio, como claro es Dios al deciros: “No hagas esto o aquello”.
Es inútil entrar en sutilezas acerca de las formas. Quien tiene un amor más fuerte que el que da a Dios, cualquiera que sea este amor, es un idólatra.
Quien nombra a Dios, profesándose su siervo y luego lo desobedece, es un rebelde. Quien mata, es siempre asesino. Quien fornica es siempre lujurioso. Quien roba es siempre un ladrón.
Quien desea para sí lo que no es suyo, es siempre un glotón que padece la más abominable de las hambres. Quien profana un tálamo, es siempre un inmundo.
La envidia no es caridad: es anticaridad. Quien desea descomedidamente las cosas de los demás es envidioso y no ama. Contentaos con lo que tenéis.
Pensad que bajo la apariencia de alegría a menudo se encuentran dolores que Dios ve y que se os ahorran a vosotros, aparentemente menos felices de quienes envidiáis. Qué si por otra parte, el objeto de vuestro deseo es la mujer o el marido del prójimo, sabed entonces que unís al pecado de envidia los de lujuria y adulterio.
Con eso cometéis una triple ofensa a la Caridad contra Dios y contra el prójimo.
¿Creéis no haber merecido sufrir lo que estáis sufriendo? ¿Seréis tal vez, monstruos perfectos de soberbia, seréis acaso tan perfectos que podáis autoproclamaros sin culpa alguna que expiar? Mirad atrás, a vuestro pasado… Y no digáis: “No he matado ni robado”.
No son éstas las únicas culpas merecedoras de castigo. No roba tan sólo el que se aposta en un pasadizo y asalta después al transeúnte. ¡Oh, se roba de tantas maneras!
¡Y se roban tantas cosas que no son precisamente dinero!
El que quita el honor y la paz a una mujer y niega su paternidad al bastardo nacido por él, ¿No roba acaso?
Sí. Comete dos hurtos y de los más graves y maldecidos por Mí. Y éstas son las cosas más graves, ya que después de ellas…
El adúltero es un ladrón, porque defrauda al compañero de su derecho y le roba una confianza de la que no es digno. Además de que al no saber dominar el apetito de la carne y al saciarse en su hambre depravada; no sólo matan el amor, sino muchas veces también el alma del cónyuge, al hundirlo en la desesperación.
Y ante los ojos de Dios es peor el asesinato espiritual, que el que tomando una arma de fuego, comete el delito de vaciar una descarga y priva de la existencia a una persona, muchas veces obligados por las circunstancias.
El Adulterio es un asesinato premeditado y traidor, que destruye las vidas de todos los vinculados a él. Porque aquel que roba la paz y el honor a una mujer y luego niega la paternidad al bastardo que ha engendrado; comete los latrocinios más graves y maldecidos por Dios…
Comete un gran error, tanto el que se escandaliza de una ley puesta por Dios para perpetuar el Milagro de la Creación y generalmente no son éstos los más castos sino los más hipócritas.
Porque los castos no ven en el acto sexual más que la santidad del fin, mientras que los otros piensan en la materialidad del acto.
Como aquel que con ligereza culpable cree poder saltar impunemente por encima de mi prohibición de pasar a nuevos amores, cuando el primero no quedó disuelto por la muerte.-
Y se olvidan que la Maldición de Dios siempre acompaña el Adulterio; porque es un gravísimo pecado contra el Amor.
Cuando llega por fin el momento en el que la mujer deja la casa paterna y entra en la del esposo para ser “una sola carne con él” conforme al mandamiento antiguo (Gn 2, 24)
Y para siempre, según mi nuevo mandato que dice: “Lo que Dios unió no puede, por motivo alguno, separarlo el hombre” (Mt 19, 5-6).
Porque separar equivale a incitar al Adulterio y el pecado de Adulterio; lo comete no sólo el que peca materialmente, sino también el que produce las causas del pecado poniendo a una criatura en condiciones de pecar.
Y esto no es sólo por los maridos que abandonan a sus mujeres y para las mujeres que se separan de sus maridos; sino también para los parientes de una y otra parte, que por perversa intención y egoísmo, meten cizaña entre dos cónyuges.
O para esos sucios amigos de casa que con mentiras o simplemente, instigando un mal humor que si no fuera alimentado, desaparecería. Crean entre los esposos los fantasmas que vuelven insoportable la convivencia.
Pues si los esposos viviesen aislados en el círculo de su afecto y de su amor por los hijos; el 90% de las separaciones conyugales no existirían.
Puesto que los mismos motivos de incompatibilidad que se aducen para obtener una separación entre cónyuges, los hay entre todas las convivencias: entre padres e hijos, entre parientes, entre hermanos y hasta entre amigos que se reúnen.
Y en todas estas relaciones no se impone el llegar a una ruptura tan drástica, como la facilidad con que se rompe el vínculo matrimonial, que es una unión indisoluble en cualquier evento y con todo el desastre familiar que esto implica.
El único motivo natural que justifica esta separación, es el Adulterio.
Jamás deberíais ser infieles, jamás. Ahora bien, es el único motivo posible de separación; mirado, no desde mi punto de vista, sino del vuestro. Ya que el punto de vista sobrenatural y ante Dios, cuando uno de los dos ha faltado, doble deber tiene el otro de ser fiel; para no privar a los hijos del afecto y del respeto.
Afecto de los padres a los hijos. Respeto de los mismos, hacia los padres. Y aquel o aquella que no sabiendo perdonar, alejan al culpable y deciden quedarse solos, difícilmente podrá permanecer solo y pasará a su vez a ilícitos amores, cuyas consecuencias caen inmediatamente sobre los hijos y sobre su moralidad futura”.
Por eso digo Yo: “El matrimonio cristiano es indisoluble y por ningún motivo es lícito al cristiano separar, lo que un Sacramento unió en el Nombre de Cristo”.
Y ante esto, es adúltero y maldito aquel que rompe una unión antes querida, por capricho carnal o por intolerancia moral; aduciendo que el cónyuge se ha vuelto una carga y causa tanta repugnancia, que ya no se soporta.
Dios ha dado al hombre reflexión e inteligencia para que lo use. Y más debieron ser usados en algo de tanta importancia, como lo es la formación de una nueva familia.
Y si en un principio se erró por ligereza o por cálculo; es necesario después soportar las consecuencias; para no crear mayores desgracias que recaen especialmente sobre el cónyuge más bueno y sobre los inocentes que son llevados a sufrir más de lo que la vida comporta y a juzgar a aquellos a quienes Dios hizo injuzgables por precepto: el padre y la madre.
Y si fueseis cristianos verdaderos, la virtud del Sacramento trabajaría para hacer de los cónyuges una sola alma que se ama en una sola carne.
Pero cuando solo se es cristiano de nombre, terminan siendo dos fieras que se odian, atadas por una misma cadena.
Adúltero y maldito es aquel que con fingimiento obsceno, tiene dos o más vidas conyugales y regresa a casa junto al otro cónyuge y junto a sus inocentes, con la fiebre del pecado en la sangre y el olor del vicio sobre sus labios mentirosos. Profanan sus hogares y los corazones de sus hijos con su pecar.
Pues bien, sois adúlteros o hipócritas. Y lo sois a los ojos de vuestros hijos que os parece que no ven, pero que lo ven todo y a los que escandalizáis dándoles pie para que os juzguen.
Yo veo, siento y anoto. Y constituye mi dolor no poder intervenir, porque cuando intervengo, vosotros frustráis mi intervención con vuestra maldad. Estáis tan envenenados que el bien, lo transformáis en mal.
Dios no reprueba el matrimonio. Tan es así que Yo hice de él un Sacramento. Y no hablo aquí del matrimonio como Sacramento, sino del matrimonio como unión, cual Dios Creador lo hizo creando varón y mujer; para que se uniesen formando una sola carne que una vez unida, ninguna fuerza humana puede ni debe separar.
Yo, viendo vuestra dureza de corazón cada vez mayor, cambié el precepto de Moisés sustituyéndolo por el Sacramento; con el fin de proporcionar una ayuda a vuestra alma de cónyuges contra vuestra carnalidad de animales y un freno contra vuestra ilícita facilidad de repudiar lo que primero elegisteis, para pasar a nuevas uniones ilícitas con daño de vuestras almas y de las almas de vuestras criaturas.
Le dice el ángel a Tobías: “Te enseñaré quiénes son aquellos sobre los que tiene poder el demonio (Tobías 6, 16 Vulgata)”.
¡Oh, cuántos son ciertamente los cónyuges, que desde el primer momento de su unión, se encuentran bajo el poder del demonio!
Y ¡Cuántos aun antes de ser cónyuges! Porque, desde el momento en que se deciden a tomar un compañero o una compañera, no lo hacen con un fin recto; sino con cálculos fraudulentos en los que dominan el egoísmo y la sensualidad. Y abrazan el estado conyugal, dispuestos a apartar a Dios de sí y de su mente, para entregarse a la libídine. (Tobías, 6, 16-22; 8, 4-10 y 15-17 Vulgata).
Cuando un motivo honesto cualquiera os aconseje no acrecentar el número de hijos, sabed vivir como esposos castos y no como monas lujuriosas. ¿Cómo queréis que el ángel de Dios vele vuestra casa cuando hacéis de ella un antro de pecado? ¿Cómo queréis que Dios os proteja si le obligáis a desviar su mirada de vuestro tálamo contaminado?
El ángel le enseña a Tobías que, haciendo preceder al acto sexual con la oración, éste resulta santo, bendito y fecundo en prole y goces verdaderos (Tobías 4, 12).
¿Comprenderá alguien esta doctrina celestial que trata de enseñaros la grandeza de la creación en el complemento del hombre con la mujer? Cuántos os reiréis de ella sin saber que de vuestra estulticia se ríe Satanás, que gracias a vuestra incontinencia y a vuestra bestialidad, ha logrado trocar en cadena para vosotros, lo que Dios hizo para vuestro bien: el matrimonio como unión humana y como Sacramento.
Os repito las palabras de Tobías a su mujer: “Nosotros somos hijos de santos y no podemos unirnos como los gentiles que no conocen a Dios” (Tobías 4, 12).
Que ellas sean norma vuestra. Y por más que hubierais nacido en donde la santidad se encontraba ya muerta, el Bautismo siempre habrá hecho de vosotros hijos de Dios y al hacer este ejercicio santo, tendréis entonces “una descendencia en la que se bendecirá el nombre del Señor y se vivirá en su Ley”
Cuando se precede con la Oración el acto sexual, éste se vuelve santo, bendito y fecundo de alegrías verdaderas y de prole; porque éste es el objetivo de la unión humana, teniendo presente a Dios en todo momento.
Dios no es un carcelero opresivo. Es un Padre Bueno que se alegra con las honestas alegrías de sus hijos y a sus santos acoplamientos, responde con bendiciones celestes a lo que Dios creó para nuestra bienaventuranza: el matrimonio como unión humana y como Sacramento.
Y los hijos de los santos no pueden unirse como los gentiles que no conocen a Dios.
El Bautismo ha hecho de vosotros hijos de Dios, que es el Santo de los santos y como tales debéis regular vuestra vida. Y cuando los hijos viven en la Ley Divina que enseña virtud, respeto y amor, los primeros que gozan son los afortunados engendradores: los cónyuges santos que saben hacer del connubio un rito perpetuo y no un vicio oprobioso.
Pues Dios no hizo al hombre y a la mujer para que llegaran al cansancio y a la náusea en sus vicios y pervirtieran la misión de procreadores a la que Dios los llamó.
Reniegan las mujeres contra la culpa de Eva, cuando sufren. Y maldicen el pecado de Adán los hombres, cuando se fatigan.
Pero la Serpiente está todavía entre vosotros, en el interior de vuestras casas y os enseña con su constrictor y baboso abrazo, el susurro de la inmoralidad que los hace repudiar la misión creativa.
Porque ¿Acaso no es un vicio entregarse a la sensualidad hasta el hastío negándose a la paternidad y a la maternidad con medios maldecidos por Dios?
Hay que ser abstinentes cuando se teme no tener vestido y comida para los que nacerán.
La castidad no es privativa de los vírgenes. Y hay que ser castos en el interior de nuestras casas, tanto como fuera de ellas. Pues nada le es desconocido a Dios.
Hay que dejar para los hijos de Satanás, ciertos pecados ocultos. No seamos inferiores a los brutos que comprenden la belleza del procrear y saben imponerse un freno cuando la estación es adversa. Y no hay alimento para sus pequeñuelos.
Porque no es negando el nacer de una nueva vida, cómo se aumentan las riquezas y el bienestar. Éstos como de una criba sin fondo, se escapan en mil riachuelos; porque otros vicios y pecados darán asalto a las posesiones causando que sean pobres en el mundo y en el Cielo por culpa propia.
Hay que recordar los Mandamientos y las Palabras de Jesús. A quién vive en Dios, Dios le provee.
Pero muchos abrazan el estado conyugal de tal modo, que sacan a Dios de sí y de sus mentes para abandonarse a la libídine. Estos matrimonios se convierten en sacrilegio y sobre ellos domina Satanás.
Y entonces ¿Cuál es la diferencia entre el lecho del pecado y el tálamo de dos cónyuges que no rehúsan el deleite del placer, pero sí rechazan a la prole? No hay que hacer equilibrismos de palabras y razonamientos sucios. La diferencia es muy poca.
Cuando por enfermedad o imperfecciones es aconsejable no tener hijos entonces es mejor ser abstinentes y privarse de aquellas satisfacciones estériles que sólo apagan el deseo y sacian un apetito que puede ser dominado.
Si al contrario, ningún obstáculo se interpone a la procreación, tampoco hay que hacer de una ley natural y sobrenatural, un acto inmoral desviándola de su objetivo.
Cuando cualquier reflexión honesta aconseja no aumentar la prole, hay que saber vivir como esposos castos, siguiendo las normas que enseña la Iglesia y que permite gozar del matrimonio sin obligar a Dios a que desvíe disgustado la mirada, de un tálamo sucio y profanado.
La Iglesia admite la paternidad responsable, con la regulación natural basada en los días infértiles de la mujer. Asimismo, también es lícito el placer sexual, como intercambio exquisito de dos seres en una carne, por el simple deleite placentero del amor.
¡Cuánta miseria hay en las familias que se forman sin preparación sobrenatural! ¡Las familias de las cuales está descarriada toda búsqueda de la Sabiduría divina y donde al contrario, se escarnece la Verdad que enseña lo sagrado que es el matrimonio y su realidad como Sacramento.
Miserables familias que se forman sin ningún pensamiento dirigido hacia lo Alto, sino únicamente bajo el impulso de un apetito sensual y de una reflexión financiera.
Cuantos cónyuges hay que después de la inevitable costumbre de la ceremonia religiosa, donde no hay aspiración del alma de tener a Dios consigo en un momento tan crucial; no tienen más un pensamiento para Dios y se olvidan totalmente de ÉL, como si al caminar nuevamente por la senda florida que lleva a la salida de la Iglesia, al terminar la celebración del rito; también hubiese terminado todo lo que significa recibir el Sacramento Matrimonial.
Pero es en la Bendición Nupcial donde da inicio todo y persiste, cuánto perdura la vida de los cónyuges, así como la consagración, no persiste lo que dura la ceremonia religiosa, sino permanece toda la vida del que hace los votos.
Por eso los cónyuges que tienen en cuenta solamente el compromiso social que representa una boda religiosa, hacen del Sacramento un festín y del festín, un desfogue de bestialidad. ¿Cómo se puede tener así la protección de Dios y pretender que los ángeles velen sobre una casa convertida en un antro de pecado?
No se trata de ser mojigatos. El matrimonio no ha sido reprobado por Dios, puesto que ÉL mismo lo convirtió en un Sacramento. Los defectos y las costumbres amorales, ya ni siquiera se consideran pecados. Sino ‘pequeñas’ imperfecciones originadas por las exigencias de la vida de hoy y las imposiciones de un complejo de circunstancias que han llevado a perder la noción entre el bien y el mal, haciendo imprecisa su delimitación.
Y esta amoralidad se recrudece por la absoluta ausencia de Dios en nuestras vidas; para satisfacer a las exigencias y a los caprichos del epicureísmo familiar, de la vanidad social o personal.
Porque ¿Qué hay de malo en hacerle un poquito la corte a aquella hermosa señora y que ésta también coquetee un poco? Es quitarle a la vida la monotonía. Después volveremos a ser amigos como antes. Es sólo un poco de diversión sin consecuencias. No es necesario ser puritanos.
¿Qué hay de malo en emanciparse de los padres, del marido, de la esposa y ser independientes haciendo la propia vida cómo más nos place? La rutina mata el matrimonio.
Y la motivación substancial y totalmente egoísta, busca hacer del matrimonio una utilidad para tener una enfermera y una sierva en la mujer. Y un proveedor en el marido, para todas las necesidades y caprichos; pero no con una misión de procreación o elevación mutua.
Los hijos es mejor que no vengan o que vengan limitados a los intereses egoístas. Son cargas pesadas. Son elementos de rencor entre los parientes ‘A’ o ‘B’ o entre los mismos hijos que los han precedido.
Y cuando los hijos logran nacer, son atendidos por la nodriza, la niñera, la institutríz, la guardería, el colegio o el internado.
Si se disponen de bienes, son llenados de satisfactores materiales. Si son pobres, son explotados desde la infancia.
Así es como se llega a ser homicidas de las almas de los hijos. Porque por más que un colegio sea bueno o perfecta una institutriz, no podrán suplir nunca a los padres con aquellos hijos que están fuera de una verdadera familia y no reciben aquel amor auténtico; porque nadie puede dar lo que no tiene y estas raíces no existen en los padres.
¿Y cómo pueden aquellos hijos comprenderlo? Y de esta forma se vuelven extraños unos a otros.
¿Qué sociedad puede venir de pueblos cuya primera forma de sociedad: La Familia; es una cosa árida, muerta y dividida?
El resultado final es una anarquía en la que cada uno sólo piensa en sí mismo, cuando no está pensando en perjudicar a los demás.
Y las monedas que se economizan negando a un hijo el que nazca, no permanecen en la cartera. Es carcoma que destruye la sustancia, porque esto que no gastamos en un hijo, se gasta más de tres veces, aumentado en diversiones y lujos inútiles y nocivos.
Entonces, ¿Para qué casarse, si no se quiere tener hijos? ¿A qué cosa queda reducido el Tálamo? La respuesta sincera escandalizaría a muchos si quedara escrita en esta línea. Pero la inteligencia humana puede darla, cuando la prudencia debe callarla.
La inmoralidad, el Adulterio y la Hipocresía, se disfrazan de decencia. Y muchas veces se cometen bajo la mirada de los hijos que parece que no vean; pero ven y se dan cuenta de todo. De esta forma los escandalizamos y los obligamos a juzgarnos y a trasgredir el Cuarto Mandamiento…
La indignidad humana puede cegar a los humanos. Hay que recordar que Dios ve claramente todo, hasta lo más profundo de nuestra personalidad.
Y ÉL ve la realidad de ciertas ‘miserias’ que degradan hasta lo más perverso y las causas que las producen. En la mano que mata, con el impulso que llevó a matar, pecando contra la creatura nacida de nuestra insidia y de nuestra lujuria, con el Infanticidio.
NADA JUSTIFICA EL ADULTERIO
Ni el abandono y la enfermedad del cónyuge; ni mucho menos su carácter más o menos odioso.
La mayoría de las veces es la lujuria que inflama la pasión culpable, la que hace ver odioso al compañero a la compañera. Y se quieren ver así para justificarse a sí mismos, en su conducta vergonzosa y que su conciencia les reprocha.
Digo y no me retracto, que es adúltero y maldito no sólo quién consuma el Adulterio, sino quién desea consumarlo en su corazón; porque mira con hambre de los sentidos a la mujer o al hombre que no son suyos.
Y también es adúltero aquel que con su modo de actuar pone en condiciones de ser a su vez adúltero, al otro cónyuge.
Y aquí es doblemente adúltero ante Dios. Y responderá por su alma perdida y por aquella que ha llevado a perderse con su indiferencia, villanía e infidelidad.
Dios creó para los niños la familia y los viciosos que profanan sus hogares y los corazones de sus hijos con su pecar, tarde o temprano deberán recordar amargamente, que no se atraen impunemente las maldiciones divinas y que no son solo formas de expresión; pues tanto en esta vida como en la otra, se expían muy duramente las trasgresiones al amor.
El mundo se derrumba en ruinas, porque primero se arruinaron las familias.
Los ríos de sangre que nos sumergen han resquebrajado sus diques en los particulares vicios que han empujado a los gobernantes y a los ciudadanos, para ser ladrones y prepotentes, por tener dinero y gloria para sus libídines.
Los hijos nacidos fuera del matrimonio, cuando salen de las nieblas de la infancia y comienzan a pensar, sufren por su condición de hijos no deseados y de ilegitimidad. Aunque tengan pan y techo, no son felices sólo por tener comida o bienestar material.
Y en su sufrimiento de bastardos, se vuelven injustos y malos. Injustos hacia Dios y malos hacia los hombres que son iguales a quienes los generaron para condenarlos a una suerte vergonzosa.
Y sólo Dios sabe las lágrimas y las rebeliones de estas pobres creaturas a las que se les ha negado una verdadera familia. Y las lágrimas las recoge mi Amor Redentor y las rebeliones las compadece mi Misericordia. La Justicia no es severa con estos pobres hijos generados al llanto y a la vergüenza; porque mi Severidad se dirigirá a los que los engendraron para tal suerte.
Los hijos que no han sido deseados, llevan una insaciable hambre de caricias; porque los padres que los han rechazado desde antes de nacer, nunca saben amarlos después de nacidos y siempre los rechazan.
Son los hijos de la Lujuria y no del Amor.
Y los hijos de la lujuria tienen además el estigma de ser los espíritus más deformes; porque se les ha negado premeditadamente la protección de la Gracia y del Sacramento.
Y se agrava su situación al negárseles además el Amor al que Dios les dio derecho y una familia sana para su crecimiento. La palabra RECHAZO es una llaga muy dolorosa en su corazón y la clave de su conducta durante toda su vida.