F40 LAS PEQUEÑAS HOSTIAS
LA ENTREGA
Los mártires saludan y se despiden de los que se quedan…
Gael, un jovencito se arrodilla para recibir la bendición de Mía, su madre. Después ella le dice con un suspiro:
– Bendito tú que ascenderás con la corona del doble martirio… Bendíceme ahora tú a mí….
Gael se toca una de las heridas producidas por el zarpazo de un tigre y con su sangre hace lo mismo que Emma, una niña como de diez años que con su sangre como si fuera un crisma, marca una crucecita en la frente de Jennifer, su madre; a la que deja para marchar alegremente a la hoguera.
Nathan, abraza a los dos compañeros de armas. Y les dice:
– Alegraos conmigo, voy a la conquista de un Reino eterno… Ojalá decidierais uniros a mí en la Fe y conozcáis la verdadera dicha de morir amando.
Jeffrey un anciano, besa a su hija moribunda y se aleja decidido.
Todos antes de salir obtienen la bendición del sacerdote Jonathan.
Los pasos que van a la muerte se alejan por el corredor…
Los que han sido comisionados para escoltar a los prisioneros, preguntan a los dos soldados:
– ¿Os quedáis aquí vosotros?
Ellos contestan:
– Sí. Nos quedamos.
– ¿Por qué? Es… peligroso. Esta gente corrompe a los ciudadanos fieles.
Ambos soldados se encogen de hombros.
Y los intendentes se van, al mismo tiempo que penetran los fosores con sus camillas para llevar afuera a los muertos.
MARTIRIO Y MUERTE DE FABIO Y DE CÁSTULO
Se produce un poco de confusión, porque junto con los fosores, han entrado también los parientes de los muertos y los moribundos, produciéndose lágrimas y adioses que se cruzan unos y otros.
Los dos soldados aprovechan esta circunstancia para decirle a un niño:
– ¿Cómo te llamas?
– Kevin.
– Fíngete muerto y te pondremos a salvo.
Kevin los mira con una infantil severidad y les dice:
– ¿Traicionaríais vosotros al emperador poniéndoos a salvo mientras él puso su confianza en vosotros para su gloria?
Los dos militares contestan al mismo tiempo:
– ¡Niño!…
– Ciertamente que no.
– Pues tampoco traiciono yo a mi Dios, que murió por mí en la Cruz.
Los dos soldados se miran verdaderamente estupefactos y se preguntan:
– ¿Pero quién les infunde tanta fortaleza?
Y después, con el codo apoyado en la pared, para sostenerse la cabeza, continúan observando meditabundos…
Regresan los intendentes con esclavos y camillas y dicen:
– Aún son pocos para la hoguera. A ver… los menos heridos que puedan sentarse.
¡Los menos heridos!…
Quién más, quién menos, todos están agonizando y ya no pueden sentarse, pero las voces suplican:
– ¡Yo!
– ¡Yo!
– ¡Yo! Con tal de que me llevéis…
Escogen otros once…
Louanne, una joven que fue triturada por la boa, suspira:
– ¡Dichosos de vosotros!
Samantha; otra que agoniza después del ataque de una pantera le dice a otra que estaba junto a ella y con la que una leona solo jugó:
– ¡Ruega por mí, Rosalía!
Marlon, un jovencito dice a otro que destrozó un leopardo:
– ¡Adiós, Christopher!
Jerónimo dice, besando a Matilda:
– ¡Madre, acuérdate de mí!
– ¡Nos encontraremos en el Cielo!
Y corre jubiloso hacia la salida.
Mariana se despide de Lorenzo, un joven que agoniza por el ataque de un león:
– ¡Hijo mío, cuando estés en el Cielo, llama pronto a mi alma!
Carolina le dice a Ian:
– ¡Esposo mío, que la muerte te sea dulce!…
Y sale feliz al encuentro con el fuego…
Se entrecruzan los saludos y las despedidas.
Y los intendentes se llevan las camillas…
El sacerdote Jonathan, que se encuentra lívido y a punto de morir, hace acopio de todas sus fuerzas para decir:
– Sostengamos a los mártires con nuestra plegaria y ofrezcamos el doble dolor de los miembros y del corazón que se ve excluido del martirio, por ellos. Pater Noster…
Apenas ha concluido la Oración sublime, cuando llega Mauricio corriendo jadeante y al ver a los dos soldados se para en seco y contiene el grito que ya estaba a punto de salir de sus labios.
Los dos legionarios le dicen:
– Puedes hablar, hombre; que no te traicionaremos.
– Nosotros, soldados de Roma, pretendemos ser soldados de Cristo.
Jonathan exclama:
– La sangre de los mártires fecunda la gleba.-Y dirigiéndose a Mauricio, le pregunta-¿Traes los Misterios?
Mauricio responde:
– Sí. He podido dárselos a los otros, momentos antes de que se los lleven a la hoguera. ¡Helos aquí!
Los soldados contemplan admirados la bolsa púrpura que el otro extrae de su seno.
Jonathan grita:
– ¡Soldados! Vosotros que os preguntáis dónde encontramos la fortaleza: ¡Aquí la tenéis! ¡Éste es el Pan de los fuertes! ¡Éste es el Dios que entra a vivir en nosotros! Este…
Lo interrumpe el grito de Grace, anhelante ante los espasmos del ahogo final:
– ¡Pronto! ¡Pronto, padre que me muero!… Dame a Jesús… Y moriré feliz…
Jonathan se apresura a partir el Pan, para dárselo a la jovencita, que después de recibirlo se recoge quieta, cerrando los ojos.
Fabio suplica:
– A mí también… Y después llamad a los criados del Circo. Yo quiero morir en la hoguera... –borbollea un niño como de seis años, que tiene la espalda lacerada y rasgada la mejilla desde la sien hasta el cuello que sangra abundantemente…
Jonathan pregunta:
– ¿Puedes tragar?
– ¡Puedo! ¡Puedo!… No me he movido, ni hablado para no morir… Antes de recibir la Eucaristía. La esperaba… Ahora…
El sacerdote le da una miguita del Pan Consagrado, que el niño trata de tragar sin conseguirlo…
Uno de los soldados se inclina compasivo y le sostiene la cabeza. Mientras el otro, habiendo encontrado en un rincón un ánfora que contiene todavía un poco de agua, procura ayudarlo a tragar, instilándole el agua en los labios, gota a gota.
Mientras tanto Jonathan parte las Especies que distribuye a los que tiene cerca y después, les suplica a los soldados que lo transporten para distribuir la Eucaristía a los moribundos…
Por último, hace que le vuelvan a poner en el lugar donde estaba y dice:
– Que nuestro Señor Jesucristo os recompense por vuestra piedad.
El pequeño Fabio que se esforzaba por tragar las Especies, sufre un ahogo y se agita…
Uno de los soldados lo toma compadecido entre sus brazos, más al hacerlo, un borbotón de sangre, brota de la herida del cuello, bañándole la lóriga reluciente.
– ¡Mamá! ¡El Cielo! Señor… Jesús… –el cuerpecito se abandona y el niño expira.
Los soldados exclaman:
– ¡Ha muerto!
– ¡Y sonríe!…
– ¡Paz al pequeño Fabio! –dice Jonathan, que va palideciendo siempre más.
– ¡Paz! –suspiran los moribundos.
Los dos soldados hablan entre sí…
Después, uno de ellos dice:
– Sacerdote del Dios Verdadero, termina tu vida admitiéndonos en tu milicia.
Jonathan responde fatigosamente:
– No en la mía… sino en la de Jesucristo… Más… no es posible… porque antes… hay que ser… catecúmenos.
Ellos objetan:
– No. Porque sabemos que en caso de muerte, se puede administrar el Bautismo.
El anciano jadea:
– Vosotros… estáis… sanos…
Los dos replican:
– Nosotros estamos a punto de morir, porque… Con un Dios como el vuestro, que os hace santos, ¿A qué continuar sirviendo a un hombre corrompido?… Nosotros queremos la gloria de Dios. Bautízanos. Yo soy Fabio como el pequeño mártir y mi compañero es Nathan, como nuestro glorioso compañero de armas… Y enseguida volaremos a la hoguera. ¿Qué valor puede tener la vida del mundo, una vez que hemos comprendido vuestra vida?
El sacerdote suspira y dice:
– Ya no hay agua… ni líquido alguno… –Jonathan se queda quieto y pensativo, como si oyera una voz interior. Y luego, formando un hueco con su mano trémula, recoge la sangre que gotea de su atroz herida y ordena- ¡Arrodillaos!… Fabio, yo te bautizo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Nathan, yo te bautizo, en el Nombre del Padre. Del Hijo y del Espíritu Santo… El Señor esté con vosotros… Para la Vida… Eterna… Amén…
Al decir estas palabras… los ha aspergeado con su sangre.
Cuando la Oración termina, el sacerdote también ha terminado su misión de sufrimiento y su vida… Ha muerto.
Los dos soldados lo contemplan… Luego observan por algún tiempo a los que van muriendo lentamente… serenos y sonrientes en medio de su agonía… Arrebatados por el éxtasis Eucarístico.
Luego Nathan el mayor, dice al otro:
– Vamos Fabio… ¡No esperemos ni un momento más! ¡Con tales ejemplos, es segura la Vida! ¡Vamos a morir por Cristo!
Y marchan veloces por el corredor, al encuentro del martirio y de la gloria. Cuando llegan a donde están los otros cristianos reunidos para ser conducidos a la hoguera, también ellos reciben de manos del diácono Máximo, el Pan de los ángeles y experimentan por primera vez, la sensación sublime de tener a Dios dentro de sí.
Nathan oye la confesión de Fe de sus antiguos camaradas y su sonrisa se vuelve más radiante al exclamar:
– ¡Alabado sea Jesucristo! Vamos a pelear el Combate Final…
En la estancia que acaban de abandonar, los gemidos se van haciendo cada vez más tenues y escasos…
En el circo, todos los espectadores guardan silencio y escuchan atentos porque Nerón está cantando su Troyada…
Simultáneamente, en otro vasto salón en los subterráneos del Circo, donde la luz entra a duras penas por dos pequeñas aberturas al nivel del suelo y que sirven para que también entre el aire. Están los prisioneros cristianos que han traído de las cárceles para completar el espectáculo.
Son personas de todas las edades y condiciones sociales. El lenguaje es pronunciado con variación de estilos, según sean patricios o esclavos. Y mezclado al latín vulgar, se oye el griego, español, tracio, etc.
Pero si diferentes son los trajes y los acentos; los espíritus son iguales y están unidos por la Caridad. Ellos se aman sin distinción de raza o de nación. Se aman y buscan servir y ser de ayuda, unos para otros.
Los patricios de ricos vestidos, cuidan de los pobres, vestidos humildemente. Los más fuertes ceden los puestos más secos o menos incómodos, a los más débiles. Y los abrigan con sus vestidos y togas, permaneciendo ellos con la túnica corta que cubre el pudor. Usan togas y mantos para hacer con ellos colchones, almohadas o para cubrir a los enfermos que tiemblan por la fiebre, o están heridos por las torturas.
Los más sanos cuidan a los más enfermos, dándoles de beber con amor un poco de agua o vendando las heridas con pedazos de tela arrancados a sus vestidos… Curando los miembros dislocados y lacerados. Mojando las frentes, ardientes por la fiebre. Y de vez en cuando, entonan en un canto suave, el Pater Noster y los salmos que hablan de amor y de esperanza…
Un niño gime en la semioscuridad y el canto se suspende…
Dimitry pregunta:
– ¿Quién llora?
Stanislao, contesta:
– Es Cástulo. La fiebre y la quemadura no lo dejan descansar. Tiene sed y no puede beber, porque el agua lastima sus labios quemados por el fuego.
Georgiana, una patricia de aspecto imponente y voz suave, dice:
– Aquí hay una madre que ya no puede darle la leche a su pequeño.
El sacerdote Pawel ordena:
– Lleven a Cástulo con Plautina.
Se levanta Stefan, un fornido hombre moreno y lleva con gran cuidado entre los brazos al niño de siete años, que está vestido con una tuniquita recamada de finas grecas, sucia y manchada de sangre.
Plautina se sienta en una piedra adosada a la muralla, que el anciano Matthew le cede… Y se acomoda de tal forma que el niño pueda estar cómodo en sus brazos. Luego dice al portador del pequeño mártir:
– Dámelo Stefan. Y que Dios te lo recompense.
Cuando Stefan lo deposita con mucho cuidado, queda al descubierto el rostro totalmente quemado del pobre niño martirizado. Cástulo es el hermoso chicuelo que consolara a Marco Aurelio en el Tullianum y después que lo suspendieran sobre las parrillas en el Circo, ahora se ve monstruoso…
Sólo unos pocos cabellos quedan detrás de la cabeza. Adelante, la piel ha desaparecido por el fuego. No más frente, ni mejillas, ni nariz. Toda la carne es una viva tumefacción. Parece como si la hubiera corroído un ácido. En el lugar de los ojos están dos llagas horripilantes y los labios son otra llaga que forma un agujero deforme. Este es el resultado de haberlo tenido inclinado sobre las llamas, únicamente con el rostro; porque la quemadura termina bajo el mentón…
Plautina se abre la túnica y hablando con el amor de una verdadera madre, se exprime su redonda mama llena de leche y hace destilar las gotas sobre los labios del pequeño que no puede sonreír, pero que le acaricia la mano para mostrarle su alivio.
Y luego, después de haberlo saciado; hace caer más leche sobre el pobrecito rostro, para medicarlo como si fuera un bálsamo. Es sangre de madre convertida en alimento y que da el amor por otra, que ha perdido a su hijo…
Plautina los ha perdido a todos… sus siete hijos y su esposo murieron martirizados en la arena, prácticamente repartidos en todas las formas de suplicio. A ella no la tocaron las fieras, porque ya se habían hartado…
El niño no gime más. Refrescado, calmado su sufrimiento y arrullado por la mujer, se adormece respirando afanosamente. Plautina parece una madre dolorosa, tanto por la postura, como por la expresión. Mira al pequeño como si fuese verdaderamente su criatura y las lágrimas ruedan por sus mejillas. Gira la cabeza hacia atrás, para impedir que caigan sobre aquella carita que está totalmente quemada.
El canto se reanuda, dulce y melancólico…
La voz de Killian, otro sacerdote; interrumpe en el fondo de aquel lugar…
– Nos acaban de avisar que Fabio ha muerto. Oremos…
Todos dicen el ‘Pater Noster’…
Cuando terminan; el anciano Joao exclama:
– ¡Fabio es feliz! Él ya ve a Cristo…
Antonio le contesta:
– Nosotros también lo veremos Joao e iremos a Él con la doble corona: la de la Fe y la del martirio. Seremos como renacidos sin sombra de mancha, porque los pecados de nuestra vida pasada serán lavados también con nuestra sangre. Pecamos mucho, nosotros que fuimos paganos por largos años. Y es muy grande que a nosotros venga el júbilo del martirio, para hacernos nuevos y dignos del Reino.
Otra voz muy conocida, retumba:
– ¡Paz a vosotros, hermanos!
Muchas voces contestan:
– ¡Pablo! ¡Pablo! ¡Bendito seas!
Mucho movimiento sobreviene entre la multitud. Sólo Plautina se queda inmóvil, con su preciosa carga sobre su regazo.
– ¡Paz a vosotros! –repite el apóstol. Y se mete hasta el centro- He venido a vosotros con Artyom y Alexander, para traerles la Vida.
Hugo pregunta:
– ¿Y el Pontífice?
Pablo contesta:
– Él les manda su saludo y su bendición. Está vivo por ahora… él quería venir; pero Joaquín, William y Amine, nos avisaron que lo están buscando y es conocido por los guardias. Por eso vengo yo, que soy menos notorio y ciudadano romano. A él debemos protegerlo en las Catacumbas. Hermanos, ¿Qué nuevas me tenéis?
Adam contesta:
– Fabio ha muerto.
Noha agrega.
– Cástulo ha sufrido el primer martirio.
Sienna dice:
– Jade ha sido conducida a la tortura.
Johanna informa:
– A Franco y a Aidan los han transportado con Lars y sus hijos… No sabemos a dónde…
Pablo responde:
– Oremos por ellos. Vivos o muertos, que Cristo dé a todos su paz…
Y Pablo, con los brazos abiertos en Cruz, ora. Está vestido como un siervo, con una vestidura corta, oscura y con un pequeño manto con capucha, que para orar, se ha echado para atrás. A su espalda están Artyom y Alexander, vestidos como él. Son muy jóvenes. Terminada la Oración, Pablo dice:
– ¿Dónde está Cástulo?
Noha responde:
– En el regazo de Plautina, allá en el fondo.
Pablo aparta a la multitud y se acerca al grupo. Se inclina y observa… Bendice al niño y a la mujer. El niño despertó con los gritos que saludaron al Apóstol y levanta una manita, buscando tocar a Pablo, el cual la toma entre las suyas y le habla con dulzura:
– Cástulo ¿Me escuchas?
El niño responde con fatiga:
– Sí.
– Sé, fuerte, Cástulo. Jesús está contigo.
Cástulo se lamenta:
– ¡Oh! ¿Por qué no me lo habéis dado? ¡Ahora ya no puedo más! –y una lágrima brota entre aquellas llagas.
Pablo lo consuela:
– No llores, Cástulo. ¿Puedes ingerir aunque solo sea un pedacito? ¿Sí?… ¡Bien! Te daré el Cuerpo del Señor. Después iré con tu mamá a decirle que Cástulo es una flor del Cielo. ¿Qué debo decir de tu parte a tu mamá?
– Que soy feliz. Que he encontrado una mamá que me da su leche. Que los ojos ya no hacen más mal. ¿No es mentira decirlo, verdad? Es para consolar a la mamá. Y que yo estoy viendo el Paraíso y el lugar suyo y el mío, mejor que si tuviera los ojos todavía vivos. Dile que el fuego no hace daño, cuando los ángeles están con nosotros. Y que no tenga miedo, ni por ella ni por mí. El Salvador le dará fuerza. ¡Jesús es tan Bueno!
– ¡Bravo, Cástulo! Le diré a tu mamá tus palabras. Dios ayuda siempre. ¡Oh, hermanos! ¡Y lo veis! Este es un niño. Tiene la edad en que no se puede soportar un pequeño malestar. Y vosotros lo veis y lo habéis escuchado. Él está en paz. Él está dispuesto a sufrirlo todo, aún después de haber padecido tanto, para ir hacia Aquel que él ama y que lo ama. Porque es uno de aquellos que Él amaba: un niño…
Y éste es un héroe de la Fe. Tomen el coraje de este pequeño, hermanos. Ustedes saben que yo me hago pasar junto con éstos como sepulturero, para poder recoger cuantos más cuerpos podamos y depositarlos en suelo santo. Por eso vivo junto a los tribunales y veo cómo viven los presos en el Circo y observo todo. Y me consuelo al pensar que yo también en mi hora, cuando Dios la reclame, seré por Él sostenido, como los santos que nos han precedido.
Hoy regresé de llevar al cementerio a Fátima, hija de Florián y de Valeria, no tenía más que catorce años y ustedes saben que estaba débil de salud. Con todo, ayer fue una gigante frente a los tiranos. El despecho de Nerón la torturó de muchas formas: lanzada, suspendida, estirada, desgarrada. Y siempre sanaba por Obra de Dios y siempre resistió a todas las amenazas. Ahora ella está en la Paz. ¡Valor hermanos! También a ella la nutrí con el Pan Celestial. Y con el sabor de aquel Pan, ella caminó a su último martirio. Ahora os daré también a vosotros aquel Pan, para que sea día de fiesta sobrenatural para vosotros. El Circo os espera… ¡Y NO TEMÁIS! En las fieras y en las serpientes ustedes verán apariencias paradisíacas, porque Dios cumplirá para vosotros este milagro. Las fauces y las roscas les parecerán abrazos de amor. Las llamas, rocío matinal. Los rugidos y los silbidos serán voces celestiales y como Cástulo, veréis el Paraíso, que ya desciende para recogerlos en su felicidad.
Todos los cristianos menos Plautina, se han arrodillado y cantan…
Mientras ellos cantan, han entrado también unos soldados romanos y los carceleros que al mismo tiempo que participan, montan guardia para que no entren personas enemigas. Y el canto se eleva, dulce y armonioso:
Como anhela la cierva
Estar junto al arroyo
Así mi alma desea, señor Jesús
Estar contigo.
Sediento estoy de Dios
Del Dios que me da la Vida
¿Cuándo iré a contemplar
El Rostro de mi Señor?
Lágrimas son mi pan
Noche y día
Cuando oigo que me dicen:
¿Dónde quedó tu Dios?
Yo me acuerdo y mi alma
Dentro de mí, se muere
Por ir hasta tu Templo
A tu casa, mi Señor y Dios.
¿Qué te abate alma mía?
¿Por qué gimes en mí?
Pon tu confianza en Dios, que aún le cantaré
A Jesús. A mi Dios Salvador.
Pablo se prepara para el Rito y dice a Cástulo:
– Tú serás nuestro altar ¿Puedes detener el cáliz sobre tu pecho?
– Sí.
Extiende un lino sobre el cuerpecito del niño y sobre el lino apoya el cáliz y el pan. Y la Misa es celebrada para los mártires, por Pablo y los dos sacerdotes que lo acompañan. El lino palpita sobre el pecho de Cástulo, el cual por orden de Pablo, tiene entre sus dedos la base del cáliz, para que no se caiga…
Cuando Pablo hace la consagración, un temblor de sonrisa se dibuja sobre el rostro llagado del pequeñín y después la cabeza cae con una pesadez de muerte.
Plautina se estremece pero se domina…
Pablo prosigue como si no notase nada. Pero cuando toma la hostia para darle al pequeño mártir, un fragmento…
Plautina le dice:
– Está muerto.
Pablo se paraliza por un momento y luego le da a ella, el fragmento destinado al niño que ha permanecido con los deditos cerrados alrededor de la base del cáliz, en la última contracción.
Y ellos le tienen que desprender para poder tomar el cáliz y darlo a los demás. Después de distribuida la Comunión, la Misa termina.
Pablo se despoja de los vestidos y pone todo lo que ocupó en la Misa, en una bolsa que lleva bajo el manto.
Después declara:
– Paz al mártir de Cristo. Paz a Cástulo santo.
Y todos responden:
– Paz.
Pablo dice:
– Ahora lo llevaré a otro lugar. Denme un manto para envolverlo. Lo llevaré sin esperar la noche. Al anochecer vendremos por Fabio. Las pequeñas hostias que se consagraron juntas, han partido juntos al cielo también… Pero a éste lo llevaré como a un niño dormido. Adormecido en el Señor.
Jack, uno de los soldados da su clámide y allí depositan a Cástulo. Lo envuelven y Pablo lo toma en brazos, como si fuera un padre que lleva a otro lugar a su hijito dormido… Con la cabeza sobre la espalda paterna.
Pablo se despide:
– Hermanos, la Paz sea con vosotros y acuérdense de mí, cuando estéis en el Reino…
Y se va bendiciendo…
Un poco después, llegan los intendentes del Circo, para llevarlos a completar el espectáculo de aquella noche en que a los ojos del mundo, es el triunfo de la Hora de las Tinieblas…
HERMANO EN CRISTO JESUS:
ANTES DE HABLAR MAL DE LA IGLESIA CATOLICA, – CONOCELA
F39 GLADIADORES CELESTIALES
LA OFRENDA
El sol está en su cenit. La multitud que hasta entonces había estado bulliciosa y alegre, se volvió hosca bajo la influencia del calor. Y en aquel silencio expectante y siniestro, en casi todos los rostros hay una expresión malhumorada y dura. Luego salió el mismo hombre vestido de Caronte y esperó… Atravesó con paso lento la arena y volvió a dar los tres martillazos en la puerta por la cual habían salido los gladiadores.
Y un murmullo recorre todo el Anfiteatro:
– ¡Ahí vienen los cristianos! ¡Los Cristianos!
Rechinaron los enrejados de hierro y se abrieron las puertas. Y por entre aquellas lóbregas aberturas se oyó el grito:
– ¡A la Arena!
Se volvió a oír el sonido de las trompetas…
Y de aquel oscuro túnel, salió una fila de carretas adornadas con flores y festones blancos, que llevan grupos de jóvenes de ambos sexos, totalmente desnudos, coronados con guirnaldas. Van tomados de la mano, silenciosos y dignos.
Las carretas tiradas por mulas desfilan lentamente alrededor de la arena, hasta llegar al Podium Imperial.
Se oye el toque penetrante del cuerno y el silencio se hace más profundo todavía…
El rostro del César se distorsiona con una maligna sonrisa al tenerlos frente a sí. Y esperó…
Pero esperó en vano el saludo de estos gladiadores en particular, pues ellos abren sus bocas para entonar un himno que se eleva suave al principio y Glorioso después:
“Pater Noster…”
El asombro se apodera de todos los espectadores mientras el himno resuena grandioso y absolutamente poderoso.
Al concluir la Oración Sublime, continuaron con “Christus Regna”.
Los condenados cantan sus estrofas triunfales con los rostros levantados hacia el Cielo. Y el público ve aquellos semblantes serenos y llenos de inspiración. Y todos comprenden que aquellas personas no están implorando compasión…
MARTIRIO DE CÁSTULO
Porque los cristianos en esos momentos ya no ven ni al Circo, ni a sus espectadores, ni al César. Están físicamente… Pero al mismo tiempo ¡No están allí!
El Christus Regnat resuena con una modulación cada vez más poderosa y muchos se preguntan:
– ¿Qué significa esto? y ¿Quién es este Cristo que reina en los labios de estas gentes que van a morir?
El César se sintió despechado y desilusionado. Se estremece ardiendo por la ira y extendiendo su brazo, vuelve el pulgar hacia abajo, apuntando hacia la tierra.
Y las carretas empiezan a moverse hacia el escenario.
Algunos cristianos jóvenes, son encadenados de sus muñecas, a las argollas de los postes que circundan el círculo. Una jovencita muy hermosa, que tiene una larga y ondulada cabellera rubia que le llega hasta la cintura, es encadenada al poste que está junto al árbol de las manzanas.
Otro grupo es conducido a donde están las parrillas y los encadenan de los pies, para colgarlos de las argollas y de esta forma quedan suspendidos con la cabeza hacia abajo. Entre ellos hay un niño pequeño. Es el único que está vestido con una tuniquita blanca, recamada con finas grecas. A él también lo suspenden igual. Y con un cinturón de flores a la cintura y otro alrededor de los muslos, le sujetan los brazos a lo largo del cuerpo.
Cuando terminan de llenar de víctimas los asadores, otros son encadenados a los postes en donde está la cruz, donde han sido colocados trozos de leña, para hacer junto con ellos una hoguera.
Cuando todo está listo, se oye nuevamente el toque de las trompetas…
Y a una señal, las monumentales parrillas son encendidas y su fuego es atizado por los esclavos. También prenden fuego a la hoguera y pronto éste sube alto, en la base de la cruz. El pueblo está estupefacto, pues no se oye un solo lamento.
Por el contrario, un himno se eleva glorioso:
Cantemos jubilosos al Señor Jesús
Aclamemos a la Roca que nos salva
Delante de ÉL, marchemos dando gracias
Aclamémoslo al son de la música.
Porque el Señor es un Dios Grande
El soberano de todos los dioses
En su mano está el fondo de la Tierra
Y suyas son las cumbres de los montes
Suyo es el mar. Él fue quién lo creó.
Y la tierra firme formada por sus manos
Entremos y adoremos de rodillas
Prosternados ante el Altísimo que nos creó
Pues Él es nuestro Dios y nosotros somos su Pueblo
El rebaño que Él guía y apacienta
Canten al señor un canto nuevo
Canten al Señor toda la Tierra
Canten al Señor, bendigan su Nombre Santo
Su salvación proclamen diariamente.
Cuenten a los paganos su esplendor
Y a los pueblos sus cosas admirables
Porque grande es el Señor
Digno del honor y la Alabanza
Más temible que todos los dioses.
Pues son nada esos dioses de los pueblos
El Señor es Quién hizo los Cielos
Hay brillo y esplendor en su Presencia
Y en su Templo belleza y majestad.
Adoren a Jesús todos los pueblos
Reconozcan su Gloria y su Poder
Den al Señor la Gloria de su Nombre
Traigan ofrendas y vengan a su Templo
Póstrense ante Él con santos ornamentos
La Tierra entera tiemble en su Presencia.
El Señor Reina. Anuncien a los pueblos
Él fija el Universo inamovible
Gobierna a las naciones con Justicia
¡Gozo en el Cielo! ¡Júbilo en la Tierra!
¡Resuene el mar y todo lo que encierra!
Salten de gozo el campo y sus productos.
¡Alégrese toda la Creación!…Delante de Jesús
Porque ya viene a juzgar a la Tierra.
Juzgará con Justicia al Universo
Y a los pueblos según su rectitud.
Más o menos a la mitad del Himno, Tigelino ha hecho una señal y se abren las aberturas que han sido preparadas para este propósito, por entre todo el escenario. Cuando casi ha finalizado el canto, muchos pitones enormes se deslizan hacia las víctimas propiciatorias.
Una que mide casi diez metros sale por detrás del árbol y se enrosca alrededor de la doncella encadenada que con su cara levantada al cielo… Ella sigue entonando aquel himno triunfal, hasta que la anaconda la tritura en un mortal abrazo y su voz se extingue al igual que las demás.
Se abren nuevamente las puertas. Ingresan a la arena el grupo de cristianos vestidos con pieles de fieras. Y siguiendo las instrucciones recibidas se dividen en dos grupos, que se dirigen a ambos lados del escenario. Mientras llegan al lugar designado, van cantando también otro himno.
Marco Aurelio al verlos se pone de pie. Y según lo convenido, se voltea hacia el sitio donde está el apóstol. Aparentando una tranquila indiferencia, pide a uno de los sirvientes de su comitiva un refrigerio y se vuelve a sentar…
El himno resuena ante todos los espectadores que siguen pasmados y sin asimilar lo que está sucediendo:
Demos gracias al Señor porque es Bueno
Porque es eterno su Amor.
Al Señor en mi angustia recurrí
Y Él me respondió sacándome de apuros
Si Jesús está conmigo no temeré
¿Qué podrá hacerme el hombre?
El señor es mi Fuerza y es por Él que yo canto
Jesús es para mí la salvación.
El brazo del Señor hizo proezas
El brazo del Señor es Poderoso
El Brazo del Señor hizo prodigios.
No he de morir, sino que viviré
Para contar lo que hizo el Señor
Ábranme pues las Puertas de la Justicia
Para entrar a dar gracias al Señor
Ésta es la Puerta del Señor
Por ella entran los justos.
Te agradezco que me hayas escuchado
Tú fuiste para mí la salvación
La piedra que los constructores desecharon
Se convirtió en la Piedra Angular.
Esto es lo que hizo el Señor. Es una maravilla a nuestros ojos
Este es el día que ha hecho el Señor. Gocemos y alegrémonos en Él,
Danos Señor la salvación. Danos Señor la bienaventuranza.
Tú eres mi Dios y te doy gracias
Dios mío, yo te alabo con mi vida
Den gracias al Señor porque es Bueno
Porque es eterno su amor.
Aún resuenan las últimas estrofas, cuando se oyen rechinar las puertas del Caniculum…
Y empiezan a salir los leones, uno tras otro. Enormes, castaños, soberbios. Con sus magníficas y grandiosas melenas. Salen también los tigres de Bengala, majestuosos y bellísimos, junto con las negras y relucientes panteras. Y todas las demás fieras son lanzadas a la arena paulatinamente.
El César utiliza su esmeralda pulimentada, para ver mejor. Primero los augustanos y luego la multitud, reciben a los leones con aplausos. Todos miran alternativamente a los feroces animales y a los cristianos que se han arrodillado mientras cantan. Con curiosidad morbosa quieren ver que impresión produce en ellos los feroces animales.
Pero tienen que seguir con su asombro.
Nadie se mueve. Sumergidos en su oración individual parecen no percatarse de los portentosos rugidos de las fieras. Los leones aunque están hambrientos por llevar varios días sin comer, no se apresuran a lanzarse sobre sus presas. Están un poco deslumbrados por la luz del sol y también aturdidos por los alaridos de la multitud. Se desperezan con lentitud.
Abren sus poderosas mandíbulas como un bostezo y luego miran a su alrededor. Se agazapan como al asecho, se ponen alerta y con un ronco sonido, se lanzan sobre sus indefensas presas…
Y empieza la carnicería.
De feroces dentelladas destrozan los cuerpos y los devoran, mientras brotan torrentes de sangre, de los cuerpos mutilados.
Un león se acerca a un hombre que tiene un niño en los brazos. Con un rugido corto y brusco, atrapa al niño y lo devora; mientras que de un solo zarpazo abre al hombre, como si lo hubiera partido a la mitad y con la garra con que le alcanzó el cuello, casi le desprende la cabeza. El pobre padre ya está muerto, antes de caer al suelo.
En aquel horrendo espectáculo, las cabezas desaparecen entre las enormes fauces abiertas de las fieras, que las cierran de un golpe. Y algunas, aferrando a las víctimas por la mitad del cuerpo, corren con su presa pegando enormes saltos, buscando un sitio propicio donde devorarla mejor.
Marco Aurelio mira aquella masacre con asombro y con cierto sentimiento de culpa. Al presenciar aquellos martirios tan gloriosos. Aquellas magníficas confesiones de Fe inquebrantable y aquel heroísmo triunfante, de aquellas víctimas que él sabe perfectamente que son inocentes de todos los crímenes que les imputan.
Y le penetró en el alma un dolor acerbo, porque si el mismo Cristo murió en el tormento para salvarlo también a él y está siendo testigo de cómo miles de cristianos están pereciendo y sufriendo por Él… Y le pareció un pecado el implorar misericordia, pues más bien es él quién debiera estar acompañando a Alexandra, dentro de la prisión.
Y comenzó a orar, pidiéndole a Dios que lo guíe y lo ayude a hacer su Voluntad. Y ensimismado en sus profundas reflexiones, perdió la noción del sitio en el que se encuentra y de todo lo que ocurre a su alrededor. Por un momento le pareció que la sangre de la arena, se eleva como una ola gigantesca que rebosa fuera del Circo y que inunda Roma entera…
Deja de oír los rugidos de las fieras, los gritos de la gente, las voces de los augustanos, hasta que de súbito empezaron a repetir:
– ¡Prócoro se desmayó!
Petronio exclama tocando el brazo de Marco Aurelio:
– ¡Se desmayó el griego!
Y efectivamente, Prócoro Quironio está en su asiento, pálido como la cera, con la cabeza echada hacia atrás y con la boca abierta como si estuviera muerto. Lo sacaron fuera del Circo.
El espectáculo se ha convertido en una escalofriante orgía de sangre.
Los espectadores están de pie. Algunos han bajado hasta los pasillos, para ver mejor y se producen así, mortales apreturas. El césar, con la esmeralda sobre el ojo, contempla con atento deleite, cuanto acontece en la arena.
En el rostro de Petronio hay una expresión de repugnancia y desdén… Aunque en su interior está impactado y lleno de preguntas sin respuesta…
Pedro está de pie, bendiciendo una y otra vez a las ovejas devoradas del rebaño. Nadie le mira, porque todos los ojos están atentos en el sangriento espectáculo. Mientras bendice, con su corazón desgarrado por el dolor, dice:
– ¡Oh, Señor! ¡Hágase tu Voluntad! ¡Te ofrezco todo esto por tu Gloria! Te entrego las ovejas que me diste para apacentarlas. El Adversario quiere exterminarnos. Pero Tú sabes cuales dejarás para que la Iglesia no desaparezca… Ya están abiertas las Puertas del Cielo, para recibir tu cortejo de mártires gloriosos. Padre santo fortalece mi espíritu para contemplar esto y seguir haciendo tu Voluntad…
Mientras tanto en el Podium, el César dice unas palabras al Prefecto de los pretorianos. Tigelino asiente con la cabeza y se dirige al interior del Anfiteatro.
En medio de gritos, lamentos, rugidos, allá entre los espectadores, se empiezan a oír risas histéricas, espasmódicas y delirantes, de personas cuyas fuerzas y nervios ya no resistieron tanta barbarie. El pueblo se horroriza al fin…
Muchos semblantes se han puesto sombríos y varias voces comenzaron a gritar:
– ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta ya!
Se ha colmado la medida.
Pero es más fácil traer las fieras a la arena, que sacarlas de ella. Más el César ya había previsto el medio apropiado para esa eventualidad… Un recurso para despejar el Circo, procurando al mismo tiempo, un entretenimiento más.
Por todos los pasillos que hay entre los asientos, se presentan grupos de numídicos negros como el ébano, con sus cuerpos lustrosos y formidables, ricamente ataviados con joyas de oro y plumas multicolores, armados con arcos y flechas.
El pueblo adivinó que un nuevo espectáculo se aproxima y acoge a los arqueros con alegres aclamaciones; los numídicos se acercaron a la barandilla, tomaron sus posiciones para disparar y a una señal comienzan a asaetear a las fieras…
Los cuerpos de los guerreros, fuertes y esbeltos, como si hubieran sido tallados en mármol negro, se doblan hacia atrás, extienden las cuerdas de sus arcos y afinan la puntería. El zumbido de las cuerdas y el silbar de las emplumadas flechas, al atravesar velozmente el aire, se mezclan con el rugido de los animales heridos de muerte y la admiración de la concurrencia por su excelente habilidad.
Osos, lobos, panteras y serpientes, van cayendo uno tras otro. Aquí y allá, los leones y los tigres al sentirse heridos, rugen de dolor y tratan de librarse de la flecha, antes de caer con el estertor de la agonía. Y las flechas siguen zumbando por el aire, hasta que sucumben todas las fieras, debatiéndose entre las convulsiones postreras de la muerte.
Entonces centenares de esclavos se precipitan en la arena, armados con azadas, escobas, carretillas y canastos para el transporte de las vísceras. Salen en grupos sucesivos y en toda la extensión del Circo. Desplegando una actividad febril y rapidísima. En pocos minutos, la arena queda despejada de cadáveres. Se extrajo la sangre y el cieno. Se desmanteló el escenario. Se cavó. Se niveló el piso y se le cubrió con una nueva capa de arena. Luego pusieron en medio un entarimado de regular tamaño. Enseguida penetró una legión de cupidos que esparcieron pétalos de rosas y gran variedad de flores. Se removió el velarium, ya que el sol había bajado considerablemente y entre el público todos se miraron unos a otros, preguntándose, qué otra cosa seguirá a continuación.
Y en efecto, sucedió lo inesperado…
El César, que había abandonado el Podium unos minutos antes, se presentó de súbito en la florida arena. Le siguen doce coristas con sendas cítaras. Sostiene en la mano un laúd y se adelanta con paso solemne hasta el entarimado que ha sido decorado para enmarcar su actuación. Saludó varias veces a los espectadores, alzó la vista al cielo y pareció aguardar un soplo de inspiración. Luego hizo vibrar las cuerdas…
Y comenzó a cantar la Troyada.
Mientras tanto el apóstol Pedro, tomándose la cabeza con sus manos temblorosas, exclamó en voz baja y desde lo más profundo del alma:
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Señor! ¡Qué pueblo, qué ciudad y qué César! ¡En qué manos has permitido que quede el gobierno del mundo! ¿Por qué has querido fundar tu Iglesia en este sitio?
Y comenzó a llorar.
Las carretas comenzaron a moverse… Sobre ellas han colocado los sangrientos despojos de los cristianos, para ser llevados a las fosas comunes.
Los sobrevivientes son enviados por otro corredor.
Nerón está cantando las últimas estrofas y su voz emocionada tiembla y se le humedecen los ojos… y en los de las vestales también hay lágrimas, pues sus versos son una muy sentida alegoría del incendio de Troya.
Y el pueblo que ha escuchado en silencio, permaneció mudo por largos minutos antes de estallar en una prolongada tempestad de aplausos y de clamorosas aclamaciones…
HERMANO EN CRISTO JESUS: